Miasma
Publicado en May 09, 2013
MIASMA
El viaje desde Sussex fue arduo. El carruaje se rompió dos veces por el camino enlodado. Mi esposa Margaret consideró eso de mal agüero, que el futuro nos advertía. Yo como buen cristiano hice oídos sordos a esas supersticiones propias de gente ignorante y poco informada y la consolé. Lo que nos esperaba en Londres era la oportunidad de nuestras vidas. Mr. Londonburry había abierto una sucursal de la tienda de telas y yo había sido comisionado como el encargado de la sección financiera lo que representaba para todos nosotros solo un incremento en mi salario sino la posibilidad de progreso y de integrarnos a la vida social de una de las ciudades más maravillosas de la Gran Bretaña. A medida que nos acercábamos veíamos densas columnas de humo que se elevaban a lo lejos. -¿Qué sucede allá? ¿Es un incendio? - Son fogatas señor Jonathan. Las encienden para vencer los malos olores que enferman. Metí mi cabeza en el coche y miré a mi esposa Margaret que sostenía entre sus brazos al pequeño Jacob y le sonreí al tiempo que acaricié los cabellos de nuestra hija Candace intentando transmitirles confianza para que no se asustaran. La imagen al acercarnos resultó dantesca. Londres se recortaba en el horizonte y los fuegos encendidos hacían parecer que la ciudad se hallaba inmersa en el propio infierno. Lo que nos había dicho el cochero tomó sentido cuando llegó a nosotros el hedor que provenía del Támesis. Un olor nauseabundo y maloliente proveniente de la podredumbre desechada por centenares de miles de personas al río. El coche avanzó por las calles populosas hasta llegar a la que sería nuestra casa, una hermosa construcción de dos pisos que Mr. Londonburry nos había conseguido a través de un arrendador . Mr. Paterson nos aguardaba en la entrada. -¡Gracias al cielo que llegaron bien! Su cable me avisó que iban a llegar hace dos horas. . . -Hubo problemas con el carruaje. El camino parece el acceso al infierno con todas esas fogatas -respondió el cochero. -Es para combatir la niebla. Pero pasen por favor que deben estar cansados y conozcan la casa. Son afortunados, hace solo dos semanas que entró al mercado de arrendamientos. Su dueño el señor Peabody decidió marcharse luego que su esposa y sus hijas murieran. La casa era acogedora y encantadora. Tenía un amplio hall con una escalera a la izquierda y el comedor a la derecha. Al fondo podía verse el acceso a la cocina. En la planta alta los dormitorios estaban conectados con la chimenea y eran cálidos y confortables. El dormitorio de los niños poseía una división que serviría como cuarto de costura para mi esposa. -El señor Peabody personalmente construyó la casa y programó la disposición de las habitaciones. Me aseguró que la construcción es confiable y que durará muchos años. -Disculpe Mr. Paterson, -lo interrumpió Margaret- Usted dijo que la esposa y las hijas del dueño anterior murieron... ¿qué pasó? -Al parecer la desdichada mujer había estado en una institución para enfermos mentales y cuando salió tomó a sus pequeñas y se arrojó al Támesis. -¡Qué situación mas espantosa! -¡Por cierto que si mi querida amiga! El señor Peabody encontró una carta donde ella le adelantaba su drástica decisión de quitarse la vida con sus hijas como si fuese una moderna Medea...El pobre hombre quedó destrozado. Estaba levantando una división para hacer una habitación para la niña más pequeña cuando pasó todo. Imagínense... preparando todo para que la niña tuviera su propio cuarto y que su esposa se suicidase. Ni siquiera pudo sepultar a las pequeñas. Las buscaron cinco días antes de rendirse. Seguramente las hallarán cuando el Támesis se retire… ¡Qué Dios las tenga en la gloria! -¡Es espantoso! ¿Y dónde está el señor Peabody ahora? - Salió con su regimiento a la India. Creo que fue un golpe de suerte tener que dejar esta casa que le traía tantos malos recuerdos. -Mr. Paterson sonrió y se tomó las manos con gesto paternal.- Pero no se preocupe señora mía. Acá van a poder hacer sus propios recuerdos. Margaret esa noche no pudo conciliar el sueño a pesar del cansancio provocado por el trajín del viaje. Candace y Jacob cayeron en sopor de forma inmediata. En nuestro lecho le tomé la mano temblorosa a mi esposa y traté de consolarla. -Son solo cosas que pasan. Recuerda lo que le pasó a la señora Richards que mató a su esposo con arsénico y era nuestra vecina! Mañana cuando vaya a trabajar verás que todo esto es lo mejor que nos pasará en la vida. Al otro día fui a mi lugar de trabajo. La oficina que Mr. Londonburry me había asignado era portentosa. Tenía vista al Támesis y desde allí hasta nuestro nuevo hogar solo había siete calles. El trabajo era duro y yo estaba dispuesto a demostrarle a mi benefactor que yo podía con todos los escollos que la nueva ciudad me impondría. Margaret poco a poco fue consolándose con su papel de esposa devota. Cortésmente Mr. Paterson llevó a la suya para hacerle compañía y ésta a su vez la conectó con una liga de damas que la invitaron a tomar parte en las reuniones y tertulias. Los gustos refinados de Margaret y sus modales suaves la hicieron popular rápidamente al punto de permitirle organizar una reunión de té a solo una semana de nuestra llegada. Pero había algo que no podíamos disimular con nuestros modales o nuestra cortesía. El olor. El Támesis emanaba una niebla fétida y espesa que se metía por todos los rincones y hacía más difícil la vida diaria. Las fogatas que quemaban aceites aromáticos no parecían hacer efecto en contrarrestar los olores nauseabundos que se adherían a nuestra ropa y se hacían particularmente fuertes al ocaso. El tercer viernes desde nuestra llegada, unos quince días después aproximadamente, volví a nuestra casa y hallé el carruaje de un caballo en la puerta. En el interior Margaret con el rostro desencajado me aguardaba. -Es el Dr. KENT, amigo de Mr. Paterson. Lo hice llamar cuando Jacob se puso mal. El niño había vomitado siete veces y no paraba de sudar. La pequeña Candace lo miraba de lejos con ojos asustados. En su habitación el Dr. Kent realizaba una sangría. Al verme me llevó a un apartado. Me asombró su juventud pero me tranquilizó su espíritu. -Temo que pueda ser tifoidea... -¡Tifoidea! ¿Cómo es posible? Hace muy poco que llegamos a la ciudad... Es por el miasma. El aire del Támesis está enfermo y transmite enfermedades. Hay casos de tifoidea y cólera por todo Londres. Pero no desespere amigo. Mantenga ventilada la habitación y el niño estará bien. Es un muchacho fuerte. Jacob pasó una noche terrible. Margaret pasó toda la noche a su lado abanicándolo y secándole el sudor con las ventanas abiertas y aceites aromáticos y perfumes en todo el dormitorio. Candace y yo permanecimos en la planta baja y allí me empecé a preguntar si lo que creía mi esposa no tendría cierto sentido. Si los accidentes en el camino no eran un mal agüero que nos advertía que Londres no nos quería. Ella no podría soportar la pérdida de otro hijo. La muerte del pequeño Jonas por la escarlatina la había devastado. Al otro día Jacob había mejorado y se mostraba animado y tranquilo, aún así Margaret insistió en dormir junto a él por lo que Candace dormiría conmigo. Pero al tercer día una ola de calor levantó oleadas de mal olor. El Parlamento debió ser desalojado y las sesiones suspendidas. Eso fue una desazón para nosotros. Si el miasma atacaba a las clases nobles, ¿qué quedaba para nosotros? El miasma atacó con fuerza y envolvió a la ciudad con un manto putrefacto y maloliente. Y esta vez no solo Jacob cayó enfermo. Mi valiente Margaret, el sostén de mi vida había enfermado. Habían empezado a vomitar vez tras vez con fiebre y espasmos. El joven Dr. Kent estaba desconcertado. No había enfermedad posible que abarcara los síntomas y solo se limitó a aliviar el estado de ambos y a recomendar que el agua a tomar fuese hervida así como toda la ropa. Mi esposa y mi hijo pasaron la siguiente semana en un estado en el que entraban y salían de esa extraña enfermedad. La enfermera me mantenía informado acerca de las recuperaciones milagrosas que ambos experimentaban y las caídas profundas en el pozo de la enfermedad apenas horas después. Siempre pasaba eso cuando el miasma nos rodeaba. El miasma me estaba arrebatando a mi familia. -Amigo Jonathan -me dijo uno de los días- me siento consternado pues usted y la niña no presentan síntoma alguno pero su esposa y el muchacho están empeorando. Los cuatro se han visto expuestos al miasma pero solo ellos dos han manifestado algún tipo de enfermedad. Por eso le pedí a mi mentor, un médico especialista que me ayude y juntos trataremos de resolver el problema de porque el miasma los afecta a ellos y no a ustedes. -Lo que desee doctor, se lo ruego, salve a mi Margaret y a mi pequeño... La noche fue eterna. El olor era insoportable y la pesadez del calor hacía que se metiera en todos los rincones y lugares de nuestros cuerpos. Esa noche le pedí a la enfermera que se llevara a la pequeña Candace y permanecí junto al lecho de mi esposa secándole el sudor y tratando de hacerla sentir mas confortable. Y al verla comprendí que mi familia era lo más importante para mí. Luego que llegara el doctor Kent le enviaría un cable a Mr. Londonburry rogándole me releve de mi trabajo. Hasta había pensado en renunciar si mi pedido no obtenía respuesta. Ya no soportaba el olor a excrementos, a enfermedad, a podredumbre que se propagaba por las calles de la ciudad y se llevaba a mi familia. Esa noche mientras cuidaba a Margaret el olor me provocó el vómito y aterrado de enfermar me prohibí ceder a la muerte como si de mi dependiese eso. La mañana llegó con un alivio. Una suave brisa por un momento eliminó el efecto que el miasma poseía en nosotros. Permanecía el olor a carne muerta pero el resto se habían disipado transitoriamente. Con la mañana llegó el doctor Kent. Junto a él venía un hombre mayor, de cabellos canosos de aspecto recio y seguro y con ambos Mr. Paterson. El desconocido resultó ser el doctor Rondeau, un famoso catedrático experto en el miasma y la incidencia de los olores fétidos en la propagación de enfermedades. Este llevaba un maletín negro. Traté de recomponerme para recibirlos pero mis piernas me traicionaron. -Tranquilo mi buen amigo. -dijo el hombre del gesto adusto. Observó a mi esposa y al pequeño Jacob y miró todo con desconfianza. -Es ambiental… pero esto no es por el miasma... Esto es peor, es otro olor... Nos hizo salir de la habitación cargando a mi esposa hasta abajo con increíble fuerza y volvió a subir tras quitarse la capa y la chaqueta. Mr. Paterson trajo a mi hijo y salió corriendo de la casa tras lo que este le dijo. Por un instante creí que nos abandonarían pero al cabo de unos minutos Mr. Paterson volvió con dos bobbies de Scotland Yard y dos albañiles que trabajaban en una construcción en la misma cuadra. Lo que pasó fue vertiginoso. El doctor Rondeau había ordenado cerrar puertas y ventanas y como un perro de caza olisqueo el ambiente hasta hallar el lugar exacto. Luego hubo golpes de martillo y de cosas que caían al piso una tras otra. Al cabo de quince minutos el ruido ceso y Mr. Paterson bajó las escaleras con el rostro fantasmalmente blanco. No pude evitar mirarlo y subí a la habitación de los niños y que había sido de Margaret los últimos días e ingresé. Los policías se tapaban el rostro y los doctores Kent y Rondeau miraban fijamente el agujero hecho en la pared, con severa satisfacción. Observé con ellos y vi que había pasado. En el tabique que oficiaba de separación del dormitorio de los niños y que el antiguo dueño de la casa había levantado poco antes de ver al señor Paterson encerraba el peor horror jamás imaginado. Con una mueca de horror, corrompidas por la putrefacción y el abandono, emanando el olor de la muerte se hallaban emparedadas la esposa y las hijas del señor Peabody.
Página 1 / 1
|
AlvaroJuanOjeda
María José Rodríguez González