Ismael es jovencito y cura. Hace apenas diez días que ha estrenado su apostolado ("Yo os envío como ovejas en medio de lobos..." Mateo 10:16) por lo que le presumo la ilusión y el ímpetu propio de todo aquel que inicia tan complicado proyecto de vida. El otro día pasaba por el castizo Viaducto de la calle Segovia. Ese sitio donde, entre lo truculento y lo romántico, los desheredados de la Fortuna dan su particular salto hacia la eternidad. Y la casualidad, el azar, o Dios (en el mejor sentido de la palabra) hizo que Ismael cruzara su vida con la de un desgraciado (imagino la angustia y la negrura interior de este último) que quería finiquitar la suya. Y de repente, como suelen pasar estas cosas, ocurrió el milagro. Porque Jesús (¿el hombre? ¿El mito? ¿La divinidad?)  se hizo carne detrás del alzacuellos de Ismael. Y aquel novato sacerdote se convirtió en instrumento de bondad, consuelo, salvación y vida. "Padre he cometido gravísimos pecados", musito angustiado el suicida mientras se balanceaba peligrosamente en el vacío. "Recemos juntos" propuso Ismael, mientras hacía señas a un grupo de personas que pasaban por allí (aun existen cincuenta justos en Sodoma) para que le ayudaran. Y aquella oración de esperanza al borde del precipicio (abismo no solo físico sino también espiritual) salvo finalmente una vida. Tengo la certeza de que algo (o mucho, o todo)  de la chispa de Jesús de Nazareth  (ya sabéis aquel tipo de Galilea que decía aquello de "amaos los unos a los otros...") subyacía dentro de la bella acción de Ismael, más que en todos los sagrarios con velones mustios de la Tierra. Me imagino al bueno de nuestro amigo, durmiendo  a pierna suelta aquella misma noche (como solo duermen los limpios de espíritu y mansos de corazón) escuchando en sueños una voz, entre profunda, ultra terrena y algo celestial que le decía: "Lo has hecho muy bien chaval, lo has hecho muy bien"