El enemigo
Publicado en Aug 22, 2009
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
Desde mucho tiempo atrás estaba seguro de que tarde o temprano habría de toparme nuevamente con él. Por eso, cuando clavó sus ojos en los míos aquella mañana de invierno, experimenté cierto alivio: la espera, al fin, había terminado. Admito que consideré la posibilidad de darle la espalda y huir. No lo hice porque me di cuenta de que ese encuentro me brindaba lo que tanto ansiaba: resolver, de una buena vez, nuestras terribles diferencias. Me miró con un desprecio transparente, inmaculado. Con alguna pena comprendí entonces que el odio que yo le inspiraba no había disminuido un ápice. Pero, ¿de qué oscuro abismo procedía?, ¿qué tenebrosas fuerzas lo alimentaban? Muchas veces había intentado recordar algún ultraje, algún escarnio cruel y definitivo. Sin embargo, las ofensas que lograba hallar en mi memoria me parecían demasiado banales para dar pie a un odio como aquél, tan intenso, tan devastador. Él siempre había sido el perseguidor; y yo, el fugitivo, sin duda. A toda hora lo adivinaba al acecho, buscando la ocasión propicia para saltar sobre mí y despedazarme. Pero esa mañana, el miedo me abandonó súbitamente y sentí el irrefrenable impulso de suprimirlo, de acabar con él. El ruido del agua mitigaba el incesante ajetreo de la calle. Sin dejar de verme a los ojos, cogió la navaja de afeitar que descansaba sobre uno de los bordes del lavabo, la alzó a la altura de mi cuello y esbozó lo que pretendió ser una sonrisa. En ese instante creí percibir un vago anhelo de reconciliación en su mirada, pero no pude confirmarlo con un segundo vistazo porque, para entonces, el vapor proveniente del cubo de la regadera ya había empañado prácticamente todo el espejo.
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