Muerta naci, muerta crecí, muerta te conocí.
 
Y fuiste tú, quien exalto mi alma, quien dio calor a mi cuerpo.
Fuiste tú, quien me presento al dolor y la agonía, fuiste tú, quien me envolvió en embelesos y ternuras, que me aparto de las amarguras que no sabían que lo eran en mi vida, la vida antes de ti.
 
De ti he muerto, de ti he renacido, de ti, de lo torturador de tus besos y lo cruel de tus abrazos.
Ahora sé que la felicidad no es simple ni llana.
 
Ahora lo sé, no era feliz como creía que lo era: era nada más que una ilusión.
 
Si una ilusión, un espejismo de la triste y simple que creí la existencia, tan efímera la creí, sin saber, que muerto el cuerpo, viva seguiré en tus besos y en los ojos de tus hijos, aun si no son hijos míos, porque tu vida y la mía, tatuada está ya en tu ser, en el mío, en cada beso que le regales después de mi, y en cada sonrisa que regale aun desconocido por la calle, él la llevara, llevara mis labios en su memoria y en un rinconcito bien resguardado, tu corazón y mi amor.
 
Así desgarres mañana ni cuello, con la fiereza de tus palabras y me ahogues en la inmensidad de tus miradas y muera o no hoy o mañana, o vivas en tu vecina o mi hermana, nada ya cambiara lo que hemos sido tu y yo, un ser más de uno y menos de dos, ser nada en el mundo y todo en la eternidad.
 
Mátame ya, tira el cascaron de mi ser, pero llévame por siempre como amuleto, atada a tu pecho, cerca del latido ese que ayer me dedicaste, bajo la barbilla tuya, que de la lluvia me abriga. Mátame ya pero pagaras el precio justo de ser siempre mi verdugo, el más amado.