Nunca hubo un silencio tan ensordecedor como el silencio del mar.
Las tres de la tarde, hacía calor el sol aplanaba la mente de los más descosidos y atrevidos que asomaban su cabeza al mar, eran o quizás no el único movimiento que tenían en aquellos momentos las ensordecedoras olas de aquella calurosa tarde.
Ataviados con aquellos brillantes trajes de color oscuro, aparentando tal fortaleza y desafiando de tal forma que daban la sensación de ser los dueños de aquel furioso mar. No tardaron cinco minutos en adentrarse entre las olas, bastaron cinco segundos para dominar su fuerza y hacerse con la máxima de las satisfacciones que alguien tan insignificante es para ellas. Jugando con el tiempo, chocando con la fuerza, retando al destino, rozando la vida y desafiando la muerte, cada tarde se acercan a lo más profundo del placer.
Estaba pensativo, alerta y con la mirada en lo más alto de aquella cresta que se rizaba dando la vuelta sin prisa, en un estado constante de invitación a superar el miedo y lanzar el más duro de los silencios, el mismo que hacía tres días se llevó a su amiga, con aquella indiferencia y arrogancia. No lo dudo y con el mismo reto lanzado hacia él, se dirigió hacia dentro retando a la vez que gritaba aquel juramento sobre la castigadora, “ahora me toca a mí” consiguiendo adentrarse dentro del tubo con el mayor de los gozos y el recuerdo de Ainoa. Salió vencedor y vencido satisfecho por el homenaje y dolido por su ausencia, quedando abatido en la orilla y mirando hacia ellas mientras dos  secas y espontaneas salían de sus ojos.
joseortega.