En la oscuridad del pozo
Publicado en Mar 29, 2013
En la oscuridad del pozo Nadie sabe bien qué le pasó, lo cierto es que Plácido era un "vagabundo". Aunque no cualquiera, él vagaba por los montes, cerca del pueblo de Ardiles, en Santiago del Estero. Ya formaba parte del paisaje, era un sello en la retina de todos. Podía aparecer en cualquier momento, al levantar o girar la vista podía estar ahí, cruzando un sembradío, apoyado en algún alambrado, bajando del monte o de algún árbol a lo lejos, ofreciendo un cuero de zorro o lampalagua que cazó por ahí. Pero donde más seguido se lo veía era en el bar. Todo el mundo lo aceptaba, y en algún momento lo requirió. Plácido era respetado, tenía un oficio, era pozero. Una mañana, que transcurría como muchas en el pueblo, donde la única novedad había sido ver pasar al nuevo caballo del comisario, haciendo alardes de bravura, relinchando, desbocándose hacia los costados, alarmando a la gente, como queriendo demostrar poder, mientras el comisario con una leve sonrisa, entre agrandado y avergonzado, lo hacía retomar el camino. Los viejos que estaban en la puerta del bar, se reían para adentro. Entre ellos, Clodomiro, quizás el más sagaz de todos, que para sus adentros pensó: ese caballo es puro pedo y apronte, nomás. Pero no todo en esa mañana terminaría en risas, un grupo de pibes se presentó diciendo que un hombre se había tirado en el pozo, el más antiguo y profundo del pueblo. Varios salieron disparados hacia allá. Al llegar vieron que algo tapaba el espejo de agua que solía verse cincuenta metros más abajo. Lo confirmaría una vecina, era el cuerpo de un hombre, que al parecer se había batido a duelo con otro al que mató pero lo que lo haría entrar en la más sórdida angustia, sería el enterarse luego de que su víctima era el padre de una de sus hijas. Las caras de desconcierto se iban sumando, hasta que uno atinó a llamar a los bomberos, los que tardarían en llegar por no contar con el equipamiento y personal para el caso. Fue tensa la hora de espera, la gente se preguntaba si ese hombre podía seguir con vida. Vinieron tres bomberos, con relucientes uniformes y equipamiento: el jefe, de unos cuarenta años, otro de alrededor de treinta, y el más joven, de unos veinticinco. Se dispusieron a preparar el operativo, estudiando el terreno, deliberando sobre los pasos a seguir, bajo la atenta, descreída mirada de los pobladores. Al observar la boca del pozo se les notó el pánico, el que quisieron disimular con algunas bromas entre ellos y una actitud un tanto pedante. Sacaron con prepotencia a la gente que se iba agolpando alrededor. La atmósfera se tornaba cada vez más pesada, el lugar predisponía, en ese tiempo ya no eran muchos los que se aventuraban por ahí. Ese pozo no sólo era temido por lo antiguo y profundo, toda clase de historias se habían tejido a lo largo de trescientos años, era como la representación de todos los miedos. Al parecer había sido el destino final de muchos. Este último suicida era la punta del ovillo. Desaparecidos, vengados, víctimas de ladrones o policías, adúlteros, todos estaban en el fondo de ese pozo. Así, al caer la noche, esos espíritus, llenos de ira, con sed de justicia, por venganza o desesperación, se la hacían pagar al primero que pasara. Gente presa de la locura, accidentes en los caminos más próximos, apariciones repentinas al costado de la ruta, persecuciones de serpientes gigantes, toros con cuernos de oro y ojos de fuego, todo, todo era atribuido al pozo. El primero en bajar fue el bombero más joven, habrá creído que sería una buena oportunidad de sumar méritos frente a sus compañeros, aún cuando era lo último que querría haber hecho en su vida. Su rostro serio, pálido denotaba una derrota anticipada. No habría pasado un minuto desde que su cabeza se dejó de ver bajando hacia la espesa oscuridad del pozo, cuando las sacudidas de la soga que lo sostenía comenzaron a ser cada vez mas fuertes y violentas. Las ruedas de las poleas golpeaban sobre sus ejes con ritmo parejo, convirtiendo al el artefacto de rescate en una suerte de sonaja como si alguien quisiera burlarse de todos los que estaban afuera. El jefe de bomberos, que miraba la escena desorbitado, empapado en transpiración, decidió subirlo de inmediato cuando vio que el joven ya no contestaba. La imagen era dantesca. Inconsciente, hecho un nudo en la soga, cubierto de barro, sangrando por todos lados, vomitado encima, bichos de todo tipo y tamaño caminándole por el cuerpo, así subió el pibe. No pudieron hacerlo reaccionar. Se lo llevaron de inmediato al hospital, mientras el bombero de mediana edad se aprestaba a bajar. Cuando llegó a la mitad del trayecto del otro, empezó a gritar como un condenado, erizando a todos. Cuando subió a la superficie estaba duro, sollozando, con una cara de espanto nunca vista. Y, con esas dos tarántulas que le caminaban por encima, no era para menos. La impaciencia de la gente se empezaba a notar, los viejos murmuraban por lo bajo, a regañadientes. En ese murmullo, comenzó a reiterarse el nombre de Plácido. ¡Che, llámenlo a Plácidoo!!, gritó por fin uno de los viejos. Plácido resultó estar trabajando en otro pueblo, a 30 km de ahí. Con él era así, nunca se sabía dónde estaba, pero cuando se lo necesitaba aparecía. Y ahí llegó Plácido, con su ropa andrajosa, cubierta de barro del pozo de donde estaba trabajando, igual que sus manos, que más que manos parecían las raíces de un ombú, su mirada y arrugas como talladas en piedra, el pelo como un arbusto, y su barba, como líquenes adheridos a la roca. Se acercó al borde del pozo como quien se acerca al borde de la vereda, entre despreocupado y displicente, se rascó el costado del pantalón, mirando como quien ve pasar una nube. De repente se dio vuelta y lo encaró al jefe de bomberos directamente: “esta bien, yo lo saco, pero cuando lo saque voy a querer una botella de ginebra” le dijo. Quién dudaría de Plácido?, ¿Quién no lo había visto apartar serpientes de sus pies con el suave empuje de un palito? mientras seguía tomando mate mirando el horizonte…¿Quien todavía se sorprendía al escuchar sus historias de la dama de blanco, a la que veía cerca de su choza en el monte, cuando salía a orinar de madrugada y él, como si nada, se volvía a seguir durmiendo? Su cabeza bajaba en la oscuridad del pozo y lo mismo hacía la tensión en la superficie, ahora todos sabían que ese calvario terminaría pronto. Quince minutos habrá durado el descenso, y de repente ningún ruido, silencio durante veinte minutos, sólo algún ligero movimiento de la soga, nadie hablaba, hasta que de repente, una sacudida fuerte indicando que lo subieran. Como un espectro apareció Placido del fondo del pozo, con el cadáver de un hombre robusto, cubierto del barro más negro, atado a su cuerpo. La viuda se abalanzó en llanto sobre el cadáver, mientras los dos bomberos trataban de hacerse cargo de la situación y a duras penas intentaban subir el cadáver a su camioneta. Clodomiro, que miraba la escena con atención, de repente miró a otros que tenía al lado y les dijo: ¡Nooo, si estos changos no sirven para una mierda, son puro pedo y apronte, nomás!.
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