CUENTO EROTICO - EL MUNDO LE PERTENECE
Publicado en Mar 31, 2013
EL MUNDO LE PERTENECE
(por La Gata) El estaba sentado en la plaza principal de aquella ciudad, ocupando un banco entero con los brazos abiertos. Parecía que todo el mundo era suyo y se notaba en su sonrisa, cada vez que pasaba una mujer y brillaban sus ojos felinos. Era dueño de un porte privilegiado, alto 1.82cm, complexión atlética, cabello color ceniza y su mirada intensa lo hacían de un sabor especial. Ninguna reparaba en él, por supuesto, mas él sí sabia que detalle llevaba cada una. ¿Tendría tal vez 40 años? Una vida entera. Había en sus ojos más que brillo, sensualidad, amor por las mujeres, respeto por ellas, seducción y dolor, un gran dolor. Ella estaba desolada, encontró a su esposo con su mejor amiga, fue sin mala intención. Había partido el fin de semana hacia la casa de sus padres en el campo porque quería que sus hijos respirasen aire fresco. A la altura de Buin, su auto se descompuso. Volvió antes a casa, subió los escalones hasta el sexto piso - el ascensor no funcionaba, ese no era su día - y entró sigilosa, para no molestar la calma en que debía estar su esposo. Sabía que él estaba ahí, pero no el silencio, se oían risas desde el living y ella camino hasta su dormitorio. Allí estaba Sofía con Roberto, desnudos. Espió desde el dintel de la puerta, y al verlos en una actitud tan lúdica, comprendió por qué su vida era tan rutinaria; si él le hubiese hecho esas cosas, habría mantenido la sonrisa de su juventud. Los pensamientos fueron fulminantes; acribillaron su cerebro, recordó la noche anterior cuando él la buscó entre las sábanas, rodeó perfectamente su cintura para que ella aceptara, como siempre, que él la tomara entre sus brazos potentes y comenzara a darle un poco de placer que nunca fue más que la primera vez. La abrazó, por la espalda y ella sintió su virilidad, potente, formidable... una ola de calor subió por su cara, se sentía excitada pero cansada y temprano partiría. Lo dejó hacer. La acarició, suavemente, dejando claro que era su dueño y besó su cuello, se hundió lentamente en la humedad de ella que se dejó hacer, disfrutó, pero como de costumbre, la embistió un tiempo prudente, para darle tiempo a ella, de sentirlo, disfrutarlo, de hacerla llegar al clímax... y se dejó ir. La llenó con su esencia y rodó de espaldas para fumar, ambos, un cigarrillo, como siempre. Descansó a su lado, como todas las noches, desde hacía ya 10 años. - Te amo, te voy a extrañar estos días que no estés.- dijo Roberto Ella lo amaba profundamente y no pedía más, no necesitó nada más, por lo menos eso creyó hasta ese momento. Despertó de ese recuerdo y comprendió que aquí no había nada de "no sé que pensar". Hubo un silencio absoluto. Sus miradas se cruzaron justo en el momento en que ella decidió no molestar, casi como una broma del destino un reloj carpintero saltaba de la muralla diciendo con su cu-cu que eran las doce y sin decir nada los observó a ambos como queriendo otorgarles un perdón o darles su bendición en una actitud que ni ella comprendía y salió con el mismo silencio con el que entró. Llamó a los niños que jugaban en el patio del condominio. - ¡Niños, hoy, comida chatarra! Rumbo a un mall, su cabeza daba vueltas, los niños no dejaban de hacer preguntas, pero ella contestaba autómata a todo, absolutamente ausente, lejana a sus respuestas y pensando en que haría después... Era Sofía, su amiga Sofía. Bajaron del edificio, sin emitir una palabra. Sofía estaba acongojada, mas sabía que allí no terminaría todo. Eran años de pasión, de vivir una aventura que era más que una simple aventura. Sofía tenía claro que amaba a su familia, pero el deseo era más fuerte. -Tenemos que dejar de vernos, al menos por un tiempo.- dijo Roberto, sin disimular el dolor y la angustia. Angustia de perderla, dolor por no poder dejarla y dañar a su esposa. Ella estaba locamente enamorada, era capaz de esperar una vida entera para no perderlo, "hasta que las cosas se calmaran". Esta era la primera vez y no sería la última, ella lo sabía. Roberto recordó la primera vez juntos, la conocía desde la infancia, ella era su gran amor. El único. -No me llames, yo te busco.- dijo Roberto -Descuida, esperaré... como siempre. Él corrió tras Isabel para dar explicaciones, no pudo hallarla, era demasiado tarde, caminó sin rumbo sin poder sacar la imagen de su mente, esa expresión de incredulidad de ella y al mismo tiempo la infinita tristeza de Sofía. Amaba a su esposa, amaba demasiado a su familia para dejarla. Pero su fogoso temperamento precisaba de aquella niña, la necesitaba. Es caprichoso el destino ¿Qué haría? Recordó la primera vez que la deseó desesperadamente, era una joven de figura suave, músculos marcados, piernas firmes, cuello largo, tez morena, ojos grandes, rasgados, negros, cabello largo, lacio. ¿Qué edad tenía? 18 años, pero daba lo mismo ¡Era la mujer de sus sueños! El problema radicaba en que su vida ya estaba hecha. -¡No! no juegues así, soy de carne y hueso, puedo, pero no debo. Decía él creyendo que todo acabaría en eso. Llevaban meses en estos juegos. Yo te toco, tu arrancas, tu me muestras, yo me vuelvo loco... -Es sólo un juego, decía ella, ¿Cómo es? ¿Eres tan espectacular como dicen? ¡Déjame saber...! Decía infantil, erótica, niña-mujer, preguntando, confiada en su amigo, mentor, príncipe azul inalcanzable, sin comprender como estaba despertando el deseo de este hombre que ya había perdido la esperanza de encontrar a su Musa, a su Diosa. Siempre se rumoreó de las habilidades y el potencial de aquel hombre que la tenía capturada desde sus fantasías, en sueños más recónditos. Fue incapaz de resistirse. Ella era tan exquisita... Y él la tenía en su mente, clavada como una mariposa en la pared. -¿Quieres que te enseñe lo que es el placer?¿ Estás segura? Ella sólo sonrió, sentada en el suelo pidiendo caricias en un juego que no tenía otro final. Tocó sus hombros y bajó lentamente por su espalda, ella temblaba deseando más. Giró para mirar esos ojos que la hipnotizaban, que la erotizaban, queriendo que de una vez por todas comenzara a amarla. Se aferró a las manos de Roberto, temió no poder controlarse, él comprendió su aprensión y su deseo. Tomó sus manos femeninas y besó las palmas con dulzura. Los ojos de ella se abrieron, sorprendidos, dudó pero no se retiró. El se sentó a su lado, llenándose de esa visión lujuriosa pero tan pura a la vez. Su pelo suave, brillante, sus ojos negros, rebosantes y llenos de expectación. Toda aquella bella mujer anhelando que la tocara, esperando que despertara en ella las sensaciones que él sabía que estaban allí, y que ella suplicaba, en silencio, fueran enseñadas. Quería que ella tomara conciencia. Que no existiera duda alguna. Se sentía más excitado que nunca en toda su vida, como con ninguna mujer. Subió sus manos por los brazos de ella, luego se acercó, agachándose y la besó en el cuello. Ella estaba tensa, con deseo y a la vez con temor, a la espera de lo que él hiciera después. Se acercó, volvió a besarle el cuello y vio con complacencia como sus pechos irradiaban juventud, completamente erectos, y sin poder resistir, deslizó una mano bajo su blusa para sentirla. Él sabía que estaba asustada, pero su cuerpo reaccionaba tan bien al contacto... Hundió sus dedos en esa cabellera salvaje que enmarcaba sus facciones, y echó la cabeza de ella hacia atrás, acercando sus labios hasta la oreja, entregando su aliento, susurrando que sería el dueño de todos sus gemidos, haciendo que su piel se erizara, para luego descender hasta encontrar su boca. Entonces se echó hacia atrás sujetándola por los hombros y sonrió. La observó. Ella estaba con los ojos cerrados, la boca entreabierta, se encontraba jadeante. La besó de nuevo y se inclinó sobre ella para desnudarle los hombros y descubrir los jóvenes pechos erguidos, con sus aureolas hinchadas, sintiendo como su virilidad palpitaba. Le besó los hombros mientras ella se estremecía, le acarició los brazos, quitándole la blusa. Sintió su columna vertebral con la yema de sus dedos, una electricidad recorrió todo su cuerpo y comprobó cómo se estremecía de deseo y de miedo. Ya no había marcha atrás. Descendió hasta el pecho. Al rodear la aureola sintió que se contraía y lo succionó con suavidad. Ella jadeó pero no se retiró, gemía y notó que su propia respiración se aceleraba. Acarició la piel desnuda debajo de sus pechos hasta la cintura, y buscó el botón que sujetaba la falda. Extendió la mano y la dejó sobre el estómago de ella, se puso tensa, con miedo de no ser suficientemente apta para las expectativas de él. Al comprender el temor que la abrumaba, descendió lentamente con sus manos por las caderas de ella hasta encontrar la parte interior de sus muslos, separó sus piernas, rozó su pelvis suave, rodeó sus nalgas turgentes, besó su ombligo, miró su expresión y ella ya no se resistió más. La puso en pie, después le bajó la falda, ella se le acercó y frente a él dejó que pasara lo que tuviera que pasar, la rodeó por la cintura y hundió su rostro en su vientre, ella sintió un espasmo de deseo que la hizo humedecer. Él contempló entonces sus curvas suaves, redondas, perfectas. Ella sonrió con expresión confiada y anhelante. Se sentó frente a ella, en la orilla de la cama y esperó, dándole tiempo. Sofía se sentía desesperadamente atraída y comprendió la humedad entre sus piernas. Lo deseaba tanto. Quería tomarlo, poseerlo. Se sentía abrumada, perdida en la profundidad de aquellos ojos, y experimentó de nuevo esa sensación intensa y placentera. Lo deseaba, temía el dolor, pero lo deseaba más. Tendió la mano, cerró los ojos, abrió la boca y se estrechó contra él. En aquel instante, Roberto movió sus dedos hacia aquella hendidura cálida, mojada, entre los muslos de Sofía y encontró el punto exacto, pequeño, palpitante. Ella dejó fluir la respiración que retenía. La tomó en vilo y recostó sobre la cama, mientras él seguía, bajaba hasta quedar de rodillas en el suelo. Entonces probó por vez primera su sabor único, un elixir, quinta esencia de exquisitez. Ella se puso a gemir con cada exhalación, adquiriendo una danza sensual, felina y sexual, indicando que estaba preparada, que lo atrajo más aún a su profundidad, avanzando, retrocediendo, incapaz de escapar, ya de él. Presa para siempre; de eso estaba segura. Entonces comenzó a descubrir como darle más placer. Mientras ella gritaba, en una danza indescriptible, entre oriental y polinésica, la excitación de Roberto aumentaba, quería contenerse. Cuando oyó los jadeos de ella, que llegaba casi al clímax, se irguió veloz, como tigre al acecho ante su presa. Quiso cerrar los ojos para controlar su deseo, pero no quería perderse ninguna de las expresiones de esa diva que lo estaba embrujando para siempre. Apretó los dientes para dominarse mientras se introducía en aquella fuente cálida, húmeda e inexplorada. Sofía le rodeaba la cintura con las piernas. Roberto notó el obstáculo dentro de ella, hasta que los jadeos de ella se mezclaron con gritos ahogados de placer sintiendo que alzaba sus caderas sin temor alguno, deseosa de recibirlo por entero. Entonces retrocedió un poco y empujó con fuerza, sintiendo como le robaba la pureza que ella guardaba celosamente, rompiendo el sello que la mantuvo inmaculada, secretamente para él, mientras ella gritaba de dolor y placer. Se movieron juntos descubriendo el ritmo ancestral que sólo se encuentra una vez en la vida, compenetrados en un éxtasis inimaginable. Ella gritó su nombre al mismo tiempo que él oía su propio grito tenso al aliviar su cúmulo exacerbado durante tanto tiempo, con espasmos largos, estremeciéndose por completo. Se quedó tendido un momento conteniendo su peso sobre el cuerpo de ella, respirando agitado. La besó suavemente, saboreando una lágrima que rodaba por la mejilla de Sofía y agradeció la suerte de adueñarse de esa piel morena, para siempre. Sofía, con los ojos cerrados comprendió que jamás podrían separarse... venían ya destinados a estar juntos desde otra vida, mas se encontraron tarde. Roberto se apartó un poco y vio manchas de sangre. Ella sonrió con un brillo nuevo en sus ojos. Mágico. Y allí, viéndola tendida, comprendió que los milagros existían. Jamás podría dejarla, era todo lo que siempre buscó... Isabel dejó a los niños con su madre, no sabía que hacer, no lograba aún comprender que pasaba. Deambuló sin rumbo fijo y al doblar la esquina llegó al lugar donde se conoció con Roberto. Esa plaza donde estaba él, ese día, con aquella morenita. Rememoró el segundo en que los conoció, siempre intuyó que era demasiado riesgo tenerla cerca, a pesar de sus 14 años y saber que la conocía desde siempre. Incluso le dijo a Roberto una vez, entre broma y en serio, al verlos reír juntos, cómplices, de algo que ella no alcanzaba a comprender: -¡Esta niñita es un peligro! – Tratando de sonreír junto con ellos, pero sin tener la posibilidad de encajar en ese mundo aparte que ellos tenían construido. Fue en ese momento cuando Roberto sonrió y miró por primera vez a Sofía, como mujer. Mas Isabel nunca supo el error que cometió con sólo hacer mención de ese pensamiento que se le escapó, hasta ese fatídico día. Allí estaba Roberto, sentado en un escaño con los brazos abiertos. Estaba esperándola, sabía que tarde o temprano llegaría a ese lugar, la conocía tan bien. Era una mujer especial, no era de una belleza extrema pero tenía su atractivo, era poco común, rubia, ojos azules, mediana estatura, amable, trabajadora, y por sobre todo buena madre, ideal para formar una familia. La que tenían, desde hacía ya 10 años. La vio llegar y le cedió un lado del banco aquel. Sin decir palabra alguna, se sentó y lo observó, ya calmada. -Los niños están con mi madre. -¿A que hora hay que ir a buscarlos? -Cuando quieras. Miraron el parque en silencio, vieron correr a una niña... Isabel suspiró, ambos sabían lo que pensaba cada uno. Y sin más ni más, tomaron rumbo a la casa de su suegra, para ir por sus hijos. -¿Te acuerdas cuando nos conocimos? -dijo Isabel -Como olvidar ese día... -Han pasado 10 años de eso y aquí estamos, una vez más- dijo ella, casi como un suspiro. -Sí, estabas tan hermosa con tu pelo suelto y vestida de rosa... si, lo recuerdo. Pero también recordó más, recordaba aquel comentario que ella hizo, mas no lo repitió, para que, sabía perfectamente bien lo que Isabel estaba pensando. La conocía como a la palma de su mano. -"Ella" también estaba hermosa. - lo miró - Era tan pequeña, frágil, dulce, especial, la quise tanto, como a una hermana... Roberto no contestó, caminaba pensativo y al ver sus ojos, Isabel adivinó el porqué de ese brillo. La amaba, ella sabía que la amaba, pero siempre tendría que aceptar que no le pertenecería jamás. Su vida en común la controlaba la ley. El corazón lo dominaba él y le pertenecía a Sofía. Isabel entendió que nada más podía hacer. . .
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Jaz Baeza
Eduardo Cle Vicente