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La barbería estaba hasta el tope, en unas horas habría desfile del veinte de noviembre; corría el año de 1970. Todo el día se la pasó pensando, como se cortaría el pelo y el bigote. Ahora, sentado en la silla del peluquero, agitaba su vista observando las muestras de fotografías enmarcadas sobre las paredes, gobernadas generalmente, por imágenes de héroes de la revolución mexicana o expresidentes nacionales: refinados bigotes ingleses, o los revolucionarios pelos ligeramente sobre el labio de Zapata, un poco más toscos y más oriundos. Carirredondo y rubicundo, rosaba los sesenta años, ninguna cana se pintaba sobre la melena negra de greñas grifas y resecas. Soltero por gracia de la fealdad, aún a su edad mantenía la nostálgica vanidad del joven seductor, empoderado por intentar un nuevo look, que, quizá, le ayudara a copular antes de perder la circulación fálica, que era ya algo evidente de ver en la parábola de sus esporádicas erecciones matutinas. La capa de corte cubrió a Fulgencio antes de resolverse, el barbero saca de su bata una navaja y con la otra mano, unas tijeras cromadas, las sostiene en el aire, se pausa un segundo y pregunta. – Fulgencio, y ahora ¿Cómo quieres el corte? – Estaba pensando en algo diferente. – Claro, como siempre hombre, anda dime, que hay muchos caballeros esperando y ahora el chalan no vino. Mira que barbas tan desarregladas. – Tu qué me recomiendas…mi pelucas. Así le decían, “el pelucas”, porqué él era el único barbero del pueblo, y era sometido por un miedo irracional que le impidió por muchos años cortarse él mismo el pelo, tampoco confiaba en las mujeres del lugar, que para lo único que sabían usar las tijeras era para cortarle las alas a las gallinas y a los cúcunos. Pero en el fondo le dolía el mote, porqué le recordaba lo cobarde que era, y al mismo tiempo la idea irónica de un barbero greñudo le lastimaba hasta los pelos. Era un secreto a voces, pero esta era la primera vez que Fulgencio se lo decían en la cara. – ¿Quieres algo distinto, verdad Fulgencio? Déjalo en mis manos, creo saber que corte te vendría bien. – Entonces adelante, mi pelucas. El pelucas buscó con malicia cobrar la afrenta de escuchar ese apodo lanzado por un don nadie, que había vivido hasta entonces de las sobras de una herencia repartida entre cuatro hermanos, – el greñas también vivía solo, pero él no era un mantenido, y aunque también era soltero, por lo menos sabía leer, no como el analfabeta de Fulgencio– lo que más le dolió fueron las risas borrascosas de algunos alumnos que esperaban un corte de pelo. El pelucas, aprendió a leer ya de grande, con la ayuda del maestro del pueblo que le mostró, usando los periódicos las vocales y las consonantes, por eso al paso del tiempo, se agilizó su lectura y también su conocimiento sobre las noticias más generales, que comentaba con su clientela de vez en vez. Inició el ataque con las tijeras, después la espuma, la navaja también entró en acción sobre la cabeza de Fulgencio, todo sucedió de espaldas al espejo, afeito la barba, suavizo la navaja en el asentador de cuero, el bigote comienza a tomar forma, seca la piel con una toalla, aplica alcohol y el toque final lo da con una brocha con olor a talco. Gira la silla, Fulgencio se mira y esboza una sonrisa satisfecha, le ha gustado la obra de arte. Los muchachos que esperan su turno lo miran con extrañeza. El pelucas sabe que es un chiste fino que anda sobre dos pies. Fulgencio paga gustoso y sale del local. Baja las tres escaleras de piedra del negocio, se encuentra de frente con el maestro de pueblo. – Buenos días profesor– dice Fulgencio sonriente. – Buenos días Fulge…–el profesor se quita el sombrero para saludar y en el acto se pasma, achica los ojos pues no da veracidad a lo que ve, sigue a Fulgencio con la mirada más absorta. Fulgencio camina con la seguridad y altanería de un capataz. Da un par de vueltas al quiosco, después da un par de vueltas a la plaza de los sábados infestada de puestos de nopales, frijoles, tepache, macetas y otros artículos afines. La gente se ríe de él, no con él, Fulgencio nunca fue dueño de la belleza –esta vez tampoco- por eso aceptó las sonrisas como clarines amistosos. Se detiene, contempla la pasada del desfile, no sabe que se festeja, pero le gusta el confeti y las acrobacias de los jóvenes de la prepa, también le goza mirar las pantorrillas de las adolescentes que bailan con vergüenza en las tablas rítmicas. Pasadas las dos de la tarde, se topa con el cura del pueblo, antes de que éste note la presencia de Fulgencio, él ya le ha tomado la mano para besársela. – Que Dios esté contigo hijo mío- dice el cura antes de que su oveja levanté la cara sumisa, al verlo de frente, le arrebata la mano con violencia de las fauces. Se persigna con rapidez, antes de intoxicarse con aquella forma. – ¿Fue el pelucas, verdad? –no es que el cura conozca a su grey como la palma de su mano, sino, como ya dijimos, era el único barbero. – ¿Qué, lo del pelo? Si, ¿Por qué? –pregunta Fulgencio, mientras se acaricia la nuca recién rapada. – Mira mijo, hay cosas que están fuera del entendimiento cristiano, la maldad pura, por ejemplo. Te me vas volando con el pelucas, dile que te mandé yo para que te arreglara, y que pase después al curato para echar una platicadita con él. Fulgencio, intentó besarle la mano de nuevo, pero el cura lo rechazó. En el periplo a la peluquería, le volvieron a llover las miradas del pueblo, las sonrisas brillantes de las mujeres eran como pétalos de flores que alfombraban sus pasos; caminaba más erguido que de costumbre, hasta parecía más alto, en ocasiones las miradas súbitas lo llegaron a confundir con un turista, de no haber sido por la ropas típicas, y por los “buenos días seño” que repartía entre las tenderas de los diferentes puestos con los que se cruzaba, la gente lo hubiera dado por extranjero. Estaba a dos calles de llegar a la barbería, cuando se encontró con el otro único intelectual del pueblo capaz de entender el chiste que el pelucas dibujó sobre la cara de Fulgencio, era Isaac Fontes, el dueño por tradición de la botica. Isaac Fontes, emigró al pueblo junto con su botica, después de que la muerte de su padre ocurriera en la capital hace unos cuatro años, con la intención de hacer lo inasequible: arrancarse de las entrañas el pasado. Él y su padre llegaron a México en un barco en el año de 1939, después de ser rechazado su arribo en Cuba, y bueno, la madre de Isaac, fue parte de a una lista de once millones que nunca regresaron a casa. La profesión de boticario la aprendió del padre, y el idioma español de una vieja nana mexicana que se dedicaba a la casa, mientras su padre atendía la tienda. Cuando Isaac llegó a México en 1939, apenas tenía dos años de edad, por eso mamó la profesión y el idioma con la misma facilidad que con la que aprendió a jugar. – Buenos días doctor – dice Fulgencio. – Buenos, Fulgencio– con voz trémula, y mirada como con la que se contempla la estatua de un dictador. – ¿A dónde caminas? – Antes de que pudiera decir nada– ¿Sabes qué quedaría perfecto con ese corte? Unos aceites y una loción estupenda que tengo en la farmacia. – Lo que pasa es que el cura me mando a… – ¿A una diligencia?, no digas idioteces y vente ándale. Fulgencio fue arrastrado por el carisma que impone cualquier icono de cultura local, imposibilitado para poder decir “no”. Las calles que conducían a la botica eran solas, y frías, había que intentar no pisar los resquicios entre las piedras para no enlodarse los zapatos –había llovido por la madrugada-, Isaac guiaba el camino conocido, y volteaba con frecuencia para asegurarse que su dubitativo invitado aún le seguía el paso. Entraron al local por una pequeña puerta contigua, y por un pasillo bordearon la tienda y terminaron en una sala angosta, rodeada de pinturas de hombres barbones, y candelabros exóticos de siete velas. – Ándale, Fulgencio siéntate. Isaac no podía quitarle la mirada de encima, era como si tuviera en su sala al dueño de aquella calamidad que fue su vida, siempre viviendo en la nostalgia de la madre ausente, del exilio obligatorio de su familia, de su separación, y de su dolor. Allí estaba sentado ese maldito, enmascarado en una sonrisa irónica y con otra ropa, pero, ese símbolo sobre su labio no podía evocar algo diferente al odio. El doctor salió de la sala en dirección a la farmacia. Si lo envenenaba… ¿Quién podría darse cuenta?, regresó, después de un extraño largo rato con un vaso con agua roja, parecía de fresa, y con dos frascos pequeños, un aceite y una loción. Fulgencio miraba un periódico, que tomó por aburrimiento, de entre una columna gigantesca de papeles que estaban al lado del sillón. – Mire, mi Doc., este señor tiene el bigote y el corte igual al que me hizo el pelucas, quién sabe qué será, pero parece rete importante. – ¿No sabes quién es? – No, yo ni sé leer. – ¿Sabes dónde está Europa? – Mmm ni piensos, yo nunca he ido a ese rancho. El doctor arrojó el agua con cianuro de potasio en una maseta, y se acomodó por un lado de Fulgencio. Platicaron largo y tendido, en lo que fue una catedra de historia exprés, arrojando sin tapujos a la mente de Fulgencio, las escenas más crueles y sádicas de aquel evento, el hombre sencillo, no entendió del todo, pero lo que comprendió lo puso pálido como un plato de porcelana. Terminó asqueado del mundo, del mal, y de su corte de pelo y bigote. Isaac le ofreció navajas y jabón, lo invitó a pasar a su baño a rasurarse, y así lo hizo. Ahora sin la sombra de aquel símbolo gobernando la cara de Fulgencio, se despidieron en la puerta, como dos buenos hermanos, se sintieron víctimas del mismo mal. Fulgencio se alejó, con la mirada clavada en el suelo, aún asqueado por aquellas imágenes, por aquel demonio hecho hombre, sintió un odio intenso. Isaac, cerró la puerta de la calle, pensando en lo trágico de su mundo, y en cómo sería su vida si aquella escoria nunca hubiera existido, sintió rencor. Esa madrugada, las campanadas iracundas de la iglesia despertaron a todos en el pueblo, los gallos aún no cantaban, fueron los hombres los primeros en quitar las trabas de las puertas y asomarse a la calle. A media colina, una abominable nube negra, se apoderaba de un cielo casi oscuro, brillaban de rojo lumbre los ojos de los espectadores, era inútil pretender apagar aquel fuego, sólo quedaba contemplarlo. Algún mocoso que salió escurridizo, a ver la escena, le preguntó a su padre. – ¿Qué es eso qué se quema a lo lejos tata? – Es la barbería hijo. Váyase pa´ dentro. El silencio del recuerdo me arrastra como globo libre al viento, por eso coincido en el encuentro del olvido, donde todas las cosas van a estacionarse diligentes y perpetuas, mundos enteros, estrellas, Dioses y hombres, se anidan por ausencia. Sin coordenadas ni datos de su sitio, sin voz, sin tiempo, se manifiestan en el vacío. El pasado los abraza, sin posibilidad de actuar de manera diferente a lo que fue, sometidos al destino alcanzado; inasequible deseo, incapaz de saciar la necesidad, de existir por siempre. Nos desgastamos juntos, muy poco, pero juntos. No pensé que hoy fuera la última vez que la vería. Como todos los días salimos de paseo, Lucia, ella y yo; pero hoy se fue, quién sabe a dónde, quién sabe con quién. Siempre era muy desatada, muy perdidiza. Simplemente llegamos a casa y ya no estaba, quizá fue culpa mía por venir piense y piense, no me di cuenta. Me compadezco de Lucía, ella es muy pequeña, ni siquiera sintió la pérdida, su papá regresó sobre nuestros pasos, pero ni rastro de ella, y la verdad sí que la extraño, a pesar de su carácter, su mal olor, o la pésima costumbre de mascar chicle cuando caminaba. Todo sobre el universo tiene su complemento, nada viene ajeno al mundo, me hubiera gustado envejecer juntos, atados de la mano cerca del cielo, hasta pudrirnos con el agua de la lluvia, sin embargo, ahora estoy triste, despedido y abandonado. Esta caja de zapatos es muy grande para mí solo. El sol estaba a tope, la carretera hervía como un comal puesto en la estufa. Desde las alturas, se ve un auto rojo, moviéndose como una hormiga, rapidísimo, como si el conductor acabara de salir del cine de ver “Fast and Furious 8” al parecer es un Chevy, mirándolo por atrás se ve más jodido que desde las alturas, se distingue desgastado y maltratado, en la cajuela achatada del auto se distingue una estampa que dice, “No se karate, pero se putazos” sin lugar a dudas, es el vehículo de Ramiro, un obrero armador de la Mazda, ubicada en Salamanca de clase media-baja, seguro viene del trabajo. La verdad es que se quedó, desde hace cinco minutos sin frenos. No te mentiré, querido lector, sinceramente no viene pensando en su familia, ni en lo vana, momentánea y asquerosa que fue su vida, él, viene pensando en que fue mala idea irse a la cantina y después al prostíbulo con sus amigos ayer domingo, cuando pudo, haber invertido ese dinero en arreglar los frenos que andaban fallando desde hace días. El Chevy, variaba su velocidad, según las cuestas y los valles que se adaptan al terreno de la carretera, pero de que iba rápido, iba. El volante comenzó a temblar por la velocidad, Ramiro se puso el cinturón de seguridad que obviamente no se había colocado desde el principio, ya que como todo joven de clase media-baja que maneja Chevys, piensa que los accidentes le pasan a cualquiera menos a ellos, claro, porque son jóvenes y los jóvenes no chocan. Abrió la puerta para tantear que tal sería la suerte si se lanzase fuera del vehículo, miró la banda asfáltica pasar de manera asesina, y las llantas giraban como aspas de licuadora, esa no era la mejor opción, cerró la puerta. Metió el freno de manos, pero por la velocidad que traía, sólo produjo un humo momentáneo y una peste a balatas que abordó hasta la cabina. Él no sabe nada de freno de motor. Pasó por encima de un bache, el carro se sacudió, y sonaron detrás del asiento del chofer, unos embaces de caguama, que ya no regresarían a la tienda. Qué triste, alguien iba a echar de menos esos embaces vacíos y apestosos, pero nadie extrañaría a Ramiro. Fue en esta parte del viaje mortal, cuando Ramiro se puso filosófico, pensó como en toda ante sala a la muerte, en lo poco que había vivido, lo mucho que desperdició en cosas estúpidas, y en todo lo que ya saben que uno piensa antes de colgar los zapatos, igual que cuando nos da una fiebre del demonio, y sentimos que vamos a morir, comenzamos a añorar cuando estábamos sanos y a maldecir las cosas tontas que hicimos y las que no. Cualquiera sabe, y de no saberlo, que aquí se entere; en estos casos donde las llantas no tienen dueño, siempre es mejor, dar un giro brusco al volante, para que el vehículo ruede sobre sí mismo, esto siempre es mejor, que un choque directo. La muerte estaba cerca; se imaginaba como encontrarían su cuerpo, que partes resultarían más lastimadas, cuáles valía la pena intentar proteger, y cuáles no. Entonces, recordó a ese fantasma, ese ente al que el hombre grita para pedir ayuda, le imploró desesperadamente un milagro, utilizó esa patética apología de no merecer la muerte “por ser buena gente”. Esperó unos segundos. No recibió respuesta. Ya había tomado la decisión, giraría el volante, lo tomó firme, se agarró al asiento hasta con las nalgas, como si tuvieran propiedades adhesivas, allí va, a las tres… uno, dos. Algo apareció adelante, era un pequeño lago, y no tenía una barra de contención guardando el perímetro, rápidamente cambió de idea, dirigió el carro fuera de la carretera, el auto entró en el fango, patinó, brincó, y cuando llegó dentro del agua, se detuvo, como un milagro; aflojó las nalgas, y exhalo. El Chevy rojo sale de un depósito de cerveza, cruza la calle, espera que el semáforo se ponga en verde, está frondosamente sucio, hasta la mitad de la puerta. Una estampa nueva cubre a una estampa vieja, que al parecer intentaron arrancar, pero por la calor de meses al sol se adhirió al auto como un tatuaje, esta nueva estampa brilla, sobre el carro sucio, muestra una leyenda que dice, “Yo amo a Jesús, mi fiel amigo”. Gustavo estaba pensando en lo que le dijo su esposa Mireya, respecto a que prefería matarlo antes que dejarlo acostar con otra. Este pensamiento rondaba la cabeza de Gustavo sin dejarlo tranquilo en la cama, mientras Mireya se bañaba. Él la conocía, y por eso sabía que Mireya, no era capaz de matar ni una araña, menos de encajarle un cuchillo a un hombre, o arrancarle su dignidad de los calzones mientras dormía, no, sólo era una amenaza hueca, llena de miedo. Tenían años de casados, pero aún eran jóvenes, sin hijos, y con una fea casa “moderna” pintada de gris y azul rey, que aún estaban pagando. Regresando al tema; cuando Gustavo le preguntó a Mireya, no fue para medir el costo de una secreta intención, sino para visualizar el peligro que lo acechaba después de ya haber cometido el pecado. La situación era más complicada de lo que aparenta, ya que hace poco más de un mes, habían comprado un paquete de condones “por si acaso”, el paquete tenía seis preservativos; la noche de la compra, usaron uno, arrastrados por el compromiso del consumo, y eso fue todo, el resto esperaban una noche de borrachera o una de calentura incitada por las telenovelas del canal de las estrellas. Pero el muy pendejo de Gustavo, uso dos de estos condones para sostener relaciones con aquella mujer del trabajo; ya tenía semanas seduciéndola y no iba a dejarla ir sin hacerle nada. Susana era le encargada de los lácteos en la tienda de autoservicio donde trabajaba Gustavo; era una morena no muy alta, de ojos marrones como la pulpa de tamarindo, tenía un poco de bigote en las parte laterales de la boca, más o menos camuflados por su color de piel, y una nariz ancha y empujada hacia arriba; pero eso sí, siempre, sin importar el clima, el día, la ahora o su estado de salud, adornaba sus pies con unos tacones muy altos, y cuando pasaba, dejaba detrás de ella, ese perfume guarro llamado “Paris Hilton”, –este dato es conocido porque varias veces, se le vio comprarlo en esta misma tienda– lo transcendental de Susana, era su fantástico trasero, que era, según los cargadores, cajeros, conserjes y hasta el mismo gerente, el mejor artículo de la tienda, y como los “caballeros” que laboraban allí, pasaban más tiempo viéndole las nalgas, que los defectos a Susana, por eso los traía embobados. Esperando una oferta. Empezaron intercambiando miradas en los pasillos, y conjugando unas pocas palabras a la hora del almuerzo, entre estas conversaciones, sus números de celular. El resto de la trama romántica que duró, como ya se dijo, varias semanas, se suscitó, como todo amorío profano actual, es decir, por medio de mensajes en “Whats App”; el último mensaje, registrado en la bandeja de entrada de Gustavo fue a las once de la noche, y decía: “Si de verdad tienes valor, nos vemos antes del turno, en el refrigerador de los yogurts, lleva condones “ Las ciudades de provincia suelen ser relativamente pequeñas, y se vería muy raro que llegará a comprar condones antes de ir al trabajo, o temía encontrarse con alguien en la farmacia y le vieran a esa hora y solo, haciendo esa compra tan reveladora, y que siempre agita los chismes más comunes que acechan a las personas casadas, ya que siempre, por una pésima costumbre sexual amañada en la sociedad, aparece la pregunta maliciosa de: “Si está casado, ¿para qué quiere condones?”. Pensó que podría tomar los condones del cajón de noche, y remplazarlos después, pidiéndole a un amigo que le comprara unos, a cambio claro está, de revelarle los detalles del amorío secreto con Susana. Pero aún no lo hacía, y esos condones ausentes lo delatarían tarde o temprano. Por eso no podía descansar, e intentaba ser lo más asexual posible, evitar el contacto visual, o poner en la televisión el programa de noticias deportivas. Pero otra cosa lo perturbó más, una extraña sensación de que la casa era diferente. La puerta del baño ya no rechinaba, la antena estaba bien sintonizada, el boiler encendido en piloto, la gotera del fregadero había dejado de caer, y el refrigerador ya no vibraba al iniciar el motor, todo esto quería decir sólo una cosa, un hombre había pasado por la casa esa tarde. Cuando Mireya salió del baño, Gustavo apretó los dientes, la próstata y las nalgas, cuando vio que su esposa se había depilado las piernas, y no sólo eso, sino que también traía la lencería ceremonial que procedía a todo coito marital. Pensó en ir al baño, bajarse los pantalones, y con el trasero desnudo descansado sobre la taza, pensar, pero el miedo de que Mireya se le adelantara a revisar el cajón, lo hundió en el colchón. Después de todo, lo que él intuía, podría ser sólo una conjetura estimulada por el sentimiento de culpa que traía sobre su conciencia, dicha sustancia debía estar en los intestinos, porque sentía un profundo vacío infernal en las tripas. Mireya envistió, sin dejarle mucho tiempo para pensar, no había duda, sus piernas no raspaban, la cosa iba enserio, Gustavo reaccionó rápido, apagó el televisor, y la luz: decidió jugársela de esta manera, comenzó el trágico ritual perpetuado de toda pareja que se conoce. Gustavo, abriéndose espacio a tacto entre la oscuridad, sacó del cajón un condón, y lo desenvolvió sobre su virilidad. Se vino, con esfuerzos de imaginación primero que su esposa, pero por dignidad y vergüenza, siguió retorciéndose con el doloroso ataque, hasta que Mireya quedó satisfecha. Acto seguido retiró el objeto plástico, y lo lanzó dentro del bote de basura del cuarto. Gustavo despertó después que su esposa, era sábado, y ella se levantó temprano para limpiar la casa; la culpa y el miedo lo invitaron a revisar dentro del cajón, asomó sigilosamente su cara dentro del mueble, y contó. – Uno… – cerro con suavidad el cajón, pensó que aún estaba apendejado por el sueño, volvió a abrirlo, y contó de nuevo–…uno. Faltaba un condón, Gustavo se quedó mirando con los ojos pelones hacia el techo, sacando y reafirmando sus cuentas, entendiendo que no podría preguntarle a su esposa, sin delatarse solo. El bote de la basura ya no estaba, por eso se formuló varias preguntas: ¿habría usado dos condones con su esposa la noche anterior?, ¿había usado con su amate instantánea tres condones?, ¿el paquete desde el principio, sólo traía cinco preservativos?, no, nada de eso, las matemáticas sugieren que Mireya aquella tarde, había sido dueña, de dos penes. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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