Volví con un manojo de mentiras en la espalda, cicatrices por dentro más que por fuera y una mochila sucia con algunas cartas sanadoras de mis noches frías.
El viento aún sopla en mis oídos, en mi alma, es un tornado que arranca y arranca y que vuelve por más.
Volví con mis labios sellados y mis ojos cansados de proyectar escenas de una película de horror en donde sin querer fui protagonista, un ingenuo y frágil actor.
Me encontré con mi vida truncada, sin reconocerla; con proyectos desparramados y totalmente desarmados, en donde faltaban piezas que ya no importaron más, no se fabricaron si quiera.
Volví sin sueños,  sin ambiciones y sin fe. Volví sin Dios de mi parte, ni ángel de la guarda, ni una oración que me liberara.
Los míos estaban, pero yo ya no los necesitaba. No podía hablar, por cuestiones de Estado dijeron, y deambulé en mis noches eternas como sobreviviente de una guerra que no era mi guerra.
Han pasado décadas y la película, de buena calidad, aún se proyecta. Tiene los colores del infierno; sangre y fuego. Tiene los sonidos de alta fidelidad, una frecuencia sonora que aturde hasta al más sordo. Queda en la historia eternamente sin llevarse premios, queda en mi todos los días de mi vida como si fuera la preferida.
Podré continuar, hasta hoy lo he hecho; podré reír porque sé cómo se dibujan por fuera las emociones; más no podré jamás sacar la sensación que me habita dentro. Esa me la impusieron, cuando apenas tenía 18 años y estoy destinado a llevarla por siempre, como destinado estuve a ser un soldadito indefenso, a conocer el olor de la muerte tempranamente y el sabor de la impotencia.
Volví y sin embargo sigo ahí.