CARIDAD
Publicado en Mar 30, 2013
El pesado vehículo táctico VAMTAC se detuvo en la polvorienta calle mayor de Qala i Naw y dos hombres, embutidos en uniformes de pixelado árido, descendieron de él entrando en la destartalada tienda. Mientras tanto, la conductora también bajó del blindado, y a la vez que se calaba unas gafas Rayban de aviador en la cara, saco un paquete de Marlboro de uno de los múltiples bolsillos de su PECO. Recostada en el capó del vehículo fumaba tranquilamente mirando divertida a los afganos, que a su vez la contemplaban entre estupefactos y horrorizados. Aquella gente simplemente no podía concebir que una mujer vistiera un equipo militar, portara armas y fumara descaradamente en mitad de sus ciudades. Estaban llegando los tiempos del Fin del Mundo y Satán se enseñoreaba del rebaño del Profeta. Ella sabía eso, y los veía como quien ve con curiosidad un bicho raro en el zoológico. Por si acaso, el Fusil de Asalto Heckler & Koch G36 cerquita, en el asiento, y un montón de munición en los bolsillos delanteros del correaje para, como dice la canción Pedro Navaja de Ruben Blades, "librarla de todo mal".
Caridad, que así se llamaba la soldado, tenía veinte años, unos limpios ojos azules y una piel muy blanca. Era, y es, de Cáceres y se había acostumbrado a mirar con aquellos ojos claros los verdes campos de tabaco y pimentón del Valle del Jerte, y las nevadas cumbres de las montañas. Cuando le decía, que seguramente era descendiente del séquito de germanos que acompañaron al Gran Carlos en su retiro de Yuste, ella me sonreía con un punto entre tímido e inocente diciéndome "Que cosas tiene usted, que cosas tiene usted" Apenas una niña vistiendo un uniforme que le quedaba un poco grande. Y algunas noches aquella niña antes de dormir, se sorprendía a si misma, en el contenedor donde convivía con otras dos chicas más, pensando en los miles de kilómetros que la separaban de sus verdes valles y sus blancas cimas. Que diferente era aquella realidad que la rodeaba de la realidad en la que había crecido. Que diferente en lo humano y en lo geográfico. Pero esa era una de las cosas buenas que tenía el Ejército: que te permitían conocer otras realidades distintas a la tuya. Aunque fueran realidades terribles. La mujer salió de repente de una de las callejuelas laterales que desembocaban en la calle principal. Era una mujer más. Un bulto informe sin rostro ni edad definidos, encerrada en una cárcel de tela azul oscuro a la que los nativos llamaban burka. Esta se dirigió con paso decidido hacia el lugar donde estaba Caridad. Al principio la soldado se inquietó, y sintió la adrenalina latir en sus venas acelerando el corazón. Pensó instintivamente en el arma que tenía al alcance de la mano y en la posibilidad de tener que utilizarla. Una nunca podía llegar a saber del todo a ciencia cierta si debajo de aquellas ropas se escondía un cinturón explosivo a punto de ser detonado. Pero aquella desagradable sensación de alerta duró poco, porque pudo ver que entre sus brazos llevaba un bebé envuelto en una sucia y descolorida mantita. El caso era que esa circunstancia tampoco suponía un seguro de nada. A aquellos cabrones de talibanes les importaba un bledo su propia gente, con tal de hacerle bajas a las Fuerzas de la ISAF. Pero la presencia del niño, no sabía muy bien porqué, la tranquilizó un poco y se relajó. Al llegar a su lado la afgana, mientras con un brazo le alargaba a la niña (porque era niña) con otro le indicaba mediante gestos si quería hacerse una foto con su bebé. Aquellos no era algo inusual. Todos tenían fotos con la población local. Recuerdos que los acompañarían toda la vida más allá de cualquier souvenir o baratija. Y Caridad accedió de buen grado con una sonrisa, pasado el tenso momento, cogiendo el bulto palpitante que le era alargado, después de entregar su teléfono móvil a la mujer como cámara de fotos. Una vez hecho el intercambio, la mujer se retiró como para coger mejor encuadre en la foto y sorpresivamente salió corriendo por otra callejuela lateral, mientras lanzaba la cámara lejos de si. La sonrisa de Caridad se helo en su rostro y fulminantemente una certeza atravesó su cerebro. Aquella desgraciada había renunciado a lo que más quería, a su bien más preciado para que Caridad la salvara de su destino. No podría perseguirla por aquel dédalo de edificios y además era una locura separase de la seguridad del blindado, de las armas que contenía en su interior y de sus dos cercanos compañeros. Nunca podría encontrarla porque sería solo un bulto informe y silencioso más, entre centenares de bultos informes y silenciosos. De mujer a mujer casi podía sentir su dolor, su desesperación y su rabia mientras huía. "Salva a mi hija, sálvala por favor. Sálvala de la guerra, de las violaciones legales, del analfabetismo. Sálvala de ser poco más que un animal, de valer poco más que una cabra. Sálvala del miedo y de las palizas. Sálvala de lo que la vida le tiene deparado. Sálvala." Y una rabia e ira que nunca había sentido antes en su joven vida subió del pecho de Caridad hacia su boca. Algo que casi se podía masticar. Y mientras miraba a los barbudos que contemplaban la escena entre curiosos e indiferentes, pasó por su cabeza el fusil de asalto que tenía al alcance de la mano y los trescientos cartuchos de su correaje. Y ella, que nunca decía palabras malsonantes, escupió un "hijos de la gran puta" como nunca había soltado antes ni soltaría a lo largo de su vida. La niña la miraba desde su regazo con unos grandes ojos oscuros y el teniente y el sargento salieron a la carrera de la tienda al oír el jaleo. Todo apenas había durado dos o tres minutos. El bebé fue entregado a las autoridades afganas y acabó hacinado, junto a otros miles de niños, en un orfanato para huérfanos de aquella locura interminable. Y Caridad volvió a ver sus verdes valles y sus nevadas cumbres. Pero había algo diferente en sus limpios ojos azules, algo turbio y oscuro. Algo que reflejaba el desgarrón que la Vida había hecho en su alma en una polvorienta calle de Qala i Now.
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