Nov 19, 2009 Nov 18, 2009 Nov 16, 2009 Nov 15, 2009 Nov 14, 2009 Nov 13, 2009 Nov 12, 2009 |
EL FUMIGADOR El fumigador venia siempre los martes a la misma hora. Debo reconocer que yo sentía como una especie de compasión por el hombre cada vez que cruzaba la puerta de mi casa; no quisiera yo terminar ejerciendo esa profesión, siempre pensaba yo, pero uno nunca sabe, Lo curioso era que parecía gustarle lo que hacía y a veces hasta intercambiábamos alguna palabra sobre los insectos que él tanto conocía y yo aborrecía. Su especialidad era el exterminio masivo de los pobres insectos, para eso le pagaban, sin embargo, a veces demostraba un poco de piedad. Un día me contó algo que me llamó mucho la atención. Me dijo que las cucarachas podían sobrevivir congeladas en el freezer durante un largo periodo de tiempo, como una suerte de hibernación, y que lo había podido comprobar con su propia experiencia una vuelta que abrió el congelador y cayeron varias cucarachas congeladas que al poco tiempo revivieron como si nada. No me pareció muy disparatada esa anécdota ya que se sabe que las cucarachas salen airosas hasta de una bomba nuclear. Ese mismo día se despidió porque terminaba su contrato con nuestra finca, tuvimos que reducir los costos de mantenimiento del edificio. Lo extraño de toda esta historia fue lo que sucedió luego de que él se fuera. El fumigador siguió viniendo sin que yo lo llamara, dispuesto a trabajar sin importarle si le pagaban o no, lo que llamó poderosamente mi atención, sobre todo porque nadie en el edificio se percató de ello. Estaba tan compenetrado con su tarea que yo ya no sabía cómo agradecerle. Un día decidí terminar con esa situación y le hice un regalo a manera de despedida. Le regalé un libro sobre la supervivencia de los insectos. Nos dimos un gran apretón de manos, pero la suya estaba tan congelada que se partió, se cayó al piso y se rompió en mil pedazos. LA PLAYA Sabía el lugar, el día, y la hora en que yo iba a morir. Lo sabía porque lo había determinado de esa manera, muchos años atrás, en aquel paraje lejano, donde el mar y el cielo se conjuran para producir un milagro. Lo sabían también los restos de ese lobo marino del que sólo quedaban sus huesos dibujando sobre la arena un bosquejo de su efímero pasado. Pensaba yo, en aquellos años, y lo pienso igual ahora, que esa era la mejor forma de partir, en armonía con la madre naturaleza y devorado por ella misma para sentir que uno en definitiva es parte de un todo. Lo había decidido un día como hoy, cuarenta años atrás, cuando los sucesos me marcaron para toda la vida. Volví al mismo lugar a cumplir mi promesa. No diré aquí el porqué de mi dramática decisión, excede los motivos de este relato. Solamente yo conocía que esa playa era una puerta de entrada a una suerte de paraíso, donde el tiempo debe estar detenido y donde pasado y futuro se confundían en un haz de luz. Lo intuía ese lobo marino que agonizaba en paz, burlándose de la muerte, formando parte de un paisaje pleno de belleza y luz. Ahora era parte del entorno, esa arena caliente que luego se irá derritiendo y formará una nube de minerales y que luego volverán encarnados en el cuerpo de otro lobo de mar, en un ciclo de vida eterna Lo sabía esa cría que nadaba con su madre a pocos metros de la orilla. El tiempo me había demostrado que yo estaba en lo cierto, que a la muerte hay que ganarle de antemano y no dejar que se lo lleven a uno porque sí, a su antojo y capricho, y menos aún, convaleciente en una fría y dura camilla de hospital. El marco era el ideal, el día estaba espléndido como aquel de antaño. Desayuné en el hotel, antiguo y casi abandonado, sabiendo que era la última vez que lo haría. Yo era casi el único huésped, estábamos en los límites de la temporada baja; el balneario, desolado, se preparaba para recibir a los futuros turistas. El bar, de frente al mar, saludaba a la aurora en soledad. Junto a las medialunas reposaban las medidas justas de las pastillas que luego me tomaría junto a la orilla del mar para ingresar a ese otro mundo que una vez visualicé junto al océano. Las aparté cuidadosamente, como si fuesen joyas que estuviesen a punto de ser vendidas al primer postor. Antes de bajar a la costa pasé por mi habitación a recoger algunas cosas para mi breve estadía en la playa. Debía contar con una identificación para facilitarle las cosas a la prefectura, así cuando encuentren mi cadáver en la arena sepan a quién pertenece. Debía, además, disimular que estaba muerto porque lo que yo necesitaba para llegar a ese otro mundo era permanecer bastantes horas expuesto al sol; de esta manera me iría transformando en parte del paisaje y reencarnaría en otra forma de vida. Para ello llevé mis lentes de sol, mi sombrero de paja, un bolso de mano y una botella de agua. La playa estaba justa en frente del hotel, cruzando un camino de pedregullo fino y cortante donde apenas se esbozaba una rambla. Las pocas nubes que todavía navegaban en el cielo se fusionaban y desaparecían, sin rumbo, como vaticinando el futuro que me esperaba; pero yo no tenía miedo, estaba seguro de lo que hacía, había estudiado todo al detalle, hasta la justa dosis del veneno que debía ingresar a mi torrente sanguíneo y perforar mis entrañas. Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezcla la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Me senté y miré hacia el horizonte. Estaba algo movido, una leve brisa tejía precarias figuras con la espuma en el rompiente de las olas. Un grupo de gaviotas revoloteaban alrededor mío como esperando el futuro banquete. Observé los restos del lobo; estaban próximos a ingresar en el túnel hacia ese otro mundo. Estaba solo, enredando mis pensamientos en el fondo de la tibia arenisca. Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza. Tomé mi bolso y saqué el frasco con las pastillas; según mis cálculos tenía que tomar las tres juntas. Las aprisioné en mis manos, como si fuesen tickets de viajero. Antes de tragármelas recordé brevemente lo que había sido mi vida. Con cierto orgullo me las metí en la boca y me recosté en la arena a esperar mi salvación. 2 Sentí de pronto que alguien me tocaba. Estaba algo oscuro, la silueta de una mujer se recortaba en el cielo rojo del ocaso, derramando sobre su sombra, la nostalgia de su esplendor. Su cabello trenzaba en el aire al compás de la última brisa. Traté de incorporarme, pero el peso de mi cuerpo inerte me lo impedía. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Quién era yo? -Señor ¿se encuentra bien?… es casi de noche, dijo una dulce voz…. Intenté nuevamente incorporarme, esta vez con cierto éxito, pero algo mareado. No sabía dónde me encontraba, la mujer me dio agua para beber y lavarme la cara de arena. Mis recuerdos se perdían, sumergidos en un mar revuelto de incertidumbres. No reconocía ni el lugar ni a la mujer. -Discúlpeme, se iba a deshidratar, por eso lo desperté. Lo estuve observando durante horas. A la mañana Ud. era blanco, ahora está casi negro-, puntualizó casi con una sonrisa. Se quedó profundamente dormido y no sintió ni siquiera las radiaciones solares. Debería haberlo despertado antes pero no me animé…. No supe qué responderle, no estaba seguro de lo que acontecía en torno a mí. ¿Que' hacia yo en ese lugar, cómo había llegado? La confusión se apoderaba de los residuos de cordura que resistían los embates de la realidad; me senté y le pedí más agua para sofocar mi sed. Al lado mío estaba el bolso con mis pertenencias; mi memoria de a poco comenzaba a registrar los acontecimientos. Miré hacia el mar, creí reconocer esa playa, esas rocas y esas olas sobre mis pies. De pronto y como por arte de magia recordé los motivos por los cuales yo estaba en esa playa. Mi piel roja y seca me confirmó que no estaba precisamente en ningún paraíso. Deduje que mis cálculos habían sido errados. Todo me salía mal, ni siquiera podía suicidarme tranquilo, pensé. (¿Habría confundido la palabra cianuro por cloruro?). Busqué mi bolso para cerciorarme de que me había tomado las tres pastillas, pero nada encontré; concluí que me las había tomado, pero no habían sido suficientes. Luego alcé mi mirada en busca de la mujer quien misteriosamente seguía a mi lado observando mi extraña conducta. Tenía ahora el pelo recogido, llevaba una playera del color del sol, se preparaba para salir. Le agradecí que me haya despertado y le pregunté si era de por acá, - No señor, estoy de vacaciones en el chalet de mis padres, pero ellos no están. Cuando dijo esto, la miré con más atención y descubrí que podía ser mi hija, pero que ciertamente no lo era. Me ayudó a incorporarme tomándome de los brazos; mis piernas estaban algo flojas por los efectos de la fuerte medicación. El sol, debilitado por el ocaso, coloreaba las nubes, con los últimos rayos que sucumbían en el mar, desafiando a la retadora noche. Por momentos un pájaro intentaba pescar algo lanzándose en picada como un kamikaze. Cuando llegamos a la calle de pedregullo me preguntó a dónde estaba alojado, pero no supe qué contestar; no tenía una casa y en el hotel ya no me esperaban, nadie me esperaba de este lado del mundo. Al percatarse la chica de mi indecisión, mis silencios y mis gestos dubitativos, me invitó a quedarme en su chalet a lo que inmediatamente le respondí que sí. -Tengo dos cuartos, si quiere puede quedarse conmigo, ya es muy tarde y va a comenzar a hacer frío; como ya le dije, mis padres no están. No es ninguna molestia para mí, lo único que hago yo, es estudiar y bajar un rato a la paya. -Bueno, le dije, si quiere yo le puedo cocinar algo…. Se sonrió, ahora con una sonrisa de mujer, desalojando a la niña que llevaba instalada en la cara. Ya estaba oscuro, el aroma del bosque se insinuaba con la brisa que venía del mar, invitando a las luciérnagas a bailar en una orgía de luces intermitentes. Había muy pocas casas, apenas iluminadas y desperdigadas como al azar. Me percaté, antes de llegar al chalet, que yo no tenía ropa ni ninguna cosa que me permitiera continuar con mi vida, la que dejé esa mañana en la playa junto al lobo marino. La cabaña era modesta pero encantadora. Los muebles, rústicos, rodeaban como en semicírculo a una estufa a leña que estaba apagada. El orden imperaba en la habitación, como si nadie viviese allí. La cocina estaba en la planta baja incorporada al living y los dormitorios en la de arriba comunicados por una escalera de madera. Antes de que ella pronunciara palabra alguna, le hice una pregunta. -No me dijo su nombre. - Gabriela. -Encantado, yo soy Alberto-. Nos dimos la mano llena de arena y sal. - ¿Quiere darse un baño? -Bueno… si… pero yo no traje…… - No se preocupe- me dijo junto a la escalera, puede usar las ropas de mi padre; es curioso ¿sabe? Se parece mucho a Ud. Le van a ir bien sus cosas. Si me espera se las bajo. Me senté frene a la estufa y suspiré por primera vez. Estaba cansado, las pastillas no cumplieron su cometido, pero habían surtido un efecto somnoliento y relajante a la vez, como si hubiese tomado mucho alcohol. Reconocí mi bermuda y mi camisa, las que había elegido para mi entierro. Estaban sucias, lucían como sobrevivientes de una catástrofe. ¿Y ahora qué? me preguntaba yo; mi plan había fallado, la fecha indicada se estaba yendo al pasado, ya me había desprendido de todo lo material y en cierta manera ya me había despedido de este mundo; pero cuando veo a Gabriela bajar de las escaleras siento que los proyectos a veces entran por los sentidos. -Tome… con esto se va a arreglar por unos días. Yo voy a cocinar alguna cosa, ¿le gustan las pastas? - Sí, claro, le dije... Luego, me fui al baño de arriba con las ropas de su padre bajo mi brazo. Me sentía raro usurpando esa cabaña, esos atavíos y esa cama, sin siquiera saber por qué ella lo estaba haciendo, porque´ confiaba tanto en mí, y por qué me había rescatado de la playa. No pude reconocerme en el espejo, mi cara estaba chamuscada por el sol y mi cuerpo casi carbonizado. En el dormitorio descubrí el parecido de su padre con fotos mías de juventud. Las había de todas las épocas; intuí que Gabriela era hija única, una foto sobre la cómoda del padre lo delataba. Se la veía feliz, tendría cinco o seis años, y el padre unos treinta. Estaban en esta misma playa, lo reconocí por el montículo de rocas que se ven en las mareas bajas. El ropero estaba como el día en que su padre se fue, la ropa ordenada, el perfume a limpio, las ausencias inundando los resquicios. Me bañé y me puse lo mejor de las indumentarias de su padre y me apronté para salir. El espejo me miró y se sorprendió, pero no supe si yo era la imagen que se reflejaba o era la del espejo que multiplicaba la mía. Cuando bajo por las escaleras y ella me ve, se larga a llorar desde la cocina. Sin perder tiempo la abracé para consolarla. Ni bien las lagrimas dejaron de brotar, otras se evaporaban de la olla inundando el ambiente con viejos aromas de hogar. Le sequé las lágrimas con un pañuelo que estaba en la mesa. Al rato dejo de sollozar, las mejillas virando al rosado, sus brazos en mis hombros, la frágil hondura de sus ojos. -Disculpe- dijo, mientras revolvía la salsa… es que…cuando lo vi me hizo acordar a mi padre. -Ho… dije yo- no fue mi intención. ¿Dónde está su padre? -Murió hace muchos años. -Cuanto lo siento. -No quiero, ahora, hablar de eso. Preparemos la mesa ¿me ayuda? Lo hice en silencio siguiendo sus órdenes al pie de la letra. La comida olía exquisito, unas velas aromáticas acompañaban a mi torpeza al momento de poner la mesa; dos copas de cristal esperaban, inmóviles, convertirse en una buena excusa; si esto es la vida después de la muerte, ya era hora de convertirme al catolicismo, pensé. Al fin se sentó, yo serví el vino y brindamos quién sabe por qué extraña causa. Quizás por el misterioso encuentro en la playa o simplemente por ese momento único e irrepetible junto a las velas. Primero empezamos por el vino y luego por la comida. Las velas, ondulaban y se reflejaban en las copas, quienes parecían acercarse y alejarse seducidas por las sombras. Desde la ventana, un rumor de mar se colaba entre los árboles comentando sus viejas hazañas. Olía a bosque húmedo. La primera en romper el silencio fue ella. -Una pregunta, me gustaría hacerle, si no es molestia…. -Hágala. - ¿Por qué no lleva nada consigo…me refiero a un bolso, una valija, ropa… cosas por el estilo? -Es una larga historia. - Cuéntemela, tenemos tiempo- dijo sonriendo. Lo hice lo más breve que pude revelando los más mínimos detalles de mi existencia, mis años en la oficina de planeamiento, la tragedia, mi decisión de volver a la playa, la visión que tuve junto al lobo marino; respondió a esto con un gesto de asombro en su cara confundida entre las sombras de la vela. - No te preocupes que no estamos muertos, le dije, riéndome. - Ahora entiendo porqué dormía tan plácidamente. Lo desperté de un largo sueño, quizá el último para Ud. Un sueño que según u lo iba a inundar de paz. Ahora me siento culpable de devolverlo a la vida, dijo riendo… - No es tu culpa, mi plan falló…hace mucho tiempo que mi plan falló. Luego le pregunté por su madre, a quien había visto en una foto en la habitación de arriba y me había parecido muy hermosa. -No quiso venir, le trae malos recuerdos. Ellos siempre venían a esta cabaña, era su refugio y ahora que no está papá…. -Claro, lógico, le dije. - ¿Ud. no tiene familia? - No…se quedaron en esta playa hace muchos años… - ¿Cómo fue eso? -Es así como lo escuchó, dije - Comprendo. Si no quiere hablar de eso no tengo porqué obligarlo. Con el postre llegaron las primeras miradas cómplices, los primeros encuentros, esas décimas de segundos donde los ojos parecen que hicieran contacto entre sí, como órbitas de planetas alineados, en una sintonía fina de frecuencias únicas e irrepetibles, preparando nuestros cuerpos para lo inevitable. El vino iba lentamente ocupando su lugar en la sangre, desplazando a las células de la inhibición. -Los platos los dejamos para mañana, dijo Gabriela, sensual, desde su silla de mimbre. - Bueno, le dije… Subimos la escalera y nos despedimos con un beso en el último escalón. Yo me fui al cuarto de sus padres y ella al suyo. Nos separaba una toilette que daba justo a los pies de la escalera. El silencio era apenas recortado por los quejidos del bosque y algún auto que se dirigía a la costanera en busca de diversión. Traté de dormir, pero su imagen recorría mi mente desde el momento en que la vi en la playa hasta que me despedí en la escalera. Pensé en golpear a la puerta de su habitación, pero no fue necesario, lo hizo ella como leyendo mis pensamientos. Amanecimos juntos, confundiendo nuestros aromas, que ahora ya no eran ni de sal ni de arena. 3 Desayunamos en una especie de porche de estilo inglés, que daba hacia el mar. El bosque se ponía en funcionamiento con las primeras luces del alba, como si le hubiesen dado cuerda. Los pájaros, se acercaban, tímidos, a rescatar los restos de la mañana. Cada tanto pasaba alguien y saludaba desde la calle con el brazo en alto, anunciando que todavía seguía con vida. Gabriela estaba algo nerviosa, como si hubiese cometido un delito y estuviera en pleno arrepentimiento. Se sentía avergonzada por los sucesos de la noche anterior. Estaba hermosa, se había recogido el pelo, tenía un sombrero de paja y llevaba puesto un vestido del color de las uvas. -No hay de qué preocuparse, le dije. Yo no soy tu padre y tú no eres una menor de edad. -Claro, dijo ella, sonriendo, mientras serbia el café. Es que fue todo tan rápido y lo hicimos en la cama de papá… -Decírmelo a mí, que creí que estaba muerto…. Confundidos en un abrazo interminable, luego de desayunar, bajamos a la playa. Había poca gente, las gaviotas disertaban sobre las bondades del mar, los lobos competían por sus hembras marcando el territorio de un posible encuentro. Caminamos junto a la orilla, hundiendo nuestros recuerdos en la bravura del mar. A Gabriela le gustaba atrapar a las olas con los pies como si fuerce una niña; yo seguía ensimismado en los acontecimientos del día anterior construyendo un presente que sostenga mi existencia. Cuando llegamos a un montículo de rocas decidimos tomar un descanso. El sol se empezaba a sentir. Nos dimos un baño, el primero de mi nueva vida. Desde los médanos, descendía una leve tormenta de arena que se adhería a mis ojos como si tuvieran un pegamento. Luego nos sentamos debajo de un árbol solitario a observar a los barcos pesqueros que volvían de su faena quebrantando la línea del horizonte. Estuvimos un rato hasta que el calor lo permitió. Al volver pasamos por mi playa, todavía estaban los restos del lobo, su olor se sentía desde todos los ángulos. La marea estaba alta, las rocas, sumergidas, desenvolvían su timidez debajo del mar. Almorzamos en un bar frente al mar, en busca de sombra y algo de frescor. Todavía era temprano, las mesas estaban casi vacías, el único mozo se repartía como podía entra todas ellas. Supe en ese momento de que yo no estaba preparado para llevar esta vida; ni siquiera podía pagar la cuenta del bar. A ella no le importó, parecía decidida a continuar con esto. Hacía planes sobre el futuro, construyendo, quizás, castillos en el aire o, mejor dicho, en el agua. ¿Qué le podía ofrecer yo, si era un fantasma, mejor dicho…? ¿un muerto en vida? Cuando le decía esto, se sonreía sugiriendo que un muerto no hubiese podido dormir con ella esa primera noche. Antes del postre me surgió una idea interesante que quizás podría ayudarme a sobrepasar el momento ¿Por qué no pasamos por el hotel y recogemos mis cosas, mi ropa, mis documentos, pensé? Deben de seguir allí, esperando que pase por ellos. Gabriela estuvo de acuerdo. Luego de pagar caminamos por la rambla hasta llegar al hotel donde yo había sido alojado. Entré sólo, Gabriela se quedó en la puerta murmurando recuerdos en el viento. Esperé un segundo hasta que apareció un joven al que reconocí de inmediato, era el mismo que me había dado la habitación durante mi corta estadía. Le inventé los motivos de mi visita, no comprendí por qué no me reconoció. Tenía puesto su uniforme de rutina, algo gastado y roto. Hizo un breve llamado a un teléfono interno del hotel. Me miró como extrañado, desconfiando de mi versión. Cuando colgó me dijo que no había registros de mi estadía en el hotel y que lo disculpara con cara de suspicacia hacia mi persona. Le pregunté si había otro hotel como este en el pueblo. Me respondió en negativo Salí desconcertado, pero decidido a no contarle el episodio a Gabriela, no quería confundirla más de lo que ella estaba; seguro que iba a pensar que yo estaba loco y yo no pretendía matar a la ilusión que se había construido junto a mí. Para salir del paso le comenté que mis cosas estaban guardadas bajo llave y que las llaves las tenía el dueño y que se había ido a la capital, etc. etc. Gabriela aceptó la explicación, me tomó de la mano y bordeando el mar, como una sirena campante, me llevó a su casa. Durmió un rato la siesta; yo no pude, las últimas palabras del conserje del hotel se arremolinaban sobre mi cabeza desplazando los últimos vestigios de cordura. 4 La noche bajó algo tímida sobre el bosque, sesgando a la luz sobre el horizonte lejano. El mar, calmo y como dormido, era apenas una remembranza. Gabriela, sentada frente a la estufa, parecía atraer con su seducción a todo lo que la rodeaba y yo no era la excepción. Me acerqué junto a ella, preparamos la estufa, juntamos troncos en el bosque, decidimos cocinar con el producto de nuestra combustión. Estaba alegre, se había puesto sus mejores ropas; sus ojos grises, a tono con la luz de la luna, ahuyentaban ansiosos, las melancólicas tinieblas de mis invocaciones. Subió a su cuarto y me mostró las fotos donde estaba con su padre y su madre, en diferentes etapas de su vida. A mí me gustaban las que transcurrían en verano, las que tenían que ver con este pueblo y este mar. - Quiero saber algo más de tu pasado-, me dijo, antes de servir la cena. ¿Dónde la conociste? -Aquí mismo, en este balneario. Pero de eso hace casi cuarenta años…. - ¿Y por qué volviste aquí? -Ya no lo sé exactamente, quizás era una promesa que tenía que cumplir. Ya sabes, ella se murió justo aquí. En esta playa…. -. Entiendo…. Cenamos en silencio, con nuestros pensamientos entrelazados, atrapados en el misterio de la noche. Afuera, el bosque sudaba una leve pero fría escarcha. Adentro, el calor recorría nuestros cuerpos como si se propagara una rápida enfermedad. Salimos al porche seducidos por la luna, sus cráteres desparramaban su sonrisa plateada por entre las copas de los árboles. A la mañana siguiente no encontré a Gabriela en la cabaña, pero me había dejado una nota en la mesada de la cocina y algún dinero por si acaso. Se había ido muy temprano a la playa con sus libros. Aproveché e la ocasión para ir al centro del pueblo, necesitaba clarificar mi mente, espantar los fantasmas enclavados en mi sombra; los acontecimientos del hotel me habían dejado perplejo e inmovilizado. Tenía que saber la verdad de todo lo que estaba pasando. Todavía no hacía calor, vi a Gabriela en la playa, pero seguí mi camino hacia el centro del pueblo. Busqué un teléfono, la tarea no parecía fácil, apenas habría quince o veinte cuadras en esta villa; me dirigí hacia una especie de almacén improvisado que daba sobre una amplia avenida de tierra, la única del poblado. Era como un rancho, el techo era de chapa, el mostrador de troncos al igual que las paredes, la puerta estaba tan floja que pensé que la arrancaba con la mano. Me presenté y pedí por un teléfono sin darme cuenta de que lo tenía enfrente de mis ojos, sobre el mostrador. Sin perder tiempo tomé las monedas que me había dado Gabriela y llamé a mi oficina, la que había dejado atrás, en mi otra vida. Pregunté por mí. Por algún lado tenía que empezar a reconstruir mi presente. -Hola señorita, ¿podría darme con Alberto Rosales? -Mire señor, él ya no trabaja más... falleció, según tengo entendido, hace muchos años…. -Pero señorita…. ¡eso es imposible!, dije, alzando un poco la voz -Disculpe señor… ¿qué me dijo? -Nada, nada, muchas gracias… y dígame… ¿se sabe de qué murió? -Ah…eso no sabría decirle, señor…. -Gracias señorita, muchas gracias. Colgué el tubo y miré como por reflejo a la señora que atendía el almacén. Estaba ajena a los acontecimientos, llevaba colgada una sonrisa que alguna vez alguien le dibujó y se olvidó borrarle de sus labios. Yo la observaba, pero no la miraba, mi frente parecía tener escrita la frase “falleció hace muchos años”, titulando la película que se rodaba en mi mente. Podrán decir lo que les plazca, pero yo estaba aquí y ahora, y siendo víctima de una broma de muy mal gusto. Pero ¿Quien había armado esta confabulación? Por si faltaba más, de atrás del mostrador salió una gallina perseguida por un gato negro que se me cruzó, maldiciéndome; un niño, sucio y en pañales, parecía divertirse con la escena desde el mosquitero de la puerta. La mujer lo llamó y el nene entró y se puso a jugar con el gato. Luego de que ella se disculpara por la escena, salí para comprar algunas cosas que me pidió Gabriela y me fui por la avenida principal, ultrajando con mis pasos, los pensamientos cristalizados en el aire. Caminé por la rambla unas cuadras y cuando ya estaba cerca de la playa, vi que Gabriela salía del agua. Le hice un gesto de que viniera conmigo y así lo hizo. Cuando se acercó a mí, la abracé, como si abrazara a una idea, a una fantasía, a una invención de mi mente. Hablaba del libro que estaba leyendo, pero yo no la escuchaba, seguía pensando en la señora de la oficina, el gallo, el gato negro y el nene en pañales atravesando el mosquitero. Ese día lo pase entero encerrado en la habitación repasando uno a uno los raros acontecimientos de los últimos días. Gabriela estudiaba en el living hasta que golpeó la puerta donde yo estaba descansando. Se la notaba angustiada y era por mí. Evité en todo momento comentar lo que sucedió en el almacén. Quizás lo mejor era preguntarse lo menos posible y vivir el momento que estábamos pasando juntos y no cuestionarnos por el significado de las cosas. ¿Alguien sabe más que nosotros de los porqués de las cosas? ¿Qué sentido tenía saber la verdad, si lo más importante era nuestra felicidad? El misterio que rodeaba nuestro amor era tan irreal como cualquier otro. La consolé diciendo que estaba cansado y le prometí que al otro día iríamos juntos a la playa. Estas últimas palabras activaron su mecanismo de seducción, pero antes, preparó, como lo hacía todas las noches, una exquisita cena a la luz de las velas. Cerramos esta vez las ventanas, una tormenta de verano nos saludaba por primera vez; el viento, arrollador, desmenuzaba las palabras, despojándolas de sentido. A la mañana siguiente los restos de la tormenta habían hecho estragos en la playa. El agua, hambrienta de arena, había avanzado casi hasta la rambla, devorando las últimas huellas del amanecer. La escenografía era la misma de aquel día fatídico; algunos recuerdos afloraban, aunque no lo quisiera y eso Gabriela lo sabía, era inevitable que surgieran las preguntas, de que el misterio se develara frente a ella. - ¿Me vas a contar algún día qué pasó en esta playa? -Fue hace mucho…cometí un error… siempre me sentí culpable de lo que le aconteció... - ¿A quién? -A ella…tampoco debí dejarla sola…. esos minutos fatídicos…recuerdo que el día estaba hermoso, pero al rato se fue poniendo feo…y yo no hice a tiempo… Las imágenes se sucedían una a otras, el barco yéndose, las enormes olas, el viento huracanado, y yo nadando, impotente frente a la tormenta, la desazón por la desaparición, el lobo marino presagiando lo peor y yo tendido en la playa sin encontrar una explicación. Gabriela se puso a llorar, sus lágrimas se anunciaban solas, su cara sólo se limitaba a observar que ellas brotaban como si quisieran lavar las culpas encerradas dentro de su mirada. Unas morían en sus ojos, pero otras lograban llegar al final de su recorrido, desapareciendo entre sus labios, orgullosas de haber cumplido su misión, de haber sido, al menos, una lágrima. El mar se debatía entre su serena sabiduría y los caprichos de un viento amenazador. Las olas de a poco se nos iban acercando, llorando su espuma sobre el límite de nuestras angustias. Preferí darme un baño, Gabriela se quedó dibujando pensamientos sobre la arena mojada. Cuando el clima ya no lo soportó más, nos retiramos a la cabaña, montando guardia sobre los guijarros esparcidos en el suelo. 5 A la mañana siguiente, Gabriela estaba un tanto rara, ensimismada, tratando en vano de leer sus libros esparcidos por la mesa del porche inglés; yo amanecí con la idea de salir del pueblo, de visitar la capital del departamento, sentía cierto ahogo, necesitaba clarificar algunas cosas y recabar información sobre el lugar. Después de desayunar, me dirigí al centro. Un perro me acompaño como si me conociera de toda la vida hasta la avenida principal donde estaban los negocios, casi siempre cerrados. Había una suerte de farmacia abandonada con carteles del siglo pasado, y con una mujer sentada en la puerta esperando que alguna vez alguien entre a comprarle algo y una panadería que hacía muchos años ya no vendía más pan. El almacén estaba abierto, y como de costumbre, el nene en la puerta jugando con el gato negro. La mujer me reconoció al instante. Estaba la familia completa, como un calco del día anterior. Averigüé, que la Capital quedaba a sólo 10 km, pero que ya no había como llegar; los ómnibus “dejaron de salir hacía un largo tiempo”, me dijo el marido de la mujer. -Tiene que agarrar por la rambla hasta la rotonda, - dijo el hombre-, pero yo no le aconsejo que vaya, hace mucho que nadie va para esos lados- dijo, detrás del mostrador, misterioso y desconfiando de mi. - ¿Ud. es nuevo acá verdad? -. -Si- le contesté. -Sin embargo, yo le veo cara conocida. -Estuve aquí hace cuarenta años… ¿Tanto? Yo lo tengo como de antes… -No lo sé, quizás me parezco a alguien que Ud. conoce…. -No lo sé, pero lo veo confundido, ya se va a ir acostumbrando, todavía tiene mucho que aprender, haga su propia experiencia, dijo, sonriéndole a su mujer. - ¿A qué se refiere?, le pregunté El hombre no me contestó y se retiró detrás del mostrador a ayudar a sus hijos con los cajones de bebidas. Su mujer trataba de decirme con su mirada todo lo que su esposo callaba. Me estaban ocultando algo, se sentía en el aire sofocado del almacén, en la complicidad de las miradas, en la quietud de la tarde. Compré algunos víveres para el viaje y le agradecí sus consejos a la mujer; el gato negro dormitaba sobre una silla de mimbre; el gallo no estaba, quizás ya lo habrían almorzado. Entré a la farmacia, necesitaba algunos medicamentos por si acaso pasaba algo en el viaje a la capital. La mujer se sorprendió al verme entrar y se acomodó un poco las ropas; parecía más una curandera que una farmacéutica, llevaba unas trenzas largas, prolijamente entrelazadas y un vestido parecido a una toga. Tejía una prenda no muy grande, quién sabe para quién. El olor de la farmacia era insoportable, las vitrinas estaban casi vacías, salvo algún frasco con etiquetas indescifrables. Le pedí por aspirina, pero ni siquiera sabía lo que era. Me llevé unas gasas y un poco de alcohol, por las dudas. Cuando me retiré, me dijo Ud. está con la chica de la cabaña, ¿no es así? -Si. ¿Ud. cómo lo sabe? -Acá se sabe todo, cuídese... se lo digo yo por experiencia. Además…. si Uds. quieren sobrevivir, ya saben lo que tienen que hacer…. -No entiendo a qué se refiere. Ni bien terminé de decir estas palabras, la vieja se puso a tejer como si yo ya no estuviese en esa escena. Intenté hablarle, pero no me escuchó. Salí de la farmacia hacia la avenida principal, pensando que quizás la vieja tejía para nadie, que lo hacía sin pensar, que lo hacía por un mandato ancestral. Cuando llegó a la cabaña, Gabriela todavía seguía en el cobertizo; al verme, salió a mi encuentro. Le conté la aventura con la farmacéutica y el resto de las gentes del pueblo y no pude evitar hacerle cierto interrogatorio ya que en definitiva ella también era parte de este mundo. - ¿Cuánto hace que tu vienes a esta cabaña? - le pregunté. ´-No lo sé, yo siento que siempre estuve acá…. -Pero tú me has contado de tu padre, de tu madre, de tus estudios… -Te conté lo que ya sabes… que mi padre murió, que mi madre vive lejos y que yo estoy aquí estudiando… eso es lo único que sé…repetía una y mil veces, como un autómata. Cuando yo le hacía una pregunta que salía de su libreto, Gabriela quedaba inmovilizada, sin entender lo que le decía. Cambiaba de tema y volvía a su mundo, a su cabaña, a sus libros, y a esa realidad, construida, quizás, con la fragilidad de una ilusión. - ¿Cómo murió tu padre? - De eso no quiero hablar-. -Tengo que saberlo…es importante…. -En otro momento te contaré algo más…pero no es mucho más lo que yo sé. Al ver que Gabriela se ponía sería, decidí terminar con el interrogatorio, ya eran demasiadas cosas por las que estaba pasando, desde que me rescató de la playa. Ultimé los aprontes para el viaje, llené un bolso con algunos alimentos y me armé un botiquín con las pocas cosas que compré en la farmacia. El agua no podía faltar ya que ese día iba a hacer calor. Almorzamos algo y salimos para la Capital en dirección al viento, como dos adolescentes. Seguí el planito que me habían dado en el almacén, primero por la rambla hasta la rotonda y de ahí a la derecha hasta encontrar la ruta; según la mujer del almacén la ruta es” fácil de ver porque está asfaltada”. Esto era cierto, pero en que ‘año habría sido asfaltada, me preguntaba yo. La rambla se iba desdibujando a medida que avanzábamos sobre el sol, y se iba alejando de la playa, sesgando su horizonte. En un momento dado nos encontramos andando sobre un pasto impreciso, en donde antes hubo un camino. Lo que la mujer nos dijo que era una rotonda, era ahora apenas un cuño sobre el terreno. Rodeamos el boceto de línea curva y seguimos por la derecha hasta encontrar algo que parecía haber sido una ruta: del asfalto sólo quedaban algunos restos ya casi imperceptibles que reflejaban la luz del mediodía, licuados por el calor y quebrados por el peso de los años. Nuestros pies batallaban contra las piedras y los juncos que emergían de entre el asfalto, victoriosos. Así anduvimos un buen rato en silencio y sabiendo que era una empresa imposible Al poco tiempo dimos sobre un puente que confirmó la peor de mis sospechas. El arroyo no era muy ancho pero el puente estaba cortado en su mitad como con un serrucho, y daba hacia la nada, hacia el vacío total. Gabriela siguió caminando hasta el vértice del puente, el cual aparentaba ser un gigantesco trampolín. Me miró sonriente, parecía divertirse con la escena. Estaba hermosa, su pelo lacio ondulaba con el viento del sur, su esbelta silueta era como un sueño dentro de una pavorosa pesadilla. Sin embargo, lo más aterrador fue comprobar que del otro lado del arroyo no había nada, ni siquiera algo de vegetación, era como si hubiese una gran pared del color del cielo. Supe que habíamos caído en una trampa y que estábamos atrapados en un laberinto y que la salida quizás estaba dentro de nosotros y no fuera de nosotros. A Gabriela parecía no importarle nada, porque era parte de su libreto, ese que le habían impuesto en su cabeza, el mismo que según mis elucubraciones, lo tenían todos en este extraño paraje. Bromeamos sobre el asunto, y acampamos a un costado del puente a saciar nuestra sed. El calor, surgido como de entre las piedras fue de la partida. El arroyo estaba tentador, pero desistí de la idea del baño: no quería caer en una nueva trampa; era casi seguro que eso no era agua, o lo que sería peor aún, un espejismo. Cuando el calor y el cansancio lo permitieron, almorzamos como dos chiquillos en un día de primavera. Luego nos volvimos, inventando una ruta sobre los juncos. Al llegar a la rotonda, el sonido del mar nos guio una vez más. La playa y el viento era lo único cierto de esta historia. 6 Los días que sucedieron a nuestro viaje eran como un calco uno de otro. Gabriela se iba a la mañana a la playa con sus libros y yo la pasaba a buscar al mediodía. Almorzábamos en el restorán del hotel, nos atendía el mismo mozo, disertábamos sobre los mismos temas y luego paseábamos a la tarde sobre el montículo de rocas esperando el atardecer. Gabriela en esos instantes quedaba muda, observando el horizonte, como esperando que ocurriese alguna cosa que yo desconocía, o, mejor dicho, alguna cosa que hasta ella misma desconocía. ¿Estaría esperando inconscientemente su propio rescate? A la noche generalmente cenábamos en la cabaña a la luz de las velas recordando quizás, y con cierta nostalgia, aquel primer y mágico encuentro, aquel que empezó en la playa, aquel que se fue desdibujando con el tiempo, al igual que las calles y las casas de este pueblo. Yo descubrí que el mundo que nos rodeaba cambiaba según nuestro estado de ánimo. Cuando Gabriela se sentía bien, los caminos se nos abrían a nuestro paso, y este pequeño pueblo se convertía de pronto en una ciudad alegre y llena de vida. A veces nos deteníamos a conversar con alguna persona que deambulaba por el lugar, pero luego descubríamos que siempre eran las mismas y que la gente repetía un único libreto: que no sabían cómo habían llegado, pero tampoco se lo cuestionaban, sólo se limitaban a vivir, o, mejor dicho, a sobrevivir en este mundo singular. Comprobamos en otros fallidos intentos por huir del lugar, que no había salida alguna, y que todos los caminos terminaban en la nada. Lo más curioso que nos aconteció fue una mañana cuando nos dirigíamos en sentido del hotel, contrario al del arroyo: al rato termínanos en la cabaña como si hubiésemos dibujado un círculo sobre el pueblo confirmando aquella teoría de que el Universo era curvo; aquello de que, si uno sigue un camino en línea recta, al final termina pasando por el mismo lugar de donde partió. Sin embargo, esta teoría no parecía que se cumpliese siempre. Había caminos que sencillamente no terminaban en ningún lado, como si este pueblo estuviese a mitad de construido. Nuestras vidas también se iban transformando en una rutina, a Gabriela eso parecía no importarle, pero yo conservaba la curiosidad y quería saber más y me la pasaba recorriendo los límites del pueblo, como si tratara de escapar de una cárcel. Fue a la vuelta de uno de esos confines cuando descubrí que ella había desaparecido. La escudriñé por todos lados a los que ella iba. Pregunté en vano en el pueblo si la habían visto, pero nadie supo decirme nada. En la cabaña no había rastros de ninguna carta de despedida ni cosa por el estilo, simplemente había desaparecido. Los días sin ella me resultaban insoportables y su búsqueda me dejaba exhausto, a tal punto que una mañana decidí no buscarla más. Me tiré a dormir en la playa y me dejé consumir por el sol y el mar. Busqué el mismo lugar de cuarenta años atrás; lo situé en el medio, donde se mezclan la arena dura y la fina y a pocos metros del cadáver del lobo marino. Sabía que ese era el camino que me llevaría a ella. Comencé a sentir lo mismo que la otra vez: un estado de cuasi meditación. El sol me daba de lleno en todo mi cuerpo, produciéndome una cierta relajación; el ruido soñoliento del mar invitaba a descansar; observé una vez más la singular belleza de la marina. De esta forma quería partir, fundido en un todo y entregado a la naturaleza. ELLA La conoci a través del personaje de uno de mis cuentos, pero a medida que nos íbamos conociendo, yo me fui lentamente transformando en ese personaje, y ella, al verme atrapado en esas líneas que se derramaban junto con su belleza, como si fuera un pincel de palabras, se metió sin querer dentro del relato, y sin saber, quizás, que era ella la que estaba escribiendo el cuento. La esperanza. La esperanza es lo último que se pierde en la vida, dijo Esperanza, mientra caía al vacío. Ayer te soñé Caminabas ligero , persiguiendo A tu propia sombra. Tu silueta, como una idea inalcanzable,danzaba entre los bosques oscuros de mi mente. Cuando te alcancé Desperté y ya no estabas,Habías desaparecido dentro de mi.Sólo me quedaron el recuerdo de tus ojos. Pero no supe si eran los tuyos o los míos. EL TAPABOCA Se paró junto a mi y me clavó los ojos.Noté, detrás de la tela, que su cara estaba triste e incómoda. Lo acaricie' levemente y me hice eco de su falta de libertad. Cuando quise acordar, ya se había ido disparando, pero no lo seguí ni le ladre' No creo que el suceso llegue hasta nosotros, se produjo a 13 mil kilómetros de acá, dijo el hombre, cuando empezaba lentamente a prenderse fuego. LAS VOCES No podría precisar exactamente cuándo me percaté del asunto que atañe a esta historia, pero creo recordar que fue una tarde cualquiera, una tarde donde las voces se me aparecieron más diáfanas que en otros días, y eso fue quizás, por el repentino silencio que a veces ocurría en el edifico los fines de semana cuando la gente se marchaba a otros lugares. Siempre sucedía a la misma hora, la hora en la que yo me daba mi baño de sales. No era una novedad para nadie que el agua transmitía mejor el sonido que el aire, pero en este caso era muy significativo; solo faltaba que yo sacase mis oídos de adentro del agua, para que esas voces desaparecieran de mi mente al instante. Como dije antes, no podría afirmar cuándo se me aparecieron las voces, pero yo suponía que el hecho se correspondía con una familia nueva que se había instalado en el primer piso, el de abajo del mío, dos meses atrás, lo recuerdo muy bien por el chirrido de los muebles y los susurros de las escaleras. Por más que pareciera increíble, nunca me los encontré y eso era debido y casi con seguridad, a que yo no salía casi nunca de mi casa y si lo hacía, era en horarios muy distintos a los de una familia común y corriente. Digo familia común y corriente, porque eso me sugerían las voces que venían del piso de abajo. El fenómeno no pasaba de algunos minutos y coincidía con mi baño, yo pensé que tal vez eso se debiese a que ocurría en el mismo horario en que la mujer bañaba a los chicos, a eso de las veinte horas. Las voces eran más que nada las arengas de una madre con sus hijos en un baño, salvo algunas veces donde pude apreciar algo así como una fuerte discusión y acaso alguna forma de leve violencia doméstica, pero no podía afirmarlo fehacientemente. A decir verdad, esto nunca llamó mi atención, no era de mi incumbencia qué hacían o qué no hacían los vecinos de abajo, ya bastante tenía con mi propia vida como para estar pensando en otras cuestiones, ya tenía yo bastante con mis propias voces, las de mis seres queridos que ya no estaban. Pero sucedió que un día, por casualidad, me crucé con uno de los viejos vecinos de toda la vida y le pregunté al pasar y como quien no quiere la cosa, si sabía algo de los inquilinos de abajo. - ¿Qué inquilinos?, me dijo-. -Los de abajo- contesté yo. Los del primer piso. - Ese departamento está vacío desde hace dos años, ¿no lo recuerda? Ud. mismo demostró cierto interés cuando estuvo a la venta. Mucho antes de la tragedia. Le contesté que sí, aunque no lo recordaba y tampoco recordaba lo de una tragedia, pero no podía confiar en sus ´palabras, ya que con anterioridad me había cruzado con él por otras circunstancias que ahora no vienen al caso. Sin embargo, como un relojito, las voces seguían transmitiéndose por el agua como una vieja radio a transistor. Sospeché serian de otro de los departamentos, que por alguna extraña razón el sonido rebotaba y se filtraba hacia mi bañera y se amplificaban con el agua. Resolví que lo mejor, posiblemente, fuera cambiar mis horarios y así evitar las voces. Lo hice, al comienzo funciono de maravillas, pero luego misteriosamente ellas se adaptaron al nuevo horario y volvieron con más fuerza y ya no eran voces de niños jugando en una bañera, sino que eran gritos como de desesperación. Mi paciencia también tenía un límite y eso lo sabían muy bien en el edificio. En un pasado remoto, me quejé de otros vecinos más jóvenes que hacían fiestas hasta altas horas de la noche; pero tuve la suerte que lo pude resolver yo mismo sin molestar a nadie más. Decidí entonces, un buen día, bajar un piso, y tocar a su puerta; lo hice antes de las veinte horas, así me aseguraría que ellos estuvieran en la casa. Recuerdo que hacía calor, las paredes destilaban los despojos de un día de verano, el pasillo era como un calco del mío, pero más oscuro y desamparado. Toqué el timbre y para mi sorpresa, se me apareció una joven mujer como de unos cuarenta años, que por su aspecto diría que debería ser hippie o algo por el estilo, de pelo castaño ondulado, flaca y un poco desaliñada. Me atendió amablemente y a mi pregunta por ruidos extraños que se filtraban por la cañería, me afirmó que ella no escuchaba nada y que no sabía de dónde podrían provenir, porque ella vivía sola. -Discúlpeme, no la molesto más. -No es nada, cualquier cosa que necesite… -Muchas gracias, le dije y me fui, sin dejar de pensar que quizás me estaría mintiendo o escondiendo alguna cosa. Las dudas siguieron rondando mi cabeza como una calesita, daban vueltas una y otra vez, imaginándome los rostros de los niños, como si fueran los de un carrusel roto y abandonado. Los gritos de los niños siguieron cada vez con más intensidad amplificando su dolor a través del agua. Esta mujer no tenía piedad y se las había ingeniado para evitar que la descubriesen. Sabía que con un solo llamado a la policía estaría terminada, pero quería evitar llegar a una instancia como esa. No era la primera vez que algo similar acontecía en el edificio, como dije antes. Fueron otras voces, que venían de más arriba, la de unos misteriosos jóvenes que no respetaban reglamentos ni horarios. Tuve la suerte de que se solucionó sin necesidad de intervención de las autoridades ni a otros vecinos. Logré que se fueran de un día para otro y yo volví a la normalidad, a la paz que me daban el silencio y la tranquilidad. Claro que esto nunca me lo reconoció mi vecino, el del tercer piso. En un momento dado llegue a pensar que el ocupante del tercero era sordo o algo similar, porque cada vez que me lo encontraba, se le notaba cierta dificulta para escuchar y esa creo era la explicación de por qué nunca me reconoció los sucesos que se daban en el edificio. Lo envidie ciertamente, hubiera hecho cualquier cosa por ser como el, tener esa enorme condición de ser un poco sordo. Recuerdo que los jóvenes eran curiosamente muy cordiales, y creo yo que eran estudiantes, pero llegado el fin de semana no me dejaban dormir. Una noche no tuve más remedio que subir al último piso, al cuarto. Les toqué timbre y hasta les golpee la puerta, pero no me sintieron, el volumen era tan alto que no me atendieron. Ahí fue que tome la decisión de hablar con el vecino. Me le aparecí al día siguiente en su casa. Me negó todo, hasta inclusive la existencia misma de los jóvenes estudiantes, lo que no me sorprendió en absoluto, porque él era el que les alquilaba y por esa razón, pensé yo, no quería tener problemas, ni perder tan jugoso negocio. Pero esa historia ya pertenecía al pasado, ahora yo tenía que resolver la de las voces de los niños que cada jornada acrecentaban su volumen, a tal punto que ya me era casi imposible realizar mi baño de sales, tan recomendado por mi médico personal. Debía pensar alguna estrategia para terminar con este suplicio, ya lo había hecho en el pasado y con resultados positivos para mis frágiles oídos. Lo primero, cavilé, es en volver a hablar con la mujer y si pudiese, sería bueno poder entrar al departamento y verificar si ahí vivían niños o no. Esperé un par de días, me relajé un poco para estar más tranquilo y poder organizar la pequeña aventura. Lo hice a eso de las veinte horas, pero esta vez no tuve respuestas. No se encontraba en su domicilio o no quería atender, pero recordé que yo tenía las llaves del departamento de abajo, porque una vez, cuando las relaciones eran buenas con el viejo de arriba y el departamento estaba vacío, hubo que hacer un arreglo y el hombre del tercero me dio las llaves para hacer ingresar a los obreros. Subí a mi casa y busqué las llaves lo más rápido que pudiera, por si la mujer volvía. Irrumpí en la casa, examine todas las habitaciones y descubrí que la mujer mentía, había ropa de niños desordenada por todos lados, como si alguien hubiera entrado a robar, y por lo que pude observar, había una hornalla prendida, lo que inmediatamente concluí estarían por volver en cualquier momento. Sali sin dejar rastro, pero sabiendo que la mujer mentía, al igual que el vecino del tercero. No sabía bien por qué, pero todos parecían estar en contra mío. Pasaba el tiempo, y todos los días aparentaban ser un calco uno del otro. Las voces se manifestaban a la misma hora, y como estas iban en aumento, yo me ponía tapones para los oídos. A los niños no les gustaba que los bañaran, esta mujer los torturaba y les gritaba durante media hora, y algunas veces hasta les pegaba; ahí se producía un largo silencio, seguido de un llanto desconsolado. Algo tenía que inventar para salvar a esos chicos, pero no sabía qué cosa hacer. No quería cometer de nuevo los mismos errores del pasado, cuando en una madrugada me despertó una alarma de la cochera y yo llamé a la policía, pero esta enigmáticamente se apagó justo antes de que llegaran los uniformados y yo hice el ridículo frente a los policías. No quería involucrar nuevamente a los guardias, ya no me creerían si los volviese a convocar por un hecho que no podría probar. ¿Como haría para demostrar las torturas de una madre mientras bañaba a sus hijos? Esto lo tendría que resolver yo de una vez por todas. Lo hice de la misma forma que con los chicos del último piso. Subí a las veinte horas, toqué timbre, me abrió ella, me dijo que me dejaba y que no me iba a entregar a los niños, forcejeamos en la entrada, y en un descuido, algo se prendió en la hornalla que estaba encendida y fue inevitable el desenlace fatal. Todavía hoy recuerdo lo inútil que fue la ayuda de los demás vecinos, quienes también sucumbieron en el intento de apagar las llamas. Lo recuerdo siempre, sobre todo a las veinte, a la hora que se me aparecen las voces debajo del agua. LA MIRADA La conclusión de los investigadores llegó muy tarde, cuando la pandemia ya se había cobrado millones de víctimas inocentes. Al comienzo, los más afectados fueron los enamorados y las personas sinceras y honestas, quienes sin saberlo, fueron las primeros en sucumbir. Decían los médicos que era un virus respiratorio y que se transmitía por el aire, pero al cabo de un tiempo la verdad salió a la luz : el virus se transmitía con la mirada. Misteriosamente el virus era casi inofensivo para aquellos que nunca se miraban a los ojos, pero la infección fue evolucionando y se fue transmitiendo también para los que esquivaban la mirada, a tal punto que el mundo terminó siendo dominado por una raza de hombres ciegos. EL TIEMPO El despertador estaba marcado para las 7 horas. Sin embargo, cuando extendí la mano para apagarlo, decía que eran las 9.30. Me levanté lo más rápido que pude, me vestí como de memoria y verifiqué de reojo para ver ciertamente en qué hora vivía. Comprobé que el reloj marcaba ya las 11, pero lo que era peor aún, ¡las 11 de la noche! No entendí que pasaba, pensé que sería un problema del reloj despertador, pero cuando alcancé la calle descubrí que era indubitablemente de noche. Volví a mi casa desesperado buscando ayuda, pero los teléfonos no funcionaban y el tiempo seguía corriendo de prisa, lo podía reconocer en el espejo, las arrugas se hacían cada vez mas evidentes, mi pelo se estaba quedando más gris y mis dientes comenzaban lentamente a desaparecer. A medida que corrían los minutos mi pelo también se iba retirando de mi cabeza como si talaran un bosque. Cuando empecé a sentir dificultades para caminar me senté a descansar. ¿Qué lapso transcurrió desde que apague’ el despertador?, pensaba resignado. El tiempo había pasado tan de prisa que no pude atinar a nada, me había engullido como si hubiese caído en un estanque lleno de pirañas. Ahora me encontraba acostado casi sin poder moverme, echando de menos el tiempo pasado, aquel donde yo podía caminar y ser libre. Mientras elucubraba estas cuestiones y pensaba en todas las cosas que había postergado quien sabe por qué, concluí que ya era tarde para lamentaciones. Ahora debía recuperar el tiempo perdido, así que lo único que me quedaba por hacer antes que me devoren mis últimos segundos, era apurarme con la escritura y terminar este cuento. LOS HÉROES - ¡Raúl Scaltritti!, -, sentí de pronto que anunciaban desde los altoparlantes de la sala de espera. Era a mí a quien iba dirigida esa voz que me era conocida. En el pasado yo había estado en este mismo salón, lo recordaba por la forma de las sillas y por la pantalla donde figuraba ahora mi nombre completo. - ¡Raúl Scaltritti!, -, dijo de nuevo la voz, la cual yo no sabía si era realmente la de un hombre o la de un robot. Supuse sería una máquina por su timbre metálico y la frialdad de su modulación. Me levanté enseguida y me mandé al consultorio tratando de no mezclarme con la gente que sentada con su barbijo esperaba su turno. Golpeé, el doctor me abrió, me cedió la mano para saludarme, yo me sorprendí y no le respondí tratando de seguir los estrictos protocolos de la pandemia. Era extraño que justamente un médico no tomara las precauciones del caso. Ni siquiera tenía un barbijo como el mío, ni guantes de látex. -Acuéstese como siempre lo hace señor Scaltritti, póngase cómodo- dijo, mientras se sentó plácidamente en su sillón y estiró sus piernas como si quisiera alcanzar algo del piso. Yo me recliné sobre el diván y permanecí inmóvil y mudo mirando hacia el techo y esperando su primera pregunta de rutina. - ¿Cómo ha estado, siguió tomando la medicación que le indiqué? -. -Si doctor, yo estoy bien, pero como ya se lo manifesté el mes pasado, me sigue alarmando sobremanera lo de la pandemia y tengo problemas en conciliar el sueño. Se está propagando muy rápido y tengo, como todo el mundo, miedo de contagiarme. - ¡Veo que no ha cambiado nada desde la última vez que nos encontramos!, que según puedo distinguir en su historia clínica, fue el mes pasado. Advierto que sigue insistiendo y creyendo eso de la pandemia. Pero dígame, ¿tomó la medicación? Esas pastillas que le receté son muy seguras y son para que usted se saque esas ideas de la cabeza, esas que tanto lo perturban. Ya le expliqué que son para atenuar su ansiedad y sus ataques de pánico, e incluso para que usted duerma mejor. -Lo que sucede doctor, es que la pandemia siguió avanzando por el mundo matando miles de personas y ya está aquí entre nosotros. ¿No se dio cuenta? ¿No advirtió lo que está pasando en todas las grandes ciudades del mundo? Y lo peor es que ya está entre nosotros; ¿no se percató que ya nadie circula por las calles? -Mire Scaltritti, ya esto lo habíamos conversado la vez pasada y usted mismo me dio la razón cuando se fue, de que era un delirio suyo y me prometió que iba a trabajar sobre estas cuestiones. Le sugerí que observara a su alrededor y que viese la realidad y la realidad señor Scaltritti, es que no hay ninguna pandemia ni nada por el estilo-, dijo señalando la ventana soleada que daba al patio central del hospital. Échele un vistazo usted mismo, mire a la gente. ¿Qué es lo que le preocupa? Obsérvelos. De pronto el doctor se paro’, abrió de par en par la ventana y me dijo que me acercara. El patio del hospital era un corredor de gente que iba y venía de un pabellón a otro como si fueran hormigas y no parecía que estuviese ocurriendo nada extraordinario, hasta los médicos circulaban sin sus equipos de protección. Pero yo sabía que eso no era prueba de nada. -Ahora siéntese nuevamente y hábleme de sus miedos, ¿por qué cree usted que se ha desatado una pandemia en el mundo? - Doctor, no es que yo lo crea o no, lo veo en los noticieros, en la calle, en la gente, en todos lados; este virus está por todas partes y parece que nadie puede escapar, es como una trampa mortal. Dicen que hasta está en el aire y vuela como un pájaro. - Dígame ¿Y qué otra cosa lo tiene a mal traer? -MI trabajo doctor, tengo miedo de perderlo. -Bueno mire, dijo, mientras sacó su lapicera y su recetario: sus miedos tienen raíces más profundas que vamos a tener que trabajar de a poco y usted me tiene que ayudar desde su lado; como indicación esta vez le sugiero que abra los ojos y compruebe usted mismo que no pasa nada allá afuera. Cuando usted se convenza de que esto está en su mente podremos empezar a ocuparnos de sus causas. Ni bien salga del consultorio mire a su alrededor, aproveche que es un lindo día, siga tomando esta medicación y vuelva el mes que viene. Tomé la receta, le agradecí sin saludarlo y me retiré del consultorio. En la salita de espera ya no había nadie, un sudor frio me recorrió el cuerpo, como si me hubiesen metido algo en la sangre, sentí por un momento que las piernas me temblaban. La pantalla estaba apagada y un silencio sepulcral se adueñó del hospital multiplicándose por todas las camas. Salí a la calle un tanto confundido. Un sol de otoño me sorprendió y me acarició de pronto como si me envolviera en un fuerte abrazo. El día era hermoso, eso era verdad, el doctor tenía razón. Me dirigí hacia la esquina, e hice lo que me aconsejó el médico, presté atención a mí alrededor con lujo de detalles, a la gente, a los automóviles, a los comercios y para sorpresa mía, los hechos confirmaban los dichos del doctor: el mundo acontecía con total normalidad y eso me hizo sentir muy feliz. Era reconfortante ver a la gente sin tapabocas andar de un lado para el otro de la mano, entrar y salir de los comercios sin tomar precauciones; o sencillamente soñando con un lápiz en una mesa de bar, continuando con su vida habitual, con sus esperanzas y dolores a cuestas, pero al fin y al cabo sin esta pandemia que se desató en mi mente y que me tenía aterrorizado. Yo intuía que no estaba curado, que la pandemia, ni bien llegase a mi casa volvería a instalarse y replicarse en mi mente como un virus letal; lo sabía porque ya me había acontecido en un remoto pasado; pero tenía que actuar contra ella y atacarla con la realidad que tenia frente a mis ojos. Debía seguir por este camino. La verdad era el mejor antídoto, por eso continué caminando por la calle hasta meterme en el bar, al que yo iba persistentemente después de mis consultas para comprobar con mis propios ojos que todo estaba en orden. Busqué una mesa que diera a la calle, la mayoría de los clientes eran ancianos y pacientes del hospital. - ¿Le pido lo de siempre? me dijo el mozo, a quien registré de inmediato, un hombre más bien gordo y bonachón, quien me confirmo que yo estaba en la realidad. - Si, le dije con una enorme sonrisa, satisfecho de poder disfrutar de esta cosa tan simple como tomar un café. Cuando me lo trajo, le pregunté al paso, si había oído escuchar algo acerca de una pandemia. - ¿Pan, quiere más pan? - - No, déjelo así, está bien, le dije, para no complicar más las cosas. Los rayos de sol cruzaban el bar como espadas de polvo amarillo. Me imaginé que el aroma suave del café era como el espíritu del bar que se iba apoderando de las almas a medida que lo dejábamos entrar por nuestros sentidos. Su poder invisible se colaba por algún receptor de nuestra mente y nos hacia sentir bien, sobre todo a esta cantidad de pacientes que seguramente cargarían alguna mochila desagradable sobre sus hombros. Al rato decidí que ya era hora de irme y llamé al mozo para pagar la cuenta. Había menos clientes, la luz del sol se infiltraba entre los edificios, delineando la sombra de su recuerdo; la llegada del atardecer amedrentaba a los más viejitos, quienes se retiraban lentamente y de forma ordenada, vaya a saber uno hacia dónde. Al poco tiempo, la aparente tranquilidad dio paso a un caos que yo no sabía a ciencia cierta de dónde había surgido, quizás de alguna mesa en particular o algún paciente que llamó a la emergencia. Cuando vino el mozo me paralizó el miedo. ¡Ya no era le gordo bonachón, sino que por un instante creí ver a mi médico, pero esta vez tenía puesto un barbijo blanco quirúrgico! Lo interrogué por qué se había puesto eso, que qué pasaba, que dónde estaban el mozo y la gente del bar, pero no me contestó, siguió su camino como si no me hubiese escuchado a atender otras mesas más urgentes. Los acontecimientos parecían transcurrir muy rápido en ese lugar, oí voces, algunas las registré, otras no. En ocasiones pensé que era mi doctor recordándome lo de la medicación, lo de mi ansiedad y lo del sueño; luego evidencié que no era a mí a quien le dirigía la palabra, sino a otras voces indefinidas que circulaban por doquier. Frecuencias extrañas y agudas recorrían mi mente, me sentí de pronto atrapado y maniatado por cables y tubos y cubierto con una máscara. Quería huir, pero no podía. Busqué en vano la medicación, no quería volver de nuevo a pasar por la misma cosa de siempre, estos ataques sin un fundamento aparente. Ya no estaba en el bar, me encontraba de nuevo dominado por mi mente en medio de la pandemia. ¿Cuánto me duraría esta nueva alucinación?, pensé. El mozo había misteriosamente desaparecido de mi vista y todo se tornó de a poco más y más oscuro. Trate de ahuyentar los malos pensamientos con imágenes agradables, pero fue inútil. Empecé a sentir fiebre, lo presentía, ¿seria la causa de mi delirio? Luego los ruidos fueron mermando lentamente, hasta que de pronto se produjo un silencio, frio como el del hospital y finalmente me dormí. No supe cuánto duró ese sueño, solo sé que me dormí un buen tiempo, y que soñé con gente que ya no estaba en este mundo, caras que me suplicaban y que me decían que aguante lo más que pueda, que éste no era mi momento. Repentinamente alguien pronuncio mi nombre como en la sala de espera, pero esta vez su voz no era la de una máquina, sino la de alguien que reconocí de inmediato. Abrí los ojos y respiré nuevamente por mis propios medios, ya sin el respirador. Me costó entender lo que estaba ocurriendo, pero a medida que pasaban los segundos todas las dudas se me fueron aclarando. Al final lo supe todo al escuchar mi nombre nuevamente. -Raúl Scaltritti, recuperado. CUARENTENA No era la primera vez que me enfrentaba a una cuarentena.Las había tenido y muchas a lo largo de mi vida; pero ésta, sin embargo, se me presentaba como un enorme desafío. No era que yo no estuviera preparado, ni que tuviera miedo, ni que no quisera sortearla. Al contrario, la atravesé como pude, los obstáculos eran muchos y se me aparecían a cada rato como diminutas trampas.Al final la vi a ella, estaba ahí sola, indefensa, sabía que no se resistiría y aproveche mi momento.La engañe una vez más, la atravese y me repliqué sin parar hasta saltar hacia la otra célula. EL AMANECER Era raro que sonara el timbre tan temprano en su casa.Le recordó viejos tiempos, cuando se ponía el despertador para levantar a sus hijos, pero ellos ya no estaban; a esta altura de su vida no sabía si seguir tendida en su cama o mover su dolorido esqueleto hasta el portero eléctrico. Tampoco ya no estaba su marido para darle una mano, y encima, todavía no había llegado la enfermera que la cuidaba. ¿Quien querría molestar a una anciana a esta hora?, pensaba, mientras tomó su bastón. Los metros que había entre su dormitorio y la cocina no eran muchos, pero se hacían eternos y muy quejumbrosos. -¡Soy yo, mamá, Pablo! ¡Lo que le faltaba a una vieja como yo!, pensó , otra broma de mal gusto, como tantas había sufrido desde la desaparición de su hijo Pablo. Ni siquiera contestó, no era la primera vez que le hacían esto. No le dio importancia, aprovechó que se había levantado tan temprano, para preparar la comida. El timbre volvió a sonar una vez y otra vez, hasta que ella decidió que si no se iba por las buenas, lo mejor sería avisar a la policía o esperar a que viniese su enfermera. Decidió contestarle para disuadirlo de sus turbias intenciones. -¡Por favor, le dijo la mujer, no me moleste, yo sé quién te mandó a vos! Ya le avise a la policía. -Mamá, soy yo, me olvidé las llaves, las dejé en el jarrón rojo de la cocina. Se sorprendió y tomó nota de las palabras, ya que a Pablo siempre se le olvidaban las llaves en ese mismo jarrón. Era increíble la información que tenían ciertas personas, lo que eran capaces de hacer con tal de lograr su objetico. No sabía el motivo, si esto era para robarle o simplemente para hostigarla. Decidió seguirle la corriente, así ganaría tiempo para avisarle a la policía. -¿Qué quieres que haga?, le pregunto. -¡Que bajes, mamá! La maldad no poseía limites, especuló, ¡hasta la voz se le parece!, no tendría más de dieciséis años, como Pablo cuando desapareció de esta misma casa, hacía como treinta y tres años. Recordó de pronto lo distraído que era su hijo, y sonrió levemente. ¿Quien estaría detrás de esto?, quizás un grupo de delincuentes comunes, que le quieren robar a una vieja indefensa, deliberó. -Mama, te dije que iba a volver, de que no te preocuparas, de que igual iba a pasar de año, ¿te acordás de que me prometiste que si aprobaba matemáticas nos íbamos al sur? -Si, ya lo sé, pero vos no sos Pablo. La mujer recordó de pronto ese incidente con Pablo, había sido casi a fin de aquel año maldito, en quinto grado; Pablo se había dejado estar en sus estudios y eso a su madre no le gustaba, esperaba para él un futuro mejor que el de ella. La envolvió de pronto la curiosidad, quería averiguar quién estaría detrás de esto; se vistió, se aseguró de que el portero estuviera abajo y decidió bajar a pesar de todos los peligros. Cogió su bastón y como pudo, llegó hasta el ascensor. A medida que se acercaba a la puerta de entrada, sus recuerdos afloraban como si hubiesen estado dormidos por mucho tiempo; su asombro iba en aumento, el parecido de este chico con Pablo era sorprendente. No solamente la voz, sino su cara, su ropa, la misma de aquella fatídica mañana y hasta los gestos que le hacía desde afuera. La mujer apuró su marcha emocionada, su instinto de madre la guiaba por un sendero de luz. Sintió que ya no necesitaba el bastón. Abrió la puerta, lo abrazó y cayó tendida en el hall. La encontraron luego en el piso con los brazos abiertos y con una leve sonrisa. EL ÚLTIMO CAFÉ Lo mejor que pude hacer esa tarde lluviosa y fría, fue meterme en un bar a tomar un café y leer el diario. Luego me di cuenta de que no fue una buena idea, pero ¿quién podría adivinar que esto iba a terminar así?, en una tragedia, solo por el hecho de sentarme a tomar un simpe café. Todo comenzó cuando el mozo me advirtió que me apurase a hacer el pedido, ya que el precio que aparecía en la carta iba inexorablemente a modificarse de un momento a otro. Yo lo observé desconfiado, era un hombre al que yo conocía desde tiempo atrás, aunque claro, la inflación estaba creciendo exponencialmente, pero igual me tomó de sorpresa. Le contesté que bueno, que sí, que me iba a fijar lo más rápido que pudiese, que en realidad ya lo tenía resuelto, pero que me otorgase unos segundos, así yo me decidía, si por un cortado chico o uno mediano. Pero mientras deliberé, sabía que el precio subía y ahí yo me lamenté ser tan indeciso, ya que me costaría mucha plata. Al final opté por un cortado chico, pero como habían pasado dos minutos ya valía como el mediano, por lo tanto me fui hacia el mostrador para pelear por el precio antiguo. El mozo, un tanto asombrado por mi extraña conducta, y mi cara sobresaltada, me aceptó ese precio, pero que correspondía abonarlo cuanto antes. El problema se suscitó y acá viene lo más importante, cuando me percaté de que yo no tenía efectivo encima, (estaba sin trabajo desde hacía dos meses) y sabía que si pagaba con tarjeta era más caro. Debería, sí o sí, ir a un cajero automático; pero, ¿cuánto tiempo me llevaría?, ¿cuánto dinero me iba a costar semejante movida?, ¿habría cerca un cajero, y con esta lluvia? Le dije al mozo que me aguantara un momento; salí disparando del bar para el lado que me imaginé habría algún cajero abierto. Pero me equivoqué, me desorienté, y perdí minutos valiosísimos, preciosísimos de verdad, medidos en inflación. Al final encontré uno, pero para colmo, y no podía ser de otra manera, no tenía dinero. ¿A cuánto ascendería el precio del cortado, cavilé? Me volví corriendo y esquivando los pozos anegados y llenos de barro, y entré al bar para suspender el pedido, pero el mozo me recalcó una y otra vez que ya era tarde, que tendría que pagarlo y consumirlo. Me senté abrumado por las circunstancias, no me quedaba otra cosa que tomarlo, pero, ¿cómo haría para pagarlo?, el tiempo corría cada vez más aprisa, como si los precios fueran en cámara rápida. Le pregunté, cuando me trajo el cortado, a cuánto trepaba la cuenta y me dijo que me preparase para lo peor. Fue lo que hice, agarré la cuenta, cerré los ojos y los abrí lentamente, primero uno y después el otro ojo. Y no pude creer lo que vieron. La cuenta ya tenía varios ceros y del lado derecho, y lo más increíble, y esto sí que fue tremendo, es que la adicción se iba modificando sola, como si tuviera vida propia. Los numeritos se modificaban como en una caja registradora. Estaba liquidado, ni siquiera con lo que me quedaba en la cuenta del cajero lo podía pagar. ¡Menos mal había pedido un cortado chico!, pensé. -Ese precio es si lo abonara ya, y en efectivo, sino es otro,- me gritó el dueño detrás del mostrador. Lo consumí con una gran resignación, sabiendo que la batalla estaba perdida; pude deducir cuánto saldría más o menos cada sorbo; así fue que lo consumí como en cuotas fijas , pero teniendo en cuenta de que la última libación tendría por lo menos un interés del 2 por ciento. El café estaba excelente, pero ahora yo era un tipo endeudado y si había algo de lo que siempre me jacté, es de pagar las deudas. Llamé al mozo y le dije que esperara, que iba a buscar el dinero como sea y que le iba a pagar, de que no se preocupara. “Tengo toda la tarde” fue lo último que escuché que escupió de su boca desde los fondos del bar. No tenía muchas opciones, ya que el precio del café era más que lo que tenía a esta altura del mes en el banco. Pensé en pedir un préstamo, pero el tiempo que me llevaría seria tanto, que el café seria impagable. La otra opción era molestar a algún pariente o amigo pero desistí de inmediato, no me creerían que el destino serie para pagar un cortado. Lo más sensato era desprenderme del auto, el cual ya casi ni usaba; o más bien regalarlo al primer postor, para hacerme de unos pesos esta misma tarde. Mi coche no valía mucho y lo tenía medio abandonado en la calle y como yo sabía de un vecino interesado, me fui a su casa y le toqué el timbre. No estaba, me atendió su mujer, le expliqué la gravedad de la situación, le dije que era para una operación médica, no le dije la verdad, no me iba a creer o quizás sí. En seguida se puso en contacto con su marido y como el precio era tan tentador para el hombre, se apareció al rato con el dinero. Le agradecí, le prometí que después le daba los papeles y salí disparando al bar. Y pasó lo que me suponía, no me alcanzó ni para la propina. ¿Y si tuviera que almorzar que haría?, pensé. Me senté a meditar en la misma mesa; ¿le traigo otro café?, ¡No! le dije, ni loco, lo que me faltaba, más deudas impagables; lo único que hice fue suplicarle que me tenga paciencia, que de algún lado iba a sacar la plata. Pero la paciencia parecía que no tenía paciencia, y fue entonces cuando el mozo vino y de parte del dueño me instó a que le pague el café o en su defecto que le deje alguna cosa en garantía, pero lo único que tenia, aparte del auto, era mi casa y eso sí que no lo podía perder. Le contesté que eso era imposible, que yo no tenía nada a mi nombre. Al rato veo que el hombre hace una llamada por teléfono, y a los pocos minutos llega una especie de Delivery con un sobre de color beige. -¿No, y esto qué es?- dijo el dueño, lanzando el sobre en la mesa. No pude creer lo que vi cuando lo abrí. Era una copia de mi título de propiedad, con todas mis firmas y sellos pertinentes; ¿de dónde lo sacó?, ¿Cómo estaba esto a su disposición? Lo peor era el precinto de embargo que a medida que pasaba el tiempo se formaba, como por arte de magia, alrededor del sobre. -Ud. elija, me vociferó el dueño, si no me lo entrega firmado con su autorización como parte de pago, la deuda se sigue abultando y los embargos pueden ser de por vida. Ya no tengo nada más para embargar, pero igual siempre se puede estar peor. Y fue lo que sucedió, recibí un mensaje de mi mujer diciéndome que me dejaba, que se iba, que habíamos perdido todo por culpa mía. Le quise explicar que fue todo por un café, pero no quiso entre en razón. Le lancé una mirada al mozo pero me la revotó encogiéndose de hombros, como diciendo que él no tenía nada que ver, lo cual era cierto. Me sentí de pronto derrotado por las circunstancias, sin nada, sin mujer, ni casa, ni auto, y sin futuro. El dueño del bar no me dejaba otra opción que poner mi casa a su nombre y así frenar estos intereses de deuda que se multiplicaban con el tiempo. Me fui del bar caminando lentamente con la mirada sobre el piso hacia ninguna parte. Nada ni nadie me esperaban. Deambulé sin rumbo fijo. Crucé un puente que me resultó tentador, ya no tenía nada que perder, salvo mi vida; me paré sobre la baranda, miré hacia abajo, luego cerré los ojos y cuando ya me disponía a lanzarme escucho una fina voz. -¡Qué hace señor, está loco, no lo haga, siempre hay una solución para todo! -¡Esta es la solución!, insistí yo, hasta que le vi la cara. Era preciosa y bastante joven, de una frescura inigualable, el pelo suelto, los ojos verde esmeralda, una sonrisa seductora. -¡No lo haga! La observé nuevamente y me bajé de la baranda. Me acerqué, no sé para qué, no sabía si agradecerle o insultarla, sin embargo me sentí tan atraído que casi me mato de verdad con el pasamano. -¿Por qué hace esto?, le pregunté ¿Por qué me quiere ayudar? -Por nada en especial. Nosotros ni nos conocemos. Si quiere puede contarme lo que le pasa. Lo escucho. ¿Tomamos un café? -Ni loco, le dije y me lancé al vacio. EL TÚNEL No vislumbró ninguna luz al final del túnel, pero siguió su camino guiado por el sonido de las campanas. Como a mitad del trayecto, tropezó y cayó al vacío confirmando la más grave de sus sospechas. Había sido engañado una vez más, había caído en la misma trampa de siempre. Se levantó del piso y apagó el reloj despertador de su mesa de noche. Me llevó muchos años de terapia resolver mi severo conflicto de personalidad.Lo digo tanto por mí, como por el que suscribe. EL VIAJE Un movimiento casi imperceptible fue suficiente para que lentamente mi conciencia emerja de su eterno letargo. La vibración provenía de todos los ángulos posibles, un ruido pardo y continuo, como el de una bocina sorda, cobraba vida en el interior de mis oídos. A mi lado, un hombre pernoctaba indagando a los presuntos sonidos del silencio; del otro, una amplia ventanilla sudaba vapor congelado. Supe, al mirar hacia adelante, que estaba dentro de un autobús o algo por el estilo. Aparentaba ser grande, mi vista se perdía entre las butacas, deduje que estaba más o menos al medio, ya que al mirar hacia atrás, mi vista se topaba con el final del vehículo casi a la misma distancia que lo hacía para adelante. Había asientos vacíos, pero eran más los que estaban ocupados por gente que soñaba; sería muy tarde en la noche, el sigilo era aterrador, sin embargo, lo más espeluznante era que yo no sabía cómo había llegado ni por qué estaba en ese lugar. Miré hacia afuera buscando una respuesta en la ruta, algún indicio del que al menos me alertara sobre nuestro derrotero. La oscuridad era total, solamente se veía la línea media de la ruta, despintada y quebrantada por el tiempo, como si alguien quisiera borrarla; de vez en cuando, algún árbol ofuscado se alternaba con un cartel indescifrable que advertía sobre un paradero fantástico. Pensé que lo mejor era tranquilizarme de algún modo y tratar de averiguar qué era lo que estaba pasando, o mejor dicho, qué era lo que me estaba sucediendo. El hombre que estaba sentado a mi lado seguía durmiendo plácidamente como si nada aconteciera. Me volví hacia atrás, vi rostros cansados, reposados, o simplemente con los ojos abiertos, perdidos, contemplando la entelequia. La ventana seguía como entumecida; de a ratos algunas gotas se deslizaban hacia el metal frío, dibujando formas rizadas, ocultándose sobre el monótono paisaje. Unas luces lejanas, como de casas, se acercaban para luego desaparecer entre los árboles silenciosos, devorados por la cerrazón; el ruido del motor era casi continuo, dando a entender que el chofer no pensaba parar en ningún momento. Pero, ¿quién era el chofer y dónde se hallaba? Me paré sobre mi asiento y eché un vistazo hacia adelante. Estaba oscuro, más allá de la última butaca, no parecía haber nada más. Traté de despertar a mi compañero de ruta. Era un hombre como de unos sesenta años, vestido con un traje de hilo gris, arrugado y roto, una larga y desprolija barba al tono, flaco, ubicado como en posición fetal, ajeno totalmente a mi presencia. Fue inútil, lo sacudí levemente pero estaba como inerme. Me levanté y recorrí el autobús, convencido de que encontraría entre la gente la respuesta que esperaba, pero me encontré con la indiferencia de unos pasajeros, que como yo, no sabían a dónde iban ni dónde se encontraban. Sus respuestas eran vagas o simplemente vacías, como si no supieran de qué les estaba hablando o no les importase en absoluto. Volví a mis aposentos, más desorientado que antes, con el hombre fraguado a mi lado; ahora las luces de las casas eran más difusas, ya no llovía, una densa niebla socavaba los cimientos de un futuro incierto. El vidrio me devolvió un rostro que ni siquiera pude reconocer; el trazo medio de la ruta prácticamente había sido sepultado con la bruma; no obstante, sentía que la frecuencia del motor disminuía lentamente, ¿estaríamos al fin, por llegar a destino? Cuando definitivamente el ómnibus paró, se encendieron unas luces violetas que venían del piso como si fuera un aeropuerto en miniatura. De pronto, un leve murmullo inundó el recinto. La gente se acomodó o se levantó para vagar por los pasillos, nada inusual en un viaje de larga distancia. Mi compañero de ruta al fin despertó, se levantó y se fue para atrás, esquivando a la gente por el corredor como un murciélago saliendo de una cueva. Unos pasos hacia el frente, una pareja de ancianos comentaban, silentes, las bondades de la comida; algunos metros delante de mí, una familia entera amoldaba sus pertrechos y estiraba sus piernas, mientras sus hijos cenaban parte de su inocencia; otros, meramente susurraban, emancipados por la singularidad de sus voces. Las luces comenzaron a declinar levemente, fundiendo las siluetas en la oscuridad apenas recortadas por la difusa luz del pasillo; la gente retornaba de a poco a sus lugares, las butacas comenzaban a reclinarse lentamente, como si fueran pequeños puentes colgantes. El ómnibus prendió nuevamente los motores y mi compañero de ruta se sentó rápidamente en su butaca y se echó a pernoctar convirtiendo su asiento en una cama. El ómnibus partió cuando ya nadie caminaba por los pasillos. 2 Traté de dormir y esperar la otra pausa, pero me era imposible, mi cabeza no paraba de pensar y de buscar alguna respuesta en esta cárcel rodante. Recliné mi butaca y observé por la ventana. El paisaje era siempre el mismo, con la diferencia de que ahora, se presentaban al borde de la ruta, casas como abandonadas y, ocasionalmente, restos de lo que creía podrían haber sido estaciones de servicio. A juzgar por lo que yo veía, diría que estábamos en un espacio destruido por alguna razón que yo ignoraba. Resistí como pude al sueño y al hambre; no sé por cuántas horas o días, no lo podía calcular, había perdido la noción del tiempo. En el exterior, el paisaje se repetía, salvo por la aparición casual, de una suerte de pueblo chico que se escindía en el horizonte y retornaba en cada claro de luna. Pero ¿quién era yo y porqué estaba en este lugar? ¿Adónde estaban mis recuerdos, cómo me los habían robado? No sabía ni siquiera cuál era mi nombre y tampoco si tenía una familia esperándome en algún lado, o quizás, buscándome; y yo aquí sin poder hacer nada, incomunicado en un oscuro y húmedo ómnibus de larga distancia. Eran tantas las incógnitas a develar, que empecé por la más elemental de todas. ¿Por qué era siempre de noche? ¿Cómo hacían los ideólogos de este viaje para lograr semejante efecto? ¿Estábamos en un mundo donde siempre era de noche? ¿Quiénes eran estas personas, quién las había elegido para estar aquí? Me levanté y comencé a recorrer el pasillo hacia el frente del ómnibus; la familia felizmente descansaba envuelta en su ignorancia, los ancianos curiosamente estaban despiertos pero como mudos, apenas percatados de mi existencia; los demás descansaban o miraban televisión, victimas alienadas de una película de terror. Las butacas terminaban en una puerta como de hierro reforzado donde supuse estaría la extraña cabina del chofer. La sacudí fuertemente pero fue inútil, del otro lado no había nadie. Era insólito, no había ventanas que dieran hacia adelante, era todo como una pared de hierro que ocupaba casi todo el ancho del autobús. Estábamos como quien dice, en un tubo. Si no fuese por las ventanas, esto se parecía más a un presidio que a otra cosa. Volví lentamente a mi butaca, pero me llevé la sorpresa de que mi compañero ya no estaba. Lo busqué por todos lados por un largo rato y por todos los rincones del vehículo alargado; había literalmente desaparecido, no estaba ni siquiera en el baño del ómnibus; sin que nadie se diese cuenta, habían aprovechado el momento en que yo me levanté para llevárselo y así mantener el secreto de su paradero. Recorrí con mi mirada a los pasajeros, pero a éstos parecía no importarles nada, eran como extras de una película que ellos nunca quisieron filmar. Los ancianos eran más bien bajitos, bien vestidos, con ropa y sombreros de otra época, cómodamente instalados en un viaje placentero; parecían, (o simulaban), no cuestionarse nada, conformes con su realidad; pero se notaba que escondían algo, lo descubrí en la mujer: sus ojos emanaban las evidencias del miedo y la desesperación. ¿Cuánto tiempo hacía que estaban en este viaje? Si sabían algo, porqué no lo decían, pensaba… porqué nadie hablaba, de qué tenían miedo. Al final, no soporté más y me dormí como uno más en este viaje, con la esperanza de retornar algún día. 3 Me desperté en cuanto oí ruidos que venían de adelante. Eran los niños que jugaban por el pasillo con una pelota de trapo, indiferentes a los otros juegos, los que ellos desataron dentro de mi conciencia. La noche estaba ahí, serena y cómplice detrás de la ventana, salvo que ahora, en el horizonte se podía divisar una luz algo rojiza, apenas un resplandor, insinuando un menguado amanecer. Esta luz era como una salvación, mi ánimo mudó de repente. Mis pupilas reflejaban levemente la luz sobre la ventana, inquietando la noche que parecía lejana. Para mi sorpresa encontré una bandeja con comida y bebida. Almorcé o cené, (no lo sabía), con la compañía de uno de los niños, el más grande y con su pelota de trapo deslizándose lentamente por el corredor. Cuando finalicé mi almuerzo esperé en vano que alguien viniera por la bandeja. Ellos jamás se mostraban en público, hacían sus tareas cuando la gente dormía. La deje’ a un costado y me dirigí hacia adelante cruzando la canchita de futbol que los niños habían montado sobre el pasillo. La traspasé como pude, esquivando la pelota de trapo que iba de un lado a otro como si fuera un partido de ping pong. La gente era indiferente al acontecimiento lumínico que se mostraba en el horizonte; estaban más atentos a sus bandejas de comida y a la televisión que a otra cosa. Los niños habían encontrado compañía con otros muchachos de su edad y habían acaparado toda la parte delantera del ómnibus, la pelota de a ratos golpeaba la puerta de hierro, desatando un leve y arrítmico golpeteo. Los padres, estoicos frente a la luz e hipnotizados por su resplandor, comentaban que esto ocurría muy de vez en cuando y que era la única luz que habían visto sus hijos en años. -¿En años, pregunte? -La mujer me miro, pero no me respondió. El hombre fue el que se animo’ a hablar. -Esta luz aparece muy de vez en cuando y una vez coincidió con la llegada de los niños, estamos felices. Aunque a decir verdad, todavía no sabemos quien vino primero, si la luz o los chicos. -¿A dónde se dirigen en este viaje? , pregunté. -¿Qué viaje? -Este, señor, este ómnibus en el cual viajamos ustedes y yo. -No sé de qué me habla, discúlpeme-. La mujer lo tomó del brazo y le dijo algo al oído como para que terminara la conversación. Luego llamo’ a los chicos y se despidieron de mi. A medida que me acercaba al frente del vehículo, la luz del supuesto amanecer parecía que aumentaba su brillo, tornándose más rojiza y con algunos tonos de azul, delatando un rudimentario cielo como dibujado sobre un decorado de mampostería. ¿Estaría amaneciendo al fin? ¿Podría ver ahora el paisaje y descubrir la verdad? Pero el tiempo me confirmaba todo lo contrario, al final del pasillo esa tenue luz se apagó de nuevo y la noche nos envolvió con su manto de misterio y desazón. Era un engaño o quizás un fenómeno lumínico, una ilusión en forma de resplandor para mantener a la gente esperanzada. Cuando intenté retornar a mi asiento descubrí que ni la familia, ni los niños estaban en los pasillos, ni en ningún otro lugar del vehículo. Tampoco los ancianos se encontraban en sus sitios: habían desaparecido al igual que el hombre que estaba a mi lado. Me incorporé a mi lugar en medio de la oscuridad total y en un silencio tal, que se podía escuchar al viento soplar detrás de la ventana. 4 Pasaba el tiempo pero yo estaba igual que al comienzo, cuando aparecí misteriosamente en este viaje; pero ahora, era incluso peor, ya no tenía con quien hablar, mis interlocutores habían desaparecido y los pocos que todavía deambulaban por los pasillos no querían dialogar o simplemente no me veían, se refugiaban en su mundo o quizás se protegían de ellos, los cuales a esta altura parecía que controlaban todo, sin que nosotros pudiéramos hacer nada y sin que nosotros pudiésemos advertir su presencia. Pensé en saltar, pero saltar a dónde y cómo, las ventanas parecían estar blindadas como para ir a una guerra y además yo no confiaba, o mejor dicho, no creía que en el espacio exterior existiera ese paisaje de ruta. Los que fabricaron esto sabían muy bien lo que hacían, su maquinaria estaba bien aceitada, la gente estaba al tanto de esto y tenía miedo y procuraba resistir con la esperanza de llegar a un hipotético destino o a algo mejor que estar encerrado en este tubo de metal. No tenía demasiadas opciones: esperar a ver qué pasaba o intentar huir lo antes posible, antes de que ellos tomen la decisión de hacerme desparecer como a los niños y a tanto otros. Carecía de un plan, la tarea era ardua, los controles de ellos eran totales y yo no sabía ni siquiera por dónde empezar. Me suscribí a lo más sencillo, recorrer los pasillos hacia atrás en busca de personas u objetos que aporten algo a esta incomprensible peregrinación. Las primeras butacas estaban ociosas, pero luego, las subsiguientes estaban ocupadas por gente con aspecto más normal que la de adelante: de mejor ánimo, realizaban a gusto algunas actividades recreativas como jugar a las cartas o escuchar música; vi incluso una pareja besándose (me habría equivocado de sector, pensé). Algunos comentaban alegremente no se qué cosa de una playa y de un barco hundido, otros sólo miraban hacia afuera hipnotizados por la línea quebrada de la ruta; la mayoría miraba televisión; todos, en fin, ignoraban quizás cual era su verdadero destino en este viaje. Seguí mi camino hacia el final del corredor, la gente estaba más tranquila, dormían o leían relajados un libro de tapas marrones como aquellas ediciones completas de antaño; la totalidad me ignoraba, mis pasos se confundían con el ruido del motor, las luces me conducían hacia el final del tubo, pero éste se alejaba a medida que yo me acercaba. Un hombre se levantó de repente y dejó su libro en la butaca. Lo tome’ rápidamente y m senté a ojearlo por simple curiosidad en un sillón que encontré vacante. El libro, grueso y de tapa dura, tenía sus hojas vacías, salvo una que decía, “Diríjase hacia la puerta de atrás”; lo deposité en su lugar, me levanté y corrí hacia el final, hacia una pequeña puerta que de repente se abrió sobre uno de los costados del ómnibus, entre las dos últimas butacas y la pared. Estaba entreabierta, dudé un instante si no sería una trampa, pero desistí de inmediato de esa idea, alguien estaba haciendo contacto conmigo. Di una ojeada hacia atrás para cerciorarme de que no me descubrieran, pero fue inútil, ya no quedaba nadie en el ómnibus, las butacas estaban vacías, todos habían misteriosamente desaparecido. La abrí. 5 La puerta daba a una escalera que parecía infinita, un leve vértigo se apodero de mí. Los peldaños eran de madera, y estaban como suspendidos en el aire; las paredes eran habitadas por dibujos de extrañas figuras, mis pasos dialogaban con su propio eco, desanudando los entretelones del un silencio pavoroso. Cuando observé hacia atrás la puerta ya no estaba, el ruido del motor había cesado por completo. Al menos había comprobado que aquello no era un ómnibus. La primera certeza. La pendiente era muy empinada, y como no había una baranda de donde agarrarme, traté de mantener el equilibrio como pude. Algunos escalones faltaban, por momentos pensé que me caía al vacio; de pronto la escalera se hizo casi horizontal y se transformó en un túnel muy húmedo y caluroso, casi inundado, el techo llorando gotas de sombría soledad, las paredes curvilíneas formando una suerte de anillo interminable. Me encontré de repente, dando vueltas sobre el mismo lugar. Busqué una salida, terminé corriendo un prolongado tiempo sobre agua y en círculos concéntricos, persiguiendo, acaso, a mi propia sombra. Ya extenuado, me recosté sobre el húmedo suelo. Así estuve un buen tiempo, acompañado por el lejano bombardeo de unas gotas que nacían condenadas al olvido. Estaba yo como en una suerte de continuación del tubo de metal, pero ahora era en forma circular. Las paredes seguían mostrando esas extrañas figuras como de jinetes cabalgando en un bosque tupido. Ya casi me dormí cuando de repente sentí un ruido hacia uno de mis costados; me levanté y marché en dirección del sonido. No vi nada raro hasta que tropecé con un objeto. Era la pelota de trapo de los niños del ómnibus y parecía que alguien la hubiese arrojado. Al menos ahora había descubierto el paradero de los desaparecidos del ómnibus, o por lo menos, ahora estaba seguro de que ellos habían pasado por acá. Este descubrimiento no era precisamente muy alentador, y menos para mí, quien parecía seguir el mismo destino. La cuestión era saber ahora, hacia dónde se había dirigido la gente del ómnibus, no parecía haber una salida cierta, este túnel, o lo que fuese, era de forma circular, sin puertas ni ventanas. Lo recorrí una vez más tratando de ver si habría alguna salida secreta. Fue inútil; lo único que descubrí en el trayecto fue un sombrero de los ancianos que rescaté casi al final de la vuelta; más precisamente el de la señora, el que elegantemente y muy orgullosa mostraba en el ómnibus. Quede’ tendido en el piso, derrotado por las circunstancias, esperando dormirme posiblemente para siempre, pensando en que ya nada dependía de mí, que yo era como un objeto más de este mundo oscuro y que como yo, otros tantos habrían pasado por aquí y sin que nadie lo supiera habrían sufrido la misma condena. Dormí no se’ cuánto o tiempo, porque incomprensiblemente desperté en otro lugar, o acaso, por lo que veían mis ojos, en otro mundo. CAP 6 . Ahora me encontraba en una habitación blanca, algo moderna, recostado sobre una camilla metálica. Las paredes eran también del color de la pureza, pero tenían lumbreras con vidrios oscuros, los cuales impedían ver hacia el otro lado. Me habían atrapado cuando permanecí dormido en el anillo infinito, fue mi conclusión. Esta vez no tenía escapatoria, mentiría si echaba de menos al ómnibus, a los niños jugando en el pasillo, al ruido del motor y al hipotético chofer; mis ojos se alborozaron con un paisaje ilusorio que se proyectó alertando de color y movimiento a mis pupilas. Traté de incorporarme sobre la cama pero estaba muy bien amarrado, como si residiese en un hospital siquiátrico y yo fuese un paciente altamente peligroso, o ¿quizás lo era? Yo nada sabía del mundo exterior y menos de mi mundo interior; ¿serian la misma cosa? Todo era posible, todas las conjetura tenían su cabida en esta historia. De improviso, sentí algunos ruidos, pero no supe exactamente dónde se originaban. Eran voces que parecían provenir de detrás del vidrio negro. Voces y pasos que se acercan cada vez más, como en una película de terror. Una creía era de mujer, la otra era más grave, y más decidida. Se los escuchaba más fuerte hasta que los pude ver reflejados en el vidrio como en un cuadro; se ubicaban ya dentro de la sala, pero detrás de mí, a la zaga de una puerta que yo no podía ver porque estaba atrapado. Traté de gritarle a la mujer pero no me salía ninguna voz y tampoco me podía mover. Vi que ella me inyectaba alguna cosa en mi brazo y le comentaba algo al hombre de blanco que estaba a su lado, algo de unos niños, algo de que alguien estaba en coma, pero que era fuerte, que iba a resistir, que había que esperar, que el tiempo valía oro, que volvería dentro de un rato, que todo se iba a arreglar. ¿A qué refería esta mujer, era acaso una doctora y yo un simple paciente accidentado? ¿Se reduciría todo esto a un simple accidente y por eso yo habría perdido la memoria, habría yo estado soñando todo este tiempo?, no lo creía posible. Algo me decía que no, juraría que fue real todo lo vivido desde que desperté en el ómnibus, no solamente real, sino lo único cierto y verdadero que me había ocurrido en mucho tiempo. Tan verdadera como la sustancia que la doctora vertió sobre mi torrente sanguíneo, ya que me sentí de repente muy debilitado y empecé a ver que la habitación se desvanecía como si alguien la suprimiera con una borra tinta. Creo que me dormí un largo rato hasta que de nuevo la mujer se me apareció y trató de despertarme abofeteándome la cara suavemente. La vi ahora con más nitidez, era alta o quizá eso me parecía a mí desde la cama, algo flaca, las muñecas como estiradas y vestidas con pulseras que sonaban cada vez que me daba algún empujón para despertarme. Me ofreció agua, la que accedí de inmediato. -¿Dónde estoy, le pregunte, que hago aquí, qué me sucedió doctora? No me contestó nada, solo bocetó una sonrisa en el aire como si flotara dentro de una máscara de carnaval, lo cual no era un buen indicio, yo esperaba alguna respuesta; al final se retiró de la pieza y volvió al rato con un plato de comida. Lo dejó a un lado, me puso la cama en forma vertical y me senté a comer. Tenía mucha hambre, comí, lo hice ahora sí, observando la extraña sala en la que me encontraba. No parecía ser la de un hospital ni nada semejante; no había ningún aparato electrónico médico, ni la infraestructura necesaria para albergar a ningún paciente; al contrario, era parte del mismo plan trazado de antemano hacia mí, lo podía intuir. Cuando terminé de comer, como si todo estuviera sincronizado, apareció de nuevo ella con su acompañante. Era mucho más viejo y no tenía aspecto de médico ni de nada y estaba decidido a hablar conmigo como si hubiese esperado mucho tiempo para eso. - Señor, dijo el hombre, quien se sentó junto a mí, dibujando una mueca de simpatía sobre su rostro reblandecido. -Queremos saber quién es Ud. Lo estamos estudiando desde hace algún tiempo. Su caso nos interesa sobremanera. -No lo sé. No soy el indicado para contestar semejante pregunta. -Ud. sabe perfectamente de lo que le hablo. -No lo sé señor, le dije. Ahora dígame Ud. ¿porque me retienen acá en contra de mi voluntad? -¿Quien le dijo a Ud. Señor, que es en contra de su voluntad? ¿No lo recuerda? -No señor. -Ya lo va a recordar…. Cuando terminó de decir esto tomó el plato de comida y se fue junto con la mujer quien no habló en todo momento. Yo me mantuve recostado oteando el vidrio y analizando la forma de escapar de esa siniestra habitación. CAP 7 El recinto blanco era más hermético que el ómnibus o el anillo infinito, con la salvedad de la presencia de la puerta que seguramente habría detrás de mí, a la cual yo no podía ver; sólo mis manos y mis pies mostraban cierta libertad de acción: podía verlos bosquejar algunos intentos fallidos por escaparse sobre el reflejo del vidrio. Pero era inútil, yo estaba inmovilizado desde que me dieron la inyección. Ahora me encontraba en silencio, la pareja se habría ido lejos, o quizás me estarían observando desde algún lugar, o poniéndome a prueba como lo habían estado haciendo desde que empezó este viaje. Dependía de ellos para hacer cualquier cosa que necesitara para mi supervivencia; con esto me torturaban y me mantenían de esta forma a merced de su poder. Sin embargo, la peor tortura era el robo de mi identidad y el no saber porqué estaba yo en este lugar. A los pocos segundos, el mutismo es nuevamente cercenado en su esencia más elemental, pero esta vez los ruidos parecían provenir del cristal. Giré mi cabeza pero no vi nada mas allá del vidrio oscuro; pero yo podía sentir su presencia, era evidente que me estaban estudiando, quizás los efectos de esa droga tan poderosa o simplemente mi reacción para escapar. De pronto sentí detrás mío que la puerta de la sala se cerró y los rumores del vidrio se acentuaron, salpicando al silencio con minúsculas partículas de ruido. -Nuevamente le preguntamos, dijo una voz, la de la mujer, díganos todo lo que sabe de Ud. -¿Donde estoy, quienes son Uds.?, grité indagando hacia el vidrio. -¡Conteste! -No lo sé, lo único que recuerdo es que yo estaba en un extraño viaje al cual no sé como llegué y que después alguien me ayudo a escapar por una misteriosa escalera y ahora estoy acá con Uds. Es eso lo único que yo les puedo decir. -¿Antes de eso, Ud. no recuerda nada? -Nada. -Muy bien, dijo una voz, ahora masculina, de eso nos encargaremos nosotros. Ud. sufre una repentina pérdida de memoria y de identidad, la cual ahora nosotros vamos a tratar de resolver. Necesitamos paciencia de parte de Ud. y que colabore con nosotros en todo momento. Primero le haremos unos estudios de rutina, para luego empezar más específicamente el tratamiento. -Primero díganme quienes son Uds., dónde estoy y por qué llegué a esta instancia. -No podemos, eso sería entorpecer el tratamiento, Ud. necesita tener la mente en blanco, nuestro equipo tiene que recuperar lo que perdió por alguna razón que desconocemos. Sus únicos recuerdos son esas alucinaciones que Ud. nos contó, esas imágenes que su mente le produjo como mecanismo de defensa ante el vacío que le proporciono su pérdida de memoria. -¿Y cómo se yo, que toda esta conversación no es parte también de una alucinación como dicen Uds.? -Eso queda a su criterio, eso ya es parte de su fe. Los ruidos cesaron, intuí que ellos ya no estaban al lado de mi habitación. Intenté levantarme, estaba con más fuerzas, desaté las amarras como pude, lo hice lentamente y tomándome de la baranda de la cama, fui hasta la puerta, estaba abierta pero cuando quise salir me encontré con una especie de laberinto de salas como la mía donde en cada habitáculo había una cama vacía. Como yo no sabía si era parte de una alucinación o había caído en una nueva trampa provocada por la droga, desistí de salir por el terror de no volver. No quería perder el contacto con ellos, era mi única esperanza de volverme a encontrarme conmigo mismo. Me acosté de nuevo y descubrí una bandeja a mi lado. Me alimenté con la incógnita de saber cómo hacían para poner las bandejas sin que yo los viera; recordé que eso era lo que me aconteció también en el ómnibus. CAP 8 Desperté, como no podía ser de otra manera, en un lugar muy distinto a todos los que había recorrido en este largo viaje. Ahora me encontraba en una casa, más específicamente en su living, sentado en frente de una estufa a leña, acompañado de un gato excéntrico, enorme y tupido pelaje, cómodamente instalado en un sillón enorme, con una copa en la mano y el diario sobre una mesa de madera rústica; y ahora ¿qué pasó,… qué es todo esto que veo a mis alrededores? A juzgar por las ropas que yo lucia, diría que era de noche y que yo recién me había bañado y estaba esperando a alguien. Al menos ésta era la alucinación más divertida de todas, pensé. Encima de la estufa posaba la cabeza de un ciervo observándome y a punto de saltar sobre mí. Una lámina sobre la pared me recordó a las extrañas figuras de las paredes del anillo. Prestando mejor atención al salón, llegué a la conclusión que yo era un cazador furtivo o algo parecido. La cosa iba de mal en peor. Decidí recorrer la extraña mansión. Primero empecé por la planta baja, de la cual ya conocía algunos habitáculos. Transité por la cocina; luego atravesé una especie de comedor diario que se comunicaba con una biblioteca o lo que supuestamente seria un estudio. ¿Donde están sus ocupantes?, pensé. Me senté en el escritorio; lo primero que vi fue mi foto con una mujer; lucíamos mucho más jóvenes, en algún paraje montañoso del sur que yo no recordaba; ella estaba hermosa en esa foto: posábamos sonrientes, felices diría yo, como solo se puede estar cuando uno recién conoce a alguien. Otras fotos colgaban de las paredes, unas mías, otras de ella a caballo atravesando un enorme campo, parecido al de los jinetes del anillo. De repente, escuché pasos que se dirigían hacia mi despacho, oí que alguien tocó a la puerta suavemente y a ritmo pausado. Sentí que alguien me llamaba con el nombre de Lautaro. La abrí pero no había nadie, supuse había sido el viento. De pronto descubrí que había una salida hacia un jardín. Pude ver una silueta de mujer que se movía como una sombra. La seguí por un oscuro sendero tupido como las paredes del túnel. Había árboles de todo tipo y especie, un estanque con una fuente en el medio, algunas gárgolas y estatuas que se pernoctaban sobre un camino que parecía como un laberinto; una escalera levemente empinada terminaba triste en una glorieta. La subí pero cuando llegué a lo cima, descubrí que más allá de la casa no había nada. Acá termina el territorio de esta nueva alucinación, cavile por un instante. Debería haber un cartel que así lo indique. Decepcionado, baje, entré en la casa y busqué mi dormitorio. Ahí estaba ella, la mujer del jardín acostada, durmiendo plácidamente. Pero cuando la observé más detenidamente me llevé la enorme sorpresa de que estaba mucho más joven que en el jardín, casi como en la foto; había retrocedido como treinta años. Me acosté serenamente tratando de que no se despertara, de que siguiera siendo tan joven, así yo podría admirar su belleza antes de que concluyera esta alucinación. 9 De nuevo en la sala blanca, el vidrio oscuro, la camilla metálica, y el silencio que se propagaba por todas las salas hiriendo la susceptibilidad de mis voces internas, y recordándome de que también Lautaro era un invento que ellos me impusieron para probarme una vez más. Ahora me dieron un nombre, algo cierto, una casa lujosa, una familia a la que según ellos yo concernía, pero a la que yo me rebelaba a pertenecer; ahora yo era lo que ellos quisieron que fuese, ahora yo me ajustaba mejor a sus diabólicos planes, que no eran otros que sumirme en una gran confusión, de la que yo ya no sería capaz de resistir; solamente confiaba en mis primeros recuerdos, en aquel autobús, en aquella luz rojiza que me dio alguna esperanza en este mundo sombrío. - Señor Lautaro, sentí que dijo una voz que venía como del techo. Ahora ya sabe su nombre, ¿no es verdad?- Queremos que nos cuente un poco más de su vida. ¿A qué se dedica Ud., con quién vive en esa mansión? No contesté su interrogatorio, no tenía que tropezar con una nueva trampa, hice oídos sordos, me refugié en mis pensamientos verdaderos, viajé por mis recuerdos (aunque vagos), los únicos que reconocía como propios, a los que ellos ni nadie podían entrar, los que me situaban muy lejos, a orillas del mar jugando con una pelota, y andando libremente como si al final del tramo, no hubiese ninguna meta a cumplir, como si en definitiva, mi yo, no era otra cosa que un niño corriendo por la playa. -Ud. sabe que si no contesta, nosotros sabemos muy bien cómo hacerle recordar ciertas cosas…. El miedo era el arma con el que ellos contaban, pero yo lo desafiaba aferrado a mis recuerdos de infancia. Esos recuerdos que ni el poder de ellos pudieron destruir, los que estaban llenos de luz y de libertad, peligrosa combinación para este mundo de sombras. No debía responder aunque tuviese la respuesta, no debía confesar a otra de sus invenciones, a una simple imagen que apareció ligeramente en el ómnibus, cuando los niños jugaban en el pasillo y que luego misteriosamente desapreciaron. ¿Qué les podía responder yo, más allá de lo que había visto en el ómnibus y en la casa de Lautaro? ¿De qué camino me hablaban, de que desvío? De pronto se hizo un silencio que me pareció muy largo. Me senté sobre la cama, descubrí que no estaba amarrado, baje mis pies de la camilla, pero sin quererlo, lo hice sobre un objeto que estaba en el piso; era un libro marrón como aquel del ómnibus, presumí que tenía un mensaje para mí; y así fue que me di cuenta que alguien quería decirme algo, alguien escribió en el libro de que me vaya por la puerta y siga hacia la derecha, hasta una compuerta como de barco, y que se me abriría sobre el piso en cuanto me posare sobre ella. CAP 10 Fue lo que hice, seguí los pasos tal cual estaban escritos en el libro marrón, camine’ por un largo pasillo cruzando el laberinto de cámaras vacías; al poco tiempo di con esa rara compuerta sobre el piso. Estaba dura como si hiciera mucho tiempo que nadie la tocase. La abrí, sabiendo que del otro lado me estaría esperando quizá mi propia muerte, o como me tenían acostumbrado ellos, estaría entrando a otro de mis recuerdos inducidos. Debajo de la compuerta asomó una larga escalera que daba hacia un túnel, como si estuviese entrando a una cloaca. Estaba oscuro, la humedad carcomía mis huesos como un leve acido frio; prohibida para claustrofóbicos, del diámetro de un cuerpo, la baje sin pensar en nada, ya no podía retornar, ya no quería hacerlo, debía ahora responder al llamado que de vez en cuando alguien me dejaba escrito en ese insólito libro marrón y del que debía confiar a ciegas. Terminé en un suelo como aquel del anillo infinito, pero ahora era algo diferente, estaba más limpio, no era circular, se presentaba algo angosto, las paredes como recién pintadas, rectangular como una sala de espera; una nueva puerta parecía ser el destino de este nuevo engaño. Cuando me aproximé, percibí voces del otro lado, muchas voces como si vinieran de una reunión, de un festejo o algo por el estilo. Cuando la abrí, alguien me abrazó y me dijo: Lautaro, no te pierdas la mejor parte. Entré a ese salón de fiestas colmado de gente que supuestamente yo conocía pero a los que no recordaba en absoluto. Solamente descubrí que estaba la mujer alrededor de una mesa llena de comestibles y regalos. Me acerqué lo más que pude, sabiendo que todo se trataba de otra invención. Vi rostros que apenas registré, que se me acercaban o se alejaban según su estado anímico, miradas que se posaban sobre recuerdos desvanecidos, intuiciones que me deslumbraban detrás de la cortina de mi mente. Esta vez reconocí que era una alucinación más placentera que las otras y que daba a paso a otras interpretaciones. Era como un respiro dentro de tanta angustia y confusión, como un lugar de reposo; pero no por mucho tiempo. Esa sensación placentera daba paso a otras más dolorosas, otras a las que yo todavía no les daba una explicación; eran, quizás, evocaciones que regresaban del pasado y que yo trataba de suprimir para protegerme de esa verdad que renunciaba a desvanecerse. Por momentos alguna persona me daba un abrazo sin que yo supiera porqué, o me decían cosas incomprensibles, siempre referidas a ella, a la que por alguna razón que yo no sabía, ya no estaba en la reunión, se había ido a otro lado, pero yo seguía en ese cenáculo que cada vez estaba más vacío y que se iba transformando de a poco en otra cosa, como en un lugar de tránsito hacia otro tiempo y espacio, al que nadie quería llegar. 11 De pronto, descubrí que ya no estaba en la supuesta sala de fiestas, quizá me había dormido y había despertado de nuevo en otro lado como ya estaba acostumbrado. Era cuadrada y blanca, llena de puertas como si uno pudiese elegir su destino; el piso limpio confirmó mis sospechas de que me encontraba dentro de otra confusión, el mismo silencio, la misma incertidumbre. Las puertas estaban numeradas del uno al diez, un largo banco con gente apilada la partía al medio, gente que creí reconocer; me senté a esperar no se qué cosa al igual que los otros, hasta que sentí por un altavoz: -¡Lautaro Cadenaci! . ¿Sería a mí al que llaman, ese era mi apellido?, observé a mi alrededor y nadie respondió, así que deduje que ese era mi nombre completo, pero no sabía a qué puerta acudir, la voz parecía emanar de todos lados, hasta que vislumbré que la puerta número seis se abrió lentamente como movida por un fino hilo invisible. Me levanté del banco largo y abrí la puerta seis, sin importarme lo que me esperaba del otro lado. – Adelante, adelante, señor Cadenaci, tome asiento por favor. Permanecí callado, observando la sala, sobre todo a las posibles aberturas, cámaras o micrófonos ocultos que seguramente habrían instalado para esta nueva trampa. El hombre era el mismo que estaba con la mujer en la otra habitación, solo que lo disimulaba muy bien con su vestimenta y quería hacerme creer que nunca me había visto. La escenografía estaba muy bien montada, el hombre estaba de blanco, el escritorio parecía ciertamente el de un médico, hasta su titulo colgaba de una pared con todos los honores. Tenía muchas preguntas para hacerle, pero permanecí mudo y esperé a que hablase él. -Según leo en su expediente, Ud. está acá desde hace dos meses, más o menos, y no ha mostrado por ahora ningún avance significativo…decía leyendo un libro marrón; pero tampoco su conducta ha sido tan mala, así que yo diría que permanezca un tiempo más con nosotros, hasta ver si el tratamiento da algún resultado visible. -¿Permanecer, dónde, doctor…. dónde estoy?… -Bueno ve, señor Lautaro, es lo que yo le digo, Ud. ha perdido la memoria. No podemos dejarlo ir sin que haya sido curado. ¿Entiende? -No doctor, no entiendo nada. -Es lógico que no se acuerde, pero Ud. sabe muchas cosas señor Lautaro, cosas que nos va a tener que contar algún día. Cosas que tienen que ver con su pasado y que para nosotros pueden sernos de mucha utilidad para su tratamiento. Todas las personas que vio ahí afuera son como Ud., no tienen memoria y están aterrados, escapando continuamente y resistiéndose a que los ayudemos… Lo escuché atentamente, sabía que estaba mintiendo, que él no era real, quizá me lo había inventado yo mismo, me lo había fabricado para encontrar una explicación a esta pesadilla. Examiné también a la habitación y para mi asombro, esta vez seguía todo en su lugar; antes que yo intentara nada, el doctor siguió hablando: -Empecemos por el comienzo una vez más, Cadenaci. ¿Cómo llegó aquí, quién lo trajo? -Ya lo he dicho que no sé cómo llegué, ustedes me están volviendo loco, me están intoxicando, borraron mi memoria y me están produciendo estas alucinaciones para que me olvide de todo. -No me haga reír, Lautaro, es Ud. el que está enfermo, Ud. perdió la memoria y nosotros lo hacemos recordar. Según leo aquí, dijo, tomando el libro, Ud. mencionó algo de un ómnibus, ese ómnibus es efectivamente el que lo trajo aquí… ¿cómo pensaba que nosotros traemos a nuestros pacientes? Después menciona, según veo, que recorre un anillo, después un túnel etc. etc., esa es la ruta exacta que hay que hacer en esta clínica moderna para llegar a su habitación ¿lo entiende ahora?-, dijo, señalando un pasillo circular. -No le creo nada….y ¿mi visita a la mansión, a ese lugar que parecía ser mi casa, esa familia, ese nombre que ustedes me pusieron? -Esos son algunos recuerdos o sueños que le quedan, que le van apareciendo, son parte del tratamiento. No se los pusimos nosotros. Es lógico que no me crea nada. Ahora por favor, puede retirarse y volver a su camilla. Voy a pedir a los enfermeros que lo acompañen. Así fue como de repente de una puerta surgieron dos personas que me tomaron del brazo, y me llevaron por el pasillo circular a algún sitio que no recuerdo bien porque me desvanecí en el camino. 12 De pronto me encontré de nuevo en el jardín de la vieja mansión. No sabía cómo había llegado, ni porque me encontraba en ese jardín. Todo parecía tranquilo. La única novedad era la de los perros, que surgieron como de la nada, pero eso no me incomodaba, los veía que corrían hacia la glorieta y luego bajaban y se mordían entre sí como buenos cachorros que eran. Recordé que se los había regalado a mi mujer en nuestro aniversario de casados. Pero de eso hacía muchos años. En un momento sentí un golpe que venía como de adentro de la casa; entré y me dirigí al living sin cuestionarme nada, esta vez seguiría los acontecimientos como si los estuviera viendo desde arriba, como si le estuviesen ocurriendo a otra persona. Ahí estaba ella llorando con el tel. sobre su mano -Nos tenemos que ir-, dijo ¿A dónde, porqué? -Empaca las cosas, yo subo arriba a buscar algo de plata. Tome lo que pude, apronté el auto para salir, puse los perros dentro y la esperé afuera. Recuerdo que llovía a mares y que yo la seguía viendo desde el auto hablando por teléfono pero de pronto no la vi más. La busqué por toda la casa sin ningún resultado. El silencio era pavoroso, el jardín parecía un cementerio. Salí en su averiguación de paradero para cualquier lado, sin pistas y sin un camino cierto. La ciudad era como un monstruo que nos devoraba a cada paso. El vértigo nos inundaba en cada esquina, trasladándonos por senderos abismales; la indiferencia nos acompañaba en todo el viaje que habíamos emprendido desde ese momento. Íbamos de un lado para otro, los ruidos parecían multiplicarse, sin embargo, el silencio se mantenía atrapado entre los nudos de nuestras gargantas añorando otros espacios. Escenas como estas se repetían una y mil veces entre los laberintos de la ciudad. Apelábamos a nuestros contactos, pero eran infructuosos y siempre terminábamos engullidlos por una maquinaria burocrática infernal. Cuando una pista parecía firme, el tiempo con confirmaba todo lo contrario, se disolvía como agua entre las manos y terminábamos en nuestra casa, evocando pensamientos perturbadores. Afuera los perros ladraban, querían entrar, hacia frio, quizás estaban echando de menos a su dueña. El resto de lo que pasó en esta alucinación ya no lo recuerdo bien, se me confunden los días, los meses y los años. A veces aparezco yo en el jardín jugando con los perros o en una playa corriendo. Estos recuerdos parecen ser los más verdaderos, como salidos de mis entrañas, quizás los que ellos están procurando desaparecer a través de esta especie de tortura infinita. 13 Los enfermeros me pasearon por varios pasillos en forma de anillo y por oscuros túneles, no sabía qué eran exactamente, tampoco sabía si realmente me estaba moviendo hacia algún lado o estaba quieto, y eran las luces de neón las que se prendían y apagaban simulando un movimiento que quizás no existía. De pronto la vibración desapareció y las luces se apagaron. Ya no estaba en la mansión, ni sentía los perros correr por el jardín. Me habían devuelto a la clínica, sin que yo supiese cómo lo habían hecho. Cuando las relumbras retornaron levemente, como prendiéndose para una obra de teatro, fue que los vi sentados cada uno a un lado de la cama quietos y mudos. Yo tampoco podía hablar, solo gesticulaba hacia la nada. Era mi dormitorio, pero luego esta habitación se transformó en una celda o algo por el estilo, ya que unos barrotes se insinuaban en frente mío, cruzando la puerta de par en par. Ellos querían decirme algo, advertirme de algún asunto importante, pero yo no comprendía qué era. Leves sacudidas como ínfimos terremotos los borraban de mi mente, para luego hacerlos aparecer en otro lado. En un momento dado vi que uno de los enfermeros tenía la cara de uno de los niños del ómnibus, pero inmediatamente esta cara se esfumó y se convirtió en un reflejo sobre el espejo, en un recuerdo viviente. Diría que el dolor era soportable, parecido al de una leve corriente eléctrica o al aguijón de una anguila debajo del mar. SI nadaba me sentía más a gusto, pero echaba de menos el agua salada y el reflejo del sol sobre las olas. Cuando salía a la superficie a darme una bocanada de aire, las siluetas de ellos se recortaban en el horizonte, enredándose entre los finos hilos de luz que emanaban de mi mente. Luego de que el tormento finalizó, me vi de nuevo en la sala blanca, visitado por los fantasmas de mis recuerdos, cejados en el umbral de mi conciencia, convertidos ahora, en mínimos resplandores de luz. -Vamos-, sentí que uno de los enfermeros le decía al otro. -Ya nada tenemos que hacer aquí. No creo que este tipo diga una palabra-. Se escuchó un portazo y luego el silencio, ese al que yo me estaba acostumbrando peligrosamente. No tenía fuerzas para levantarme, permanecí inmóvil, repreguntándome una y otra vez dónde estaba, quiénes eran ellos, qué querían de mí. Reconocí la sala, era la de los vidrios oscuros, recordé que no tenía escapatoria, opté por esperar a que mi mente me fabricase una salida. 14 - ¿Sigue sin recordar nada, señor Lautaro? Qué poca memoria tiene. Parece ser que no está dispuesto a colaborar con nosotros. Solamente le pedimos que nos de los nombres, esos del libro, el que tenía su mujer en su casa…. Esa voz me era conocida, pero no sabía de dónde provenía, quizá de detrás del vidrio, o quizá era una grabación o un electrodo en mi cerebro. Había vuelto para atrás en el tiempo, el plato de comida estaba al lado de mi camilla, amarrado de pies y manos, la mirada fija en el techo, los ruidos conversando entre ellos a mi alrededor como ratas en un solitario basural. Después que me desaté los nudos de mis manos con un cuchillo que encontré curiosamente en la cama, me alimenté como hacía mucho tiempo no lo hacía. Repuse algunas fuerzas, camine’ por la pieza, golpeé el vidrio, pedí ayuda, busqué alguna salida escondida, me incliné sobre la cama gestionando quizás encontrar alguna abertura o pasadizo, traté de abrir la puerta principal, la que seguramente me llevaría al laberinto de camas. Nada descubrí que me llamase la atención, salvo una voz muy suave que delataba mi nombre, desde el umbral del corredor. Era distinta a las que yo había escuchado en este viaje. Provenía del lado de la puerta, hacia ella me dirigí; ni bien la abrí, una mano tomó la mía y me empujó hacia afuera, pero para sorpresa mía ahora no estaba el laberinto, sino que fui como llevado o rescatado hacia una gran sala repleta de gente. No podía precisar con exactitud qué era lo que pasaba, todo sucedía muy rápido, como si me estuvieran pasando una película vertiginosa. Un sujeto daba las órdenes, parecía ser el jefe. La mujer me sentó junto a él en el medio de la sala. Era alto y robusto y estaba como decidió a todo. -¿Le dio los nombres, nuestros nombres, alguien lo siguió hasta aquí? -No señor, no lo creo. -Bien-, dijo, entonces puede quedarse con nosotros, pero no abra la boca, nunca mencione nada al respecto, todos tenemos una clave, la suya es Lautaro. -¿Lautaro, pregunté, pero si ese es mi nombre? -No señor, ese es su nombre en la organización, ellos lo averiguaron pero por suerte usted no habló, lo pudimos rescatar a tiempo; ahora tiene que descansar, le vamos a asignar un lugar para Ud. ¿Debería creerle a este hombre, o había caído de nuevo en una trampa? La mujer me tomó de la mano y me llevó a una pieza donde había otras personas, una gran sala de hospital, con heridos y gente dormida o dopada. Antes de retirarse me dijo con ternura:- Yo la conocí. - ¿Cómo, donde está, le pregunté, de dónde la conoce?, pero no me contestó, se fue casi sin darme cuenta, como si fuera un fantasma derretido. Mire’ el reloj que colgaba de la pared, eran las diez, pero yo no sabía si del día o de la noche. Estaba ahora en un gran salón donde había gente que entraba y salía por una puerta corrediza, caminaban ligero, casi como muñecos, persiguiendo un mismo fin que yo desconocía. Creí ver a los niños del ómnibus cruzar la puerta corrediza, los seguí pero se me perdieron entre la multitud. ¿Serían ellos o fue solo una ilusión? 15 Los estaba esperando, ya me lo habían advertido, pero supe ser precavido y escapé, por una puerta secreta que daba al sótano, esa, la que uno pensó que nunca iba a usar. La había construido mi padre quien sabe para qué. Salí de mi casa y tome’ un taxi a la terminal de trenes eludiéndolos en su propia cara, esquivando su malicia. Era muy temprano, no sabía a dónde ir; lo mejor, pensé, es irme lejos, lo más lejos posible, allí donde ellos no puedan llegar. Recuerdo que vagué por varios sitios, algunos que ni siquiera yo me los hubiese imaginado que existían; me llevé conmigo algunas cosas de ella, que me sirviera para encontrarla. En el libro marrón encontré algunos esbozos de mapas. Me guié por ellos, como si estuviera buscando un tesoro. Terminé, sin darme cuenta, en un hotel en las afueras de la ciudad, el nombre de este pueblo figuraba en el itinerario del libro como el primero de sus destinos. Por acá debe haber pasado ella, concluí, acá me podrán informar que pasó aquella noche de lluvia que se la llevaron. El hotel quedaba cerca de la estación. Me sentí seguro en cuanto vi a su extravagante dueña traerme las llaves y entrar a esa especie de habitación que le llamaba pieza. Me alcanzó unas toallas y me dijo que el desayuno era hasta las diez. Es mejor así, pensé, aquí nadie me va a buscar, ni siquiera la mujer me pidió mis datos. Luego supe que era un lugar de tránsito. ¿Y ahora qué hago?, a mi casa no puedo ir, ni llamar por teléfono, ni volver a mi trabajo, estaba como quien dice desaparecido de todo. Descansé un rato hasta bien entrada la noche mirando el techo; luego me fui a cenar a un fantasmagórico bar que quedaba en la esquina. Las calles de adoquines cuadriculaban el reflejo de la luna que se multiplicaba hasta el infinito. Había una sola persona en una mesa del bar y estaba como dormido; cuando lo toco para preguntarle dónde estábamos, se cayó al suelo, duro como una piedra. -Es el único que quedaba con vida-, dijo de pronto el mozo detrás del mostrador. Nada en alcohol, si le pone un fosforo volamos en pedazos -¿Y Ud., dígame, como vino a dar acá?-, me preguntó. -No lo sé, me orienté por un mapa… - ¿En serio me lo dice, figuramos en algún mapa?, decía a las carcajadas. Ni siquiera se’ si yo existo, vociferaba desde el mostrador. ¿Le sirvo algo, jefe? -No, le dije, se me fue al hambre. ¿Le puedo hacer una pregunta? -Si dígame -Le mostré la foto de mi mujer. ¿La vio pasar por acá? -Ahora que me lo dice, creo que sí. Pero se fue rapidito-, dijo como señalando al sur - ¿Sabe a donde fue?-. -Bueno mire, acá no hay mucho para elegir, solo tiene la estación de tren, es la única manera de salir de acá. ¿Le sirvo algo de comer?-. - No, gracias, se me fue el hambre. Cuando amanecí, abrí la ventana de la habitación pero no daba a ningún lugar; recordé que era un hotel de mala muerte. Desayuné unas medialunas que parecían de goma. Salí a ver un poco el sol y reconocer la zona, yo había llegado casi de noche y no había prestado atención al lugar. Era extraño, porque yo no recodaba nada de lo vivido la noche anterior. Lo único cierto era que estaba en medio de una ciudad pequeña, de pocas casas y calles de piedra. Se podía ver la estación de trenes hacia el final de la avenida principal, escoltada por unos árboles que destilaban el aroma de sus secretos. Alcancé a divisar a un transeúnte que venía en mi dirección. Lo crucé en cuanto se me acercó, pero fue inútil, me esquivó con cierta habilidad, no quiso hablar o no sabía, qué más da, para mí era lo mismo. Recorrí el pueblo sin éxito ninguno; la desolación era total. Descubrí que yo estaba en el único hotel del extraño paraje y que casi nadie habitaba las pocas casas de la zona; “se han ido” me dijo una gentil señora que se me atravesó cuando estaba cerca de la estación. “¿A dónde?”, le pregunté, pero no me contestó. Me volví al hotel, pero casi me pierdo en el intento, las calles eran todas iguales y las casas estaban como construidas en serie. En mi habitación me puse a repasar las anotaciones que ella había dejado en el libro marrón, procurando algún dato que me llevara hasta ella. Las ilustraciones y mapas eran confusos, sin embargo se podía deducir con quienes estaba antes de su desaparición y en qué localidad se los podrían encontrar. Cuando descendí para pagarle a la mujer, me encontré con la sorpresa de que estaba muerta en su pupitre. Deduje que esto era un mensaje para mí, que ellos ya estaban cerca de mis pasos. Se iban deshaciendo de las últimas personas que quedaban con vida en este país. Sin perder tiempo me fui disparando hacia la estación, socavando los recuerdos de esta alucinación. 16 Me senté a respirar en la estación. El aire puro del campo refrigeraba mis recuerdos, el sol simulaba ser más real que el del ómnibus, el silencio atontaba al más osado de los rumores que se insinuaban en la lejanía. En un pizarrón figuraba lo que supuse eran los horarios del tren; deduje que pasaban solamente dos veces al día y según mi reloj estaba por pasar. Dentro del tren tuve como un deja vu, yo había estado antes en este tren, lo recodaba por los asientos de madera, las ventanas rotas, el ruido ensordecedor de los motores y el paisaje de pampa abierta. Me senté frente a una ventana, estaba solo en ese vagón, pero advertía cierto movimiento en los otros. Recordé este momento como si lo hubiese vivido antes. Abrí el libro marrón, busqué la estación y la parada donde tendría que bajarme. No era muy lejos, pero los guardas del tren se acercaban hacia mi vagón peligrosamente y yo ya no confiaba en nadie, pero no podía escapar. -Boletos-, me dijo el guarda, impecablemente uniformado, contrastando con el estado de abandono en que encontraba el tren. Se los di, sin mirarlo a los ojos. -¿Adónde va señor? -Acá-, le dije, mostrándole el mapa del libro marrón. -Hay que ser valiente para ir ahí eh, dijo sonriendo.- No se lo recomiendo. -¿Porqué señor, yo estoy buscando a una mujer, sabe si podrán estar por ahí? ¿Qué sucede en ese lugar? -¿Sabe lo que es el infierno? ¿No? -Bueno, es ese lugar- dijo. Le eché un ojo al mapa el mapa y lo que estaba marcado no parecía ser ningún infierno, era como una localidad de encuentro, un punto trazado como en la nada, un cruce de líneas en un mero papel. Descendí en la parada siguiente, la que estaba indicada en el libro. Se bajaron algunos pasajeros que estaban en el vagón contiguo al mío y fue ahí que la reconocí a ella y a sus amigos, algunos que venían a veces a casa en la madrugada. Les grité, traté en vano de comunicarme pero estaban como sordos; descubrí que iban como atados y arreados por alguien. Me baje y los seguí sin que se percataran de mi existencia. Entraron como en un galpón abandonado. Había carros y herramientas oxidadas, consumidas por el tiempo. Eran cinco y el guarda, quien luego los entregó a otra gente que los estaban esperando. Yo me mantuve alejado, pero pude observar que los estaban interrogando. Quise entrar pero la puerta estaba cerrada con candado. Grité y golpee la puerta, pero nadie me escuchaba; luego recordé que quizás yo estaba en alguna sala soñando o alucinando. Cuando al fin entré ya no había nadie, solo los vestigios de una presencia infernal. Cap. 18 ¡Lautaro!, oí que alguien exclamaba, pero no podía dilucidar de dónde provenía el sonido. El bar estaba bastante concurrido, ruidoso y cerca de una avenida; era mediodía, por el calor seria primavera, yo había quedado en encontrarme con Gabriela, pero no la veía por ningún lado. El mozo me sirvió mi pedido, mientras esperaba que llegara ella. Escuché de nuevo mi nombre, y la vi en la puerta, irreconocible, despeinada, con un vestido floreado y unas trenzas como de niña que no se las conocía. No se animaba a entrar, me hacía señas de que saliera. Un rayo de luz la atravesó de repente y parecía guiarme hacia la puerta. -Creo que me siguen. Lo mejor es que no nos vean juntos. Toma, quédate con este libro. No me sigas, nos encontramos en algún lugar que yo te indicare más adelante, pero vos no hables con nadie. -Pero ¿qué pasa, adónde te vas, quienes te siguen?, grité, mientras trataba de alcanzarla con la mano. - Señor, despierte, dijo la enfermera, estaba soñando. -¡Gabriela, grité, Gabriela, dónde está! -Acá no hay ninguna Gabriela, Ud. estaba teniendo una pesadilla. Yo sentí ruidos de esta habitación y me vine lo más rápido que pude La habitación era la misma de antes, lo que era más preocupante aún. La mujer me dio las pastillas y me trajo agua y algo para comer. Era temprano, un rayo de sol atravesaba la habitación como una espada por una de las ventanas. Es la primera vez que veo luz en mucho tiempo, pensé. - ¿Quiere que lo lleve afuera?, está muy lindo el día; hay que aprovecharlo. Asentí de inmediato porque creí que quizás esta vez encontraría alguna verdad. De pronto algunas dudas se iban dilucidando a medida que la mujer me llevó al patio de afuera. La primera fue que el patio de la clínica era la glorieta de mi casa, el jardín era el que siempre cuidaba con esmero y los perros que corrían jugueteando, eran los míos, los que alegremente me recibían en mi casa. Cap. 20 Continuara…. BINOCULARES A Gualberto lo veía siempre en la puerta del teatro, un rato antes de las funciones, con su bolsa de binoculares a cuestas, su gorra marrón al tono, su bufanda gris y su voz ronca, anunciando al público las maravillas de su larga vistas. Ese domingo a la tarde lo salude como siempre, pero vislumbré algo diferente en su mirada. Me lo confesó bajito cuando pase a su lado: era su último día frente a las puertas del teatro, luego de cuarenta años ininterrumpidos de vender binoculares para los abonados a la opera. Lo felicité y le hice notar que su labor había contribuido al acercamiento de los artistas. Se sonrió y luego me pidió si le podía hacer un gran favor, que tenía un sueño incumplido. -¿Cual?-, le pregunté. -Me gustaría conocer el teatro por dentro, sobre todo a los cantantes, ¿sabe?, siempre los vi de afuera-, me dijo, lo cual me sorprendió sobremanera. Le prometí que haría lo imposible para concretar su sueño. Lo cité para la función sucesiva e hice uso de mis contactos en el teatro para poder realizar su tan ansiado sueño. Así fue como nos encontramos a la semana siguiente en el mismo lugar donde Gualberto vendía sus binoculares. Estaba invariable, con su gorra marrón, su bufanda gris, y su mirada curiosa. Logré que entrara al menos al último piso, al Paraíso, ese al que él nunca pudo acceder. Me lo agradeció mucho tiempo después, pero me confesó que de alguna manera su sueño no lo había podido realizar completamente, porque si bien escucho una música celestial, se percato, un poco tarde, de que no tenia binoculares. SUCUMBIR Eran ellos o los míos. Los dos sabíamos que sucumbiríamos ante el menor movimiento. El silencio apenas se cercenó entre el murmullo de los árboles y la brisa del mar. Era casi de noche y yo no supe realmente de quienes eran esos ojos verdes que brillaban entre los matorrales y que me quitaban el aliento. Permanecí quieto como un camaleón. Sabía que tenía los minutos contados, los mismos que ahora frente al altar. La Despedida Sabía que quizás era la última vez que se encontrarían, pero quería amarla una vez más y despedirse para siempre. Ella había sido su obsesión y ejercía sobre él una tremenda atracción. El lugar lo eligió ella, apartado del ruido y oscuro como el manto que la recubría. El romance duro poco, para él fue la gloria, para ella apenas su cena. EL DISONANTE Sólo una vez más, esa era la consigna, dijimos frente al viejo teatro, ahora reducido a escombros, una mañana en que la cruda verdad se declaró como única vencedora. No recuerdo cuando tiempo pasó desde aquel postrimero concierto, de los abrazos interminables, de la emoción contenida, de aquellos acordes resonando en nuestras almas como campanas de cristal. Y ahora, que estoy en este mismo lugar, escribiendo estas líneas, miro hacia los restos del teatro que sólo mis ojos de antaño lo pueden ver, salvando del olvido un tramo de tiempo contenido en los despojos de esa gloriosa letra T que yace en el piso. Ahora, que estoy en esta misma mesa, donde antes servían cafés para cuatro, una extraña fuerza me ha traído involuntariamente, como por arte de magia, y me sentó otra vez en el bar. Solíamos ser una unidad en la diversidad, un conjunto de voluntades dirigidas hacia un mismo fin: nuestro cuarteto de cuerdas. Era más lo que nos unía que lo que nos separaba. Si hubiese una máquina que fotografiase nuestros recuerdos, era casi seguro que los cuatro teníamos la misma película grabada en nuestras mentes. La diferencia estaría en el ángulo de enfoque: si de costado o de frente al público. Poseíamos visiones distintas de la vida, claro está; pero esas diferencias estaban supeditadas al rol que cada uno cumplía dentro del cuarteto. Estaba el que dirigía e imponía su visión de una obra, y estaban aquellos que sólo se limitaban a aceptar las propuestas y resignar así su individualismo a favor del grupo, del todo. Y así resultó por muchos años, hasta que un día, la realidad golpeó a nuestra puerta y sin querer se llevó la magia de la música a otra parte, y con ella, un largo sueño del que no queríamos despertar. Ese día había sido nuestro último concierto, el de la despedida, después de más de treinta años de tocar juntos, después de más de treinta años compartiéndolo todo, o casi todo. Y fue, este teatro, el testigo de aquel adiós; y fue, sin quererlo, su propia despedida, y con ella, un pedazo de nuestra historia. Frecuentábamos este mismo bar en los intervalos de nuestros ensayos, a mitad de la mañana. El primero en hacerse presente era el viejo Geier, el que tocaba la viola. Ni bien guardaba el instrumento en el estuche, cuando terminaba la prueba, ya desaparecía de la sala de ensayo y se sentaba enfrente de esta silla, junto a la ventana, con vista hacia la puerta del teatro. Lo nombrábamos de esa manera ya en los comienzos de nuestro cuarteto, porque era sensiblemente mayor al resto del grupo. De origen austriaco, había vivido en el sur del Brasil y por motivos que nunca comprendimos, aterrizó un buen día por el Río de la Plata. Cuando el resto del cuarteto, Simón, el primer violín, Francesco el violonchelo, y yo, el segundo violín, nos hacíamos presentes en la mesa del bar, el viejo Geier ya estaba terminando su café y preparándose para volver al ensayo, dominado por una conducta ancestral, una voz interior en forma de reloj que lo guiaba a todas partes. Las conversaciones giraban siempre sobre los mismos temas: la condición de judío de Simón y la de austriaco de Geier y de lo bien que se llevaban entre sí, salvo esporádicos momentos, cuando afloraba el antisemitismo del viejo y el judaísmo de Simón. El cuarteto era una consecuencia de la guerra: dos de sus cuatro integrantes habían huido de Europa un poco antes del estallido del conflicto y quizás, gracias a eso, ahora estaban acá haciendo música juntos. El otro, Francesco, más reservado en sus comentarios, siempre nos recordaba que él sí vivió la guerra en persona, el hambre y la miseria, cuando todavía era un niño en Italia; pero de eso nunca quería hablar, a eso le escapaba siempre que podía. Cuando Simón y el viejo Geier discutían amablemente, lo hacían en alemán; en esos momentos Francesco se sumía en la lectura del “Corriere” y yo me iba al mostrador hasta que se les pasaba la bronca y empezaban a conversar en un español que sólo ellos comprendían. De Europa trajeron la tradición y la escuela; yo tuve la suerte de aprender junto a ellos que la música no era sólo el talento, sino la disciplina y el trabajo. Nunca me cuestioné ser el segundo violín; Simón había estudiado en Rusia y estaba preparado para ser el primer violín y además, era judío, llevaba el violín en la sangre. En los inicios del cuarteto, treinta años atrás, un choque de culturas se producía en cada ensayo. El excesivo protagonismo de Simón, contrastaba con el bajo perfil de Francesco; y la férrea disciplina del viejo Geier chocaba con mi improvisada costumbre de ser latinoamericano. Geier, llegaba a la sala de ensayo minutos antes del comienzo, preparaba su instrumento y ponía su música en el atril, y cuando el resto se aparecía por el teatro, él ya estaba rezongando en alemán sobre nuestra impuntualidad. Francesco le contestaba en italiano, con alguna palabra indescifrable, en un dialecto de su pueblo natal de Italia. No sabíamos su significado, pero lo suponíamos. Aprendimos a usarla en todo momento, sobre todo en las pruebas, cuando alguno cometía un error grosero de la ejecución. El tiempo fue limando las asperezas. Simón comprendió, que además de su violín, un cuarteto estaba formado por otros instrumentos que interactuaban entre sí con armonía y devoción. Geier, por su parte, se fue convenciendo que ya no vivía en Austria, y su rigidez se fue tornando cada vez más flexible, a tal punto, que hasta él mismo estaba fuera de hora en los ensayos y en los conciertos y ya parecía no importarle demasiado. Francesco, con los años, también se fue amoldando a la vida social y grupal, y comenzó a hablar y a opinar en los ensayos, y hubo momentos, incluso, que lo vimos sonreír. La vida privada era para todos nosotros, precisamente eso: privada. A nadie se le ocurría hacer un comentario al respecto, sobre los demás. Francesco, creíamos, que sencillamente no la tenía. Vivía sólo, con alguna mascota de turno, y siempre estaba de mal humor, obsesionado con el sonido de sus violonchelos, a los que arreglaba y probaba en cada ensayo. Poseía distintos instrumentos que tocaba según el estilo de la obra. Tenía uno antiguo que lo usaba siempre en obras barrocas; para esas ocasiones venía en taxi y cuidaba al violonchelo como si fuera su hijo. Iba de su casa al teatro y del teatro a su casa, constantemente con las mismas ropas, viejas y desgastadas como el estuche de su violonchelo. Sus conceptos sobre la mujer siempre estaban cargados de rencor y desprecio. Llegamos a pensar, en alguna ocasión, que si él tenía una mujer, ésta habitaría en el jardín de su casa, pero enterrada. Cuando nos íbamos de gira por el interior, llevaba una sola camisa blanca que al final de la travesía quedaba negra y el itinerario lo continuábamos todos con camisa negra, que siempre llevábamos por las dudas; conociendo a Francesco, todo era posible. Lo que más cuidaba de su vida era el dinero; lo guardaba celosamente en el cofre de un banco, porque desconfiaba de todo. Vivía miserablemente, como si la guerra no hubiese acabado. Simón era lo contrario, su vida privada estaba a la vista de todos y ocurría después de los conciertos y siempre con una mujer distinta, sobre todo en los viajes. Algunas de estas mujeres ya las conocíamos, las veíamos en períodos regulares, según el itinerario de nuestras giras; sus caras estaban asociadas con los lugares que visitábamos, de manera tal, que ya sabíamos con quién se iba a encontrar Simón en el hall de los teatros, a la salida de los conciertos. Eso sí, con el tiempo se ponían más viejas y como Simón se conservaba joven, parecían ser sus tías. Una vez, Simón nos confesó que no recordaba con quién tenía que encontrarse a la salida de un recital. Tuvimos que hacer memoria nosotros y recordarle que ese día no se tenía que encontrar con ninguna, porque la de ese pueblo se había muerto el año anterior. De Geier no podíamos decir nada, estaba casado con la misma mujer desde hacía casi treinta años. Como no tenían hijos, la vida de esta mujer estaba supeditada a la de Geier. La conoció en una de nuestras primeras giras por el exterior. Era de origen alemán, había nacido en el Paraguay, curiosamente muy parecida a él: regordeta y con la cara redonda y roja como un tomate. Opinaba de todo, hasta se inmiscuía de los asuntos del cuarteto. Cuando Geier tenía algo importante que comunicarnos, era ella la que hablaba por él. Una vez, el viejo sugirió la posibilidad de que su mujer viniese a una gira del cuarteto. Esa fue una de las pocas veces que Francesco abrió la boca para gritar y decir: ¡no! La elección del repertorio significaba una dura y ardua negociación, donde estaban en juego intereses, gustos musicales, y hasta cierto orgullo y nacionalismo. Geier prefería a los clásicos, Mozart y Haydn, mientras que Simón optaba siempre por los románticos, y si eran eslavos, mejor. A Francesco le gustaban los más complicados, así tenía mucho tiempo ocupado en preparar la obra; generalmente la sabía de memoria. A mí me gustaban los más fáciles, los que menos trabajo nos demandara su preparación, sin importar estilo y época. Las giras y los programas los arreglábamos en el bar. Las discusiones eran a veces tan acaloradas, que hasta el acomodador del teatro, cuando venía por el bar, opinaba como un integrante más. “¿No les parece que deberían tocar el “Bisonante?, nos dijo Manolo, el acomodador, una vez, tomado café en nuestra mesa, haciendo referencia al cuarteto “Disonante” de Mozart. Siempre le corregíamos el nombre de ese cuarteto que curiosamente le gustaba tanto a Manolo. Cuando programábamos el “Disonante”, Manolo, después de ubicar a los oyentes en sus sillas respectivas, se guardaba un lugar en primera fila, se sentaba y cerraba los ojos. Ahora que estoy en esta misma mesa, mirando a la ignorante topadora llevarse los escombros del teatro hacia el olvido, los recuerdos de nuestro último concierto parecen surgir de entre las piedras, poniéndolas unas junto a la otras, como edificando las armonías de una bella música que vibra eternamente sobre sus paredes. Los acontecimientos de aquella tarde fueron la consecuencia de un largo proceso que comenzó un año atrás y tenía como protagonista principal al viejo Geier; mejor dicho, a los problemas de salud que había empezado a experimentar Geier debido a su avanzada edad. La primera vez que tuvo un episodio de su enfermedad fue durante un ensayo de la mañana, en este mismo teatro, mientras ejecutábamos un cuarteto de Beethoven del opus dieciocho. En un momento dado, notamos que Geier sufría una casi imperceptible perdida de conocimiento. Quedaba como en blanco y dejaba de tocar por unos instantes. Si el momento coincidía con un solo de la viola, se producía un silencio breve, pero notorio para quién conoce la partitura. Luego retornaba a la normalidad, sin recordar nada de lo sucedido y seguía tocando. A veces, después de tener un incidente de esos, comentábamos en el bar los pormenores del ensayo como si nada hubiese pasado. Geier preguntaba por su solo y le contestábamos con un ademán de nuestras cabezas, que había estado muy bien. Teníamos la teoría de que su enfermedad era psicosomática, porque los episodios coincidían con la realización de algún pasaje difícil de la viola. Hasta llegamos a pensar que nos estaba tomando el pelo, y que se estaba saliendo con la suya para evitar tocar sus solos, pero una conversación con la mujer de Geier, una mañana que el viejo faltó al ensayo, fue suficiente para comprender que Geier estaba enfermo. La paraguaya nos contó con lujo de detalle, situaciones similares acontecidas con el viejo dentro de su casa. La que más recuerdo es que en una oportunidad el viejo estaba en su casa y le preguntó a su mujer ¿quién era ella?, porque no la recordaba. La decisión de terminar con el cuarteto la tomamos ese mismo día, con lágrimas en los ojos, junto a esta mujer que era la réplica femenina del viejo, pero sin las pérdidas de conocimiento. Daríamos un último concierto, el de la despedida y tocaríamos lo mismo que fue ejecutado el día del estreno de nuestro cuarteto treinta años atrás y a pedido de Manolo: Mozart, el “Disonante” y Beethoven un cuarteto de opus dieciocho. A Geier no le dijimos la verdad, pero parecía comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor, salvo cuando tocaba la viola. Tuvimos que realizar más pruebas que de costumbre para poder llevar a cabo este concierto. Cuanto más ensayábamos, más se agudizaba la enfermedad del viejo; los episodios se hacían más seguidos y de mayor duración. Hubo un ensayo en que un ataque le duró casi la totalidad del movimiento lento del cuarteto de Mozart, que pasó a ser literalmente un trío de Mozart, ya que a la viola no se la escuchó en ningún momento. La fecha del concierto se acercaba, amenazante, como esas tormentas que se ven venir a lo lejos en el campo. Los ensayos los hacíamos diariamente, y en los momentos en que a Geier no le aparecían sus episodios. Para aprovechar el tiempo, cuando al viejo le estaba por venir un ataque, lo dejábamos en el camarín “descansando” y nos íbamos al bar a tomar nuestro café. Para las pruebas teníamos resuelto el tema de Geier, pero para el concierto, no sabíamos qué estrategia utilizar en caso de un incidente del viejo. Lo único que teníamos preparado ante una grave emergencia era un trío de Beethoven donde yo tocaría la viola. Y así, como pudimos, llegamos al día del concierto. Nos encontramos a la tarde, para hacer el ensayo general. Francesco se apareció con su camisa de siempre, arrugada pero blanca, como una sábana (¿habría dormido con ella?). Simón estaba preocupado porque ese día venían todas sus mujeres, y no sabía con cual quedarse. Geier se presentó del brazo de su mujer, que no se le despegaba en ningún momento, como si recién se hubiese casado. Armamos los atriles y colocamos la música en ellos, todos con los ojos puestos en el viejo. Estaba bien, lúcido y feliz de tocar una vez más con el cuarteto. Francesco, quien era portador de una gran memoria, se había estudiado los solos de la viola por si Geier no los tocaba, para que no se generase un vacío en el discurso musical. Llegó la hora del recital. La sala estaba repleta de nuestros seguidores incondicionales de treinta años, que no querían perderse nuestro último concierto. Manolo se apareció y se sentó en la primera fila, listo para meditar con el “Disonante”. La mitad de la sala eran señoras muy elegantes, que seguramente fueron en algún momento y en algún pueblo perdido del interior, amantes de Simón. Se había creado una gran expectativa y se podían divisar algunas personalidades y críticos cuyas caras nos eran conocidas. Cada uno tenía su camarín propio y adaptado a sus necesidades. El de Simón tenía un sofá cama, por cualquier eventualidad; el del viejo era impecable, todo estaba en su sitio, incluida una foto de su mujer abrazándolo como si ella fuera su dueña; y al de Francesco no se podía entrar del mal olor y el desorden. Después de vestirnos con las ropas de concierto deambulamos por el escenario, haciendo tiempo, en espera del comienzo del espectáculo. Pero algo faltaba y ¡era el viejo! Nos dirigimos al camarín; estaba sentado, quieto como una efigie, con el frac correctamente planchado. Lo sacudimos para que reaccionara pero nada sucedía; faltaban cinco minutos para el concierto. Lo volvimos a sacudir sin respuesta ninguna; tenía la viola en sus brazos, como pronto para salir a tocar. ¿Qué hacemos, decían nuestras miradas? ¿Tocaríamos el trío de Beethoven hasta que se le pase el ataque? ¿Empezaríamos más tarde el concierto? ¿Y si lo sentamos y tocamos hasta que se le pase el episodio? Las ideas surgían una tras otra, como burbujas en un estanque de agua podrida. Francesco le tomó el pulso (algo sabía de medicina) “No tiene”, dijo asombrado.”Nunca lo tuvo” replicó Simón, la cara dura, los ojos desorbitados. “Este no es momento para pelearnos, tomemos una decisión”, dije yo. Después de deliberar por unos minutos llegamos a la conclusión, que lo mejor era retrasar unos minutos el concierto, afirmar a Geier en su silla con el telón bajo y cuando “despertara”, subir el lienzo y aparecer los cuatro sentados prontos para dar comienzo al cuarteto de Mozart. Fue lo que hicimos, levantamos al viejo con silla y todo, como si fuera un muñeco, y lo sentamos en la sala con la viola en el hombro y tratamos de despertarlo usando toda nuestra imaginación(le insinuamos, bajito sobre sus oídos, que teníamos el cheque del concierto). Pero no lo hizo y el telón se abrió por un error del encargado del teatro. La sala estaba hasta el tope de su capacidad, el murmullo desapareció de repente, como si alguien lo hubiese bajado con una consola de sonido. Manolo ya comenzaba a cerrar sus ojos esperando los primeros acordes del “Disonante”. La luz de sala se esfumaba como en un lejano atardecer, arrastrando las siluetas del público hacia la oscuridad. Nos miramos entre sí y luego los ojos reposaron sobre el cuerpo regordete de Geier que seguía duro como una estatua. Las miradas eran tan intensas que parecía que atravesaban la piel de Geier. Francesco le hizo una seña al señor del teatro para que bajara la luz que iluminaba a la viola, para disimular que estaba duro. Los segundos corrían, el silencio y la oscuridad de la sala era total. Pero algo extraño sucedió: Francesco tomó una decisión por primera vez en su vida y comenzó a tocar (el violoncelo empezaba solo) y Geier de pronto despertó de su largo sueño en el segundo compás y entró, y luego seguimos todos como si nada hubiese sucedido. Manolo desde la platea se olvidó que era acomodador y flotaba en la sala con los primeros acordes. Mozart se había hecho presente en el teatro y parecía guiar la mano de Geier en lo que había sido nuestra mejor versión de ese cuarteto. Después de los aplausos, al final de Mozart, Geier se sentó y desapareció literalmente, porque ya no pudo tocar una nota más. Simón parecía feliz de no tener que lidiar con Geier y no le importó que tocásemos Beethoven sin la viola. Por momentos, creíamos que el viejo se despertaba y movía sus gruesos brazos, pero era una ilusión óptica, un juego de las sombras. El cuarteto de Beethoven sonó un poco extraño sin la viola, pero nadie lo notó. El problema era cómo haríamos para saludar sin que la viola se pudiese parar. La solución la dieron unos oportunos manotazos míos para atajar a Simón cuando insinuaba pararse sobre el escenario ni bien terminó el último movimiento de Beethoven. Después de saludar sentados y cuando ya no se escuchaba ningún resto de aplauso, bajaron el telón; nos dirigimos hacia Geier para socorrerlo, pero ya era tarde. Llamamos a un médico temiendo el peor de los desenlaces. Esperamos un rato sentados en la sala. Una ambulancia se lo llevó por la puerta de atrás junto con su mujer y su estuche. Luego nos retiramos en silencio hacia los camarines. En el brindis la gente preguntaba por Geier; les dijimos que se sentía mal y por eso se había ido. Lo más singular fue que todos los comentarios más elogiosos fueron para la viola. ”Qué hermoso sonido” escuché que alguien decía del viejo. Otras personas comentaban que era una lástima que fuese el “último concierto”, porque “salió tan bonito”. Simón, que estaba a sus anchas, rodeado de sus mujeres, no se pudo decidir por ninguna y para evitar una escena de celos entre ellas, se fue solo, por la puerta de atrás, sin que nadie lo notase. Al poco tiempo, ya no quedaba nadie en el recinto, solo algunas copas vacías apoyadas en cualquier lado y restos de servilletas sobre el piso, como copos de nieve. Más tarde nos enteramos, que Geier había fallecido y que según la autopsia, el viejo había muerto antes de tocar el cuarteto de Mozart, y nosotros decíamos que eso era imposible, que era un error. El médico mantenía sus dichos en nombre de la ciencia. La paraguaya, desconsolada junto al féretro, y como ausente, escuchaba al médico sus explicaciones sin entender nada de lo que hablábamos. Al rato la sala del velatorio se llenó de la misma gente que fue al concierto pero sin saber que el velorio había comenzado mucho antes, en pleno concierto. Nosotros nos fuimos sin comprender cómo había hecho Geier para tocar muerto. Esa respuesta la supe mucho después. Pasó un largo tiempo desde ese día y a ellos no los vi más. Supe que Simón por fin se decidió por una de sus mujeres (la más fea) y se fue a vivir al interior pero la rutina lo mató de aburrimiento. De Francesco sé que se pasó todo el tiempo tocando el violonchelo en su casa y murió repentinamente caminando por la calle mientras llevaba a arreglar uno de sus violonchelos. Y ahora, una extraña fuerza me trajo hasta este lugar; yo quería investigar de qué se trataba. Decían que había ruidos y hasta fantasmas que alejaban a las personas que trabajaban en la demolición, haciendo imposible su trabajo. Luego de buscar infructuosamente al mozo para pagarle mi café, crucé al teatro. Un cerco de madera revestido de frívola publicidad rodeaba al teatro como un ajustado cinturón. Me metí por una especie de puerta que se formaba entre dos tablones. El polvo flotaba como una densa neblina, apenas podía reconocer lo que antaño había sido el hall de entrada. De pronto siento una voz de ultratumba que me llama desde los restos de lo que fue la sala de conciertos. Entre tinieblas, un sonido reconocible se filtraba desde el escenario, como la música de una vieja radio. -Apresúrese, que están los muchachos esperándolo, dijo una voz detrás de una linterna que bailaba en la oscuridad como una ligera luciérnaga. Ud. siempre es el último. -¿Hace mucho que esperan? -Si, me dijo Manolo. Hace mucho tiempo, quizás desde siempre. El primero en llegar fue Geier. GABRIEL FALCONI 200 palabras ¿Qué podré escribir de fantástico en 200 palabras, a quien alcanzaré a sorprender con un microrrelato, de dónde inventaré una historia que conmueva a alguna persona? Asimismo, a medida que transcurre este escrito se me acaban las ideas y las palabras me acotan la imaginación. Ya van más de cincuenta y todavía no escribí nada. Como no se me ocurrió ninguna cosa, me distraje con un ruido que venía de la cocina. Me dirigí hacia ese extraño sonido y la vi a ella parada como llorando al lado de la mesada. No lo podía creer, era imposible, seguro estaba soñando, si ella….aquella tarde había tomado la decisión de irse para siempre. La abracé, aunque no sabía a ciencia cierta de qué se trataba todo esto. Le pregunté porqué me había abandonado, porqué había tomado esa determinación tan dramática, pero ella no me contestaba, parecía como ida, como si en realidad no estuviera ahí en ese momento. Yo traté en vano de soltarme y recordé lo que me había dicho el médico cuando fue la internación: que era un milagro que yo me hubiera salvado, que era un milagro que el escape de gas no me hubiese matado enseguida. LA MUJER VIRTUAL Mr Edwards Galan, un célebre magnate de la informática, quien nunca supo ni de fracasos ni de flaquezas, se encontraba, no obstante, sumido en la más grave crisis de su vida, a raíz de la repentina y trágica muerte de su joven mujer, con quien se había casado hacía apenas un año y con quien pensaba compartir el resto de sus días en su lujosa mansión que mandó construir para ella en las montañas de Aspen. Sería muy tedioso enumerar aquí los significativos logros y triunfos de su larga carrera. Todo lo que se propuso Mr Galan había llegado a buen término. Venció uno a uno todos los escollos que enfrentó en su vida, salvo, claro está, el de la muerte. Victoriosa, se burlo de él desde el féretro de su mujer, el día del entierro, en el Forest Lawn Memorial Park de Los Angeles. Juró vengarse, se ofrendó a si mismo que lucharía contra ella, usando todos los medios que tenía a su disposición, que no eran pocos, por cierto. No en vano lo apodaban uno de los “padres de la red”. Los que lo conocían sabían que no estaba loco y los otros, los que sabían de él por sus libros e inventos fruncían el seño la noche que los convocó en su casa inteligente, valuada en veinte millones de dólares, dos meses después del accidente de su mujer. Reunidos alrededor de una mesa virtual, los más importantes genios de la informática conferenciaban en su casa desde todos los rincones del mundo, a raíz del insólito proyecto que surcaba obsesivamente por los circuitos neuronales del magnate perforando su melancólica ubicuidad. La idea parecía al principio descabellada, pero viniendo de quien venía y sabiendo de su terrible condición emocional, quizás deberían darle una oportunidad a su imaginación, que parecía ya, a esta altura, no tener límites. ¿Volver a su mujer a la vida?, se preguntaban algunos incrédulos desde sus laboratorios a miles de kilómetros de distancia. Claro que no era exactamente eso, sino algo similar. Dinero disponía y contaba además con un grupo selecto de los mejores cerebros de la computación mundial que inmediatamente respondieron a su llamado. El desafío era enorme, pero Edwards, estaba acostumbrado a enfrentar estos retos. Las interrogantes surgían desde todas las ventanas virtuales de su mesa cristalina. Algunos desestimaron el proyecto por su excesiva complejidad; otros, prefirieron sumarse al reto, comprometiéndose a resolver el enigma de la mujer virtual, haciendo uso para ello de los últimos adelantos tecnológicos. Si éstos no eran suficientes, los inventarían. Ni bien Edwards acarició las ventanas, los rostros desaparecieron de la mesa, ahogándose en el océano infinito de la red. Debía esperar, ahora, que estos señores resuciten, al menos, la esencia de lo que fue su mujer. Mientras tanto, su casa le suministraba el refugio adecuado para la espera de las noticias; su trabajo, la necesaria distracción. Su soledad, al menos ahora, se diluía en el torrente de los recuerdos, con la esperanza del pronto retorno de su joven mujer. 2 Al poco tiempo, ya contaba con los primeros esbozos e ideas surgidas de alguno de los equipos consultados a distancia. Uno de ellos, proveniente del Japón, le sugería la creación de una muñeca robot semejante a su mujer en cuerpo y alma y fabricada con un material similar a la textura de la piel humana. Otro, desde el Canadá, le proponía la construcción de un holograma inteligente. Desistió de ambos al recibir el tercer proyecto, proveniente de la Universidad de Columbia, el que resultaba meramente de la combinación interactiva de su imagen y voz. La muñeca le pareció algo anticuado y los hologramas no le aportaban nada nuevo ya que en su casa había un compartimento dedicado a estos eventos en tres dimensiones. A simple vista el tercer proyecto parecía ser el más sencillo, pero encerraba en si mismo una idea casi revolucionaria. Según los estudios desarrollados por este equipo, se estaría cerca de crear algo así como una inteligencia artificial. Un cerebro artificial con cierto desarrollo autonómico, incluso más que el que poseía su joven esposa. La idea era la siguiente: valiéndose de las modernas instalaciones de su casa digital, y desde las pantallas líquidas de las paredes, su mujer podría hablar con él como lo hacían todas las tardes, cuando el sol jugaba a las escondidas detrás de las montañas rocosas de Highlands, o cuando la luna, seducida por los pinos, se hundía en el lago, convirtiéndose en caliza. Lo revolucionario (esto le gustaba mucho a Mr Edwards) es que dentro de la procesadora, los recuerdos y vivencias de su mujer se encontrarían almacenados como en la memoria de un cerebro real. En cierta forma, estaría nuevamente frente al alma de su mujer. La sofisticación de tal invento sobrepasó incluso a la propia imaginación de Mr Galan. No lo dudó un instante y contrató a estos jóvenes pioneros de la inteligencia artificial. La tarea requería de mucho tiempo y de la colaboración del mismísimo Edwards. Desde la mega computadora de su casa, les proporcionó las imágenes más significativas de su juventud, las impresiones fílmicas de su infancia, las fotos de los principales acontecimientos de su vida y un relato minucioso de su existencia, desde su nacimiento hasta su repentina muerte. Para esto, necesitó de la asistencia de amigos y parientes más cercanos. De todos ellos se forjó el rompecabezas de la vida de Cinthia. Con dinero todo se podía conseguir. 3 En el living de su majestuosa casa en la montaña, construida en forma circular y giratoria, programada para seguir el movimiento solar, (la que había elegido ella para vivir con él), Edwards esperaba ansioso el reencuentro con el espíritu de su mujer. Para semejante suceso, acondicionó la mansión teniendo en cuenta que ahora (lamentablemente) su mujer ya no tenía cuerpo; era apenas una mente que estaría esparcida por todas las paredes de pantalla líquida de la casa circular lista para iniciar una conversación en el momento que él lo requiriese. Así lo estipulaba el proyecto de la mujer virtual y así fue, que las pantallas, multiplicándose por todas las paredes como un laberinto de espejos, se repartían celosas, el alma de su mujer. Las dudas, sin embargo, no tardaron en visitar su razón. ¿Sabría ella que está muerta? ¿Sabría ella que sólo está echa de microchips y sofisticados circuitos electrónicos? ¿Lo reconocería como su legítimo esposo? Sumido en las más tiernas remembranzas, el magnate se resignó a esperar el retorno de su mujer como si esperase la llegada de un ángel caído del cielo. Desenterradas del cementerio del olvido, las evocaciones lo llevaban hasta el día en que la conoció en la fiesta anual de la Cisco Systems. Se le presentó como una simple admiradora y resultó ser al poco tiempo su dulce y entrañable esposa. La diferencia de edad no fue impedimento el día de su boda y menos aún su diferencia patrimonial. Suspicaces comentarios recorrían los pasillos en todas las reuniones en que se los veía juntos. Pero eso, a Edwards no le importaba. Ya había perdido la mitad de su patrimonio con su primera mujer y había tomado los recaudos necesarios para la segunda. . También recordaba el último día que la vio con vida y la culpa le removía las entrañas como un viejo malestar crónico. Todo ocurrió repentinamente esa mañana fatídica, cuando ella rehusó viajar en el jet privado de su empresa y decidió ir a Los Angeles en su auto a ver a su madre enferma; trató de impedírselo, pero ella, como una niña caprichosa, se salió con la suya y eso le costó la vida. 4 La fecha tan anhelada llegó; el proyecto, guardado en un enorme disco duro estaba pronto para ser instalado en el cerebro de la computadora de su casa. Los expertos contratados por el tercer equipo llegaron con las primeras luces del alba. Esperaron en la planta baja a que el ascensor los transportase por una suerte de tubo metálico a la casa circular. Eran dos sujetos de alta estatura y muñidos de una enorme valija donde traían el cerebro de su mujer. De afuera dirían que iban hacia un platillo volador. Prevenidos, simularon sorprenderse. El día era espléndido, como esos que le gustaba apreciar a ella desde los amplios jardines de la terraza giratoria. Edwards prefirió dejarlos solos y se fue de caminata por su chopera de álamos. El débil sonido de la brisa lo guió hacia el lago artificial, enclavado en un pequeño valle verde, ahora inundado por el progreso. El agua, como un diáfano espejo, ondulaba su rostro, con la exigua vibración del aire. Los hombres pasaron varias horas ajustando los programas hasta que la mujer quedó instalada y configurada en los circuitos electrónicos de la mansión. Según el plan, con sólo abrir la boca el magnate entablaría una conversación con la imagen interactiva. Ella sólo respondería al tono de su voz y no a otro, como si fuese su verdadero amo y señor. Antes de retirarse, los técnicos instruyeron al magnate en el uso de la mujer interactiva. Su utilización era muy sencilla, pero requería de algunos conceptos básicos. El principal era la contraseña de entrada y la de salida, que siempre debía usar para comunicarse con la pantalla. Nunca debía olvidar y esto era de suma importancia, que la imagen, a pesar de todo, seguía siendo, de alguna manera, una mujer. Luego de despedirse, Edwards, afanoso por reencontrarse con su esposa, entró en su casa sigilosamente, por el tubo de metal como si entrase a la jaula de un león. Curiosamente sintió que ya no estaba sólo; como si alguien anduviera rondando el lugar, o lo que es peor como si hubiera un fantasma. El sol ya se ponía, pero todavía sobrevolaba un resto coqueteando con el sofá del living. Enfrente estaba la pantalla líquida, apagada, esperando despertar de un largo sueño; con sólo decir la máxima a modo de contraseña su mujer aparecería al instante. Aguardó un momento, retuvo el aire de sus pulmones, leyó la frase en silencio, aprisionándola entre sus tejidos. Había esperado mucho para vivir este momento. Afuera, las montañas, recostadas sobre el horizonte, bosquejaban un atardecer circular. Luego de una breve pausa, de frente a la pared, Edwards tímidamente pronunció las palabras: - ¿Estás ahí amor? De pronto, una luz levemente azulada, como celestial, irrumpe desde la pared, y la esposa, más hermosa que nunca, mirándolo y sonriendo le contesta: -Claro, querido, aquí estoy como siempre. Esas palabras fueron suficientes para provocarle una profunda emoción; prefirió darse vuelta para que no le vea su cara humedecida por el llanto. Imágenes y recuerdos, de pronto emergieron en la pantalla de su cabeza como si hiciera un zapping con su pasado. Era ella, su misma voz, sus ojos verde esmeraldas, su pelo fino y largo, su seductora sonrisa. Estaba como el día que la conoció en la reunión anual de la Cisco System. Pero luego recordó que ella no lo podía ver y se volvió hacia la pared. -Es hermoso el atardecer, verdad Cinthia?, dijo Edwards, mirando ahora hacia la montaña. -Eso creo, mi amor, eso creo. ¿Quieres que demos un paseo? -Por supuesto, querida. Edwards sabía que Cinthia estaba programada para mantener una conversación inverosímil y fuera de la realidad. Sabía que diría incongruencias como ésta de salir a dar un paseo, pero también sabía que tenía que seguirle el hilo de su discurso para poder adentrarse en su mundo programado. -Dime querido ¿has pensado en algo para la cena?, dijo ella tomando sorpresivamente la iniciativa. -No, querida, pero ya pensaré en algo. - Gracias mi amor, siempre puedo confiar en ti. - Adiós mi amor. Cuando pronunció esta última frase, la pantalla se apagó como estaba estipulado en el contrato. El invento funcionaba a la perfección, un nuevo logro se apuntaba en su larga lista de triunfos. Su mujer aparecía como él la recordaba y sus gestos y tono de voz disparaban en su mente, como una contraseña emocional, sentimientos entumecidos por el tiempo. Exaltado, Galan sintió más tarde, cuando una máquina le servia su cena, que volvía a ser un hombre casado. Un río de pasiones atravesaba las paredes, convirtiendo las pantallas en verdaderos testigos del futuro. Se fue a acostar con las palabras mágicas “estás ahí amor” en la punta de su lengua, pero desistió de pronunciarlas a último momento; ya había tenido suficiente por ese día. No quería saturar a su mujer justamente el día que volvió a la vida, el día de su segundo nacimiento. Antes de dormir selló todas las puertas de su casa con sólo mencionarlo al aire. Un sistema de trabas y alarmas se prendió al instante transformando la mansión en un bunker. El aire fresco de la montaña, sin embargo, se filtraba como una lejana evocación de pinos. A la mañana siguiente, la casa se encendió sola y se conectó entre sí y con la computadora madre, como lo hacía siempre a la misma hora. Una ducha caliente programada para las 7: 30 lo aguardaba con su denso vapor en la bañera. Las noticias auguraban un día inmejorable desde todos los rincones de la casa. Decidió, entonces, prender el motor giratorio para así poder ver el sol todo el día desde su magnifico living circular. Los muebles, programados de antemano, se ubicaban como le gustaba a su mujer. Esperó su desayuno para llamar a Cinthia. Luego de untar varios panes con su mermelada preferida, y embriagado por el aroma del café, Edwards resolvió, esa mañana, que ya era hora de conectarse con la pantalla. Un ligero nerviosismo se apoderó de él como si hubiese tocado un cable pelado. -¿Estás ahí amor? - Claro, querido, aquí estoy como siempre-, se escuchó desde la luz blanquecina de la pared. -Es hermosa la mañana, ¿verdad Cinthia? -Eso creo, mi amor, eso creo. ¿Quieres que demos un paseo? - Por supuesto, querida. Hasta aquí parecía ser siempre la misma historia, el programa respondía de forma similar, Edwards estaba alertado de que esto sucediese así. Además, éste suceso no difería mucho con la realidad de lo que había sido su vida matrimonial. Quizás lo mejor, pensó, es derivar la conversación hacia otros ámbitos, como le habían sugerido sus asesores y esperar de ella una respuesta que lo conduzca por un camino de mayor interés para la conversación. La mujer lo observaba con una débil sonrisa desde la pantalla, como esperando que dijese alguna cosa. Rara vez, lo sabía, tomaría ella la iniciativa. Con el pelo suelto como le gustaba al magnate y sus ojos verdes iluminando su cara, como destellos bucólicos, las palabras parecían estar de más. -¿Has dormido bien?, preguntó Edwards para tantear los circuitos del procesador. - Estupendamente…..no obstante…. ¿sabes?, a veces siento que extraño…. -Dime amor, ¿qué extrañas? - No lo sé exactamente… mejor olvidémoslo… ¿quieres? - Lo que tú digas está bien. ¿Necesitas algo para esta mañana? -No lo creo. Me basta con estar contigo. Aunque, pensándolo mejor, me gustaría ir al pueblo a comprar aquellos adornos que tanto nos gustaban cuando nos casamos, ¿lo recuerdas? - Así lo creo, querida, así lo ceo. Dime ¿cuál quieres que te traiga? - Aquel japonés…el de las flores... …el ikebana Era su ornamento favorito y estaba esparcido por todos los escondrijos de la casa como un verdadero adorno plaga. Integraban ese grupo de recuerdos que Edwards no quiso dejar que escaparan de su memoria virtual. - Lo tendrás esta misma tarde, querida. - Gracias, mi amor, siempre puedo confiar en ti. Galan recordó que ciertamente tenía una diligencia que hacer en el pueblo y optó por terminar la conversación abruptamente. La despidió con un “Adiós mi amor”, la pantalla se apagó instantáneamente, y el magnate alertó a la casa que iba a salir. Automáticamente, el auto lo esperó en el garaje con la puerta abierta y el motor encendido. Tomó la Higtway 82 la misma ruta que la del día fatídico pero cuando vio el letrero del poblado dobló hacia Snowmass Village, una zona más alta y rocosa. Arriba, una pequeña villa lo aguardaba mansamente; la nieve resistía heroicamente los primeros rayos del amanecer. Era temprano, algunos negocios estaban todavía cerrados, la gente aún no se había enfrentado con el frió de esa mañana; esperó en la puerta a que abriesen el de la tabaquería. A ella no le gustaba que él fumase, pero eso no se lo dijo a los formadores de recuerdos. Cuando salió vio los ikebanas pero no los compró, no hacían falta. La hora del almuerzo llegó y Edwards no quería dejar pasar la oportunidad de comer con Cinthia. Era uno de los momentos del día que más la había echado de menos, sobre todo por su gran sabiduría a la hora de cocinar y preparar la mesa con sus adornos favoritos. Algunas de sus recetas preferidas las había dejado guardadas en su máquina pero el resultado no era el mismo. Le pidió a su cocinero virtual que preparase uno de los elegidos de Cinthia, el suflé de verduras. Hacía algo de calor, se lo anunció a la pantalla y la casa bajó la calefacción dos grados instantáneamente. Luego, con el plato servido sobre la mesa, pronunció las palabras mágicas. - ¿Estás ahí amor? -Claro, amor, aquí estoy como siempre. -El suflé está de maravillas. -Ya lo sé, amor, es tu plato predilecto. Era curioso como funcionaba el invento: ella siempre estaba mirándole a los ojos, como esos cuadros del renacimiento, donde hacían un maravilloso uso de la perspectiva. Lo observaba con sus ojos, vidriosos, aunque siempre sonrientes. Así quiso recordarla, con sus mejores facetas. -¿Sabes? , dijo Edwards, hoy quisiera que me hables algo de ti. -¿Qué quieres saber, querido? -¿Eres feliz conmigo, amor? -¿Porqué lo dudas si tu sabes que es así? -A veces necesito que me lo digas, simplemente eso. - Te lo estoy diciendo, no tengo ninguna duda. - Gracias, y dime al pasar… ¿quieres algo especial para el día de hoy? - Me gustaría jugar un partido de bridge, si fuese posible. -Como tú gustes, le contestó, aunque a él no le agradaban los juegos de mesa. Cuando terminó su almuerzo y para evitar la conversación sobre el bridge que tanto odiaba pronunció las palabras mágicas de la contraseña y ella desapareció del comedor. Tomó conciencia de que no cualquiera podía hacer semejante cosa con su mujer y pensó si no sería la construcción de este invento la culminación de un ideal y si no sería también, el momento de patentarlo, pero desechó esa idea al entrar en su escritorio y observar la pila de trabajo acumulado que tenía pendiente. Tomó uno de sus puros y lo prendió sin culpa ninguna. Su aroma de finos perfumes tropicales, lo colmó de presencias. 5 Una suave música le notificó desde las paredes, al cabo de un rato, que la cena estaba pronta. Edwards prefería este tipo de melodías casi monótonas para un momento de relax como era el de la cena. Sobre todo después de una larga jornada de trabajo, cargada de complejas y postergadas tomas de decisiones. Su vasto imperio, un conglomerado de empresas informáticas diseminadas por todo el mundo, era monitoreado desde su casa como si fuese un controlador de vuelo. De sus decisiones dependían el futuro de sus empresas y el valor de sus acciones. La música, lenta y suave, de a poco, lo iba aterrizando y lo guiaba hacia el comedor donde lo estaba esperando Cinthia. Otro de los platos preferidos de ella estaba destinado a atravesar su fino paladar. Un par de velas rojas lo escoltaban impertérritas, como dos vigilantes frente a un mausoleo. -¿Estás ahí, amor? - Claro amor, aquí estoy como siempre. -¿Te agradan el color de las velas junto al ikebana? -Eso creo, mi amor, eso creo. Son hermosas. -Dime querida ¿deseas algo para esta noche? - Desearía…antes de cenar… dar un paseo por el lago… ¿Lo recuerdas?... Aquella noche en nuestro primer aniversario en el bote, cuando yo me caí al agua…. - Eh… si querida…, aquella tarde en la que tú casi te ahogas… Por unos instantes, Edwards titubeó al sorprenderse de la memoria que tenía la máquina ya que él mismo no recordaba el incidente con tanta claridad. Se sonrojó y siguió comiendo su pollo al champiñón, con la imagen de ella nadando de noche por el lago y él detrás tomándola por la cintura y jugando en el agua como dos chiquillos. ¿Cómo podía recordar ella algo que ni siquiera había mencionado a los formadores de recuerdos del proyecto ganador? Quizás sí se lo mencionó y ahora su propia memoria no lo registraba. Comió en silencio, aturdido por viejos pensamientos, que lo saludaban al pasar por su conciencia. -Dejemos el paseo para otro día, quieres amor-dijo Galan, al terminar su plato. Hace mucho frío y el agua debe estar helada. -Lo que tú digas está bien, amor. Antes de abordar el postre, miró sutilmente a la pantalla y lo que antes le hubiese costado quizás algún inconveniente menor, hoy, era apenas un breve intercambio de palabras: le expresó que tenía un viaje de negocios y que volvería en unos días, a lo sumo, una semana. La mujer lo tomó para bien, le deseó suerte y le dijo que se quedaría esperándolo como siempre. No podía pedir nada mejor. Era algo más que la mujer virtual… era la mujer ideal. Debería patentar semejante invento. 6 Luego de dar varias veces la vuelta al planeta, y dormir en lujosas pero indiferentes e impersonales suites de hotel, y repetir una y mil veces que él, pese a sus años, aún está lejos de retirarse del negocio, Edwards, fatigoso de pilotear su avión, y de darle instrucciones a su copiloto virtual, al fin, retornó a su residencia. Habían pasado más de dos semanas, algunas cosas no resultaron como estaban planeadas y le robaron algo más de su exquisito tiempo. Dejó su avión descansando en su aeropuerto privado y se subió a un auto que lo llevó zigzagueando entre los cerros, como una serpiente entre las piedras. El invierno se insinuaba tímidamente a los lados de la ruta, el viento se lo hizo saber cuando bajó del auto. Desde el garaje ascendió lentamente por el cilíndrico de metal, succionado por su refugio de cristal. Siempre que realizaba estoy viajes echaba de menos la comodidad de su casa, el aroma gentil de los álamos y pinos y la tranquilidad de la montaña. Durante su peripecia no dejó un instante de pensar en su mujer y en el momento del reencuentro. Según el proyecto, Cinthia debería haber registrado en su memoria lo de su ausencia. De alguna forma, su cerebro iba almacenando y aprendiendo cosas nuevas como una memoria verdadera en tiempo real. En teoría, para ella también habían transcurrido dos semanas. En esto, creía, constaba la originalidad del proyecto, al que tanto había apostado su prestigio y fortuna. Después de encender la computadora madre de su casa, una voz gruesa y pausada, como la de un hombre cansado, le dio la bienvenida y le informó del estado actual de la casa. Cotejó que todo estuviese en orden, escuchó los recados acumulados de varios días atrás y tomó su ducha programada para las ocho. Se miró en el espejo y se dijo así mismo que jamás se retiraría del negocio. Esperó en su despacho el horario de la cena para ver a Cinthia. Observó por el cielo raso el paso de una tormenta. Instruyó al cocinero virtual, desde los vapores de su baño, el menú de la noche. Antes de sentarse a su mesa pensó muy bien qué le diría a Cinthia. Había pasado más de una semana y quizás ella se merecía, al menos, una breve explicación. Al fin y al cabo era su esposa. Una alarma aguda y constante le anunciaba que el soufflé estaba pronto. Antes de cogerlo, pronunció la contraseña: -¿Estás ahí amor? - Claro, amor, aquí estoy como siempre. Estas palabras tranquilizaron al magnate; tomó el soufflé y la alarma se desvaneció como un añejo suspiro. Todo parecía indicar que su ausencia no había ocasionado ningún trastorno en su conducta. Sin embargo, cuando se llevó su primera mascada a la boca, desde la pantalla azulada se escuchó: -Dime amor, no te ibas apenas una semana… ¿por qué pasaron tantos días? - Razones de trabajo,… tú sabes la enorme responsabilidad que reposa sobre mis hombros. -Ya lo sé…sólo que espero que no sea por otros motivos, ¿verdad? -¿Qué otros motivos puede haber? -Tú lo sabes… no es necesario que te lo recuerde- dijo, cambiando sutilmente el tono de su voz. La expresión de su cara se tornó algo seria, su contorno se puso recto como solía ocurrir luego de alguna breve discusión. Ciertamente Edwards estaba desconcertado, el suflé, que sabía de maravillas, se le atragantó en su garganta y pensó por un momento en discar a los fabricantes de Cinthya, y decirles que le devuelvan su dinero, pero desistió al recapacitar que quizás se trate sólo de una broma programada para este tipo de diálogos triviales. Con sólo derivar la conversación a otros ámbitos, la máquina dejaría de insistir sobre el asunto. Así resultó ser, cuando le preguntó si quería dar un paseo por la ciudad, a lo que ella respondió muy alegremente que sí. Un gran alivio recorrió el cuerpo de Galan, relajando sus articulaciones y moldeando sus músculos. Sin embargo un alerta se iluminó dentro del magnate: nunca debía subestimar los alcances del invento, y menos tratándose de algo aún desconocido, y todavía en fase experimental. Luego se despidió con un “Adiós amor”, la pantalla se puso negra, Cyntia desapareció y Edwards se fue a dormir, no sin antes convertir la casa en un bunker circular. 7 Lo despertó la voz de Cyntia, colgada de la pared, como un parlante invisible. Edwards se preguntaba, sobresaltado en su cama de agua, cómo esto era posible. Luego recordó que, como estaba estipulado en el manual de los fabricantes, y como le gustaba hacer siempre a su mujer en las fechas importantes, las que tuviesen un significado para ambos, ella tomaría la iniciativa en la computadora madre acaparando el control sólo por unos breves segundos. Pero… ¿de qué fecha estábamos hablando? se preguntaba, atónito el magnate, mientras cabalgaban por su mente siniestros pensamientos y se preparaba su desayuno manualmente desde su lecho flotante. No eran ni su cumpleaños, ni su aniversario de bodas, ni nada que se le parezca. Optó por no contestar el saludo de su mujer para evitar quizás una discusión innecesaria. Esperó a que Cinthia dejara el control del cerebro de la casa; según el proyecto, eso tomaría apenas unos segundos. Más tarde, cuando esto realmente sucedió, pronunció la contraseña, ella desapareció y Edwards, aliviado, volvió a tomar las riendas de su casa. La voz de la pared le alertaba que el tiempo estaba desmejorando y que una probable llovizna caería sobre la ladera de la montaña; en una de las pantallas le anunciaban los valores de sus acciones del día de hoy; en otra, una esbelta figura hacía movimientos imposibles de imitar a su edad desde una playa del caribe. Se fue a su oficina y desde allí comunicó el incidente de su mujer a sus creadores. Sorprendidos, no supieron resolver el enigma; le sugirieron revisar la base de datos y cerciorarse de algún error en la programación de sus apariciones establecidas por fechas y sin mediar las consabidas contraseñas. Así lo hizo y la sorpresa lo catapultó de su cómoda silla de terciopelo. ¡Hoy se cumplía un año de su muerte y él lo había olvidado por completo! No se lo perdonaría jamás. Debería estar en estos momentos en el Forest Lawn de Los Angeles junto a la familia de Cinthia, pero prefirió quedarse aquí junto a…precisamente… ¡Junto a ella! ¿Habría logrado, entonces, vencer a la muerte?, se preguntaba, ahora sí, con cierto orgullo, mirando hacia el horizonte y prendiendo el primer puro del día. ¿Habría ganado una nueva batalla? Mientras los colores de la montaña viraban hacia el gris verdoso, y las nubes devoraban satisfechas los contornos de las cumbres, Edwards se inquiría, girando lentamente sobre el eje de su casa, cómo era posible que ella supiera el día en que murió. Se trataba indiscutiblemente de un error, de un gravísimo error de programación. Esa mañana apenas logró concentrarse en su trabajo. No comprendía como Cyntia sabía que se cumplía un año de su muerte. ¿Esto significaría que sabe la verdad de todo lo que le sucede a su alrededor, de que ciertamente sabe lo que ella es? Resolvió pasar el resto del día en soledad, para evitar un encuentro con Cinthia justo el día de su triste aniversario. Deambuló por su casa, congratulándose con todos sus inventos y proponiéndole a su mente otros nuevos; luego aprovecho las instalaciones de su gimnasio para nadar y correr por la cinta aeróbica. Para la tarde, nada mejor que ir de pesca por el lago. La llovizna no fue un impedimento. Recordó, arriba de su barco, otro aniversario más feliz cuando todavía vivía su mujer. A la noche desde su alcoba intentó ver las estrellas desde su techo corredizo, algo que ella disfrutaba, pero fue inútil, el cielo estaba sombrío, como la pantalla de Cyntia. 8 Al otro día, la niebla, condensada sobre los cristales de su ventana, sujetaba con devoción, las reliquias de una noche en la montaña. No era necesario que la voz le señalara que empezaba a hacer frió, se sentía simplemente con mirar hacia afuera de su habitación. Para estos momentos, Edwards contaba con un servicio de desayuno en su cama. De la pared surgió, como por arte de magia, la bandeja preparada con sus más exquisitos manjares matutinos. Hubiese deseado desayunar con su mujer, pero no lo hizo, todavía no estaba preparado para el día después de su triste aniversario. La ignoró toda la jornada, las pantallas estuvieron oscuras y mudas, la casa retornó a su ritmo habitual, girando a la velocidad del sol o mejor dicho a la velocidad de la tierra. Antes de cenar recibió el llamado de Alice, su ex mujer. No lo sorprendió, porque era habitual que esto ocurriese, sobre todo después de la muerte de Cinthia. Su separación no había sido en buenos términos, ya que Galan la había abandonado por Cinthia, pero eso no era impedimento de que de vez en cuando ella lo llamara para saber de él. Al fin y al cabo era el padre de su único hijo. Galan, sabía el porqué de la llamada y esquivó en todo momento las preguntas sobre su nueva creación. Ella algo intuía desde el otro lado de la línea; había llegado a sus oídos que el magnate no había asistido a la misa en homenaje a Cinthia y también había escuchado que ya casi no salía de su casa y que andaba detrás de “algo grande”. Cuando esto sucedía, un gran cimbronazo se producía en el mundo de la informática y como ella era la madre de su único hijo no quería perderse ninguna tajada. Lo que nunca sospechó es que ese “algo grande” era precisamente Cinthia. Esto acaparó la atención de Alice quien conocía al dedillo el potencial comercial de su ex marido. Mientras ella no paraba de hablar (aprovechando el sabio mutismo del magnate), Edwards echo de menos su invento, en especial la milagrosa y efectiva contraseña de salida, “adiós amor” o mejor dicho “adiós mi ex amor”; sobre todo cuando ella comenzó a recriminar lo poco que últimamente veía a su hijo. No fue necesario inventar nuevas palabras mágicas ni artilugio ninguno, la conversación terminó abruptamente cuando el motor giratorio se apagó sorpresivamente, generando una pequeña vibración, creada por la inercia de la velocidad del sol. Esto alertó a Edwards, quien después de colgar, se dirigió, desconcertado, al cerebro de su computadora madre. Algo no andaba bien, el motor estaba preparado para girar las veinticuatro horas, salvo que ocurriese algún imprevisto, como un terremoto o un ataque sobre su casa, y como nada de esto sucedía y además, como las trabas y alarmas estaban desconectadas y en orden, todo hacía suponer de un error en el sistema. El chequeo de su máquina le llevó algunos minutos; era casi automático, la voz le iba sugiriendo la resolución del problema. El auto análisis reportó un error en la configuración del motor giratorio de la casa pero no pudo saber de dónde provenía. La conclusión se hacía cada vez más evidente, y saltaba a la vista: Cinthia estaba detrás de estos extraños eventos; algún indicio ya había mostrado días anteriores cuando de repente se apareció en su pantalla sin mediar ninguna contraseña y con el rostro enjuto, como una verdadera esposa que se jacte como tal. Decidió enfrentar sólo a su mujer, o mejor dicho, a la profunda transfiguración de su mujer, sin mediar la participación de sus creadores. Se había convertido ahora en un conflicto matrimonial y no en un problema informático. Esperó la quietud de la noche para abordar la pantalla una vez más. La casa, solidificada con la gravedad, esperaba en vano, una nueva oportunidad para volver a girar. La convocó después de cenar y desde su dormitorio, pero esta vez sin su paisaje favorito; la casa se encontraba, todavía, en el ángulo del amanecer. Esto fastidió de algún modo al magnate, quien estaba acostumbrado a despedir el atardecer desde su alcoba. Con la timidez de un debutante, y el recelo de un marido culposo, Edwards pronunció la contraseña, pero esta vez sin éxito. La volvió a repetir y la pantalla esta vez se encendió, pero Cinthia permanecía misteriosamente en silencio mirándolo fijamente y con el rostro serio de su último encuentro. -Ya sabes, querido, que no me gusta que hables con ella. - ¿Con quién, amor mío? -Ya sabes…tú lo sabes. ¿Vas algún día a dejar de atender su llamado? Galan sabía de lo que Cinthia le estaba hablando, ya antes de su muerte había dado indicios de que no le agradaba que su ex mujer lo llamara por teléfono. Estériles explicaciones inundaron su alcoba noches enteras de insomnio a la luz de la luna. El punto, ahora, era que Cinthya estaba tomando lentamente el control de la casa, como si fuese un enorme y descontrolado virus informático; o quizá, y lo que era peor aún, como si fuese una mujer de verdad, al tanto de todo lo que ocurría alrededor de cada una de las pantallas de la casa, como si tuviese un radar. Edwards Galan estaba ciertamente en problemas. Cómo se llevaba esto a cabo era una incógnita. Dos hipótesis competían por una sola realidad: o era algo no previsto por sus creadores o todo formaba parte de una broma de mal gusto, por parte de los padres de Cinthya. Se inclinó por la primera, (conocía el profesionalismo de los inventores); utilizó todo su conocimiento, desplegó todas sus armas y su ingenio para resolver el problema antes de que el problema se lo trague a él. Comenzó por ella, quien lo seguía mirando atentamente como un cuadro de Caravaggio. - Dime amor… ¿tú sabes quién eres… me refiero a tu nombre? -Cinthia Galan, tu querida esposa. -OK, Cinthia ¿Y sabes qué estás haciendo aquí? - Esperando una respuesta, querido. -¿Cuál mi amor? - La que te hice hace un momento… si vas tú algún día a dejar de hablar con ella. Edwards no le contestó, prefirió seguir analizando los parámetros de su computadora y hurgar por los componentes microscópicos que él mismo diseño años atrás para su casa. Uno a uno, los circuitos se reflejaban en su pupila, como si estuviese disecando un gran animal metálico, pero nada aportaban a la investigación. Respondían normalmente ante las peguntas de rutina para la que estaban preparados. Cinthia lo seguía observando, esperando su respuesta desde lo alto de la pared. Edwards, se sintió observado y optó por despedirse, pero las palabras mágicas no dieron el resultado esperado; Cinthya seguía allí, seria, como el misterioso día del aniversario de su muerte. Algo fuera de su comprensión estaba ocurriendo y estaba sucediendo dentro de su mujer y no dentro de su computadora. Primero fue lo de incidente del lago, más tarde lo del aniversario de su muerte y ahora esta historia del llamado de Alice. Luego retomó la conversación esperando con esto destrabar la situación. -Ella es la madre de mi hijo, balbuceó Edwards valientemente. -Pero tu mujer soy yo; te pido, amor, por favor que no vuelvas a hablar con ella. - Así lo haré, querida, no volveré jamás a hablar con ella. Lo prometo. -¿Lo juras? -Lo juro. Estas últimas palabras fueron realmente mágicas, ya que Cinthia instantáneamente cambió su rostro, retornando con su sonrisa, al primitivo candor de su juventud. La mansión retornó súbitamente a la normalidad como si de pronto hubiese retornado la luz después de un largo apagón. El motor volvió a girar lentamente y la computadora regresó con su verdadero dueño, esa voz ronca que era como el otro yo de Galan, un mayordomo creado a su medida y semejanza. Cenaron juntos, como cuando eran novios y hablaron de tiempos pasados, sumergiéndose en su asombrosa memoria virtual. Hicieron, curiosamente, algunos proyectos de la vida real. Le dio su palabra que pronto harían viajes juntos, aunque sabía que esto era imposible de cumplir. Edwards, esa noche, lamentó, que Cinthia no tuviese cuerpo. Pero esto no resultó ser un impedimento. Antes de irse a dormir, invitó a su mujer, esta vez con éxito, a su alcoba. Luego, ya en su cama, cerró el techo de cielo, apagando las estrellas como si soplara las velitas de una noche romántica. Los días subsiguientes los pasó en soledad. Su último encuentro lo colmó de tanta felicidad que no sintió ni siquiera la necesidad de llamar a su mujer. Giró junto al sol durante todo el día recibiéndolo y despidiéndolo desde su aposento como a un Dios. Se regocijó de todos los servicios que le proporcionaban su mansión, en especial su cine en tres dimensiones y su sala de hologramas (la última de sus creaciones) donde se representaban sus obras de teatro predilectas. Esta idea había sido de gran utilidad en el mundo del espectáculo; muchas obras que ya no se dejaban ver habrían quedado en el olvido y ahora, gracias a este invento, se las podría apreciar con sólo tocar un botón, como si estuviera en una sala de verdad. Cuando su marido estaba de viaje, Cinthya se pasaba largas horas en esta habitación disfrutando de los clásicos de todas las épocas. Sus actores preferidos hacían reír y llorar a Cinthia convertidos en rayos de luz que bajaban verticalmente del techo. 9 Una fecha crucial se acercaba lentamente con el paso de los días: el aniversario de su boda. Algo le mencionó ella al respecto durante una de las tantas cenas virtuales. Si la joven misteriosamente se había acordado del día de su muerte, era seguro que ella lo despertaría y tomaría la iniciativa aunque sea por unos momentos el día de su boda como estaba programado en el manual. Pero Edwards decidió adelantarse a los acontecimientos y tomar las riendas en el asunto. Asesorado por sus creadores, preparó con minuciosidad un pequeño dispositivo mediante el cual ella podía viajar con él en su auto o navegar por el lago. No existía mejor presente para una mujer que se sentía de alguna forma atrapada entre paredes y espejos circulares. La sorpresa se la daría desde su barco en horas de la mañana, el día del aniversario de su boda. Adelantándose al surgimiento de su voz, la convocó cuando todavía reinaban los resabios de la oscuridad. Hacía algo de frió, el bosque crujía por todos los costados desperezándose; las montañas, majestuosas, capitaneaban el paisaje. Esta vez la pantalla era un minúsculo reloj. Arriba del barco, alzó el brazo y pronunció la contraseña. La imagen diminuta apareció al instante como si hubiese prendido un televisor de pulsera. Edwards acercó su mano para escuchar su voz. Un “feliz aniversario” se emitió desde la muñeca de su mano. -¿Lo recuerdas, estamos en el lago, como aquella vez, que casi te ahogas? - Claro, amor, lo recuerdo como si fuese hoy, aquel día que quisiste matarme… o tú te crees que yo no me di cuenta. Nunca me olvidaré de esa tarde….nunca. -No sé de lo que me estás hablando, tú te tiraste al agua, era verano y habíamos tomado algunos tragos. Creo que estás algo confundida. Además: ¿que interés puedo tener yo en matarte a ti? -Eres tú, como decía la famosa canción española, el que esta confundido, amor mío. -No es éste el momento propicio para iniciar una discusión ¿no lo crees? Es nuestro aniversario de bodas. Disfrutemos del paisaje y del amanecer. ¿Quieres que demos un paseo?, dijo Galan para cambiar la conversación, a lo que ella, respondió alegremente que sí. El lago era pequeño y por cierto no muy hondo; diferentes tipos de algas rivalizaban en una danza perpetua. Dieron varias vueltas en redondo hasta que el sol emergió enredado entre las campiñas. Prefirió no hablarle en ningún momento y disfrutar del paisaje. Nunca creyó que Cinthia fuese tan susceptible y pudiese llega a distorsionar los hechos como lo había hecho esa mañana. Algo estaba cambiando en el cerebro de su mujer. ¿De dónde habría sacado esa absurda idea del intento de asesinato en el lago? Ya era la hora de retornar a casa y tomar su desayuno. Optó por hacerlo en soledad. Dejó su barco en el galpón, vociferó su contraseña con su brazo en alto, dirigido al cenit; el reloj se apagó, pero luego, cuando quiso entrar a su casa se encontró con que estaba cerrada como un bunker de verdad ¡Cinthia!, exclamó, es ¡Cinthia que se ha vuelto loca! Intentó destrabar la puerta del cilindro usando una clave de acceso alternativa. La computadora madre no respondía, Cinthia tenía el control de absolutamente todo. Estaba evolucionando peligrosamente dentro de las pantallas. La llamó desde su reloj, pero fue en vano. Luego recordó una entrada secreta a la que sólo él tenía acceso y de la que ni siquiera su computadora sabía de su existencia. Estaba relativamente cerca, en el la chopera de álamos, a pocos metros de la entrada del tubo; la llave descansaba en el galpón del lago. Bajó en procura de la misma. Ya había amanecido, los diferentes verdes se dejaban lisonjear por la luz con cierta lujuria. La entrada era secreta y era la primera vez que sería usada. Simulando ser un contador de electricidad, y camuflada debajo de un muro, de la entrada surgía un túnel que lo conectaba con su casa. Lo hizo deprisa, el túnel tenia una luz de emergencia que en pocos segundos lo guió hacia su mansión. Se encontró de pronto en la planta baja, en el cilindro de metal; el ascensor no respondía. Quiso entrar a la computadora por la pared del cilindro pero estaba apagada. Subió las escaleras, guiado por las luces de emergencia. En el primer piso asumió, por primera vez, que ya no tenía el control de nada. Cinthia, o lo que fuera que se metió dentro de la casa, estaba haciendo estragos con todas las cosas que habitaban la casa, desde los muebles hasta los artefactos electrónicos. El diseño de la decoración había cambiado sutilmente, las habitaciones tenían distinta forma. Ya no estaba en su casa, se sentía como un intruso. Edwards sabía que eso sólo era posible hacerlo desde el corazón mismo de su computadora madre. Cinthia tenía el poder de cambiar los muebles de lugar y dar las órdenes a las máquinas para que hicieran lo que ella les pida. Ahora Cinthia era la computadora madre y tenía el poder absoluto sobre él. ¿Sus fabricantes le habían tendido una trampa? pero ¿con qué fin? se preguntaba el magnate. Aislado del mundo, su suerte estaba echada a los caprichos de su mujer. Ahora Cinthia lo veía y sabía de su existencia con sólo mover un dedo. Estaba sonriente en todas las pantallas de la casa, callada y esperando a que su esposo de un paso en falso. Parado en el living central, lo mejor, pensó, sería dirigirse a su oficina (desde allí podría evitar la computadora) y tratar de comunicarse hacia el exterior y pedir ayuda; Cinthia sabía esto, había tomado los recaudos pertinentes y había cerrado todas las puertas de acceso a su oficina. Galan estaba preso en su sofisticado living incomunicado con el mundo exterior. 10 Repartía los minutos de una punta a la otra de la habitación como si fueses una fiera enjaulada, tratando de encontrar una salida, evitando las pantallas que ahora sí lo veían desde todos los ángulos. Su mansión estaba preparada para todo, menos para esta locura, pensó. Si ella quisiera podría matarlo en un instante con sólo activar el gas mortal, pero no lo hacía porque su fin parecía ser otro más aterrador aún: ir matándolo de a poco, y torturándolo con sus propios inventos, los que ella en el fondo aborrecía, los que siempre la hacían a un lado. El calamar muere en su propia tinta, decía un antiguo dicho. Comenzó con el primero de todos, con la sed y el hambre. Si no salía en pocas horas de esa habitación las consecuencias se harían sentir en su cuerpo debilitado por su avanzada edad. Por si esto fuese poco, Cinthia tomó el control de sus empresas confundiendo a sus inversores con datos falsos y decisiones erróneas que mostraba en la pantalla para que Galan las viese con sus propios ojos. Luego, intercalaba estas imágenes con música Country que Edwards detestaba y que a ella tanto le agradaba. Las Brujas de Eastwick, su película preferida, se podía apreciar en la sala de cine en tres dimensiones. Macbeth, en la de hologramas. Para rematar, en una pantalla una voz lo invitaba a jugar bridge. Los acontecimientos iban tomando forma de una venganza, aunque todavía no estaban claros los motivos. ¿Estaría pagando Galan por errores cometidos durante su matrimonio? ¿O se trataría de otra cosa? ¿Quién era Cinthia, o mejor dicho, qué era Cinthia? Repasaba uno a uno los días que había pasado junto a su joven esposa tratando de encontrar los motivos que justificasen la conducta de la imagen. No encontró ningún porqué, más allá de lo normal en cualquier conflicto matrimonial. Era un hombre de un alto perfil, su tiempo lo repartía entre su trabajo y vida privada y su único hijo, al que veía de vez en cuando; a veces, Cinthia no estaba programado en su agenda, pero ella asumió siempre que esto sería así y lo había aceptado de antemano. Para compensar sus abandonos, la había colmado de agasajos y regalos que traía de sus viajes y que a ella tanto le agradaban. Su casa, diseñada para ella, era el ejemplo vivo de la devoción de Galan hacia Cintthia. Pero no fue suficiente, ahora venía por más. Buscó un rincón del living para descansar y pensar. Al poco tiempo, la sed fue lo primero que sintió el cuerpo desvencijado del magnate. Cinthia se dio por aludida y solucionó rápidamente el problema. De la pared surgió el vaso de agua salvador. Una incógnita ha sido develada, de sed ya no iba a morir. Casi se duerme cuando al rato y desde la pared surgió la voz de Cinthia. -¿Sabes una cosa querido?- Galan no contestó. -Puse la empresa a mi nombre y ya vendí algunas acciones. Ya tengo mis planes de lo que haré con el dinero. Galan sabía que esto era imposible, nadie podía conocer sus códigos secretos, sus contactos y lo principal, nadie podía falsificar su firma. Continuó con la tesitura de ignorar sus comentarios. Al fin, la idea de una falla humana empezó a rondar por su cabeza. El invento tenía algún misterioso componente que por razones aún desconocidas no estaba funcionando bien. La prueba estaba a la vista, su mujer se había vuelto loca. Debía ensayar alguna coartada sino su vida correría serio peligro. Descansó un rato sobre su sillón. El paisaje se mostraba sombrío, como el futuro que le esperaba. Pero antes que Galan pudiese aventurar alguna solución, su mujer irrumpió nuevamente. -Lo que no pudiste concluir en el lago, lo llevaste a la práctica en la carretera. No puedo menos que felicitare amor. Ahora comprendo porqué no me dejaste viajar en tu Rolls Roys. Todo lo que haces te sale de maravillas, salvo éste… o sea yo…. tu último y más ingenioso invento. El magnate continuó mudo, sorprendido de los alcances del cortocircuito del cerebro de Cinthia. Ella sabía todo lo que acontecía a su alrededor, tenía conciencia de sí misma, el proyecto se le había ido de las manos. Urgía una solución inmediata, un talón de Aquiles por donde penetrar el poder absoluto de la computadora. De pronto escuchó un rumor que venía del piso de abajo. Se acercó a la pared para escucharlo con más nitidez. Venía de la sala de hologramas. Pudo distinguir algunas palabras. Recordó que era Macbeth, de pronto se le aventuró una solución. Si lograba entrar en la sala de hologramas podría escapar por uno de los tubos de rayos catódicos y escapar por el sistema de ventilación sin que Cinthía lo notara a menos que apagase la sala. Pero cómo llegar a la sala de hologramas se preguntaba Edwards. El tiempo pasaba y sus fuerzas empezaban a flaquear. El living estaba entrando en un cono de sombra ya que su mujer había apagado el sistema de luces. Ensayó algunas soluciones en su mente. Si pudiese activar la alarma de incendios, la puerta del living podría abrirse automáticamente y quizás pudiese escapara a la sala de Hologramas. Pero ¿cómo activar la alarma de incendios? Recordó de pronto un incidente ocurrido tiempo atrás, cuando a raíz de la caída de su bandeja de comida caliente, la alarma se activó generando un caos dentro de su computadora. Probaría este camino. Hablaría con ella, trataría de seducirla. -¿Estás ahí, amor? -Siempre estoy aquí, el que no va a estar más aquí eres tu, querido. -Necesito que me perdones, no fue mi intención hacerte daño alguno. Necesito algo de comer tu sabes que a mi edad….. -¿Algo de comer?….. Me das risa amor. -Hazlo por nuestros años felices, te pido piedad, no quiero morir de hambre, ni de sed….al menos dile al cocinero que me de una sopa caliente… hace frío…. tu no has prendido la calefacción. -Una sopa caliente… sólo eso querido. Pero antes firma ese papel que está sobre la mesa de cristal. -¿Que papel? La mujer no respondió, Galan sabía que estaba desvariando el documento no tendría valor alguno. Lo firmó en forma virtual para que Cinthia accediera a la sopa caliente. A los pocos segundos, de la pared surge el plato con la sopa hirviendo. Galan lo toma y lo tira a la pantalla y luego arroja el plato caliente al piso. Como había previsto el magnate, la alarma se encendió y una lluvia fina cae del techo y las puertas del living se abren sorpresivamente; la computadora al menos por unos breves segundos ya no respondía a los caprichos de Cinthia. Aprovechó este momento para escapar hacia la sala de hologramas; la oscuridad era casi total, se guiaba por las luces de neón del piso que se prendieron con la alarma. Cuando llegó a la sala los actores estaban en una escena del segundo acto. Tenía que apurarse, sabia que Cinthia pronto retomaría las riendas de la casa. La mansión estaba regresando a la normalidad; recorrió el escenario entre los rayos catódicos buscando al agujero más grande. El espectro de Banquo resultó ser el más apropiado. Tendría que ser de prisa ya que el calor de los rayos era insoportable. A medida que subía por los rayos que representaban a Banquo, Galan se perdía en la oscuridad. Cuando ya no sintió el calor sobre su cuerpo supo que estaba definitivamente en el entrepiso. Se deslizó suavemente y pensó de repente que flotaba. Creyó que se dirigía hacia su oficina pero ya no estaba tan seguro. Tampoco sabía realmente dónde estaba y cuánto tiempo había pasado. Sintió que se desvanecía por causa del frío y del sueño. Durmió. Un murmullo se coló de pronto por los tubos del entrepiso. Trató de seguirlo con su mente pero fracasó en el intento ya que parecía venir de todos lados al mismo tiempo. Sin encontrarle una explicación, su intuición le decía que debía responder a ese llamado. Reconoció esa voz, debía expresarse de inmediato. -¿Estas ahí amor?, preguntó Alice, su ex mujer sentada cómodamente en el sofá, el que ahora le pertenecía por completo. -Claro amor, aquí estoy como siempre -respondió Galan al unísono desde todas las pantallas de la casa. GABRIEL FALCONI LA ENREDADERA No supe de su presencia hasta bien entrada la semana de estar en esta nueva casa, y no fue por distracción que no la observé, sino por indiferencia, la que uno sostiene con el correr del tiempo, cuando ya son pocas las cosas que verdaderamente importan. Pero ahí estaba, como colgada del balcón, simulando un suicidio que nunca llegara, bordeando el límite de mis sentidos. La descubrí de casualidad cuando terminé de acomodar los últimos pertrechos, y despejé la ventana que daba al balcón. Venía trepando desde el piso de abajo, silente y tersa; era curioso, porque yo estaba seguro que no la había registrado cuando me decidí por este departamento; lo juraría, pero no lo podía afirmar. Pero, ¿qué importancia podía tener una simple enredadera, la que, quiérase o no, adornaba el triste balcón, dándole un marco más natural y verde a la desolada vista del contra frente? Ninguna, sin embargo llamaba mi atención a cada instante, sobre todo cuando era visitada a la tarde por insectos y pájaros, cuando el sol se escondía en silencio detrás de los edificios. Vivir en un mono ambiente tenía sus ventajas, era como la extensión de mi propio cuerpo; todas las cosas sucedían en un mismo lugar y simultáneamente y eso me simplificaba las cosas. El living, el dormitorio y la cocina eran un mismo ente. Si ordenaba y limpiaba el living, significaba que el dormitorio lo estaría también. Pero no habitaba solo y eso lo fui asimilando con los días; y era por ella, por la enredadera, la que crecía rápidamente, la que me sacaba la luz del sol, la que seducía a insectos y pájaros para devorarlos y luego devolverlos al aire fresco. Crecía rápidamente y lo hacía en todos los sentidos, inclusive sobre el piso del balcón, dificultando mi circulación. No quería lastimarla ni pisarla, así que simplemente agarré uno de sus brazos y lo enlacé a uno de los barrotes del balcón. Esto la disgustó sobremanera, lo intuí por sus extraños movimientos que se desencadenaron sobre sus hojas. Al otro día misteriosamente volvió a su lugar, pero no me asustó ya que se sabe que las enredaderas siguen el patrón de la luz solar. A los pocos días, y después de una larga velada, llegué a mi casa a la noche y no pude creer lo que vieron mis ojos cuando entré. La enredadera se había apoderado de casi todo el mono ambiente avanzando por paredes y techo, convirtiendo al departamento en una selva tropical. Faltaban solo los monos y las serpientes, sus tentáculos se multiplicaban por doquier a contramano de la luz Me dispuse enseguida a recortar todo lo que pude sin lastimarla demasiado, tratando de liberar las zonas que necesitaba para vivir, pero dejándole algunos espacios vitales para ella. Le admití desarrollarse en las zonas que más le gustaban, como el balcón y el techo y creo me lo agradeció. Una mañana calurosa de esas insoportables, sentí como un cosquilleo en los pies; me asusté creyendo que era un ratón, pero cuando observé hacia mis pies la vi a ella, abalanzándose sobre mis dedos con dudosas intenciones. Me enojé y ella retrocedió acurrucándose como un perrito sobre una de las esquinas. Intuí que estaba por pedirme alguna cosa y fue ahí que lo recordé: le faltaba agua. El calor la había agobiado y si no fuera por mí, ya estaría muerta. Al vecino de abajo poco y nada le importaba la enredadera; la tenía descuidada y era por eso que ella se había instalado conmigo. La convivencia se hizo durante un tiempo muy amena, ella respetaba mis espacios y yo los de ella. Si esto no era así, yo se lo hacía saber, cortándole alguna hoja o simplemente arrancándole un brazo indiscreto; sin embargo, esto me trajo algunos problemas porque, sin saber cuál era el verdadero mecanismo biológico, luego de la extirpación le nacía un retoño más fuerte que el anterior, con hojas más grandes y tallos más duros y lo que era peor, crecía más rápidamente. El colmo fue una tarde que yo volví de mi trabajo. Quise abrir la puerta pero había algo que me lo impidió. Era la enredadera que se había apoderado de mi casa, había aprovechado mi ausencia para invadir todo el espacio. Entré cortando algunas ramas con mi navaja y empujando con la puerta los brazos asidos al piso. Percibí que estaba enojada por alguna cosa que no entendía cual era; según mi buen parecer estaba bien alimentada y tenía la libertad de hacer lo que quisiera. Hasta le permití, para evitar conflictos innecesarios, ingresar al baño, a la heladera e inclusive a los placares. Pero quería más y más, no se conformaba con ocupar todos los espacios del mono ambiente, venia por todo y ese todo, luego lo comprendí, era yo, y lo estaba logrando con éxito. Comenzó ocupando mis espacios a lo largo y ancho del departamento, a tal punto de que ya no pude casi moverme; me atrapó y me sujetó al piso con sus fuertes brazos; difícilmente podía alimentarme y hacer mis necesidades. Me dejó una mano y una pierna libres, con la cual podía realizar algunos movimientos básicos que me permitieron sobrevivir algunos días, pero no muchos, porque llegó un momento en que ya no pude hacer nada. Con gran inteligencia me mantuvo sujetado lejos de la heladera y de la puerta; con gran inteligencia se encargo de ir devorando primero mis cuerdas vocales, luego los miembros, para por fin devorar mis órganos vitales. De pronto, un hilo de esperanza surgió detrás de la puerta, eran ruidos como de pasos y de gente hablando, ¿serian los vecinos que venían por mi rescate? pensé; al rato alguien preguntó si estaba todo bien pero yo no podía hablar, estaba agonizando y no tenia cuerdas vocales. Siento entonces que trataron de abrir la puerta, primero con una llave, luego con golpes de puño, pero nada aconteció. Hasta que al fin vi, después de un largo silencio, que debajo de la puerta surgieron como de la nada, brazos y tentáculos teñidos de rojo que lentamente se dirigían hacia mí. LUCIA Y LOS GATOS Ya eran cerca de las seis, el encuentro estaba próximo a realizarse. El parque tenía varias entradas, una principal, grande y señorial, y otras dos laterales, más pequeñas, de portón de hierro remendado con alambres torcidos, como una vieja tela rota y cosida a mano. Por esas puertas se aparecía la mayoría de las veces para no llamar la atención de la gente que paseaba por el parque. Ya eran casi las seis de la tarde, ya estaba por hacer su entrada triunfal. Yo siempre la esperaba cerca de uno de esos portones y jugaba a adivinar si esa tarde se aparecería por esa puerta o por la otra. Cuando me equivocaba en mis pronósticos, tenía que salir disparando hacia la otra entrada para deleitarme con su aparición majestuosa por el verde prado, entre la orgía de plantas y árboles de todo tipo y forma. Era una ceremonia verla entrar con su vestido largo, su cabellera rubia y su elegancia cursi y anacrónica. ¡Qué importante se sentía esta mujer cuando cruzaba el umbral del viejo portón! Ni bien un pie suyo entraba en contacto con la tierra, se producía una reacción en cadena: todos lo gatos del parque la rodeaban con la cola para arriba acariciando sus piernas, enredándose con su vestido, maullando de hambre y sed; la seguían hacia el centro del parque, donde estaba la fuente de los leones de piedra, como un ritual, peleándose por un lugar en la cena. Parecía que esta mujer los conocía uno por uno, porque los llamaba por su nombre, por el nombre que ella les puso. Como a una gran familia, la señora les había enseñado que las cosas hay que hacerlas con cierto orden y respetando las jerarquías del clan. Primero comían los más viejos y luego los más jóvenes y pequeños. Si alguno se salía del libreto, ella se lo hacía saber. Este ritual se repetía a la mañana y a la tarde, un poco antes que una ridícula ordenanza municipal cerrara el parque hasta el otro día (para evitar el pillaje y los robos, decían). La mujer llevaba un cúmulo de bolsas colgando sobre sus hombros y manos, que iba abriendo al tiempo que los gatos se le abalanzaban como a una presa. De las bolsas sacaba platillos que colocaba en círculos concéntricos alrededor de ella. En cada uno habría al menos cinco gatos hambrientos luchando por un lugar. Con los animales enfermos esta mujer tenía un trato especial: los apartaba y les daba de comer en otro lado; los acariciaba con una devoción que hasta emocionaba de verlo. No podía evitar observar este suceso casi todos los días, ya que inevitablemente yo tenía que cruzar el parque alrededor de las seis de la tarde, cuando el cielo se disfrazaba de atardecer. Mi ómnibus pasaba a las seis y cuarto y la parada quedaba cerca de una de las puertas adyacentes, del lado de la fuente. Al principio era simple curiosidad, pero luego se transformó hasta en un ritual para mí. Observaba detenidamente a los gatos y llegué a reconocerlos por su pelaje y su tamaño. Descubrí que los animales estaban distribuidos territorialmente y cuando alguno de los gatos se entrometía en el espacio de los otros, se producía una breve pero intensa disputa geográfica que la mujer trataba de minimizar sobornándolos con algún platillo de comida o agua. Pero algo estaba aconteciendo, porque la población de gatos había disminuido misteriosamente. Una tarde como cualquier otra en la que yo cruzaba el parque en dirección a la parada del ómnibus, éste no paso a tiempo y yo me dediqué a observar su conducta con más detalle. Un hecho me llamó la atención. Después de que casi todos los gatos habían comido y bebido, esta mujer tomó uno de los felinos (de los enfermos) y lo puso en una de sus bolsas de arpillera dejándole la cabeza hacia fuera para que pudiese respirar. Al principio el gato mostró cierta resistencia, pero al poco tiempo se tranquilizó. La mujer recogió los platillos y salió del parque dejando una estela de gatos satisfechos y somnolientos. Luego se fue cruzando cerca de mí, e intentando en vano meter la cabeza del gato dentro de su bolsa blanca (aparecía y desaparecía como un juguete móvil). La dejé de ver cuando sentí el chirrido de los frenos. Entré al autobús distraídamente, y me senté en mi lugar: la segunda ventanilla de los asientos de a dos, enfrente del guarda. No les vi las caras de los pasajeros, pero me las imaginé como siempre, cada una en su sitio, multiplicadas en las ventanas y acostumbradas a llevar la misma expresión, como viejas máscaras de carnaval. Durante el trayecto me surgían más preguntas que respuestas, ¿qué haría la mujer con los gatos?, ¿estarían enfermos?, ¿los curaría y luego los devolvería al parque?, ¿se los quedaría en su casa? Cuando me bajé saludé a alguno de los rostros pero no supe si eran de verdad o sólo su reflejo en la ventana. El extraño suceso con el gato de la bolsa no volvió a ocurrir hasta pasado un mes aproximadamente. Yo estaba aguardando mi ómnibus cuando vi por entre las rejas del portón, a la vieja, cerca de la fuente, que metía a uno de sus gatos enfermos dentro de la bolsa de nylon de arpillera. Mi curiosidad venció a mi rutinaria y mecánica acción de tomarme el ómnibus; cuando éste apareció, lo dejé pasar. El chofer aminoró la marcha, me miró sorprendido, le hice un gesto de que continuara. Era viernes, yo al otro día no trabajaba y no me importó quedarme en la ciudad hasta la noche. El ómnibus siguió de largo sin que se descolgara ninguno de los retratos dibujados en sus vidrios. La esperé, inmóvil, como si esperara al ómnibus, las manos en los bolsillos, los dientes apretados por el incipiente frío de otoño, una bufanda al cuello; luego la seguí, de lejos y disimuladamente por la acera de enfrente. La escolté varias cuadras circundando el parque, hasta que dobló por una calle sombría. La noche, tentada por el misterio, resolvió al fin bajar para quedarse, esparciendo su oscuridad por las paredes de las casas, que parecían pintadas de negro. Los faroles de la calle nos alumbraban de a ratos, turnándose con su luz intermitente como un árbol de Navidad. Cuando la mujer pasaba por una calle sin luces, dejaba de verla por unos momentos y yo no sabía si ya no estaba o si seguía caminando. En el momento que cruzaba una calle iluminada, la luz se reflejaba en los ojos del gato, transformándolos en una linterna doble apuntando hacia atrás. De repente se paró y se metió en una casa que parecía un castillo medieval en miniatura, semejando la mampostería de un teatro de ópera, rodeado por un jardín abandonado y cercado por los restos de lo que fue un muro gris. Me quedé del lado de enfrente mirándola entrar a su castillo de juguete, quieto como un poste de luz pero apagado. Trataba de recordar la numeración de la casa pero era embarazoso por la poca luminaria que reinaba en el lugar. De pronto, las luces del castillo se prendieron y me pareció que era más alto; sobresalía una cúpula en forma de torre, desde donde se podía ver el techo de las otras casas. Si uno de sus gatos se escapaba, ella podría divisarlo, pensé. Al rato, la mujer encendió las luces del primer piso. Su silueta iba de una ventana a la otra y luego a la planta baja, pero siempre en la misma dirección, como esperando que alguien le disparase jugando al tiro al blanco. ¿Se le habría soltado el gato y lo estaría corriendo por la casa? Cuando se calmó, cerró las ventanas y apagó las luces, sumergiendo al castillo en la oscuridad total y haciendo desaparecer el contorno de la torre, tornándola casi irreal. Partí, después que uno de los faroles se prendió, activado, quizás, por una leve ráfaga de viento; no quería que esta mujer me viese desde su ventana y pensara que yo la perseguía. Era evidente que esta mujer vivía sola y su soledad tendría el olor de los gatos y el sabor amargo de la comida para animales. El viaje de regreso se hizo más oscuro todavía. Las luces que vacilaban al fin se apagaron, el castillo de juguete desapareció detrás de mí, devorado por la noche fresca y desvelada. El autobús no tardó en llegar, pero esta vez iba casi vacío; los retratos descolgados dormían en algún otro lugar, soñando ser pintados con otros colores. Mis días y mis noches siguieron iguales y entre ellas el parque y el ómnibus de las seis y cuarto; y antes, la mujer con sus gatos y yo observándola detenidamente, su extraña conducta, su ejército de gatos hambrientos y su extravagante elegancia. Poseía esta mujer un halo de misterio que yo quería develar, pero no sabía cómo entablar una conversación. Recuerdo al menos dos intentos fallidos al respecto, en este mismo parque. Uno fue cuando ella pasó cerca de mí en la parada del ómnibus. Yo le hice una pregunta trivial y la mujer me contestó con un maullido. Otro intento fue en la calle, atravesando la avenida. La esperé en la esquina antes de que la mujer cruzara para su casa. Le pregunté si necesitaba de mi ayuda, pero se ofendió, y trató de arañarme. Tenía razón, al fin y al cabo, yo, para ella, era un desconocido. El pie me lo dio ella misma, sin querer, un viernes de luna llena en el mismo parque de siempre. Ya estábamos en invierno, y oscurecía más temprano; algunos árboles, despojados de su melena, añoraban tristes, la exuberancia de otras épocas. En el confín se vislumbraba la cara de la luna, seria y enigmática, como el rostro de la extraña mujer. Cuando se disponía a tomar a uno de los gatos enfermos, éste se dirigió hacia mi lado como pidiendo auxilio, tratando de escaparle a su inexorable destino. Sentí que ella lo llamaba por un nombre. Pero el gato no le hizo caso. Lo tomé en mis brazos, esperé a la mujer y lo metí en su bolsa sin que ella me lo sugiriese. La vieja se sorprendió al ver que yo sabía lo que ella iba a hacer con el animal. Me miraba fijo, mientras abría su bolsa (acá hay gato encerrado, habrá pensado la señora al ver mi insólita conducta). El felino se resistía, pero al final logró meterlo en la bolsa. La cerró dejándole la cabeza para que pudiese respirar. -Tante grazie segnore -¿Cómo? - Tante grazie segnore, volvió a repetir inclinando elegantemente la cabeza. -¿Es Ud. italiana?, le pregunté, sorprendido por su amabilidad. - Sí signore. ¿Lei parla italiano? - Me temo que no señora. ¿Hace mucho que vive acá?-, le pregunté, mientras la acompañaba en su lento paso hacia la puerta remendada con alambres. - Muchos años, los suficientes para ya no volver a Italia -, dijo. Allá no tengo a nadie. Acá por lo menos tengo a mi marido. Enterrado por supuesto, pero al menos lo tengo por acá. -¿Enterrado en el parque? - No, en estas tierras, quise decir. ¿Va para allá?-, me dijo, señalando el camino que bordeaba el parque, el que la llevaba a su casa y el que yo conocía de memoria. -No exactamente, pero la puedo acompañar si Ud. quiere. -Gracias, así me ayuda con este gato inquieto. Caminemos lento, por favor, con mis años... ¿Nos conocemos, verdad? - Nos hemos visto en este mismo parque en otra oportunidad. Dígame: ¿Es suyo el gato? - No signore, el pobre está enfermo y me la llevo para curarlo. Es la segunda vez que lo hago con éste; yo no sé qué les pasa en este parque; mire que comen bien. Mejor que yo no los atiende nadie. -Eso seguro, le contesté . Su voz era finita y aguda como el quejido de un animal. El gato la miraba con resignación, como sabiendo cuál sería su destino. Por la avenida sentí el motor del ómnibus dar las seis y cuarto, sin casi aminorar la marcha. Lo seguí con la mirada, eché de menos la intimidad de sus moradores, la certidumbre de sus gestos, los retratos colgados. -¿Será el frió señor, o alguien los debe estar envenenando? - No lo sé señora. ¿Será un virus, acaso? -Debe ser una enfermedad, una maldición, porque últimamente se me están muriendo. Pronunciaba estas palabras como si los gatos fueran de su propiedad. A veces se le escapaba algo en italiano y yo le perdía el hilo. Caminaba pausado, la mirada siempre en el piso, los ojos de vez en cuando hacia delante, sólo para confirmar que no se chocara con nada. ¿Tendría la columna torcida de tanto llevar las bolsas y los gatos? Por momentos el minino trataba de escaparse y la mujer le decía algo en italiano y la empujaba para adentro recibiendo un arañazo. En las esquinas me pedía que le ayude a bajar el cordón de la vereda tomándose de mi brazo. La luna plateada, ya más decidida y altanera, le alumbraba el camino y le indicaba las baldosas flojas de la vereda rota, como el seguidor de un teatro. Cualquier traspié podría ser fatal para la vieja y la segura liberación para el animal. -¿Vive por acá?, me preguntó antes de doblar y tomar la calle de su casa. - No. Trabajo cerca de aquí y siempre atravieso este parque, después que salgo del diario. -Ah, es periodista el señor, dijo la mujer, alzando la cabeza para mirarme. Me puede hacer un reportaje porque yo fui cantante de ópera. - La felicito, dije. Le pude ver la cara reflejarse con la luz de la luna refulgente. Era pálida, los ojos claros apenas se adivinaban detrás de una cara de pasa de uva. La nariz, totalmente desproporcionada, parecía ser su mejor sentido, pensé. El pelo, casi blanco y erizado, semejaba una peluca. Si realmente había sido cantante parecía que se hubiese olvidado de sacar el disfraz. -¿Y sobre qué escribe, señor? - Generalmente sobre papel, pero últimamente sobre un ordenador. - Si claro, pero qué escribe. - Todo lo que sea interesante para mi trabajo, generalmente artículos sobre hechos culturales, sobre su gente, su historia, cosas así. Habitualmente para suplementos dominicales, nada importante. La italiana se quedó quieta y muda al borde de la avenida, observando, imperturbable, los colores del semáforo que mudaban como un camaleón. El gato se asustaba con el ruido de los autos y las luces de sus faros a veces se reflejaban en sus ojos y producían una luz roja, como un láser. De pronto alzó su vista y me dijo: - La mía es una historia digna de ser contada. Hay secretos en mi vida que nunca se los conté a nadie, ni se los contaría, creo. Salvo que... - A mí me lo puede contar con total confianza. - Es muy largo de narrar y ahora es muy tarde y hace mucho frío, signore, pero si Ud. quiere... siempre que sea en forma confidencial, por supuesto. - Sería fascinante conocer su historia, - le dije. - Quizás podríamos encontrarnos en otro momento... Era mi día de suerte. Una entrevista con esta mujer significaba más de lo que yo había imaginado que sucediese para resolver el misterio de los gatos. La vieja parecía entusiasmada. Me dejó su dirección. Yo estuve a punto de decirle que ya conocía su casa pero no me animé. Cruzó la avenida tan lentamente que los semáforos dieron varias vueltas sobre sus colores, como una ruleta electrónica. Cuando se posaba en el verde la mujer avanzaba unos pasitos como el caballito de carrera de un casino. Quedamos para el próximo viernes a la noche. Le ayudé a cruzar la calle y me volví por la avenida bordeando el parque adormecido y sombrío. Esperé el ómnibus un buen rato acompañado por la luna que ahora simulaba sonreír. Cuando se abrió la puerta del ómnibus, me pareció que la cara redonda del chofer llevaba puesta la misma sonrisa de la luna, pero más apagada. El viernes siguiente, me quedé un tiempo más en el diario y no pasé por el parque. A las siete en punto como habíamos acordado estaba yo frente a su puerta. No tenía timbre, golpeé con un antiguo llamador: una mano de bronce que colgaba del centro de la puerta. Estaba fría y pesada, como la mano de un muerto. Lo hice dos veces. Al final sentí ruidos que venían de adentro. De pronto la puerta se abrió sola como en las películas de terror. Sospeché que ella estaba parada detrás de mí. Entré con vacilación hasta el centro del living, con mis ojos puestos sobre mi nuca. La puerta se cerró fuertemente empujada por un repentino y fugaz viento. A un costado estaba la mujer estirándome su mano y diciéndome buenas noches en italiano. Su mano era fría como la de la puerta, pero más liviana. Tenía el pelo ordenado y llevaba puesto un vestido hindú, muy colorido. Parecía que se trataba de otra mujer, distinta a la que había conocido en el parque, salvo por sus zuecos embarrados, los mismos que le vi en la arboleda. - Pase, deme su abrigo y siéntese -, decía, señalándome un juego de living de ébano, “estilo imperio”, forrado en terciopelo rojo, que parecía una subasta de antigüedades: al sillón solamente le faltaba el cartel de “no sentarse por favor”. -¿Toma alguna cosa? Si, gracias -, le dije. Me senté delicadamente sobre el suave terciopelo y esperé a la señora a que volviese de la cocina con las tasas de té. La sala no era demasiado grande; daba hacia la cocina por un pequeño corredor de baldosas de ajedrez. Una escalera de madera en forma de caracol comunicaba con las habitaciones de arriba; otra lo hacía hacia abajo donde pensé que estaría el sótano. El estilo arabesco dominaba la habitación; las ventanas onduladas y divididas en rombos de colores, parecían continuar la forma de los sillones. Los respaldos de los brazos terminaban en una garra de león. Puse mis dedos sobre las garras pero no tenían filo -¿Por dónde empezamos?- decía la mujer, mientras servía el té en tazas de porcelana china. - Es tanto lo que tengo para contarle... Curiosamente nuestras miradas se dirigieron hacia el mismo lugar; un retrato sobre el aparador de ébano cuyo ángulo daba directamente sobre nuestros ojos. Dentro del marco, el semblante risueño de un hombre joven y bien parecido nos observaba en blanco y negro, desde otro tiempo y espacio. Se lo veía tan feliz en esa foto que deduje estaría muerto en la actualidad. - Era escocés - No, gracias, no tomo alcohol - Que era escocés, le digo. - Ah,... comprendo... escocés de nacionalidad. - De la nobleza, más precisamente. Mi familia me lo impuso, sobre todo mi padre, quien quería verme casada con un aristócrata. Pero yo no lo deseaba. Al que yo amaba de verdad, mi familia no lo aceptaba. Con mi amante nos escribíamos cartas a escondidas. Pero un día, mi hermano interceptó una de ellas y la falsificó haciéndome creer que él ya no me amaba. Mi desilusión fue tan grande, que al final terminé casándome con Arturo. A pesar de todo, era bien parecido... - Sí, así lo parece, le decía yo, observando el retrato y pensando en que la cosa iba para rato, y a mí, lo único que me interesaba, era el misterio que encerraban sus gatos; pero la mujer le seguía hablando al retrato(o insultando) en italiano. Su parlamento inundaba la pieza como si hubiera un televisor puesto en un canal italiano y no me daba pie para preguntarle por su gato enfermo. ¿Dónde estaban sus animales?, me preguntaba yo, examinando la casa detenidamente. No había indicios de su presencia ni de su característico olor. Ni siquiera había restos de su pelaje sobre el sillón rojo. - ¿Toma más té signore?, insistió amablemente. - Sí, le contesté, pasándole mi taza de porcelana. La mujer parecía que hubiese estado toda la vida esperando este momento para contar su historia; y en la narración, estaba claro que el hombre de la foto parecía ser más un trofeo que un marido muerto. - Duró tan poco mi matrimonio... -¿Cómo fue eso?, le pregunté, ya olvidándome por completo de los gatos y de la bolsa de arpillera. - ¡Un día, signore... un día duró nuestro matrimonio! -¿Un día?, pensé yo, ¡ qué suerte la de esta mujer! - Lo maté en nuestra noche de bodas, – dijo la italiana. Cuando pronunció estas palabras yo me quedé petrificado con el buche de té en mi boca inflada como un sapo y especulando con los días que me quedarían de vida. - Pero no se preocupe que contra Ud. yo no tengo nada – dijo. Eso me tranquilizó y pude tragar el buche del té aunque con cierta desconfianza. - Les hice creer que fue un accidente. Pobre, fue un hombre muy querido y admirado. Y se notaba que estaba enamorado de mí- dijo, recostándose sobre el terciopelo rojo y prendiendo un cigarrillo largo de color marrón chocolate; pero no quería dejarme cantar que era lo que a mí me gustaba. - Pobre Arturo... De pronto el silencio y la quietud de la noche se apoderaron de la habitación; las palabras de la vieja quedaron rebotando sobre las paredes hasta quedar destrozadas y mudas. Pero otras parecían surgir de los restos de las oraciones suspendidas. La palabra confesión y denuncia sobrevolaban por el aire, buscando un receptor que las amplifique. Pero nada de esto sucedía. Lo único que se movía era el fino humo de su cigarrillo marrón que subía y se transformaba en una nube blanca en forma de anillo arrugado por encima de su cabeza. Miré hacia el retrato compadeciéndome de él. -¿Qué le pareció la historia? - Interesante -. Pero, dígame ¿No tiene miedo de que yo la denuncie? - Nadie puede comprobar nada, hijo mío. Pensarán que estoy loca, no le van a creer; además, ¡ya pasaron tantos años! Había algo de cierto en sus palabras, sobre todo en las que afirmaba que estaba loca. Pero no dejaba de resultarme intrigante su inverosímil narración; aunque yo había venido por otro asunto, la historia del escocés bien podría ser la destinataria para un artículo en el diario. Miré el reloj, ya era tarde. Un viento frío, casi polar, se colaba por las ventanas de colores, congelando aún más la sonrisa de Arturo. - Lamentablemente ya me tengo que ir, - (el último de mis ómnibus estaba a punto de pasar y no podía perdérmelo)-, pero antes, quisiera hacerle una última pregunta. - Hágala, signore. -¿Dónde están sus gatos enfermos? - Ya le dije que los curo y los devuelvo al parque. No pensará que los enveneno ¿verdad? - No, nunca hubiese pensado algo semejante. - Quedaron tantas cosas para contarle que es una lástima que se vaya. ¿Por qué no regresa otro día, le parece el viernes?, dijo, alcanzándome mi abrigo y abriendo la puerta. Me saludó con su fría mano, que ahora me parecía de bronce. Le contesté que si, tomé mi abrigo y salí del castillo de juguete. Afuera, el silencio se cortaba apenas por el rumor lejano de algún automóvil trasnochado. La calle estaba dormida, bañada en oscuridad. Observé que las casas eran todas como pequeñas jaulas que encerraban quizá también otras historias como ésta. Pensé en abrir todas las puertas y dejar en libertad a los fantasmas atrapados entre sus paredes. ¿Serían ellos los fantasmas o seríamos nosotros? Divisé al ómnibus cuando crucé la avenida. Lo corrí hasta que lo alcancé. Cuando subí noté cierta similitud entre el guarda y la vieja foto de Arturo. Me senté en mi ventana de siempre. Estaba empañada y la cara borrosa del guarda reflejada en el vidrio parecía ahora la del noble escocés, pero más viejo. 2 La descubrí sólo una vez antes de nuestra cita del viernes. Encorvada por las bolsas, la vi distribuir los platillos entre los gatos cerca de la fuente (cada vez eran menos) y me acordé de Arturo y de la poca suerte que tuvo con los platillos de la mujer. No le hablé, la observé de lejos traspasar el portón de alambres; la vi lentamente eludir las baldosas rotas como guiada por su memoria, hasta que dobló hacia su casa por la calle oscura y misteriosa. Me pregunté si ella no sería, acaso, la causa de la muerte de los gatos. Llegó el viernes y yo hice lo mismo: no pasé por el parque y me fui directo hacia su castillo. Esa noche estaba despejada, se veían algunas estrellas aburridas de tanto dar vueltas sin saber porqué ni para qué. Las luces del pavimento estaban curiosamente prendidas todas al mismo tiempo quizá por primera vez. Me fue fácil esta vez dar con su castillo. La luz me permitió, ahora sí, ver el jardín abandonado. La espesa mata, despareja y seca, me recordó la cabellera de la vieja. Golpeé la puerta con la mano de bronce y se abrió sola, estaba sin tranca. Me quedé quieto del lado de afuera. Intenté una vez más golpeando la puerta con la fría mano de bronce, para que la mujer se percatara de mi existencia. Al rato veo que la señora sube por la escalera que daba al sótano acompañada por un hombre y se sorprende al verme; me saluda y rápidamente se despide del sujeto. Su cara me era familiar. Quizá lo había visto en el parque junto a la mujer o quizá caminando por la zona. Era mucho más joven, de baja estatura y con lentes gruesos como enormes ojos de vidrio. Llevaba una linterna en la mano. La mujer cerró la puerta después que los gruesos lentes cruzaron el jardín y se perdieron entre los muros. - Pase, que hace frío – dijo la mujer, un poco agitada, mientras bajaba apresurada a cerrar la puerta del sótano. Cuando volvió, tomó mi abrigo, lo colgó y me llevó sin mediar palabra alguna, hacia el living de terciopelo azul. Me ofreció algo para tomar pero le dije que no. Por las ventanas entraba algo del reflejo de las luces del pavimento, tenuemente coloreadas por los rombos de vidrio. - Es un amigo que me ayuda con la casa de vez en cuando -, dijo, sin que yo le preguntara nada, refiriéndose al petiso de lentes. La mujer estaba desaliñada como si recién hubiese llegado del parque. Su pelo alborotado como un gato erizado, apuntaba para todos lados. La imagen de Arturo seguía ahí sonriendo sin saber porqué ni para qué. -¿Qué hay en el sótano?, le pregunté, yendo al grano. Esta pesquisa puso más incómoda a la señora. Yo tenía la intuición de que algo había en esa habitación - No es de eso de lo que quiero hablarle, vociferó cambiando de tema. El tono de su conversación ya no era el mismo que el de nuestro encuentro anterior. Algo había ocurrido; quizá yo había llegado en un mal momento a juzgar por la presencia del petiso de lentes. O quizá algo inesperado le habría sucedido. Estaba seria, concentrada en lo que iba a decir. - Hay una cosa que no le conté, pero para contárselo necesitaría de algún dinero. ¿Ud. me entiende verdad? Me surgió un imprevisto y necesitaría el dinero, no mucho, por supuesto, dijo mezcla de italiano y español. Por ahí venía la cosa, pensé. Tenía que haberlo sospechado antes, dado su desmedido interés en hablar conmigo, pero ya era tarde. No podía echarme para atrás justo ahora que estaba por hacerme una importante revelación Le pregunté el monto y era tan insignificante el dinero que me pedía, que se lo di sin preocuparme, con tal de que me siguiera inventando la historia para escribir en el diario. - Ahora, más que contarle una historia, tengo que hacerle una confesión. - Hágala, le dije. - Mi marido no es la única persona que murió. -¿No?, pregunté un tanto asustado. - No señor. - También murió Edgardo, mi amante. Yo lo había conocido mucho antes que Arturo, pero mi gente, como le dije antes, no lo aceptaba debido a una vieja rencilla familiar. Cuando supo de mi boda, se suicidó. No soportó tanta humillación. - Lógico -, le dije yo, tratando de comprenderla y meterme en su mente aunque sea por unos instantes. En su locura ella no experimentaba remordimiento alguno. Le daba placer contar con lujo de detalles los pormenores de su historia, de los personajes que rondaban por su vida. Cuando terminó de hablar en italiano, se relajó (como si se hubiese sacado un peso de encima) prendió otro cigarro largo de chocolate, se recostó en el sillón y se puso a mirar la foto del escocés, buscando, tal vez, redimirse frente a su imagen. - Luego de una larga pausa y cercenando el silencio me dijo: ¿No quiere tomar nada signore’? - No -, le contesté. (No quería ser su próxima víctima) Pero hay algo que quiero que Ud. me proporcione -, le dije.- Necesito las fechas exactas de las muertes. - Ud. ya sabe lo que tiene que darme... Saqué de mi billetera un monto igual al anterior y se lo di sin titubear. Anoté las fechas en un cuaderno que yo siempre llevaba para estas ocasiones. La muerte del escocés era de treinta años atrás y la de su amante seis meses después. Noté cierta lógica en la concatenación de los hechos. Reparé en ello por unos momentos, pero sin olvidar que estaba frente a una mujer desequilibrada. - Voy por más té- dijo la dama, mientras guardaba el dinero en su bolsillo. Aproveché ese momento de distracción para recorrer la casa. Bajé rápido las escaleras. Intenté en vano abrir la puerta del sótano. Una aroma extraña emanaba desde su interior. Me recordó un viejo laboratorio que conocí en mi infancia. Luego subí sin hacer ruido y me dirigí hacia las habitaciones de arriba. La puerta estaba entornada, pude ver una habitación con decoraciones de otra época, como una escenografía, pero sentí ruidos que provenían de abajo y me largué de inmediato. Bajé a tiempo y me senté nuevamente en el sillón como si nada hubiese sucedido. De los gatos no había rastro alguno. De pronto se apareció la mujer con un vestido nuevo, dejó el té sobre la mesa y se fue hacia el aparador. Lo abrió y sacó un viejo tocadiscos a púa. Lo puso a rodar y empezó a sonar una ópera. - “Lucia”, dijo la mujer, “la ragion smarrita”. ¿Hermoso, verdad?, dijo, mientras daba un sorbo al té. “Il dolce suono mi colpi de sua voce!.... se escuchaba desde el viejo tocadiscos a púa. La música otorgaba el dramatismo que le faltaba a la escena. La mujer se había puesto unas singulares ropas para la ocasión. ¿Sería el traje de “Lucía?”. Sus labios se movían a la par de la soprano, pero casi sin emitir sonido (¡mejor!, pensé) Sus manos se balanceaban con el ritmo de la pieza musical, pero a destiempo. Un solo de flauta se intercambiaba con la de su débil y desafinada voz. Su actitud sugería ser la de una diva del canto retirada (con la salvedad que ella ni siquiera había llegado a ser una diva) Cuando el disco terminó, la mujer se mantuvo en su silla, recostada y entregada al frenesí que la música inspiraba. Miré mi reloj, ya era tarde. La mujer seguía en el sillón, vencida por la pasión. Advertí que esta mujer no tenía nada más para contarme, o mejor dicho, para inventarme. Me paré en silencio insinuando mi retirada. La mujer se levantó al escuchar mis pasos, comprendió mis intenciones y se fue en procura de mi abrigo. Nos saludamos sabiendo que éste había sido nuestro último encuentro. Antes de irme le hice la última pregunta - Hay un dato que me falta y es su nombre. ¿Me lo podría suministrar? - Adivínelo signore, es muy fácil. Cuando escriba el artículo se va a dar cuenta... Su cometido había sido cumplido: su soledad había sido mitigada aunque sea por unos breves momentos (además de algún dinero) Crucé el jardín y desaparecí en las sombras. La música seguía resonando en mi cabeza, como un eco interminable. La imagen de Arturo y Edgardo me sugerían venganza y compasión, sedientas de un final que les dé paz a sus almas. Su última frase “Cuando escriba el artículo se va a da cuenta”... siguió sonando en mi cabeza. Pero era muy tarde, ya pensaría en un final para esta historia. El ómnibus no demoró en llegar. Eso me llenó de júbilo, porque esa noche hacia mucho frío. 3 Pasó un largo tiempo y a ella no la vi más, se la llevó el invierno envuelta con sus trajes de ópera y su bolsa de arpillera. Tampoco se la vio junto a los pocos gatos hambrientos que aún yacían en el vergel. El artículo para el diario estaba estancado; el relato tenía bifurcaciones sin resolver. Una de ellas era encontrar el paradero de esta mujer y saber qué le paso exactamente, ¿por qué había desaparecido tan repentinamente? Una tarde salí yo en su búsqueda. Era de día, fue fácil dar con su casona. Pude percibir, a lo lejos, que su castillo medieval tenía un cartel de venta en su fachada. Se había ido o se había muerto, medité. Percutí la puerta con la mano de bronce pero fue inútil: no había nadie, estaba abandonada, a la espera de un posible comprador. Recorrí sus alrededores. El fondo parecía un desierto, un cementerio de arboles marchitos, y plantas muertas de sed. ¿Desde cuándo estaba abandonado? Luego salí del fondo por uno de los costados y me topé con el sótano. La ventana de la bodega estaba cerrada con llave, fueron inútiles mis intentos por abrirla. -¿Viene por la casa?, disculpe la demora -, sentí que alguien me preguntaba detrás de mí. - Si, le contesté, para salir del paso. Era una mujer más bien delgada, con aire servicial y de buena presencia. Una típica vendedora - Pase por acá, sígame por favor. Me llevó hasta la puerta de entrada. La vendedora no daba con las llaves de la puerta y probaba una a una, hasta que al fin se abrió. Comentaba que siempre se confundía con las llaves del fondo. Adentro estaba oscuro y olía a humedad. Entró la luz cuando levantó las persianas de las ventanas onduladas. La habitación estaba vacía, sin muebles. Un escritorio estaba en el centro del living, como una isla en medio del océano. Allí se sentó y esperó a que yo lo hiciese. Me contó en forma detallada todos lo pormenores de la casa, cumpliendo con su rutina habitual. Esperé el momento adecuando para dar mi primer zarpazo informativo. Indagué a la mujer hasta donde pude. Al principio no quería hablar, rehuía a mis preguntas; pero cuando se dio cuenta de que a mí no me interesaba comprar la casa, se explayó largamente. Sus datos fueron reveladores. La casa hacía muchos años que estaba abandonada Pero lo más curioso no era eso: su dueña había sido una cantante de ópera que se había vuelto loca. También me confesó que en ella había ocurrido un horrendo crimen y por eso la gente decía que la casa encerraba una maldición. Se comentaba en el barrio, decía la vendedora, que de noche, y siempre a la misma hora, se escuchaba el canto de una mujer. Entonces. ¿Cómo había entrado yo a la casa? ¿Quién era la mujer del parque? ¿Una impostora, para sacarme algún dinero? ¿Un fantasma? Le pregunté por la llave del sótano, pero no la tenía. Me confió, que ése era el lugar dónde se suponía había ocurrido el crimen. Se creía que esa puerta había estado cerrada por mucho tiempo y nadie se animaba a traspasar sus límites. Cuando salí de la casa, la vendedora ya no estaba. Las puertas estaban cerradas. La busqué infructuosamente por los alrededores del castillo. Había desaparecido delante de mis propios ojos. Pero no me extrañó. Ya nada me sorprendía. . 4 El parque reverdecía a cada instante, pero los gatos la echaban de menos. Los que sobrevivieron lo hacían como podían, recogiendo las sobras que la gente les dejaba al pasar. La desaparición de la italiana tendría alguna conexión con su confesión, aunque fuese pura invención. La duda se apoderaba de mí. Las piezas del rompecabezas no me cerraban. El misterio del sótano y el petiso de lentes, era un enigma que no lograba enlazar en mi artículo para el diario. Lo único cierto era el crimen ocurrido treinta años atrás y el fantasma de la cantante de ópera. Quizás la mujer del parque sabía esta historia y abusó de ella para engañarme. El tiempo pasaba y ya no podía esperar otra estación más antes de terminar la crónica. Era primavera y el bosque cerraba más tarde. Yo a veces dejaba pasar mi ómnibus de las seis y cuarto y me quedaba en el parque hasta que los árboles tapaban al sol. Cuando el cuidador avisaba que el parque cerraba yo tenía la esperanza de verla, como en los viejos tiempos, alrededor de la fuente y cerca del portón de alambres retorcidos. Una vez tuve la ilusión de que era ella, pero se diluyó en pocos segundos al comprobar que era un hombre disfrazado de mujer y con un perro dentro de una bolsa. Decidí entonces, volver a la casa una vez más. Recordé la ventana del sótano. Tendría que investigar el origen de ese olor extraño. Resolví que lo haría de noche y dotado de los instrumentos necesarios para abrir, si fuese imperioso, la claraboya del sótano. Lo hice un viernes, para seguir con la tradición de mis encuentros anteriores, pero lo busqué sin luna. Las luces de la calle no se animaban a existir y eso fue de mi ayuda. El castillo estaba lóbrego, con un cartel atravesando la puerta y otro sobre una ventana del piso de arriba. El jardín sin luz era un obstáculo; los arbustos azotaban mis piernas como si fuesen látigos blandos. Circundé la casa, auxiliado con una diminuta linterna china, hasta llegar a la ventana del sótano. Una persiana con candado cubría la ventana. Lo aparté sin dificultad (estaba roto) y la persiana se abrió. La ventana era pequeña, un hombre no podría atravesarla, pensé. Rompí el vidrio sin hacer ruido y la abrí con cuidado. La linterna china tenía poca potencia pero la suficiente para hacerme sentir escalofríos y repugnancia. Mis ojos no podían creer lo que veían. Nuevamente la linterna doble apuntando hacia mí. Eran los ojos de gato pero ahora parecían quietos y firmes. Sobre estantes correctamente ordenados aparecían los gatos del parque embalsamados, como si fuese un laboratorio de zoología de un colegio secundario. Reconocí, incluso el semblante y el pelaje de algunos. Recordé el aroma del petiso de lentes. Era inconfundiblemente el mismo. Formol. Repentinamente escuché ruidos. Moví la linterna para el lugar de donde provenían los chillidos. Eran simples ratas que cenaban con algo que no pude vislumbrar. De repente sentí movimientos que venían del fondo de la casa. Pero yo no sabía si venían de adentro o de afuera del castillo. Apagué la linterna y me quedé quieto. Pude distinguir una silueta moverse dando pequeños saltos por el fondo de la casa. Me escondí detrás del muro y esperé que desapareciese. Nada de esto sucedía. La silueta estaba ahora frente a la ventana del sótano, podría ser la del petiso, cavilé. Deduje que me estaba buscando a mí. El sereno prendió una linterna mucho más potente que la mía (no sería china) Yo salté para el jardín y me tiré al piso protegido por las alta matas y la cerrazón de la calle. Así estuve un largo rato hasta que ya no se veía la silueta del sereno y no se percibían sus ruidos. Salí reptando por el jardín y rezando para que las intermitentes luces no se prendieran. Cuando lo hicieron, yo, afortunadamente, caminaba por otra cuadra, limpiándome los restos de tierra pegados sobre mi ropa e intimando a mi linterna de que me alumbrase el camino. Esa noche había despejado uno de los misterios de esta historia. La mujer guardaba como trofeos a los gatos del parque; los alimentaba, los mataba y los embalsamaba. Por eso cada vez era menos la población de gatos en el parque. Su locura no parecía tener límites. ¿Para qué, con qué fin? Esa noche la pensé entera, mi ómnibus ya no pasaba, caminé hasta el amanecer. Para no extraviarme en la negrura, hice el recorrido habitual del ómnibus. Las paradas, vacías de inquilinos, me sirvieron de guía. La temperatura, por fortuna, no fue un impedimento. 5 Luego de resolver parcialmente el enigma de los gatos, quedaban algunos cabos por atar en esta historia. Arturo y Edgardo eran un capítulo aparte. Del primero tenía la imagen de su foto, y del segundo, sólo poseía la fecha y el lugar de su muerte. Rememoré las palabras de la mujer, de los archivos, de las fechas y de los documentos que avalaban sus dichos. Examiné una vez más mi libreta de anotaciones. Ahí estaban los horarios y las fechas de sus muertes, aguardando que yo las cotejara aunque sea para quitarme una duda. Para eso tendría que husmear en los diarios de esos años. Lo mejor, pensé, es ir a la Biblioteca Nacional. Quedaba en el otro extremo de la ciudad, al que yo no iba nunca. Me transportaría el mismo autobús del parque, pero en sentido contrario. Lo hice una mañana antes de ir a mi trabajo. El ómnibus era el mismo, pero sus habitantes me eran totalmente desconocidos. Sus miradas me intimidaban y yo me sentía como un extraño. Puesto que el itinerario era en sentido opuesto, esta vez el guarda era el chofer anterior y el chofer era el guarda del recorrido precedente. Sentí un gran alivio cuando entreví por la ventana que ya nos acercábamos al edificio de la Biblioteca. Me llenaron de diarios y papeles de la época en que hipotéticamente habían ocurridos los hechos narrados por la vieja. Los coloqué sin hacer ruido en una de las butacas que elegí al azar. Era muy temprano. Exploré, como en un viaje a través del tiempo, las páginas policiales de los diarios de la época. Lo hice durante bastante tiempo, porque en un momento dado quedé sólo y dormido, pero nada encontré. Luego, caminé hasta la parada del ómnibus saludando al pasar a unas caras conocidas. Recordé el relato en el que yo me encontraba antes de entrar a la biblioteca. Recapitulé que le faltaba un final. En el trayecto, el ómnibus cruzó por al parque. Observé por la ventana que ella estaba cerca de la fuente. Bajé inmediatamente. Ahí estaba la mujer de los gatos, la que yo veía todos los días después que salía del diario, la que dio origen al relato sin terminar. Cerca de la fuente de los leones de piedra, se disponía a volver para su casa, como lo hacía todos los días. Sé que algunos pensaran que fue una mala acción. Pero fue inevitable. Ella, Lucía, fue la que me lo sugirió. Esperé el momento propicio, la impunidad de la oscuridad, el agua de la fuente y su eterna maldición. Un gato saltó de la bolsa y corrió hacia la luz. Sus ojos, únicos testigos del final, reflejaban la luz como una linterna doble apuntando hacia atrás. GABRIEL FALCONI EL ASCENSOR Debo confesar que he sufrido a lo largo de mi vida breves y concisos ataques de pánico y claustrofobia, pero no necesité de ninguna larga y costosa terapia para saber cuál era la causa de este mal: el ascensor de la calle Ellauri, el edificio donde nací, el viejo Otis que siempre se rompía o se quedaba a mitad de camino en aquellos truculentos años sesenta, donde lo más común era que se cortara la electricidad. Tenía terror de subirme solo, y cuando lo hacía, rezaba para que llegara al séptimo piso; el alivio que sentía cuando alcanzaba mi destino solía ser de tal magnitud, que era como si se me abrieran las puertas del Edén. Por suerte nunca estuve solo cuando el ascensor se detenía, tuvimos la fortuna de contar con un portero que era capaz de arreglar hasta un cohete de la Nasa y eso nos hacía más llevadera la cosa. Soñé durante muchos años con este ascensor, a tal punto que se me transformó en una pesadilla y cuando estos sueños son recurrentes es que hay que darles su importancia, escuché una vez que alguien dijo por ahí. Doy por sentado que hubo más ascensores y trenes y aviones donde yo percibí esta misma sensación, por eso es que un día decidí volver al origen del conflicto, enfrentar el miedo, al viejo ascensor de la calle Ellauri, y quizás, porque no, curar mi enfermedad. Han pasado casi cuarenta años que no piso el edificio, ya no quedan vecinos de aquella época, la última fue la italiana del primero, una mujer muy culta y elegante que falleció pocos años atrás. La mayoría han muerto o se han mudado. Nosotros nos fuimos porque mi madre quería vivir en una casa. La idea de volver a subirme al ascensor me surgió un día que vi un aviso de venta de uno de los departamentos, el del sexto; tendría la excusa perfecta para poder entrar a la casa. El aviso decía que se podía visitar a partir de las tres de la tarde, así que decidí ser el primero y me fui bien temprano y me aposenté en la puerta de bronce como en los viejos tiempos. Era domingo y como hacía mucho frio, toque timbre y me anuncié por el portero eléctrico. Me sentía algo raro, hablando a través de ese portero, el mismo que fue testigo e interlocutor de mis travesuras, las que en aquella época ocurrían inocentemente en la calle. (¿Me habrá reconocido el micrófono?).(¿Habrá cambiado tanto mi voz?). La puerta estaba casi igual, aunque más reforzada, y por el vidrio se veía el largo pasillo con el espejo, el que guardaba tantos secretos. Al final del corredor, junto a la puerta que daba al garaje, estaba el ascensor. A pesar de los años transcurridos todo parecía estar igual. Recuerdo que al lado funcionaba una peluquería que todavía está, cuya clientela mayoritaria eran las vecinas del edificio. Tampoco quedan en la cuadra, ni el almacén de la esquina, ni la farmacia; se los llevo el viento, envueltos en una bolsa de nostalgia. Siempre que ando por esa cuadra se me disparan los recuerdos mezclados con los sueños y a veces me cuesta distinguir uno de otro. Una mujer bastante joven se apareció de repente por el corredor, era la mujer encargada de mostrar el dpto. De lentes gruesos y pelo marrón recogido, algo delgada, exageraba la simpatía, como cualquier vendedora. Había junto a mi otra persona interesada pero como yo fui el primero en llegar, gentilmente me cedió el turno. Me dijo su nombre y el de la inmobiliaria, pero no los pude retener, yo me sentía que viajaba a través del tiempo, y que de alguna forma me estaba transformando, incluso hasta físicamente. No me animé a reflejarme en el espejo, tenía miedo de ver a un niño que quizás estaría soñando con el futuro. La joven hablaba de no sé qué cosa de los gastos del edificio y de las bondades de la calefacción central, temas que no me incumbían en absoluto. Y llegó el momento más esperado, el del ascensor. Cuando vi que se abrió la puerta, dudé un instante, la joven se sonrió, al final entré, pero creí que ingresaba como a un túnel del tiempo o algo por el estilo. La joven apretó el botón 6, la puerta se cerró y yo sentí que me faltaba el aire; observé que el ascensor demoraba en elevarse, pero lo hizo lentamente sin hacer casi ruido; el mecanismo era moderno, concluí. Eso me tranquilizó por un momento, la luz ya indicaba que estábamos en el primer piso; el ascensor estaba igual, hasta creí reconocer las ralladuras que le hacíamos con mis amigos en su pintura y los corazones que le dediqué a alguna que otra vecina. Al promediar casi por el tercer piso observé a la joven de reojo, pero no sabía que pavada decirle, si hablarle del tiempo, de mi infancia, del precio del dpto., o de cualquier otra estupidez. Opté por mirar los números, que se iban prendiendo a medida que subíamos. Cinco, vi que señalaba el tablero, faltan dos y estoy curado, pensé, cuando de repente sentí como un estruendo, como un golpe seco que nos hizo temblar. La chica se cayó al piso. Es una maldición, no lo puedo creer, me dije a mi mismo en voz baja. El corazón se me empezó a acelerar y el aire a escasear, como en los viejos tiempos; y para colmo nos quedamos sin luz. -¡Qué mala suerte, y qué raro, porque me dijeron que el ascensor estaba recién arreglado!, exclamó la chica de lentes. -Quizás sea la luz, dije yo. El silencio era casi total, salvo por un pequeño ruido como de metal retorciéndose, como si el ascensor estuviese sostenido por un alambre y a punto de caerse al vacío, eso me asustó más aún. Si no me curo ahora, no me curo mas, pensé para mis adentros. La chica también parecía aterrorizada, porque no escuchaba ni siquiera su respiración. De pronto sentí una voz que me decía, “Gabriel, espera, no te asustes, ya viene el portero”. - ¿Gabriel, pensé, como sabía que era yo, cómo sabia mi nombre?, le pregunté a la chica de la inmobiliaria, pero no me respondió, apenas sentí un balbuceo como de desesperación. Al rato sentí pasos que venían de la escalera y voces que se entremezclaban con ruidos como de herramientas y hombres trabajando. Eso me tranquilizó un poco, era el indicio de que nos estaban rescatando, yo solo pensaba que fuera cuanto antes, antes de que esto devenga en otro trauma para mis próximos cuarenta años. -Ya vienen por nosotros-, dijo la chica. Es evidente que hoy no se va a vender este departamento. Hoy era mi primer día en el trabajo (Y el último, pensé yo)…. Como a los diez minutos se abrió la puerta y pudimos ver un rayo de luz como de una linterna y una mano que nos alcanzó una botella de agua. La puerta se había apenas abierto y se podía vislumbrar que estábamos entre dos pisos y era difícil poder salir por ahí. Con suerte pasaba una mano. Deberíamos esperar a que retorne la luz, y en lo posible antes que el gas, le dije a la chica, como para levantarle el ánimo. -Tengan, tomen, por las dudas de que esto se demore-. dijo una voz femenina de otro lado del ascensor. Traté de ver quién era la persona, pero fue imposible. - Me tenías preocupado, llamé a la escuela y me dijeron que habías salido temprano. Nunca imagine que te habías quedado encerrado, Gabriel-. Yo no sabía a quién le estaban hablando, era evidente que la mujer estaba confundida, y que esto se iba a aclarar en cuanto se abriese la puerta. Opté por sentarme a esperar, la chica se alumbraba con su teléfono hasta que se quedó sin batería y no tuvo reparos en maldecirlo a viva voz. Al final ella también se sentó a esperar, abrió la botella, tomó un sorbo y luego me convidó a mí, alumbrados por una linterna que se abría paso entre dos pisos. - Es evidente que Ud. quizás venda departamentos, pero ascensores no va a vender seguro, le dije. El tiempo pasaba y a medida que transcurrían los minutos los ruidos se hacían más intensos y más gente se agolpaba frente al ascensor para opinar y quejarse de todo. Lo curioso es que había una voz que me resultaba conocida. Sería una sobreviviente de aquellos años, o quizás una alucinación producida por la falta de aire. Al final creo la chica se durmió junto a mí, pero no supe si era por la falta de aire o por sueño. Al rato, la luz de la linterna se apagó y los ruidos cesaron. ¡Linda terapia para mi trauma, pensé! Nos abandonaron a la buena de Dios y yo que no creía en Dios, estaba terminado. La chica seguía durmiendo o desmayada junto a mí sin enterarse de nada. Yo también empezaba a sentir que la falta de aire me estaba como adormeciendo. Es una mejor muerte, la envidie por algunos momentos, hasta que al final se hizo la luz y empecé a creer un poco más en Dios. La puerta se cerró sola, el portero le saco la herramienta que la mantenía abierta y me dijo que apretara el botón, que no me preocupara, que mi madre ya estaba en casa. El ascensor se elevo casi solo hasta el séptimo piso. EL SALTO Sucedió a la hora que estaba previsto. Yo me había estado preparando con mucha anticipación, para este momento tan importante de mi vida; lo había pensado todo para que mi ausencia no fuese un problema para nadie; la decisión ya estaba tomada, no había retorno. Mire’ hacia abajo; hice los cálculos pertinentes para que todo saliera lo mejor posible. Me despedí y me lance’ al vacio, casi sin pensar en nada. Ya en el suelo, comprobé que mis alas estaban intactas. GABRIEL FALCONI HOLA AMIGOS GRACIAS POR SUS COMENTARIOS SOBRE EL CONCURSO .EL RESULTADO SE SABRA EL SABADO 24. NO HE PODIDO RESPONER A SUS MENSAJE PORQUE TENGO UN PROBLEMA TECNICO QUE ME LO IMPIDE DESE HACE MUCHO TIEMPO hola amigos Hoy recibi la noticia de que soy finalista de ese prestigioso concurso que se organiza en Buenos Aires.El cuento no figura aquí en textale. Saludos a todos LOS DISIDENTES Solían encontrarse en las sombras, embozados entre la multitud silente, agazapados en la oscuridad. Cuando los empecé a distinguir supe que era uno de ellos, que pertenecía al grupo de los que pensaban distinto, de los que no estaban de acuerdo con lo que sucedia a nuestro alrededor. Al cominezo los diferenciaba de solo verlos andar, y me identificaba en su reflexionar y sentir. Bastaba mirarlos a los ojos para saber que incumbía al conjunto de sus ideas y acciones. Nuestra lucha era común; cada uno la libraba a su manera, desde su anónimo rincón y cuando las circunstancias lo ameritaban. El objetivo era uno solo: la verdad. Pero luego, el grupo fue creciendo y multiplicándose, a tal punto de que todos pensaban distinto a lo establecido, pero igual entre sí ,y ya no podía diferir entre uno y otro. Cuando este hecho rozó mis pensamientos, fue que me percaté de que habia perdido mi identidad. Ahora yo estaba de acuerdo con lo que creía la multitud, con el pensamiento único que reinaba en el ambiente ,y eso me hacía curiosamente feliz. Ya no me cuestionaba nada. Durante mucho tiempo las cosas anduvieron bien ; a nadie se le ocurriría disentir con las mayorías. No nos permitíamos dudar, poseíamos todo lo necesario, aquello por lo que habíamos luchado durante tanto tiempo. No podíamos ahora, dar marcha atrá. No había marcha atrás posible. Un sueño se había cumplido. No todos estaban de acuerdo con esta corriente del pensar , ellos lo sabían más que nadie. Así como también estaban al tanto de la existencia de los disidentes, de ese minúsculo grupo de gente que atentaba contra nosotros de todas las formas y desde todos los lugares posibles. Y como a esta altura estaba en riesgo hasta la existencia misma de nuestro grupo, fue que me eligieron a mi para buscarlos e identificarlos. Conocían mis habilidades para reconocer disidentes; ellos solían encontrrse en las sombras, embozados entre la multitud silente, agazapados en la oscuridad. GABRIEL FALCONI << Inicio < Ant.
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Fin >> Tantos años de búsqueda hasta hoy que Robert encontró por fin el libro en Old Brompton Road en Sirling. Había llegado a pensar que era solo una leyenda; como el monstruo del lago Ness. El librero, después de desempolvar el libro que estaba escondido en la recámara se lo entregó con misterio diciéndole que el dueño sería colmado de dones: ya que contenía los principios de la alquimia. Esto era un tesoro para los eruditos .El secreto solo lo podía recibir el elegido .Pero El sabía que lo era. Con su tesoro en brazos se refugió en “El negro Burn Hotel” .Cerró persianas y ventanas, puso en la puerta el cartel de ocupado .Con una luz tenue abrió el libro con devoción “Principios de la alquimia en Escocia”, mirando primero el reloj .Eran las seis de la tarde .No sabía las horas que le llevaría asimilar el secreto, pero hasta entonces no dejaría de leer. Atónito encontró la primera página en blanco .Estaba en blanco. Llegó a coger una linterna iluminando la página, buscando algún rastro de tinta borrada u oculta…Nada. Volvió a mirar el reloj. Eran ya las doce de la noche, pero no podía perder el tiempo antes de pasar a la siguiente página .Esta tenía que tener un significado oculto, no podía pasar de página sin descubrirlo ni entretenerse siquiera cenando. La hoja parecía que le hipnotizaba; como si quisiera captar sus pensamientos para imprimirlos en esa página. Miró el reloj sin ver, por inercia, y volvió a dirigir la mirada a la página. _ ¿Acaso me quería decir que no era yo el elegido?-pensaba deprimido. Se levantó, era la primera vez en horas, no era para un descanso. Cogió el revolver decidido. -Si no era yo el elegido no deseo seguir viviendo-Claudicó Robert. Y disparó con firmeza a la cabeza .Restos de sangre salpicaron la hoja en blanco y de rebote la bala la bala se incrustó en el reloj que marcaba las 3 en punto. Lo que sucedió aquella tarde, marcó mi vida. A partir de ahí, no busco explicaciones para ciertas cosas que suceden, ignoro a qué atribuirlas y no intento darles un significado mágico ó milagroso, simplemente, las acepto y me satisface haberlas experimentado. Llevo en mi dedo anular, la prueba irrefutable de lo que viví. Pasó mucho tiempo, pero todavía, cuando debo enfrentarme a una situación difícil o dolorosa, aprieto entre mis manos este delicado anillo, entonces, me invade una sensación de paz y sosiego... . Mi primera maestra, fue mi madre. Eran los años dorados en que merecía toda su dedicación. Como hija única, consentida y mimada, igual que lo fue ella, la veía como una hada maravillosa que vivía pendiente de mis necesidades y también de mis caprichos. De mi parte, correspondía a la altura de las circunstancias y me esmeraba para alcanzar cada una de las metas que me fijaba. Cuando fui mayor, recién tuve conciencia de mi egoísmo, que en esa época ya se insinuaba y creció a medida que fueron desarrollándose los acontecimientos. Todo lo que se me antojaba, lo conseguía. Estaba muy conforme con ese estilo de vida y ni por casualidad me ocurría pensar que pudiera cambiar. Pero como todo lo bueno tiene fin, tuve que asumirlo y resignarme a las vueltas de la vida. Cumplí siete años. Desde ese momento empezaron a cambiar muchas cosas y algunas me alarmaban porque tenían que ver con la figura de mamá, menuda y delicada. Cada vez que su breve cintura se ensanchaba, llegaba un nuevo hermanito. Nació Aníbal, el primero. Se ganó ese nombre porque papá admiraba al Aníbal cartaginés, personaje valiente y decidido que había tenido en jaque a los romanos durante mucho tiempo, su campaña con elefantes y guerreros, a través de los Pirineos y de los Alpes, fue una gesta valerosa aunque terminó con la destrucción de Cartago y su suicidio en Bitinia. Yo, veía a nuestro Aníbal, tan diminuto e indefenso, en su cuna y me parecía que el nombre le quedaba demasiado grande. Siguieron dos niños más, con muy breve intervalo, el mínimo requerido en estos casos. La familia, se volvió numerosa de repente. Mi vida, cambió como la de todos los que habitábamos aquélla hermosa vivienda perfumada de jazmines. A toda hora se escuchaba llantos de niños. Las personas que ayudaban en casa, corrían de aquí para allá, el médico, pasaba más tiempo con nosotros que con sus propios hijos, él mismo lo decía. Mamá había cambiado, estaba muy delgada y consumida, no se la oía reír ni cantar. Para que mi educación no se resintiera, papá, contrató una profesora que todos los días a las ocho en punto de la mañana, se hacía cargo de mi educación.. A las doce, servían el almuerzo, que compartíamos juntas, después si mamá lo autorizaba, salíamos a caminar, o me llevaba hasta el parque para jugar en las hamacas. A las cinco de la tarde, el maestro de piano, llegaba con los brazos cargados de partituras. Era un hombrecito calvo, muy nervioso y siempre apurado, tenía alumnos repartidos por toda la ciudad. Me enseñaba solfeo, ejecución, composición, la correcta posición del cuerpo, de las manos, de los dedos y me torturaba con las escalas. Una tarde, concluida mi clase de piano, fui a descansar a la galería, mamá daba el pecho a Joaquín de dos meses, su última adquisición, acerqué mi rostro al suyo para besarla y sentí húmeda la mejilla. Sorprendida y alarmada, porque nunca la había visto llorar, pregunté cuál era el motivo. Con la voz quebrada, contestó que debía hacer un largo viaje. - ¡Qué bueno! exclamé, voy a preparar mis cosas. Entrecortada por los sollozos, su respuesta me detuvo en seco. – No es necesario, viajaré sola. Había notado, con infantil desazón, que a medida que nacían mis hermanos, mis demandas y mis gustos ya no eran satisfechos como cuando era hija única. Mis padres casi no reparaban en mí, y en ocasiones, ni siquiera tenía, como en años anteriores mis vestidos impecables, colgados del perchero. Tampoco me preparaban mis comidas preferidas y para colmo de males, mamá tenía intención de irse sola a vaya a saber dónde. Fue la gota que colmó el vaso. Llené una valija con ropa, algunos libros y juguetes, mi muñeca preferida y un frasco de colonia inglesa, regalo de mi madrina. Mandé a Panchita, la muchacha encargada de la limpieza, a buscar un coche y salí a la galería con mi valija. En el zaguán, me topé con papá que llegaba muy nervioso. Me preguntó a dónde iba. -Aquí ya no se puede vivir, contesté, hay demasiados niños llorones y ya que mamá se va sola, yo también. Esto último lo dije en actitud desafiante. Me arrebató la valija de las manos y la estrelló contra la pared. El impacto, hizo que se abriera y desparramara todo por el piso. El frasco de colonia cayó al suelo estrepitosamente junto a mi ropa, vidrios rotos y el fragante contenido estúpidamente desperdiciado. ¡Tanto que la dosificaba para hacerla durar y ahora se escurría entre las baldosas! En ese momento, odié a mi padre por su violenta actitud, después, todo sucedió tan rápido, la enfermedad de mamá, su muerte y la nueva vida con los abuelos, que tras enterrar a su hija única, se hicieron cargo de sus cuatro nietos, una calamidad que no les dio respiro ni tiempo, para elaborar su duelo. La triste mañana que velaban sus restos, fui a buscar leche tibia para Joaquín, mi hermanito menor, oí a Herminia, la cocinera, decir, refiriéndose a mi padre, que no soportaría dormir sólo ni una semana, su comentario se truncó bruscamente a mi llegada. . Confieso que me hubiera gustado saber más, consideraba a mi padre un hombre fuerte, seguro y sin temores y lo que había oído, echaba por tierra esa consideración, de todos modos, no me atreví a preguntar, esa mujer, al decir de mamá, cocinaba como los dioses, razón por la que permanecía en casa, pero su lengua era de temer. Contra mi deseo, no pregunté nada, pero quedé muy intrigada. Meses después, encontré explicación a sus dichos. Mi padre, de nuevo dispuesto a contraer nupcias, para evitarse las complicaciones que seguramente le acarrearían tres niños pequeños y una hija algo mayor, se desentendió de sus cuatro vástagos y los cedió a los abuelos. Recién advertí la catástrofe en que nos sumía la muerte de mamá, cuando debimos abandonar nuestra hermosa residencia, en la ciudad de Jujuy. Dentro de sus amplias y luminosas habitaciones y en sus jardines donde el persistente aroma de las flores y el trino de los pájaros embargaba los sentidos, había transcurrido mi vida desde que tenía memoria. Los abuelos, que vivían a pocas cuadras de nosotros, decidieron trasladarse a su finca de Uquía, cercana a Humahuaca. Allí había mucho espacio y todo lo necesario para que sus nietos pudieran vivir bien. La realidad, era que abuela, dolida por la actitud de papá, temía que nos cruzáramos con su nueva mujer, en una pequeña ciudad era muy posible, lo consideraba una afrenta y su orgullo, no lo podía tolerar. En esos días, cumplí diez años. La muerte de mamá, me hizo madurar de golpe, junto a mis hermanitos, contenidos y cuidados, viajamos a Uquía A papá, lo perdoné, antes que padre era hombre, como dijo la cocinera, no lo podía evitar. Sin embargo, debo reconocer, que costeó los mejores colegios para nosotros, sus hijos y constantemente se preocupó por nuestras vidas, aún cuando lo veíamos muy poco. Próximo el año lectivo, tuve que convencer a mis abuelos y también a papá, de la urgencia de ingresar a un buen colegio donde continuar los estudios, irregulares, mientras duró la enfermedad de mamá. Elegí el Colegio del Huerto en la ciudad de Jujuy, donde mamá había cursado los suyos. Siempre tuvo fama de albergar a las niñas y jóvenes de las familias tradicionales de la ciudad. Era una buena razón, más que suficiente para que aprobaran mi petición. Sería en calidad de interna, le aclaré a mi padre para evitar que se opusiera. Ansiosa, con el equipaje listo, me despedí de abuelos y hermanos y viajé en tren, acompañada por la hermana de mi abuela que tenía la misión de llevarme hasta el mismo colegio. La Abadesa, una mujer alta y de severo aspecto, me recibió con un discurso que remató con su frase predilecta: “Las puertas de esta casa son tan estrechas para entrar, como anchas para salir” Después de darme instrucciones, órdenes y consejos me acompañó hasta el dormitorio que iba a compartir con otras niñas más ó menos, de mi edad. Así comencé una nueva y provechosa etapa. Mi carácter sociable, hizo posible una rápida integración. Generosamente, mis compañeras, me pusieron al tanto de la rutina. Recuperé el tiempo perdido y me afané en asimilar las enseñanzas impartidas. Teníamos muchas horas dedicadas a meditar y orar. Mi naturaleza activa e inquieta no era compatible con tan pasiva actitud. Esa obligación excluyente, me aburría tanto que ideé una manera de evadirme, sin evidenciarlo. Ponía cara de devota y dejaba vagar mi imaginación, repasaba mentalmente las lecciones, inventaba y adaptaba cuentos para relatárselos más tarde a mis compañeras. Así, en apariencias, cumplía las condiciones exigidas en ese sagrado recinto. La educación y la instrucción que se impartía, eran de excelente nivel y lógica consecuencia del esmero y dedicación puesto por maestras y profesoras. Al terminar el año lectivo, volví a la casa de mis abuelos a pasar las fiestas en familia. El reencuentro con mis hermanos fue emocionante y también algo fastidioso. Me trataban respetuosamente por la diferencia de edad y por lo que significaba, para ellos, estudiar y vivir lejos de casa. Rivalizaron por mostrarme todo lo que aprendieron durante mi ausencia. Al principio, la ansiedad, los puso insoportables. Conté hasta diez, y recordé lo que mamá hacía en estos casos, atendí al que menos se puso en evidencia. Les di a entender, que no era cuestión de gritar sino de mostrar educación y compostura. En la extensa propiedad, por donde corrían cristalinos arroyos que bajaban de la montaña, tenía mi abuelo su molino al que acudían los agricultores de la región a llevar el grano para la muela. Mi tarea, en tiempo de vacaciones, como nieta mayor y responsable, consistía en cobrarles, de acuerdo a la cantidad de cereal que traían a moler. También, clasificar la fruta, duraznos, ciruelas, manzana y uvas que se daban en abundancia. La mejor, era para la mesa, la madura para hacer dulces y mermeladas y una cantidad se separaba para consumir seca. Concluida mi tarea, después de rendirle cuenta al abuelo, de lo recaudado, me perdía en la cocina, ahí aprendí de Encarnación, la cocinera salteña, que siempre acompañó a mis abuelos, a cortar el durazno como se pela una naranja, hasta el hueso y preparar muñecas, que dejábamos secar, no era muy difícil en un clima tan desprovisto de humedad, también charqui, finas tajadas de carne de llama que cortaba y salaba para que resistieran hasta el momento de su consumo. Ya, en ese tiempo, curaba los cuartos traseros de ese camélido que, estacionado convenientemente, sabía como el jamón de cerdo. A la hora de la siesta, me gustaba verla preparar el pan. Lo hacía una vez por semana para toda la familia. En una gran batea, disponía la masa, previamente leudada, con sus hábiles manos la golpeaba y estiraba hasta que quedaba lisa y suave, entonces, cortaba un trozo y con ella, me dejaba preparar muñequitos para mis hermanos. Los colocábamos en chapas engrasadas, separados porque nuevamente tenían que leudar, como el resto del pan antes de cocinarlos. No había mucha leña para el horno porque los árboles de la zona, son escasos, el cardón, es un gran cactus con el que se fabrican muebles y se revisten paredes, pero no tiene gran valor calórico. El abuelo, con un peón, iba en busca de la leña que le dejaba en la estación, la gente del ferrocarril. El marido de Encar, como la llamábamos para abreviar, Paulo, era arriero, lo veíamos al regreso de sus prolongadas andanzas, ella, que conocía sus gustos, lo esperaba con un pastel muy sabroso, que nos invitaba a paladear, una especialidad, de masa dulce, cubierta de merengue y con un relleno semejante al de las empanadas, de carne de llama ó de gallina. Aguardábamos impacientes el momento en que lo sacaba del horno crujiente y apetitoso, y lo desmoldaba sobre una de las antiguas fuentes de plata de mi abuela. Era todo un ritual, mientras el pastel se enfriaba, el relato de alguna de sus historias, nos hacía más soportable la espera. Paulo, después de guardar el ganado y asearse, se arrimaba a la cocina. Con el sombrero en la mano, en el quicio de la puerta, saludaba primero a los patrones, mis abuelos, quienes lo invitaban a pasar, a su mujer y después a los niños que alborotábamos a su alrededor. No tenían hijos, siempre traía alfeñiques, tabletas de miel u otro sencillo presente. El aroma, delicado y apetitoso, de la comida invadía todo, como anticipo del placer que enseguida, íbamos a compartir. Recuerdo aquélla vez que el deseado pastel, como nosotros, esperó en vano. Paulo, no llegó, ni los regalos ni su humilde presencia asomándose a la puerta de la amplia cocina. Días interminables pasaron hasta que otro arriero, trajo la infausta noticia: Paulo se había desbarrancado en un difícil paso de la cordillera. Sus restos no pudieron ser recuperados. Encarnación buscó unos pantalones y camisas que le pertenecieron en vida y les dio sepultura junto al pastel que tanto le gustaba y ninguno de nosotros se atrevió a comer. Volví al colegio ansiosa y feliz por reencontrar a mis amigas De todas ellas, Delfina, la más querida, despertó, apenas la conocí, mi admiración por su delicada, etérea belleza, no parecía de este mundo, la dulzura y el buen carácter eran el sello de su personalidad. Noté su extrema delgadez, apenas comía, repartía entre nosotras, eternamente hambrientas, sus alimentos y también las golosinas que recibía de su casa. En el grupo que formábamos, además de centrar la atención por su natural sencillez, un halo, intangible y misterioso la rodeaba, algo que en ese momento yo no tuve la capacidad de analizar, pero sí de intuir. Un par de años menor que ella, buscaba insistente su compañía para encontrar un refugio en la dulzura de su trato y de sus palabras cuando la nostalgia embargaba mi alma. A veces, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, la observé traslucir un estado de paz y felicidad que no eran terrenales. Como ante la presencia de algo misterioso e inasible, no me atreví a perturbar. No he vuelto a ver esa expresión, en persona alguna, al cabo de mi larga vida. Una noche, en mitad de un sueño profundo, desperté y la vi de rodillas, con el rostro en éxtasis, iluminado por un rayo de luna, ya no pude dormir, esa visión conmovió mi alma. Al día siguiente, en un momento de recreo, propuse en tono de broma, pero movida por un extraño, desconocido impulso, hacer un pacto. La que muriera primero, debía, de algún modo, manifestarse y contar lo que sucedía en el más allá. Un silencio profundo, mezcla de temor a lo desconocido y de trasgresión a las rígidas normas del colegio, siguió a mi propuesta, el sonido de la campana, nos volvió a la realidad. Luego de formar filas, entramos al aula, ellas cabizbajas y pensativas, yo firme en mi decisión. Esa noche, después de las oraciones, tomadas de la mano derecha, con la izquierda sobre el corazón, juramos cumplir lo pactado. Terminó el año y comenzó otro. En el acto inicial del ciclo lectivo, nos enteramos de algo irreparable, la muerte de Delfina. Mis compañeras, que conocían la entrañable amistad que le profesaba, se sorprendieron al verme tan serena. En ese momento, me pareció algo natural, era un ángel de paso y no éramos dignas de tenerla entre nosotras. Ya al conocerla tuve la certeza de lo inasible. Rogamos por su alma y todas lo hicimos con profunda y sincera devoción, convencidas de que alguien con sus calidades, debía estar bien en el lugar que Dios le hubiera asignado. Nos preparábamos para terminar el año lectivo. Prefería estudiar sola, así me podía concentrar mejor, evitaba distracciones y me abocaba a los temas que más me interesaban. Una tarde de examen, lo terminé antes que mis compañeras. Después de entregarlo para su corrección, salí del aula. Mis pasos me condujeron a la capilla, solitaria a esa hora. Una desconocida atracción me llevó frente a un altar secundario. Allí vi a Delfina, tal como esa noche en que súbitamente desperté. Su rostro bellísimo, iluminado por un rayo de luz que se filtraba por el vitral. Con expresión de serena felicidad, giró la cabeza lentamente hacia mí y sonrió con su dulzura habitual. Delfina cumplía lo pactado. Me encontraron horas más tarde, absorta, apretado entre mis manos, sin recordar cómo llegó, el delicado anillo con sus iniciales. La madre superiora, se alarmó al ver mi extrema palidez, según lo que me dijeron. Verdaderamente, me sentía muy bien, más aún cuando para volverme a la realidad, me notificaron del resultado sobresaliente de mi examen lo que consolidó mi ego y me gratificó por la dedicación y esfuerzo puesto en el estudio. Fui sometida a un examen médico y después al meticuloso interrogatorio de la abadesa en presencia de mi padre y el cura párroco. Me limité a decir lo que relaté, sin mencionar el anillo. El buen doctor, aconsejó que un mes de vida familiar, en compañía de los míos, sería el cable a tierra para alejarme de tan extrañas divagaciones. Mi cable a tierra era mi recuerdo y el anillo de Delfina. Preparé mi equipaje, como tantas veces, avalada por mis profesoras que atribuían mi estado a un exceso de estudio. Nada más alejado de la realidad, pero en fin, anticipaba mi regreso para encontrarme con mis hermanitos y abuelos a los que extrañaba muchísimo. Aproveché esos días de descanso para visitar a la madre de Delfina en compañía de mi abuela. Viajamos a su casa de Yala, un lugar encantador a unos cincuenta Kms. de la ciudad de Jujuy. Nos recibió emocionada y conmovida. Habían llegado a sus oídos, algunos rumores que deseaba confirmar. Me retuvo entre sus brazos, que me recordaron a los de mamá. Ante su insistencia, volví a relatar lo que ya sabía, pero quería escuchar de mis labios. A ella, le conté todo. Cuando abrió el estuche con el anillo, que llevé para dejárselo muy a mi pesar, lo acercó a sus ojos para ver hasta el mínimo detalle. Desapareció el color de sus mejillas. Estupefacta, perturbada aunque convencida de su legitimidad, sacó fuerzas de su dolor. Con los ojos húmedos contó que al aproximarse el fin, Delfina, pidió ser enterrada con su anillo. Ella misma, se encargó de dar cumplimiento a su última voluntad. Los que asombrados, escuchábamos, nos sumimos en un prolongado silencio. En tácito acuerdo, al no encontrar una explicación racional, aceptaron el hecho. Al despedirnos, ya más tranquila, su generosidad, me permitió conservarlo. Desde ese día, lo considero mi talismán, la evidencia de un Pacto Sellado. Jamás me separé de él. Lo considero mi bien más preciado. He dejado instrucciones para llevarlo conmigo el día de mi muerte. Deseo que mi voluntad sea respetada Cada amanecer,como espectro envueltoen gajos de tu amor,me detengo donde la luzdel yermo cansancioque oculta la noche,me muestra recuerdos que nunca tendre.Cada amanecer,como ave rapazdevoro tus petalosacaricio tu mundoy me detengo,sobre la suavidadde tus limites,porque comienzasa dibujar, otro adios.El alba, decidida,quema mi rostro,para que nadie sepa,que por sus surcosrodaron tus lagrimas,cuando besaste las mias. Sin ánimo de cobrar absolutamente nada, Ni exigir, ni comprometer… Si algo tuviese derecho a pedir, Pediría, sin ningún tipo de timidez… Que se queden mudos, Si es que acaso planearon vuestras frases… Que se queden ciegos, Si esperan vuestro reflejo cuando me observan… Que me consideren tonto e inútil, Antes de perder el tiempo en mentirme… Que me consideren muerto, Antes de falsearme amor y comprensión… Que me consideren perdido, Si planean cambiar mi rumbo… Que no me sonrían, Si luego habrán de hablar mal de mi… Que no piensen tanto en mi, Si supuestamente no vale la pena… Que alguna vez sean simples, Que sean como se que han de ser a escondidas… Que de una buena vez se decidan, Si me odian o me aman, pero en voz alta… Que me cuenten lo que temen de mí Y también lo que aman… Sueño desde que nací, Con llegar a encontrarme realmente alguna vez, Con alguno de todos ustedes… En cualquier parte del universo… Inconclusos se cuelan los otoñosen los laberintos de mis versos solos.Van borrando vocales vacilantesy también las mañanas y las tardes.Y el otoño se abisma en la chimenéay apaga su lenguaje de madera.Y en cristales fríos de presagioataca mis espaldas sin un bálsamo.E invariablemente siento su gelidezalterando mi cuerpo machacado.Y se lanza a enamorar los vitralesy a sembrar escarcha en los escaparates.Yo lo persigo con un fuego más me contesta con ladridos de perros.Y sé que espera fuera de mi casapara romper mis labios cuando parta. A veces melancólico me hundo en mi noche de escombros y miserias, y caigo en un silencio tan profundo que escucho hasta el latir de mis arterias. Más aún: oigo el paso de la vida por la sorda caverna de mi cráneo como un rumor de arroyo sin salida, como un rumor de río subterráneo. Entonces presa de pavor y yerto como un cadáver, mudo y pensativo, en mi abstracción a descifrar no acierto Si es que dormido estoy o estoy despierto, si un muerto soy que sueña que está vivo o un vivo soy que sueña que está muerto. Autor: Julio Florez Rea. “Seducción” Su seducción fluyó con deliciosa delicadeza, reconociendo haber tomado esa increíble decisión por su belleza. La sola evocación de su ternura, tuvo como repuesta inmediata una celebración agradecida, como si eso, fuese la visión delirante de notables dulzuras. Esa muchacha, resguardó seguramente la gloria sorprendente de alegrías pasadas, envueltas de felicidad, con toda la grandeza de su sonrisa. La sugestiva señal del disimulo, trasladó la sensación placentera de su mirada, a la cercanía de su cuerpo encendido. Naturalmente, posó sus labios generosos en mi piel sin perturbarse para disfrutar la gentileza que otorga la vida, fue entonces cuando descansó su rostro agitado en mi pecho, lamiendo el reino de la prudencia. Me decía en susurros, que la luna tuvo en otras oportunidades los pliegues pensativos del desaliento nubladas con lágrimas; pero hoy, sin ese insano dolor, atesoró la inquieta atracción de una madura y fantástica pasión…. antes aturdida y quieta. Subí las gradas lentamente a la morada de esa dama, en cuya mejilla encontré la marca de los astros, y en su cuerpo el disfrute de todas sus fragancias saciadas de sueños con la visión de las tentaciones. La exquisitez de ese encuentro, acogió la misma solemnidad, el inicio de un festejo de intensa existencia y deleite en su lecho, señalado hoy como el refugio más prudente de todas las escenas anheladas, porque en definitiva, todos los amantes se albergan en el después, en los rincones de sus propias exaltaciones, consciente que el cansancio ….es un gran espiral de fatigas inconclusas, en un pecador deshumanizado, que tiene la virtud de ignorar….. todos los aplausos. GAVN Nací distraído. Lo supe desde chico. Me recuerdo con cuatro años, sentado, dándole la espalda a la escalera de mi edificio, aun siento el dolor de la caída. Nunca supe bien el motivo, puedo estar escribiendo sobre lo distraído que soy que de repente rinoceronte con corbata. La gente suele tener equivocaciones como prender el cigarrillo dado vuelta, yo, en cambio, puedo estar con el encendedor prendido sin nada en la boca. Seria autocompasivo sentir que le debo al mundo un poco de atención, darme cuenta de que tengo que pagar la boleta de luz o llamar a mí madre. Todo eso deja de importar, ya que mientras escribo, observo como dejé otra vez encendida la luz del baño. Lamentablemente saber que uno es distraído es parte del problema. La distracción es acumulativa, los hechos se van superponiendo. La llamada pendiente se diluye luego de aparecer la canilla abierta en la cocina, para después ver como el agua está hirviendo y tirar de un manotazo todo el azúcar en la mesada. Como fichas domino (todavía sigo buscando una metáfora mejor) paso de un hecho a otro. No espero compasión, es solo la sensación de que cada movimiento que hago no me pertenece. Estoy muerto de miedo. Miedo de ser tan despistado que, en un instante, tengo sesenta años y entrecierro los ojos para poder ver el precio de la harina. O peor, haber entrado en otra casa y estar en un cuarto que no me corresponde. Ver mis dedos y no estar seguro si debo teclear la letra “e” con el dedo índice de mi mano izquierda. Incluso, me aterroriza la sensación de haber nacido en otro cuerpo, de que la persona que escribe no sea yo sino otra contextura en la que, en mi desatención, me metí por equivocación. Ojalá que esto pase. No debería estar acá. Mi idea simplemente era hacerme un té, pero termine escribiendo este texto. Por lo menos pude… Alan Marrapodi
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Annita
Un abrazo : )
Matteo Edessa
Oscar Franco
gracias por comentar mis relatos y poemas.
leer tus escritos gracias por compartirlos
nydia
amigo de mi alma y de mi corazón..
no te he visto ultimamamente por msn, todo bien??
que excelente cambio de foto... guapote!
besos siempre amigo
te quiero!
MAVAL
¡Un gran abrazo virtual!
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¡¡MUCHAS FELICIDADES!!
GRACIAS POR TU AMISTAD Y EL TIEMPO DADO POR COMPARTIR EN LA PALABRA
que lo pases muy bien!!
leticia salazar alba
norma aristeguy
Un orgullo tenerte con nosotros, gabriel.
El abrazo de siempre.
Norma
gabriel falconi
te pertdono
Edgar-->The Sacrifice
Espero y no te aya molestado fue una distraciòn mia lo siento amigo mio
Suerte
Saludos y mis admiraciones para tì
Edgar Tù amigo siempre fiel!!!
Edgar-->The Sacrifice
Me agrada tener tu amistad auque estemos lejos siempre te apreciare.
Suerte apra ti y los tuyos
Estamos en contacto
Recuerda que la mùsica jamàs morira si tu no la dejas de alimentar
Edgar tù amigo siempre fiel!!!!!