Saturnino
Publicado en Apr 14, 2013
Nació hace algo más de dieciocho años en una familia de zapateros muy humilde, con una pequeña discapacidad. Creció solo, sin hermanos, aprendió el oficio familiar y dejó el colegio sin completar. No era amable ni afable, no le gustaban los animales y tampoco mirarse al espejo. Vestía siempre de marrón y con anchos zapatos. Ahora está en la cárcel y su nombre es Saturnino.
Este es el porqué de su triste historia: Vino al mundo un cuatro de agosto de 1961 en un atestado despacho de zapatero remendón. Su madre se curvo en un rocambolesco gesto atenazando el vientre con sus manos mientras pensaba: No podré colocar la última pieza a los zapatos de novia. El aplique, con forma de libélula, salió despedido al tiempo que saturnino, al concluir una sonora contracción, fulminó el suelo. Quedó embutido en los montones de piezas pendientes de reparar. Su entrada resultó tan extrema que el tacón de aguja de un modelo de piel de cocodrilo de los años 50, se le clavó en los dos pies. Por todo ello, saturnino nació conforme a las normas y creció deforme y extraditado de la normativa. Su padre no daba crédito a su mala suerte. Su único hijo y en el colmo del infortunio, resulta que su medio de vida lo había dejado tullido . La madre pasaba las noches llorando mientras recomponía los hermosos zapatos de señora y caballero, aquellos que arrastrarían existencias sublimes, mientras observaba los pies de su niño y exclamaba con los ojos varados en la tristeza: ¡qué pena virgen santísima! , y mi nene que sólo podrá llevar piezas de puntera metálica rellenas de algodón para evitar evitar que la falta de dedos den al traste con su precario equilibrio. Con el paso del tiempo Saturnino fue creciendo en el rencor hacia su padre por haber dejado a su madre sola cuando el parto podría presentarse sin avisar, como un ladrón en casa ajena. Un día que amaneció nublado acompañando con su tórrido bochorno al hastío que reinaba en su actitud, lo decidió, no le costó mucho esfuerzo, ¡tanto era el odio acumulado! Contenidas en un metódico dolor de cabeza, sus neuronas intentaban recuperar el control, más no fue posible, cuando el quicio de la puerta dejó entrever la silueta flaca y macabra de su padre, la ira se liberó , presuroso recorrió la distancia que los separaba tomando prestado el yunque donde trataban la piel rebelde. Le pareció muy liviano, quizás porque los instintos más bajos aumentan la adrenalina e impulsan las acciones que ni siquiera seríamos capaces de recrear en nuestros sueños y aunque sintió flaquear su espíritu ,ya era tarde, descargó un seco y certero golpe para quebrar su cráneo. No necesito más que un golpe, igual que cuando nació solo un golpe basto para cercenarle los dedos de los pies. Y allí quedó tendido un trazo de su vida, casi enterrado entre montones, centenares de zapatos que, poco a poco, fueron mutando de color hasta encontrar el tono más cercano al rojo bermellón. A su madre la abandonó en un cuadro de miserable existencia, que no llegó siquiera a recordar más allá de 60 minutos, justo el tiempo que tardó en coger el metro y recorrer 6 estaciones. Saturnino contaba apenas 18 años y ya sufría pérdidas importantes: su padre asesinado, su madre abandonada, el sentimiento de culpa corriendo tras los apéndices perdidos , las emociones sepultadas junto al yunque parricida y los sentimientos no podría perderlos porque nunca los albergó . La policía invirtió dos días en su captura; el juicio fue muy rápido y Saturnino se declaró culpable sin ningún aspaviento. Lo último que vio, antes de perder la libertad, fueron los zapatos de la fiscal: dos preciosas libélulas coronaban sus empeines.
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