La noche de fiesta
Publicado en Apr 22, 2013
La noche comenzó para Gabriel a las nueve de la noche, en el momento cuando salió de su casa para dirigirse con cierta prisa a la fiesta de Juan y los demás muchachos que lo esperaban. Sabía de antemano que lo esperaban porque una fiesta, por más insignificante que sea, tiene que llevar la aprobación del líder de la banda, de la cabeza de grupo, del macho alfa que va de prisa, aunque es mejor así, lo bueno siempre se hace esperar.
La inclusión en la lista de invitados de las jóvenes del colegio San José Buendía, hacía prever que esta fiesta prometía más que bailes y planes de amor. Por ello todos anhelaban que el famoso parte de la fiesta les caiga en las manos. Aunque este proceso está en desuso por el facilismo de la invitación oral, que simplemente basta con un te invito a la fiesta de Los Robles, esta noche, a las ocho y media, sí, sí, los que hacen tremendos juergones los fines de semana, claro, terminan hasta que se acabe la vida, hermano, te veo allí. En otras ocasiones las fiestas se llevaban a cabo en locales de alquiler, amplios y dispuestos para la imaginación de alguien tan bueno como Juan para armar verdaderos bacanales. En cambio, lo de ahora prometía ir más allá de un plan visionario. Tenían toda una discoteca a sus anchas para hacer con sus cuerpos, y con los de otros, si sabían aprovechar una buena oportunidad, lo que les venga en gana. Habían caído en gracia al dueño y por un espacio de tiempo, que variaría de acuerdo a cómo mantenían esa amistad, podían dominar el ámbito fiestístico de la discoteca. Las chicas del colegio San José Buendía llegaron puntuales, contrariamente a sus costumbres habituales, por ser esta la entrada a una avanzada estatus de la adolescencia, en donde ya no eran chiquillas apegadas a las fiestitas en locales, en donde ganabas miradas de odio por ensuciar el piso que después alguien con menor suerte tenía que limpiar. No, eso no. Ahora todas, sin excepción, habían subido el peldaño de la edad; más cancheras, más expertas, más altas y hasta diríase más fuertes habían adquirido todas esas características por el solo hecho de sentirse mujeres de discoteca. Gabriel, a pesar de tener experiencias en fiestas, y mejor aún, en conocer cómo divertirse y siempre tener a una chica al lado, no podía evitar saber que quizá esta noche el santito que su madre ponía en el altar cercado por una infinidad de velas le haga el milagrito de lograr convincentemente que una mujer le acepte la invitación de llevársela a la cama. Sería, ay qué lindo, su primera vez. Estando en el taxi, posó su mano en la billetera guardada en el bolsillo trasero de su pantalón ajustado, y confirmó si llevaba los preservativos, como si por pensar tanto en el tema venga el diablillo de la mala suerte y le transporte los condones sofocados por el asiento del taxi a su casa y termine inculpando a su estúpida memoria que nada tenía que ver en el tema de la emoción de andar pensando en las palabras, acciones y posturas que tendrían que apoderarse de su cuerpo si esta vez quisiera alcanzar el campeonato sexual. Estaba cuarenta minutos tarde y empezó a impacientarse, carajo chofer, más rápido que me pierdo de tirar. Pero el taxista no le hizo el menor caso. Miró por el espejo encontrándose con un joven de quien dudaba le perteneciera la voz que lo apuró, retaco cojudo, vas a tirarte a quién, a tu mano derecha. Mejor te presto las muñecas de juguete de mi hija para que no tengas problemas de embarazar a alguien, si es que puedes. No dijo nada para no dejar en ridículo al muchacho, metió el pie en el embrague y aceleró la marcha del coche. Al fin llegó en cinco minutos, cobró por el recorrido y se fue en busca de otro cliente ojalá más entretenido que este. En frente ya del local del gran anuncio en la entrada, se puso en frente, sin miedo ni vacilaciones, ante los gorilas de la entrada. Uno gordo y grande que parecía una pequeña montaña, el otro musculoso y calvo, ambos vestidos de negro. A dónde vas, le preguntó el pelado, con un tono de voz que parecían dos a la vez. Soy invitado del señor Max. Ambos demudaron, se dijeron algo al oído y le preguntaron si él era Gabriel. Claro que lo soy, contestó en voz alta, mirando a la fila de gente vestida de fiesta que no lograba ingresar no se sabía por qué, en su mayoría hombres y, según Gabriel, mujeres feas. Claro, las bonitas entran gratis, deben estar toditas adentro, bailando con sus falditas y shortcitos, o con vestidos que terminan donde termina el muslo. De imaginar un poco se excitó. Miró a los de la fila con cierta lástima, perdedores, dijo en voz baja, y entró. Yo soy el rey de los pendejos, dijo a su grupo, cuando se encontraron. Todos empuñaban, como un fiel e intrépido mosquetero, la botella de cerveza, una para cada uno y todas para nosotros. Juan le dijo, viejo, qué tal la fiesta. Bien, bien, extraordinaria, hermano, dónde están las mujeres. Aquí se miraron las caras, era sabido de la presión que tendría cada uno en aventurarse a ir más allá de un simple beso desenfrenado con una chica, o de una pachamanqueada sobre la misma ropa, o de la discreta eyaculación en el pantalón después de un baile de extremo roce, donde ella se esfuerza por encajar el trasero en la pelvis del hombre que solo se esfuerza por mantenerse de pie, sintiendo después de varios minutos que el mundo se le viene por el calzoncillo. Aparentando poca importancia en el tema, cuando, al fin y al cabo era el fin supremo de aquella venturosa proposición al sombrío Max, de hacer lo que fuera posible para tener la discoteca para ellos solos y para sus mujeres. Cada uno alzó un vaso de cerveza y brindaron una y otra vez, toma que no es café caliente, sírvete más, llena el vaso, hombre. En realidad un vaso lleno representaba un paso más para darse ánimo suficiente de ir allá, donde las chicas del colegio que bailaban solitas, apegadas, sobándose como estriptiseras las piernas, sacando la lengua de manera tentadora, esperando, así como Los Robles, una oportunidad para vanagloriarse de la primera experiencia sexual. Después de varios pasos de ánimo Gabriel cruzó la línea generacional, se presentó como el anfitrión de la fiesta, soy casi el dueño de esta discoteca, mis amigos quieren bailar con ustedes, no sean malas, ustedes están buenas, vamos a pasarla bien. Ellas aceptaron luego de hacerse las difíciles, no serían presa fácil, si querían tener el poco preciado tesorito, que más bien les parecía que les pesaba, bien sea por presión social o por inquietud, debían aprender a ganárselo, como todo en esta vida, cuesta. Entonces ellos se acercaron, otros quisieron explorar otros horizontes y se desviaron hacia una mujer mejor, mayor las cuales abundaban en la discoteca, según decían, ellas lo sabían hacer mejor o estaban dispuestas a todo. A la medianoche el ambiente cargado de luces y de vapores agrios se tornaba ávido de espacio, el baile desenfrenado incomodaba a otras parejas, se chocaban las espaldas, cabezas se encontraban toscamente, se oían aisladamente ruidos de vasos que se rompían, de botellas que morían rápidamente expulsando las vísceras en direcciones incomprensibles. Las parejas que se habían formado empezaban a calentarse con el ambiente con besos rápidos, violentos, que dejaban a su vez de ser besos para parecer agresiones bucales. Los manoseos estaban permitidos, considerando que el límite había crecido y era otro. La música estentórea no dejó a nadie escuchar al primer joven, que fue el apurado Gabriel que le dijo a Daniela vamos a un telo. Ella fingió no escuchar, no quería escucharlo porque no sabría qué decir. Contestar que sí le traía el miedo que todos tenemos al hacer por primera vez algo que no sabemos cómo hacerlo, aunque ejemplos hay por todas partes; contestar que no la catalogaría como la ingenua del grupo, la que se quedó por aburrida, la que no puede tener ni siquiera a un hombre. Los dos siguieron besándose, él le manoseaba las piernas, Daniela alucinaba estar combatiendo cuerpo a cuerpo con un pulpo que deseaba levantarle el vestido pero ella dijo no, todavía no. Gabriel se aceleraba, en la entrada había comprado una pastilla que le insuflaba helio en el cuerpo y se sentía ya etéreo, como una plumita al viento que tenía otra plumita que se encendía al sentir cerca a Daniela. Las otras parejas se debatían en la misma disyuntiva, la de ser o no ser, o la nueva de hacer o no hacer, ese era el dilema. Pasadas las horas de la madrugada, algunas parejas se habían retirado con direcciones desconocidas, incluso para ellos mismos. Las famosas pastillas se habían acabado, el humo se hizo más espeso, más insoportable. Los besos pasaron a formar el nuevo lenguaje, Daniela aceptó irse con Gabriel pero no sabía a qué hostal. Hubo un pleito entre dos Robles que se disputaban a una chica de dieciocho años quien al final, después de varios puños, terminó su noche con un veinteañero. Nunca faltan en las discotecas los ebrios gusanos, arrastrándose por el piso; los que se ubican en el planeta dando de cabezazos a los postes; los que hablan con otro borracho que se ha ido hace mucho rato; los violentos que se pelean por el aire; los que acaban haciendo ridiculeces; los que mean en las calles como perros y los borrachos que terminan muriéndose por borrachos. En el hostal “Qué rico” no pedían documentos, Gabriel lo sabía perfectamente porque Alberto iba allí cada vez que podía con su hermana, quien estaba por cumplir los dieciocho años, maldito Alberto, cómo la disfrutas a mi hermana, pendejo, maldito. Dijo todo esto como si se hubiera dado cuenta, gracias al alcohol, de la gravedad de saber este dato. Pero tenía agudas razones para olvidarlo. Pagaron por adelantado, mejor dicho, Gabriel pagó por adelantado, las mujeres no pagan, ellas pagan de otra manera, pensó Gabriel. Una vez dentro empezaron a quitarse la ropa, mejor dicho, él empezó a desajustarse la correa, luego a sacarse el pantalón. Daniela se quitaba el vestido lentamente, más por miedo que por misterio. Imaginaba en este caso a su madre, seguramente pasó lo mismo con su padre, habrá gritado, le habrá gustado, seguro que no; es más, hasta ahora, de todos los chicos con los que había intercambiado ósculos, ninguno hizo que experimentara eso de lo que hablan en la películas. Su primer beso fue con el primer enamorado que tuvo, hacía dos años. Él se acercó después de haberle dicho te amo y la besó con torpeza, Daniela quiso besarlo, pero sintió su lengua rozarle los dientes, luego un mínimo sonido de dientes que se estrellan con cariño, abrió los ojos y tuvo ante ella la mitad del rostro de su novio. No le pareció nada del otro mundo, pero no quiso dejar de besarlo. Ahora con Gabriel le ocurría lo mismo, nada especial, incluso cuando se sacó el pantalón y deseó no verlo. Eso era un pene, promedio, bailando de arriba a abajo como un trampolín. Le parecía mejor, después de todo, prefería eso a uno de película, de esos que no caben en una mano, ni en dos. Gabriel olvidó dónde dejó los condones, en mi bolsillo, no, no están. En tu casaca, dijo Daniela, desnuda, pero tapada con la sábana blanca, casi ploma. No, ahí no guardo esas cosas. Los encontró en la billetera. Cortó una envoltura, pero rompió el condón, cogió otro con más cuidado, lo cortó con el diente filudo, con cuidado, luego se lo colocó mal, le incomodó, le irritó el glande. Pero estaba puesto. Se apagó un poco la llama, la pluma casi decae, pero un masaje rápido la salvó de una decepción, empezaba a desesperarse, a sentirse estúpido. Ella, enternecida o en actitud estoica dejó que Gabriel la penetrase, sintiendo un ligero ardor. Los movimientos eran en su mayoría torpes. El discontinuo ritmo se debía a que el preservativo, mal colocado, provocaba una fricción dolorosa en Gabriel. Ya no soportaba, pero seguía. He allí al rico dolor, al dolor que le excitaba, le dominaba. Pronto fue tanto el dolor, tornándose insoportable que hizo una pausa para ponerse de pie, se quitó el preservativo ante el asombro de Daniela. Es que me duele usarlo. No tolero pretextos, indicó Daniela, si no hay casco no hay guerra, añadió, con una frase que le había escuchado a su madre las veces que su padre olvidaba ir a la batalla desprotegido, la mayoría de las veces. No te preocupes, no pasa nada amiga, hay gente que lo hace a diario y ni la gripe le pega. Daniela no entendió muy bien esta frase, le parecía de mayor experiencia y peso la suya. Al fin, por no echar a perder la noche, accedió a hacerlo, rogando a Dios que esta noche no se convierta en el inicio de un futuro infierno. Habiendo retomado la acción, Daniel se repetía mentalmente no debo venirme pronto, ellas terminan después de varios minutos, no me dejes mal Gabrielito, imagínate que orinas. Daniela quedó petrificada, escuchaba los gemidos trágicos de su amante, Dios mío, ahora se me muere el tipo. Gabriel, a media faena recordó que Daniela tenía senos. Los tenía en frente, pero no les tomaba importancia. Al darse de bruces con el rostro de Daniela, desprovisto de la oscuridad del local y el humo tóxico de las bocas de los fumadores, tan de cerca, con la claridad de la bombilla del cuarto supo que tenía ante él a una chiquilla muy bonita, pero muy bonita, qué campeón estás hoy, te estás tirando a una modelito. Una súbita vergüenza lo alborotó, qué demonios haces tirando con una modelito en este tugurio, en este nido de ratas. Las paredes descascaradas dibujaban imágenes inefables, tenía, como la gran mayoría de los hostales, un gran espejo en el techo, donde se vio por primera vez cuando ella le dio la vuelta al asunto tomando por asalto la parte de encima. Empezó a brincar, cuando a Gabriel se le vino la noche y no pudo más, ay, ay, esto es ser hombre… Daniela entendió y se acostó a su lado. Ambos sudaban, aunque él más que ella. No hablaron, solo se imaginaron en la visión del otro mientras tenían sexo, le habrá gustado, creo que sí, creo que no. Esto no es amor, por supuesto, qué importa si no le gustó, espero nunca más volverla a encontrar a no ser por la revancha. A los cuatro minutos Gabriel descubrió una mancha de sangre en la sábana y se enterneció un poco, a los cinco minutos Daniela conoció el nombre de Gabriel, a los ocho Gabriel supo que Daniela se llamaba Daniela; Daniela descubrió que él tenía quince y él se dio con una chica inexperta y de catorce años. Daniela, tres meses después supo que estaba embarazada y que sería madre soltera.
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