• Iris Rodriguez
dulcesilusiones
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Toda historia tiene un principio y un final, pero la que voy a contar no tiene un final determinado y personalmente me alegro de que no lo tenga. Es una historia basada en hechos reales, basada en la vida de dos personas a las que quiero con todo mi corazón y que son un ejemplo para mí, un ejemplo, en mi opinión, para todos.   Él, atractivo, deportista, servicial, valiente y una gran persona. Había dejado los estudios por problemas económicos y estaba trabajando a la vez que boxeaba. Era en su familia imprescindible, la mano derecha de su madre, su gran apoyo y ayuda. Amigo de sus amigos, muy abierto y divertido, además de gracioso y espontáneo. Ella, preciosa, sincera, sensible, tímida y con un corazón de oro. También tuvo que dejar los estudios por la economía familiar y se había puesto a trabajar en una tienda de ropa. La más pequeña de su familia y también la más mimada, dentro de lo que se podía mimar. Una chica cariñosa, alegre y preocupada por los demás, que no se rendía ante las adversidades.   Hace dieciocho años que los conozco, exactamente los mismos que tenían ellos cuando se conocieron, cuando sus vidas se entrelazaron, cuando una mirada definió todo un futuro.   Era ya por la tarde y a ella la habían invitado a una fiesta en casa del amigo de una de sus amigas, y por primera vez sus padres la dejaron salir, así que no dudó en aceptar, a pesar de que tenía mucha vergüenza. A él le dijeron unos compañeros del trabajo que uno de ellos hacían una fiesta en su casa, que había al lado un frontenis y que si iban a jugar un rato y luego a la fiesta, el simplemente aceptó.   Cuando ella llegó, él estaba jugando con sus compañeros en la pista de al lado de la casa. Ella se fijó en él, él se dio la vuelta como notando su presencia y cuando ambos se miraron a los ojos, surgió el flechazo, surgió el amor.   Durante toda la fiesta hicieron por verse sin mucho éxito, pero al final, justo antes de que ella tuviese que volver a casa, él apareció a su lado, la tomó de la mano y bailaron juntos esa última canción.   A partir de ese momento, y de varios encuentros fortuitos, se enamoraron.   Y tras muchos muchos años, siguen juntos. Han tenido sus más y sus menos, sus discusiones y sus momentos románticos, han convivido tanto tiempo que a la sociedad de hoy en día le parecería un cuento, y aún así después de todo se siguen queriendo. Siguen tan enamorados como el primer día, siguen mirándose a los ojos y parando el tiempo, y así es como debería pasar en cualquier relación, en cualquier pareja que se casa y se dice un hasta que la muerte nos separe. Aunque en este caso es un hasta la eternidad, porque ni aunque la vida los separe dejaran de amarse.   Cada vez que los voy a ver y veo como se miran, me emociono, porque yo también quiero vivir un amor así, un amor verdadero. Y los quiero tanto, y los admiro tanto que es imposible no creer en el amor cuando ellos, mis abuelos, han creído en él y han conseguido que se mantenga para siempre en sus vidas. Para siempre.
Abrí los ojos muy despacio, mi mamá se había levantado y parecía alerta. Me asusté al oír un ruido, venía del bosque. Ya había salido el sol, pero aún así, tenía mucho sueño y me pesaban los ojos.   Hacía tres semanas había visto por primera vez la luz del sol. Mi mamá lloró, yo creo que de la emoción de verme por primera vez. Mi papá también estaba, cuando le vi, quise parecerme a él. Era muy grande y fuerte. Protegía a todos mis hermanos y hermanas, pero sobretodo a mi mamá, a la que quería mucho.     Escuché un aullido muy alto, en las montañas de detrás de nuestra cueva. Lo reconocía, era de mi papá y parecía enfadado. Todos mis hermanos se despertaron y fueron corriendo a encontrarse con él. Yo, mientras, permanecía quieto en nuestra cueva al cuidado de mis hermanas. -         ¿Qué pasa Suna? – le pregunté a la mayor de mis hermanas. -         No te preocupes, Tor, no pasa nada. -         Eso es mentira, papá esa aullando, mamá se ha ido y los demás también. ¿qué pasa? – volví a preguntar. -         Deja ya las preguntas, pequeñajo, mantén el hocico cerrado hasta que te digamos.- me dijo Lana, otra de mis hermanas. -         Pero, yo quiero enterarme. -         ¡Sh! – mis tres hermanas me dirigieron una mirada que me daba miedo, así que cerré el  hocico, tal como me habían dicho.   Intenté dormirme de nuevo, pero estaba demasiado nervioso como para cerrar los ojos y concentrarme en soñar. Además, no podía dormir si mi mamá no estaba a mi lado. Miré a mis hermanas, estaban también nerviosas, lo notaba. No paraban quietas, estaban todo el rato dando vueltas por la cueva. Al cabo de un tiempo, mi mamá y mis hermanos, aparecieron en la entrada de la cueva. Me alegré mucho de verlos y fui corriendo hacia mi mamá. -         Mi pequeño. – dijo mirándome. -         ¿qué ha pasado mami? – pregunté algo preocupado. -         Aún eres pequeño para saberlo, te lo contaré cuando crezcas.   Tenía muchas ganas de ser mayor y poder proteger a mi familia, como mis hermanos o mi papá. Pasaron los días, y yo seguía metido en la cueva, no me dejaban salir. Estaba ya cansado de no poder hacer nada más que quedarme ahí quieto mirando la entrada de la cueva. Un día, me escondí detrás de una roca para escuchar a mis hermanos y hermanas hablar, pero lo que oí no me gustó nada. -         Suna, no debéis salir de aquí hasta que os avisemos. Os traeremos comida cada día, por eso no os preocupéis. -         ¿Es por los cazadores, Rus? -         Sí, cada vez están más cerca de encontrarnos, pero nuestro padre se está poniendo en contacto con otras manadas, para distraerlos y que se alejen de una vez por todas. -         ¿Crees que lo conseguiremos? -         Estoy seguro, hermanita. – se miraron y sonrieron. Había peligros, los llamaban cazadores y debían ser muy malos, porque si no, Rus no estaría tan preocupado. Me tumbé en el suelo frío y me dormí.   Pasó mucho tiempo, yo ya había crecido un poco, tenía cinco meses, y el peligro había pasado. La primera vez que salí de la cueva, acompañado por Rus, me encantó todo. -         Mira, Tor, eso es una planta, y eso de allí flores. – me explicaba mi hermano mayor. -         Son muy bonitas. -         Sí, lo sé, pero ahora no te despistes, tenemos que encontrar caza. -         ¿Caza? ¿Qué es eso? – pregunté algo confuso. -         Vamos a buscar comida, a atraparla y a devorarla. -         Vale. – contesté con alegría, aunque seguía sin entender muy bien lo que me decía. Echamos a correr por el bosque y vimos unos animales, eran blancos y muy gorditos. Mi hermano me miró y sonrió. -         Ésta es nuestra comida. – me dijo. – Sígueme. Y eso hice, le imité en todo lo que pude, y así cacé por primera vez en mi corta vida. Todos los días hacíamos lo mismo, y a mí me encantaba el sabor de esos animales blancos. Después de alimentarnos, me fui a dar un paseo, por entre las flores y las plantas de color verde. Me gustaba mucho su olor y me hacían cosquillas en la nariz, cada vez que me acercaba. Volví a casa cansado de tanto correr, y me tumbé al lado de mi mamá a dormir. A la mañana siguiente, mi hermana Rina me despertó. -         ¿Qué pasa Rina? -         Ha venido la manada de al lado, a hacernos una visita. -         Vale, voy. Me incorporé y me estiré. Mi hermana, me arrastró fuera de la cueva, donde estaba mi familia y la otra manada esperándonos. -         Este es mi hijo menor, Tor. -         Es un placer conocerte. – me dijo el que parecía el líder de la manada, por tanto el padre. -         Lo mismo digo. – dije muy educado. No sabía por qué, no podía quitar los ojos de una lobita, de la otra manada, era de color gris claro y me encantaba. -         Esta es mi hija, Carena, tiene tu edad. – me dijo la que parecía su madre. -         Hijo, lleva a Carena a jugar contigo. -         Sí, mami. Fui hacia el bosque y me adentré en él, Carena me seguía, no dejaba de mirarme. La llevé en el sitio donde estaban mis amigas, las flores y estuvimos correteando y jugando con todas ellas los dos juntos. Cuando la manada visitante se fue de nuestros terrenos, me dio algo de pena, me lo había pasado muy bien con mi nueva amiga, Carena. Los meses fueron pasando y yo cada vez era más mayor, pero no sabía aullar, por eso no podía comunicarme con Carena, la echaba de menos. Una noche, mi papá, me llevó a lo alto de la montaña y me hizo mirar hacia abajo, se veía todo el bosque, solo que desde arriba. Los árboles no se veían altos, y no se reconocían las flores. Mi papá empezó a aullar y en seguida aparecieron mis hermanos, y aullaron a su son. Les tenía envidia, así que intenté aullar yo también, pero no me salía la voz. -         Tú puedes, Tor. – me dijo mi hermano mayor. -         Yo puedo. Y aullé, por fin lo conseguí, con ocho meses. Aullé de nuevo, no me cansaba. Mi padre me miró y aulló más fuerte. -         Estoy orgulloso de ti, hijo. Eso me hizo mucha ilusión y me motivó aún más de lo que ya estaba. Mi madre y mis hermanas no tardaron en aparecer. Estaban radiantes, porque su pequeño, había crecido y ya sabía aullar como cualquiera de sus hermanos. Un año después, volví a encontrarme con Carena, correteando por los bosques. Estaba muy guapa y más mayor, como yo. Fui hacia ella y acaricié su pelaje rozándolo con el mío, era muy suave. Me gustaba estar con ella, en su compañía. Pasamos bastante tiempo juntos, jugábamos, corríamos, cazábamos y nos lo pasábamos estupendamente. Varios meses después, Carina y yo nos dimos cuenta de que queríamos unirnos para siempre, formar una familia y disfrutar de todo el tiempo del mundo juntos. Nuestros padres estuvieron de acuerdo y tener nuestra propia manada, aunque iríamos a ver a nuestra familia. Mis hermanos también encontraron unas lobas para ellos y mis hermanas unos buenos ejemplares de los de nuestra especie. Dos años después, Carina y yo tuvimos nuestro primer hijo, le llamaríamos Balto, como mi padre. El día de su llegada al mundo, me subí a lo más alto de la montaña, donde subía mi padre, y aullé, lo más alto que pude, para que todo el mundo se enterase de que había tenido un hijo. Con cuatro patas y siendo un lobo, estaba orgulloso de mi vida, con todo lo que conllevaba. Peligros, carreras, caza, pero sobretodo una manada, mi manada.      
Tres, dos, uno. Por fin, mi independencia. Estaba entrando en mi casa, MI casa. Aún no me lo creía, ya no vivía con mis padres. Ahora las reglas las ponía yo. No había horas de llegar o de levantarse. No había obligaciones impuestas, ni peleas por como decorar una habitación o por qué cadena ver en la televisión.   Había vivido con mis padres veintiséis años y ya no lo aguantaba más. Mis dos hermanos estaban insoportables y mi hermana mayor ya no se encontraba allí, por tanto no tenía en quién apoyarme. La universidad había terminado para mí hacía ya dos años, tenía un trabajo perfecto, ya sólo me faltaba tener mi propio hogar. Para alguien como yo, tener una casa propia era lo mejor que podía pasarme en la vida. Siempre había convivido con seis personas y dos animales, mi antiguo hogar en una casa grande, pero no lo suficiente como para tener mi propio espacio. Compartía habitación con mi hermana, pero desde que ella se había ido, me tocaba compartirla con mi hermano, Eric, que me saca dos años. Si la convivencia con él en la casa no era del todo buena, en la habitación era aún peor. Quería que todo nuestro cuarto estuviese lleno de posters de chicas medio desnudas, grupos de rap y su batería, lo que conllevaba un ruido inmenso a todas horas del día. Mis raquetas, habían desaparecido y con ellas, todos mis libros de cuando era una adolescente.  Harta de él y de todos sus trastos, decidí mudarme de una buena vez e independizarme, con el poco dinero que tenía ahorrado. Después de mucho buscar, tanto en internet como en los periódicos, encontré el piso ideal para mí. Mi nuevo y único espacio personal, solo mío. Hablé con la persona que alquilaba la vivienda y acordamos todo lo que tenía que pagar. No esperé ni un minuto en firmar el contrato y coger mis llaves. Estaba tan emocionada que no me di cuenta que no tenía ni siquiera, hecha la maleta, o colocado mis cosas en cajas. Así que además de buscar muebles para mi casita, tenía que pasar tiempo con mis padres y mis hermanos para empaquetar todas mis cosas. Cuatro días después, encontré todo lo que necesitaba para mi piso, un mueble para el comedor, un sofá, una televisión, una cama, unas perchas, una mesa para el comedor y otra para la cocina, un mueble para la habitación, otro para la cocina y muchas cosas más. Menos mal que los electrodomésticos estaban ya en el piso e incluidos en el precio. Todo eso de irme de compras, solo para comprar cosas para mi casa, hacía que estuviese radiante. Una vez hube empaquetado todos mis objetos personales de casa de mis padres (madre mía que bien sonaba eso), fui a mi casa a dejarlo todo, colocarlo e irme a vivir de una vez por todas, yo sola, con mi perro y mi gato. Dejé a mis padres solos con mis hermanos, que tenían una cara muy dura por quedarse allí tanto tiempo, y el vacío que tanto yo como mi hermana les habíamos dejado.   He crecido, todos crecemos algún día. Tengo un trabajo y una casa preciosa que es sólo mía. Puedo darles en las narices a mis hermanos, aunque por dentro les quiera mucho. ¿Sabéis qué es lo malo de ser la pequeña? Que todo el mundo sobreentiende que tienes que ser la última en “abandonar” a tus padres, y si lo haces antes que tus hermanos, tus padres se quedan hechos polvo por tu marcha. ¿Os hacéis una idea de qué es lo mejor de ser la pequeña? Que eres a la que más se echa de menos, a la que más se necesita y sin la que nadie puede estar. Estoy orgullosa de ser la hija pequeña, la mimada, la apachurrada y la querida. Estoy orgullosa de ser como soy, de tener dos hermanos mayores y una hermana que me protegen y en su momento me hacen de rabiar,  orgullosa de tener unos padres tan maravillosos. Estoy orgullosa de tener MI casa. Solo me queda decir: “Dulce independencia, dulce, dulce, independencia.”
Dulce independencia
Autor: Iris Rodriguez  375 Lecturas
Es ya tarde, me he pasado el día entero estudiando y de lo único que tengo ganas es de llegar a casa, tumbarme en el sofá con la mantita y ver un rato la televisión. Con el invierno ha llegado el frío y con él la noche a tempranas horas de la tarde, lo que antes era sol a las seis de la tarde hoy es luna y luces en la oscuridad, y eso quita las ganas de todo. Salgo de la universidad, pensando en mi dulce hogar, pero vuelvo a la realidad al darme cuenta que para poder llegar primeramente tengo que hacerme una hora y media de viaje. Desesperante y agotador, lo sé. Me subo en el tren de la estación de la universidad, tarda aún en salir, y saco mi libreta de apuntes para distraerme un rato. Miro el reloj cada dos por tres, hasta que por fin arranca y me dedico a mirar por la ventana y contar las paradas que me quedan. Llego a la estación donde me toca hacer el trasbordo y con mis ojos cansados y mis piernas flojeando, consigo llegar a la vía por donde en cinco minutos pasa mi tren. A esperar. Hace mucho frío, busco mi gorrito en el bolso y me lo pongo mientras miro a la señora que está a unos metros de mí regañando a su nieto. Hace mucho que no veo a mis abuelos y ese momento me lo recuerda, mañana iré a verlos sin falta. Por fin llega el tren, subo y caigo en uno de los asientos más cansada de lo normal. Saco el móvil y miro si alguien se ha acordado de mí, parece ser que no. Entonces un chico que se acaba de sentar enfrente mío y al cual no he mirado aún, dice mi nombre y se dirige directamente a mí. Levanto la mirada y me quedo completamente asombrada, se me pasa el cansancio de golpe cuando me doy cuenta de quién es. Alex, aquel chico que hacía años que no veía, uno de mis grandes amores de la adolescencia al que nunca me había atrevido a hablar. Estaba justo delante de mí. Casi no había cambiado, seguía igual de guapo, con la misma sonrisa, los mismos ojos, pero parecía más maduro mucho más maduro, sin duda. Me quedé muda por un instante, hasta que reaccioné y le saludé con un tímido hola. El parecía no darse cuenta de mi incomodidad, me pregunto por mi vida, por mis amigos, por mi carrera, por mis proyectos de futuro y yo respondí tranquilamente, poco a poco me acostumbraba a su presencia y estaba más a gusto. Menos mal que aún me faltaban muchas paradas para mi destino. Era muy amable, simpático y halagador, porque no paraba de decirme que estaba muy bien, que había cambiado mucho y que estaba encantado de haberme encontrado. Me arrepentí mil y una vez de mis pintas y de mis ojeras, estaba más que natural, parecía que llevaba sin dormir dos días. Aun así seguía diciéndome piropos y yo roja como un tomate. Su parada había llegado y ¡sorpresa! Era la misma que la mía, menuda coincidencia. Estaba anonadada, ni yo misma me creía capaz de coger tanta confianza con alguien y ni me planteaba que él fuese una excepción. Nos separamos al salir de la estación con un ¡me ha encantado volver a verte, a ver si nos vemos de nuevo! Dos besos y cada uno por su lado. Eso fue lo último que supe de él, pero al menos me hizo entretenido el viaje de vuelta a casa.
Viaje de vuelta
Autor: Iris Rodriguez  371 Lecturas

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