Manrique. Un paseo por el tiempo.
Publicado en Apr 01, 2013
Han pasado veinte años y aún recuerdo cómo aquel veinticinco de septiembre de 1992 cambió mi vida para siempre.
Yo era una chiquilla alegre que desde muy niña se interesaba por los gestos y las conversaciones de las personas adultas, poseía una mente privilegiada adornada de una melena tan lisa como la crin de una joven potranca y tan oscura como el mismo azabache. Mis ojos expresivos se abrían como platos cada vez que entraba por mis oídos algo que fuera capaz de interesarme, mi olfato de sabueso me permitía fisgonear cada Navidad hasta descubrir que año tras año no llegarían los Reyes Magos, en su lugar allí estarían papá y mamá cada seis de enero haciéndome creer la misma historia fantástica, mi inteligencia no me permitía decepcionarles y me mostraba feliz cada comienzo de un nuevo año porque la realidad era que tenía el mejor regalo, tener a mi familia unida y a mi lado en cada época navideña. Mamá nunca se separaba de mí y observaba todos mis movimientos, yo era su única pequeña y disfrutaba de cada momento juntas. Se sorprendía a menudo con mis ocurrencias y siempre me decía: “Llegarás muy lejos pues posees unas cualidades innatas que a la vista están desde una edad muy temprana”. Yo, con la cara risueña que me caracterizaba, le respondía en un tono muy decidido: “Sí, mamá, algún día seré alguien importante”. Mis padres emigraron a Lanzarote cuando yo tenía cuatro años, pero con esa edad yo ya prestaba atención a todo lo que ocurría a mi alrededor, me mostraba inquieta descubriendo una isla que no era la mía y a la que al poco tiempo terminé bautizándola como mi Isla Dorada. Me encantaban los paseos de domingo, los cuales aprovechábamos para conocer aquella misteriosa isla llena de encanto, convertida en una auténtica obra, la más importante del artista César Manrique. Había escuchado ese nombre cientos de veces, cada vez que tomábamos alguna dirección parábamos en algún rincón en el que mi padre no cesaba de alabar las hermosas creaciones del que sin duda fue un maestro en nuestras Canarias. En algunas reuniones amistosas también salía a relucir su nombre, conejeros que lo conocieron personalmente y estrecharon lazos ponían en un pedestal al artista. Todo eran elogios para ese Señor y allí seguía yo, en aquella isla creciendo, escuchando y observando lo que cada día sucedía a mi alrededor. Sin darme cuenta llegué a sentir verdadero afecto por aquel nombre tan significativo para la isla que me estaba viendo crecer y me convertí desde muy joven en una fiel admiradora de sus obras, quizás también porque yo soñaba con transformarme en una gran artista. Dos meses antes de que yo cumpliera once años la terrible noticia llegó a todos los hogares canarios. César, el cual detestada la masificación de vehículos, había tenido un accidente automovilístico y había fallecido en el acto. El golpe más doloroso para Lanzarote, el lugar que el autor consideraba más bello de la tierra. Pasados los años llegó mi adolescencia y en mi corazón permanecía el cariño y la admiración especial que sentía por Manrique y su isla natal, la cual me había arropado como una hija más; pero ya eso no era suficiente, tal era mi adoración por su arte que como buena seguidora suya comencé a almacenar toda la información de la trayectoria de su vida artística, conociendo todas sus obras y visitando todos los rincones canarios donde había dejado su incomparable sello. Había tenido la suerte de poner mis humildes pies en su casa convertida en Museo después de fallecer y mi rincón favorito para meditar era la mágica playa de Famara donde él veraneaba en su infancia, en la cual sé que fue muy feliz. Yo quería ser artista, esa idea no salía de mis pensamientos, llegar muy lejos, pero también tenía la total seguridad de que jamás llegaría a ser como él. Dominaba a la perfección todos los estilos, pero la frase que repetía constantemente era que antes que nada se consideraba pintor. Sin duda lo era, todo lo que pasaba por sus ojos y luego llegaba a sus manos se convertía en una gran obra de arte. Recuerdo que en mis primeros años de madurez decidí recorrer yo sola por primera vez cada rincón de Lanzarote, quería profundizar en el regalo más bonito que un ser le puede regalar a su tierra, dotarla de una arquitectura perfecta. Mis salidas nocturnas más frecuentes tenían que recrear mis cinco sentidos y el mejor lugar para ello eran los maravillosos Jameos. Cuando finalizaba la semana laboral y llegaba el viernes podía disfrutar de una magnífica velada observando cómo personas de mi misma ideología actuaban en preparadísimas obras de teatro o cómo cantautores de mi tierra canaria daban a conocer sus trabajos y deleitaban los oídos del público que estaba allí reunido. Sin duda la mayor expectación de la primera atracción arquitectónica de César no se encontraba encima del escenario, se centraba en el Jameo de la Cazuela que estaba cubierto de agua salada y allí permanecían los pequeños crustáceos que habían sido elegidos como el símbolo del lugar, los cangrejos albinos y ciegos de los Jameos del Agua. Terminé adorando la isla entera, las casas pintadas de blanco con sus puertas y ventanas en verde, tradicionales en la isla conejera, su gente, sus costumbres, ese clima caluroso con el viento proveniente del Sahara que cada mañana cuando salía de mi casa acariciaba mi rostro; y cómo olvidar sus delicias, los entremeses típicos de la isla, esos que viajaban en mi mochila en mis largos trayectos rumbo al Norte. Me gustaba contemplar el paisaje desértico que caracterizaba a la isla y a 479 metros de altura sobre el nivel del mar era el mejor lugar para hacerlo, en el Mirador del Río. El más importante de los miradores que creó César Manrique y donde se obtenía la mejor vista para casi rozar con nuestras manos el Archipiélago Chinijo. Artista en su tierra y fuera de ella, no dejó de sorprender a sus isleños y en muy pocos lugares de su isla dejó de crear. Una de sus últimas creaciones arquitectónicas fue un “jardín botánico” con una extensa variedad de cactus, cerca de diez mil ejemplares. Esta obra fue una perfecta combinación de recursos naturales y elementos típicos del paisaje insular. Desde niña fui y crecí siendo creativa, mi ilusión era transformar todo lo que encontraba a mi paso en una obra, miraba y veía con otros ojos, tenía la facilidad de convertir y reconvertir las cosas, no tenía claro cuál sería mi especialidad pero era admiradora de todas. La pintura no era mi punto fuerte pero me sorprendían los cuadros que pintó César Manrique, fue pionero en el arte abstracto en España en la época de los sesenta y causó furor porque visitó galerías importantes en más de diez países. Me asombraba la manera en la que convertía en oro todo lo que tocaba; cerca de mi pueblo a pocos metros de mi casa podía visualizar desde mi balcón la escultura de la Fecundidad. Estaba colocada encima de La Peña de Tajaste, un pequeño islote que no fue afectado por la actividad volcánica histórica y que el artista utilizó para colocar esta obra de arte vanguardista, la que quiso dedicar al campesino lanzaroteño. Para los seguidores del Arte no es un secreto: sabemos que César era el artista más completo. Dotó a su tierra de una arquitectura, pintura y escultura maravillosas y yo he vivido fascinada con cada uno de ellas. Pero hay algo que especialmente me hace revivir mi niñez: recuerdo cómo me paralizaba delante de aquellas esculturas que a mi lado parecían gigantes y me pasaba largo tiempo contemplando embobecida como aquel original móvil daba vueltas sin cesar a la velocidad del aire. Ayer como niña y hoy como mujer, por siempre admiraré cada una de las obras de este “simbólico canario”, pero mi niñez siempre será recordada como un juguete de viento y Lanzarote, la isla desierta más bella, sus paisajes salvajes convertidos en Arte, estarán el resto de los días recordando al artista que más ha amado a su tierra, que luchó por convertirla en un paraíso por el cual sus isleños se sintieran orgullosos su vida entera, que luchó por demostrar el importante talento que puede tener un canario, un isleño muy querido que siempre ocupará un lugar especial en nuestros corazones.
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