• Gregorio Andrade
doblequerre
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  • País: Venezuela
 
LOS PERROS LADRAN A LA MUERTEEl viejo Eulogio y su compadre Agustín, galleros por muchos años, preparaban a Venancio para trasladarlo al pueblo. Lo colocaron sobre una  sábana tendida, luego hicieron una hamaca amarrando las puntas de la sábana a los extremos a una larga vara y se la echaron sobre sus hombros. ─Detrás de aquel cerro está el pueblo, no queda lejos ─Les indicaban otros galleros a aquellos dos hombres, quienes no conocían el lugar. ─Sigan por el camino que va al lado del río─Dijo el dueño de la taguara.El sol comenzaba a ocultarse, en el horizonte se veía un enorme círculo anaranjado. El camino estaba despejado, sin malezas. Los hombres podían marchar sin dificultad, cada uno se sentía con la energía suficiente para llevar a cabo la tarea que emprendían. Venancio permanecía en silencio, de vez en cuando pronunciaba, con voz débil, un monosílabo para responder a cualquier pregunta que le lanzaran sus socorristas.─En las galleras siempre se arman pleitos ─Dijo Eulogio.Y más cuando la gente se echa los palos -Respondió Agustín.Pisada tras pisada avanzaban sin conversar, como si cavilaran sobre la trifulca que acababa de ocurrir y en la cual Venancio recibió la peor parte: garrotazos en la cabeza, patadas en la espalda y dos heridas con arma blanca en el abdomen. ─¿Cómo te sientes Venancio? ─Preguntó Eulogio.─Bien.─Cuando quieras descansar nos avisas. ─Sí.Las sombras comenzaron a caer sobre el camino y el silencio se apoderó del ambiente. Solo se oían los pasos de los hombres y su breve conversación:─Ya pasamos el cerro y no se ve ninguna señal del pueblo -Dijo Agustín.─Usted que va adelante, compadre,  ¿no ve ni una lucecita? -Peguntó Eulogio.─Nada compadre. No se oye ni el canto de los gallos ni perros ladrando. ─Ya me está pegando el cansancio. Usted sabe, los viejos no aguantamos mucho.Venancio recogió esas palabras y se preocupó por el estado físico del viejo Eulogio.─Descansen.Los hombres rechazaron la petición. Alegaron la necesidad de llegar pronto al pueblo y buscar auxilio para él. A pesar de que no oían ni veía ninguna señal del pueblo confiaban en la información dada por los habitantes del caserío.Continuaron en la oscuridad. El rumor de la corriente del río ahora se oía más lejano. Avanzaban lentamente, de vez en cuando un traspié y el consiguiente bamboleo del cuerpo de Venancio, quien con voz apagada sugirió:─Descansen.─No  podemos pararnos aquí. Tenemos que apurarnos para llegar pronto al pueblo, necesitamos ayuda ─Advirtió Eulogio.Venancio, utilizando las pocas fuerzas que aún le quedaban, trató de penetrar en la sinceridad de su padre, extrañado del comportamiento hacia él:─¿Por qué te sacrificas por mí papá?─No lo hago por ti. Tu mala vida de bebedor, de guapetón, no te hace merecedor de ninguna consideración. Ni mis mejores amigos se han escapado de tus abusos y tracalerias.─Y entonces, ¿por quién lo hace compadre? ─Preguntó Agustín.─Lo hago por el recuerdo de su madre. Mi fiel compañera, con quien este maluco también se portó mal. Si hay vida en el otro mundo, nos estará viendo ahora y, como madre al fin, sufriría por ver a su hijo abandonado por nosotros en estos momentos en que necesita de nuestra misericordia.No se detuvieron. Paso a paso iban por rumbo incierto. Ninguna señal del pueblo, ni luces, ni cantos de gallo, ni ladridos de perros.─La gente de ese pueblo como que tiene el espíritu adormecido ─Dijo Agustín. Que un sábado en la noche no se oiga ni el sonido de un arpa, ¡éso es increíble!La vegetación comenzaba a hacerse menos tupida. La luz de la luna ya iluminaba el sendero que  apuntaba hacia una zona más despejada. Venancio se quejó de repente y su respiración se oyó con más fuerza, casi era un resoplido de bestia agitada después de una carrera.─¿Te duele Venancio? ─Preguntó Eulogio.─Sí,  mucho. ─Contestó Venancio con voz casi inaudible.Siguieron. A lo lejos divisaron una casita, luego, otra. Los hombres sintieron que la sábana  se estremecía. Venancio se aferraba a sus orillas y transmitía sus vibraciones hasta el cuerpo de los hombres. Temerosos por aquella sensación, lo bajaron y colocaron donde comenzaba la calle.Los perros ladraron con miedo, aullaban desesperados, como lo hacen cuando están frente a la muerte, como los perros de Juan Rulfo.G. A. A.23-11-2006

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