Ella misma reclamó mi compañía para enfrentarse al desastre en casa de su hermana, que se había cocinado por tantos años de penumbras, encierros y reproches silenciosos. Allí sentados en el taxi, trataba de ponerme al día sobre lo que ella conocía y sobre lo que sospechaba de los sucesos; callaba por momentos, como lamentándose interiormente y al sabor de los recuerdos, volvía a hablar, suponiendo que me importaban como a ella, los detalles de la familia de la tía. En una de sus pausas, me quedé mirando su cabeza blanca sin recordar con precisión cuántos años tenía; pensé que de todas maneras eran muchos y no obstante, conservaba su vitalidad y todas sus facultades, en una alerta asombrosa. Años atrás había enviudado y asistido a tantos funerales de familiares y amigos que su abrigo negro ya empezaba a lucir desgastado y ella misma se decretaba en soledad, porque sus hermanos y su gente, “se habían ido, uno tras otro, sin la más mínima consideración, dejándome entre un montón de nietos y bisnietos rodeados de compinches, que hablan con palabrejas raras, que se contorsionan como epilépticos al ritmo de lo que llaman bailes modernos cada vez más vulgares, que ignoran a Carreño, que se despeinan en vez de peinarse, que hablan de sexo sin recato alguno, que los varones quieren parecerse a las niñas y las niñas casi parecen varones, que si los aretes, los piercings, y los tatuajes, que los calzones escurridos, que si la ropa interior a la vista, que Dios sabe en qué pasos andarán, porque ya los muchachos ni principios tienen y han olvidado hasta el temor a Dios, en un mundo cada vez más perdido”, protestando con frecuencia, sin asignar culpables pero sintiendo que este, hacía mucho tiempo, había dejado de ser su mundo y envidiando con nostalgia a sus muertos. “Este mundo ha cambiado tanto, que ya ni la nostalgia sabe a lo mismo”, decía cuando quería entretenerse con sus evocaciones y el vacío de las ausencias. La tía Matilde había sido la más cercana de sus hermanas; casi la había criado o por lo menos le había servido de guía para salir de la niñez y meterse atrevida en la juventud y luego, intentar equilibrarse en la adultez. Matilde era la mayor de las hermanas y su confidente, que siempre la invitaba a la prudencia como ejercicio de la piedad y como preparación para que “cuando les tocara rendir cuentas, el señor tuviera misericordia de ellas y les valorara todos los sacrificios sufridos en este valle de lágrimas”. Se hablaban mucho por teléfono hasta que la tía empezó a perder el oído y las ausencias se fueron prolongando y espaciando desde unos cinco años para acá, al punto que solo se veían unas tres o cuatro veces al año cuando mucho. De todas maneras, a mamá no le gustaba frecuentar esa casona de los últimos años, cuando la vejez de todos allá, acabó por deteriorarlo todo. Vito, Helena y la misma tía, andaban por la casa sin hablarse, a menos que Matilde tomara la iniciativa para recibir monosílabos a cambio. ******************************** La tía, también quedó atrapada con su consentimiento entre aquellas paredes y sus matas, que juntas testimoniaban silenciosas, historias, cuentos y chismes de familia, arropándolos con sus apellidos y sus olores. “Cada casa tiene su propio olor y su propio estilo de familia que es lo que le da su calor, por eso se llama hogar”, me había dicho mi madre, cuando de niño comparaba nuestra casa pequeña pero llena de luz y sol, con lo espacioso de las paredes altas y tristes de la casona de las Cruces. Los hijos de Matilde y Venancio, pretendieron liberarse de aquellos aromas y de aquel estilo de familia, cuando empezaron a irse para armar sus propias familias, tratando de construir otros ambientes y otros destinos; lo que no conseguirían del todo, porque iban marcados por la crianza y la costumbre. Sin embargo, siempre parecían rezagados en el ayer, como en un juego de armonía con su casa, sus muebles y sus espantos y por eso los mantuve en el recuerdo, como estancados en una foto vieja, de las que mi madre conservaba en su álbum de hojas negras. Así se fueron convirtiendo en recuerdos guardados y encerrados, que tomaban distancia con el tiempo, sin hacerle falta a la memoria del cariño, mientras yo iba armando mi propia vida al compás de mis propias equivocaciones. Primero se fueron las primas mayores del brazo de sus maridos, como lo ordenaban las buenas costumbres de aquellos días. Años después, fueron desfilando uno a uno los varones menores, cuando llegaban a la mayoría de edad y decidían liberarse de la asfixia de la casona familiar. Al final de las despedidas, sólo quedaron allí Matilde, Vito, Helena y Ofelia, apagándose poco a poco, cada quien al amparo de sus propias nostalgias, pareciendo que la parsimonia de sus vidas los hacía envejecer más rápido que a los demás mortales, como tratando de igualar la vejez de aquella casa. *************************** Los días de Matilde empezaban a cualquier hora entre las cuatro y las siete de la mañana; se levantaba más temprano cuando alguna pesadilla la dejaba sentada en su cama, presa de pesares y nostalgias que le arrebataban el sueño más cálido y delicioso de la madrugada. En ocasiones la sorprendía entre las cobijas, con los ojos abiertos, el viejo tintineo del reloj de pared del comedor, que hasta el fin de sus días produjo una leve y cansada campanada cada sesenta minutos, anunciándole las cinco, las seis o las siete de la mañana, produciéndole un cierto malestar de conciencia que le duraba todo el día, en una interna y secreta acusación de desperdicio del tiempo, que como ella misma recitaba “los ángeles lloran”. Hablaba a diario con sus matas del patio delantero mientras las rociaba y les quitaba los deshechos vegetales, “para que se vieran hermosas” y hablaba con Helena como si la tuviera permanentemente a su lado. Vigilaba el quehacer de Ofelia, compartiendo los ocasionales desvaríos de senectud precoz de la fámula, sus quejas contra Dios, los hados y los destinos, culpables según ella, de tanto designio disparatado en el mundo, hasta que se fue cualquier día, huyéndole a sus encierros. La partida sin despedida de Ofelia, sin quien guardara la casona, determinó el encierro casi definitivo de Matilde, para acompañar el que ella misma había decretado para Helena, tantos años atrás, que ya nadie recordaba cuántos ni por qué. **********************No recuerdo tampoco con exactitud, cuántos años habían pasado desde la última vez que vi a la prima Helena, pero si recuerdo que todavía hablaba, aunque solo fuera en las ocasiones de visita. Lo hacía de manera atropellada, como en un esfuerzo necesario de sus monosílabos, para meterse de alguna forma en su pequeña sociedad de las señoras de la familia o para no dejarse sacar del todo de aquel grupo de mujeres de negro, con cabezas emblanquecidas por los años, que todavía añoraban abolengos y tiempos mejores. Habían pasado tal vez, veinticinco años o más, desde esa última vez que vi reunidas a las tías en la sala de mi casa, para tomar las onces con el pretexto de algún aniversario y allí estuvo Helena. Desde entonces yo había diseñado y seguido otros caminos que se apartaron del olor a los afectos maternales de las tías y sus alcurnias perdidas, tal vez porque no encontraba por esos días torcidos, una identidad para compartir con ellas mi vida de todos los días. Esa tarde, aunque siempre las había visto en detalle, me quedé mirándolas para intentar descubrir la razón de los adjetivos que la familia les había colgado a lo largo de los años, que me parecieron demasiado pocos para guardar tanta historia, pero con muy poco qué decir para mi futuro de esos días. Sus ojos que eran todavía vivaces, redondos y pequeños, con la dificultad de permanecer posados en algún objetivo por más de diez segundos, desfilaban sobre las caras de las tías, saltando por las paredes, los adornos, las lámparas y los cuadros, yendo a caer en las piernas y los zapatos de las mujeres, acompasando el divagar de su cerebro, mientras el ambiente se llenaba de voces y voces, que se distanciaban y volvían a encontrarse, para volver a perderse en los temas y razones de cada una de las señoras. Helena escuchaba entretenida el desorden de las conversaciones con el que había crecido; le parecía divertido y se sentía arrullada por el ronroneo de las voces, todas conocidas, todas tan familiares, que le regalaban temas para entretejer con sus soledades de todos los días, que ocupaba en algunos oficios domésticos y en tareas auxiliares de costura para su madre, mientras escuchaba las radionovelas desgranadas una tras otra, todas las tardes, de lunes a viernes, viendo el tiempo pasar y esperando que le llegara su turno de vivir su propia novela, donde habría de cobrar sus suspiros de toda la vida, con grandes dosis de felicidad, entre los brazos de alguno de los galanes de sus radio episodios. Todas hablaban al tiempo y con mucha frecuencia, algunas de ellas desviaban la conversación a otros temas y personajes diferentes, pero con un esmero de costureras magistrales, lograban meterlos en el cuerpo general de la conversación, que finalmente resultaba en un tremendo sancocho de opiniones, anécdotas, chismes pequeños, divagaciones y recuerdos, en el que todas terminaban participando, metiendo y sacando tema para nuevas disquisiciones. Nunca se supo cómo hacían para entenderse, corregirse y comunicarse aquellas seis mujeres que atropellaban cada una, hacia adentro de la charla, su muy personal pensar y sentir del momento, aunque se distanciaran los temas y las ideas. **********************Cada tarde volvía a reelaborar sus sueños y a reorientarlos hacia cualquier tiempo futuro, con cada nueva situación que le regalaba su radiecito marrón de la RCA Víctor, heredado en vida de su padre y que la había metido en las vidas aciagas de Albertico Limonta, de su negra nana y de tantas otras almas sufridas, desparramadas por el mundo radial de las angustias, recalentadas por los tubos de vidrio al vacío del aparato. Las sufría como propias y las sentía como una realidad cercana y aplastante, pero las aguantaba olvidándolas temporalmente, al ocuparse de otras tramas y otras angustias. Empezaba su tarde con los episodios de la “doctora corazón” y seguía saltando por los dramas y las tragedias, hasta culminar la tarde con las aventuras de Kalimán y Kabir el árabe, dos héroes que luchaban en dos emisoras distintas contra la adversidad y la villanía, lo que le infundía la certeza en su imaginación, que todos los imposibles eran posibles, hasta que a fuerza del encierro que le decretó su madre, su mente se fue perdiendo en las quimeras de los sueños, borrándole la línea entre la realidad y la fantasía, que terminó desapareciendo para ella, no se supo cuándo, porque desde mucho tiempo antes, todos en la familia la venían mirando como anormal y los anormales no tienen esa línea divisoria. ******************************************* Un día cualquiera, Ofelia mirando al espejo su trenza plateada mientras terminaba de asegurarla con una cintilla negra, se encontró definida y distinta; siguió contemplándose con la serenidad de los viejos y recordó las dos trencitas de cabello negro brillante, que traía cuando llegó a la casa, siendo todavía niña. Su madre se las había hecho una madrugada, mientras le daba instrucciones de comportamiento, el día en que su tía la trajo para la ciudad y se la entregó a las hermanas de don Venancio. Se miró el rostro cuarteado por las arrugas que había recogido día por día y año tras año, al lado de aquella familia y al lado de Matilde. Pensó que cada arruga y cada cana, traían el recuerdo de algún disgusto tirado sin consideración por los rincones de la casa. Se calzó sus gafas de montura plástica que Matilde le había comprado para mejorarle la visión deteriorada por la edad y se acercó más al espejo. “Ya estoy vieja, vieja de verdad”, se dijo con una serenidad concluyente, sin amarguras. “Aquí se quedó mi vida. No tiene sentido quedarme hasta morir. Si me muero aquí -pensó- de seguro el patipelao no me va a dejar en paz”. Suspiró con la profundidad de los recuerdos de sus primeros años en la casa, de su hijo, de la indiferencia hiriente de Venancio, de la bondad de su patrona, de la chifladura de Helena, de los desplantes de los hijos de Matilde. Sorbió de su nariz las lágrimas de adentro, con una arruga que le llegó hasta el nacimiento de las cejas ya grisáceas y otras dos lágrimas inmensas se dejaron caer de sus ojos cansados. Se dejó escurrir sentada sobre su cama y acarició con la palma de su mano la cobija de cuadros, pensando en su hijo. Allí nació; en esa misma cama compartió con él su ternura de niño y le pudo regalar el cariño de madre que le quedaba después de dieciocho horas de oficios domésticos. Sobre esa cama lo recordó ya hombre y pensó que seguramente allí mismo, habían pecado con Helena. Hacía tantos años de aquello, que ya su memoria vieja podía olvidarlo, sin embargo, lo recordaba con el mismo dolor y el mismo desaliento del primer día, cuando los sorprendió. Lo extrañaba como si se hubiera marchado apenas unos días atrás. Tal vez nunca pudo olvidarlo porque siempre estuvo pendiente de su regreso o por lo menos de sus noticias, que jamás llegaron. Además estaba Helena, más chiflada que nunca, recordándoselo. Suspiró de nuevo, profundamente, para recoger del ambiente sus nostalgias y decidió que ya no haría más oficio ni más compañía en aquella casa. Había llegado por fin, la hora de su partida. La había esperado paciente por muchos años y había perdido la cuenta de cuántos, pero por fin había llegado y su corazón se lo confirmaba sin argumentos ni razones. Pasadas las diez de la mañana recogió la poca ropa que tenía, la puso en una bolsa plástica y sacó algunos billetes arrugados que guardaba debajo del colchón; calculó someramente su valor y los introdujo indiferente entre sus senos viejos. Se quitó el delantal y se colgó su pañolón negro gastado por los años; anudó su bolsa y sin decir palabra, atravesó el patio trasero, el pasillo de la cocina, el patio de las matas, el zaguán y sin mirar atrás, salió de la casa y cerró suavemente la puerta sin despedirse de nadie. Matilde sintió el sonido del portón al cerrarse, más en su corazón que en su sordera, y se levantó a mirar mientras se decía en voz baja “no va y sea que esta muchacha se haya vuelto a salir”. Caminó con la lentitud de la edad hasta el portón y lo abrió despacio, para asomarse luego y mirar hacia arriba y hacia abajo de la calle, donde dos niños jugaban con una pelota de trapo, en medio de la tibieza de la mañana de abril, que seguramente era anuncio del aguacero de la tarde. Sólo hasta la hora del almuerzo la echó de menos, cuando el estómago le avisó que eran las doce treinta. La buscó por la casa, para encontrar finalmente el vacío de la soledad que dejaba una amistad de cien siglos. ESTE RECUERDO TUYO Me duele este recuerdo tuyo porque a veces, vuelve a palpitar y a veces lastima; no porque te hayas ido; tal vez fue mejor así. Te quise tanto en otro tiempo, que solo Dios supo entonces, cuánto; te hubiera regalado mi vida, te hubiera acunado en mi futuro, hubiera desechado mis vergüenzas y despedido mis propios sueños, tan solo por retenerte. Pero te marchaste… y empecé a construir mi recuerdo, y a consentirlo día con día, viéndolo crecer como a un hijo; se volvió robusto, casi indestronable, hasta que volvió el amor. Una y otra vez tocó a mi puerta, le abrí presuroso y tenía otros ojos, otros rostros, otros destinos. Me dejé atropellar, extasiado a veces; me dejé envolver, gustoso siempre. Y tu recuerdo fue palideciendo, se fue marchitando de viejo y empezó a doler….. Me duele tu recuerdo, desde esta ausencia tan tuya que ya no molesta, que ya no respira, que ya no maltrata, que casi ni se nota. Y es que sobreviví a tu partida y no se cómo, me brinqué las tristezas; sobreviví a las nostalgias añejas, que fueron palideciendo con los años; me monté en otras historias, demasiadas, y me revolqué en otras tantas ilusiones. Por eso me duele tu recuerdo, porque sobreviviéndolo tras el tiempo, ya casi te olvido. Mayo, 1978 PODRIA BESARTE Podría besarte, podría abrazarte también si te tuviera cerca; podría escarbar en mi corazón por los peldaños de los años que pasé recordándote, mientras amontonaba como piedras, pedacitos de olvido llorado, acomodándome a tu ausencia, para encontrar jirones de perdón que se quedaron sin destinataria, para hacerme la cuenta que nunca te fuiste. Podría besarte si volvieras, si te atravesaras por mi vera, ajada y vieja, castigada en vida, saliendo de tu infierno, de tu helaje, gastada y maltrecha de la cabeza a los pies. Podría mirarte indulgente y noble; perdonar tus mil años de olvidos, perdida entre muchos brazos, muchos nombres, muchos lechos. Podría de nuevo, acariciar tu cara y mirarme en lo profundo de tus ojos, indagando en el fondo de tu alma, por qué pudiste abandonar el nido; cómo hiciste para matar la dicha. Podría guardar silencio; esperar paciente tu palabra recordando la cadencia de tu voz, mientras desgranas tus disculpas, entre asombros fingidos y dulzones. Podría abrazarte y besarte si volvieras, hasta que el rencor despertara, hasta que retoñara el dolor, hasta que mi cuerpo y el tuyo, reconocieran que los años de juntarnos se fueron con tu partida, hacia la eternidad de los olvidos. Podría besarte, tal vez…., si no te hubieras ido ¡ Abril, 1990 ESE DÍA Y un día te dolerán mis besos y quizás entonces, maldigas este capricho nuevo, este que hoy nos separa. Ese día mirarás distinta la vida, pasando por encima de tu presente, extenuado y arrepentido; recordarás más aún a septiembre con sus hojas secas en el parque y a junio, rompiendo compromisos en medio de su brisa tibia; también mi voz, también mi queja, también mi sentimiento tronchado…. Recordarás febril tu traición y mi primer beso y la primer caricia, y aquel amor que como loco, te dí. Volverás a ver la estrella que amamos y los sueños que acunamos y la noche que nos arrulló y todo, todo lo que un día nos unió. Verás cómo corrió la vida y cómo el tiempo marchitó tu sueño, y querrás volver a la senda que tantas veces dejaste… Entonces llevarás como yo ahora la amargura del recuerdo al saber lo nuestro perdido. Ese día, yo no seré el mismo… habré envejecido de tristeza, y a fuerza de nostalgias repetidas, mataré por fin la fé y la esperanza, y los besos que juré para ti, señal de un amor tan grande, acaso ni tengan sabor a recuerdo. Pero ese día… en que vuelvas al pasado, añorando versos, sueños, besos, con la nostalgia honda de tu primer amor, hallarás tu palpitar adolescente y loco, entre suspiros que rompían castidad; te encontrarás sola, más sola que nunca y acariciarás mi recuerdo: llorarás con tus lágrimas viejas, maldiciendo el infortunio, el imposible, el tiempo que ya no vuelve. Junio, 1974 QUÉ ES UN POETA ? Qué es un poeta ? Un poeta es un sonajero que llora cuando lo mece el viento. Un poeta es un alma en pena, que deshace verso a verso, su cadena de tristezas; pero entre más poemas, más eslabones añade a su cadena. Un poeta es un nudo cantarino de miles de sonidos y rumores, robados a los bosques, a los vientos, a los mares, a las flores y a los amores, a las despedidas, al brillo de los ojos, a lo hermoso de los cuerpos y las formas, para tejer ingenuo, con ellos, el ensayo de sus versos. Un poeta tiene el corazón de un niño, que se asombra con cada vibración, que puede mirar en colores, también los blancos, los negros y los grises; que puede escuchar los silencios y adivinar las luces oscuras; penetrar los espacios y las sombras, viajar a los ayeres y volar a los mañanas, para endulzarle a los demás el alma. Un poeta sueña con los ojos abiertos, con un mañana de risas y frescura, con sonrisas, con un mundo de niños, con campos de flores miles, con ríos de aguas limpias, con montones de almas nobles, con un planeta sano y joven, con la derrota de los abusos y la muerte, con el fin de los dolores y las angustias que el hombre en sus delirios fatuos, sembró en los corazones todos. Un poeta no descansa; se mueve, se duele, vuelve y piensa, sueña de nuevo y escribe, escribe sobre sus propias lágrimas, con la tinta tibia de sus venas, mientras en sollozos contenidos, pregunta a Dios, por qué ?! Un poeta tiene las manos estiradas y el corazón, a veces mustio, a veces delirante y feliz, que se levanta erguido con la pluma para denunciar su angustia, para arrojar su verdad valiente, para propiciar consuelo, para regalar afectos, para promover encuentros, para invitar al amor y a los adioses. Un poeta tiene fustigada el alma, y castigada por todas sus tristezas; azotada por miles de amaneceres, huérfanos de sueños justicieros, de afectos y caricias, perdidos entre montones de palabras, algunas gritadas, otras mudas. Un poeta es un soñador de sueños, Un loco, demente de su tiempo, un quijote, un valiente; un encantador, un niño; un alma en pena, que aprende a reír día con día y a caminar sobre sus piernas. Agosto, 1974. POR FUERZA A fuerza de mirarte cada día,de saberte al tiempo, mía y lejana,fui tejiendo en el aire y en mi ser,este gran amor y un adióspara cada fin de semana. Agité mi mano tantas veces,para alcanzarte o para despedirte…que hoy, también como ayer,que te tengo y no te tengo,por fuerza he de enseñarme,a soportar tu momento indiferente,fingiendo posturas incólumes,para no maltratar la dignidad,y a vivir plenamente, también,el momento de tu amor,aparentándolo como el primero ysaboreándolo como el último. Abril, 1974 ELLA… ES ASÍ….. Me puso su mano fría en el hombro, como sin querer decir palabra; solo quería que la viera, que no la siguiera ignorando. Fue casi una caricia, de esas que no se esperan, que se acercan como serpiente, suave, silenciosa, casi babosa, para hacernos abrir los ojos y meterse sinuosa por las pupilas entre los recuerdos del presente. Me miró fría, como el acero helado de mil cuchillos toledanos, afilados, bestiales, irreverentes, asesinos, inclementes y amenazantes, respirándome en la nuca solo para que la viera, para que más no la ignore, para darse importancia…. ¡Qué puta muerte tan atrevida! Se alejó dos pasos y escupió su carcajada en silencio, para que no la olvide y se durmió a mi lado, oronda, déspota, mandona, recostada en mis temores, en mis certezas de cosas pendientes, de deudas viejas sin cancelar, de estos deseos pueriles de vivir, de sentir, de llorar, de maldecir, de respirar, de mirar, de oler, de amar, de esperar a la esperanza, de odiar la infamia y los abusos. Ahí se quedo desde ese día, para restregarme su certidumbre, haciéndome caminar sobre recuerdos y arrepentimientos, sobre tantas cosas por hacer, tantos abrazos pendientes…. Y me mira con sarcasmo, segura, autosuficiente, grosera y ufana. ¡Qué puta muerte tan atrevida! Noviembre 2007. Para los muchachos, parte de la diversión estaba en escucharle historias al viejo cuidandero. Se sentaban en el piso de tierra afuera de su cabaña, frente a su taburete de cuero y madera viejos, que rechinaba con el peso de los años del anciano, viéndolo fumar su grueso tabaco, dejando que su memoria sacara los cuentos de entre el humo esquivo que se trepaba sin manos hacia el cielo. Siempre empezaba sus relatos, carraspeando su garganta, escupiendo de lado y diciendo: “había una vez, hace mucho tiempo…”, frunciendo su ceño como queriendo escarbar en el horizonte de la tarde, algunas palabras para echar a andar el relato.Siempre sostuvo que sus cuentos eran verídicos, pero quedaba en el ambiente anochecido del final de cada historia, una leve sensación de que el viejo se divertía más que ellos, al embaucarlos con su imaginación que habían fertilizado los años. Ninguno de ellos, supo a ciencia cierta, cuántas veces improvisó, cuántas veces narró hechos reales o cuántas veces repitió sus propios inventos. Lo cierto es que se divertían los cuatro, transitando por los vericuetos de la narración que siempre terminaba cuando la noche se declaraba establecida. Anselmo les contó la aventura de Rafael en la noche de la mujer en llamas y como tantas otras veces, dejó tan impresionadas sus mentes jóvenes, que les costó trabajo conciliar el sueño, haciendo que el miedo de la historia volviera repetido a sus mentes, de manera tan vívida, que aquella noche durmieron juntos los tres hermanos en la misma cama.Desde entonces, exaltados por alguna especie de morbo, le solicitaban cuentos de espantos y aparecidos, obligándolo a doblegar su imaginación para que produjera narraciones cada vez más aterradoras, aunque cada vez más increíbles. Pero la producción de su imaginación terminaba por agotarse en unos pocos días y el viejo se escondía con cualquier disculpa para huirle a su joven auditorio, avergonzado por la decadencia de su arte. En otras oportunidades, intentando elaborar cuentos novedosos, terminaba por revolver narraciones ya contadas, entretejiendo personajes y hechos de otros cuentos, hasta que los muchachos protestaban, trayéndolo a la realidad que le hacía reconocer que sus historias, eran menos numerosas que sus arrugas. Los hijos de José Antonio fueron haciendo menos frecuentes sus visitas, más para darle tiempo de inventar narraciones nuevas, que por sentirse defraudados, en un gesto de cariñosa comprensión con el viejo cuidandero.Ellos esperaban pacientes la producción de cuentos salidos de la experiencia y la mente viejas de Anselmo, mientras las semanas seguían su curso entre las clases aburridas y los regaños del alcalde. Un sábado cualquiera, después del mediodía y después de no verlo en toda la semana, los tres muchachos corrieron hasta su cabaña para “tomarle la tarea” a Anselmo, preguntándose cada uno internamente, “con qué clase de disparate resultaría en esta ocasión”. Pero no hubo más narraciones, ni reales ni ficticias. Lo encontraron sentado en su viejo taburete al lado de la cama donde yacía su mujer con los ojos cerrados. Se había muerto la noche anterior, sin protestar ni despedirse; solo cerró los ojos y abandonó este mundo, dejando a su viejo con el peso de la soledad y la cabeza clavada en el pecho, negándose a seguir caminando solo por la vida que había compartido con ella por setenta años, en aquellas mismas tierras. José Antonio le organizó un sencillo funeral y quiso llevarlo para la casa grande con la familia, pero él se resistió suavemente, diciéndole:-“No, patroncito, yo le agradezco, pero su padrecito don Rafael y mi María, me dejaron aquí y aquí me quedo a esperar la muerte. No se preocupe, que esa no se demora.”Parecían palabras premonitorias o el comienzo de la narración de su último disparate, pero ahora José Antonio al recordarlo, aprendía que los montones de años, también traen consigo la certeza de la muerte, que se anuncia a los viejos en un gesto de cortesía, dándoles algunas horas o algunos días para despedirse de sus recuerdos. Eso mismo hacía él ahora, despedirse de sus recuerdos con el pretexto de esperar un tren que pasaba a las cinco de la tarde.Después de sepultar a su María, Anselmo se quedó sentado en su viejo taburete, con la cabeza sobre el pecho, sin quitarse el sombrero y con el bordón en la mano, para que la muerte no lo cogiera mal sentado. El martes siguiente volvieron los muchachos para acompañarlo un rato y encontraron la puerta de la casita abierta y al fondo él, sentado tal como lo habían dejado el domingo. Enrique se acercó y tocó su mano yerta; trató de sacudir levemente su hombro, pero no respondió; volteó para mirar a sus hermanos y solo vio detrás de ellos, la puerta abierta por donde se había colado otra vez la muerte y por donde se había ido la vida de Anselmo, que no quiso esperar más en la soledad de su tristeza. La llovizna fina se fue vistiendo de frío y fortaleciéndose hasta tomar la forma de un aguacero típico de la ciudad. José Antonio presumió que serían las dos de la tarde o un poco más, lo que indicaba su cálculo por el tiempo que llevaba allí sentado, consintiendo a sus recuerdos y la sensación de vacío que tenía en su estómago, al que había acostumbrado desde sus años de internado, con una rutina casi militar, a almorzar a las doce y treinta. Tenía hambre y ahora estaba empapado y con frío, pero invadido de una sensación nueva, mezcla de irresponsabilidad y serenidad; pero no era nueva, porque nunca la hubiera experimentado antes; lo era, en aquel momento, porque la había usado muy poco. Algunas veces en su vida se había permitido momentos de una irresponsabilidad similar, donde nada importaba y dejaba correr el tiempo sin recogerlo ni darle utilidad práctica; pero ahora había llegado al final de todo su tiempo, ya no seguiría nada; entonces reafirmando su decisión, pensó que no tenía importancia alguna que la lluvia lo empapara y el hambre lo empezara a acosar; ambas tenían que pasar pronto y dejarlo solo allí sentado, en espera de su destino que venía con el tren de las cinco.Pensó en el suicidio como lo que era realmente: una herramienta para disponer de la muerte con entera libertad; era más que disponer de la vida, que había dispuesto de él, en medio de una maraña casi asfixiante de circunstancias y de personas, enredadas en su tiempo y en su espacio, que nunca pudo controlar realmente. Ahora el suicidio tomaba una cara menos patética; dejaba de ser la sensación casi asquerosa de un cadáver con el cráneo perforado o colgado de un árbol o simplemente tirado en el suelo, abandonado por completo de la vida, que se le había escapado por voluntad propia. Prefería ver las cosas así, con más filosofía, sin el dramatismo que se enloquece, tratando de recuperar la vida que ya se fue, repudiando el resultado metido en un cuerpo exánime, que se niega a dar respuesta a las preguntas que dejó sin contestar, para intentar tranquilizar a los vivos con supuestas explicaciones cargadas de lógica, que justifiquen el hecho. De todas maneras, todos caminaban hacia la muerte desde el nacimiento, solo que algunos adelantaban el momento.Esa fue su venganza acariciada por años, de la cual ahora, allí sentado esperando su propia muerte, no se arrepentía, tampoco le dolía pero hacía ya tiempo, había dejado de satisfacerlo. ELLAS DOS….Las vi desde mi ventana. Un grupo de tres o cuatro personas, un hombre joven, algo robusto, una mujer de apariencia mayor y las jóvenes; parecían estar juntos. Un grupo nada particular, como cualquier otro, esperando un bus que demora en pasar y entre tanto, hablarán de cualquier cosa, o de muchas cosas que los relacionan. Nada especial, supongo. Unos minutos después volví a asomarme a mi ventana. Es la ventana del estudio y por eso, cada vez que levanto la vista del teclado, para buscar una palabra, para redondear una idea y luego pincharla contra el teclado, la mirada se sale por esa ventana y tropieza con lo que invade la calle. Estoy en un edificio de apartamentos ubicado en la intersección de dos calles con bastante tráfico, de vehículos y de gente; gente que va y viene, que se atraviesa, que se detiene a esperar, a estorbar o a conversar.Volví a mirar y ya no estaban los otros dos. El hombre y la mujer se habían ido; tal vez tomaron un bus y dejaron allí, solas, a las dos muchachas. Una, tenía el cabello más corto, ensortijado, medio desordenado el peinado, eso que ahora llaman informal, dejando ver pendiendo de sus orejas, grandes candongas brillantes, tal vez de plata, que brillaban con el sol al vaivén de los movimientos de su cabeza. Llevaba una chaqueta de cuero negro, de talle corto y unos jeans azules desteñidos; de su hombro izquierdo colgaba una mochila tejida en lana, de esas que usan los muchachos universitarios, como prenda infaltable de su indumentaria, casi a manera de identidad. Bajo la chaqueta, una camisa muy blanca, sin apuntar sus primeros botones para que se insinuaran juveniles sus senos.La otra, vestía de forma más femenina, su cara un tanto más fina, cabello menos oscuro, liso, cayendo sobre sus hombros, un vestido corto de color verde claro, medias negras largas, cubriéndole toda la pierna y unas botas altas, hasta la rodilla, con un saco ligero de lana, que parecía cumplir apenas con la función de protegerla ligeramente de la brisa de septiembre cargada con un frío punzante que se resiste a ser dominado por el sol tímido, indeciso a calentar como debiera. Hablaban, las dos hablaban. Parecían compartir frases cortas, apenas suficientes para comunicarse y entenderse: Nada importante; podría haber mirado para otra parte o volver a mi teclado, pero se miraban con ternura, se percibía tanta ternura que no quise dejar de mirarlas.Se abrazaban, una y otra vez, como si se estuvieran acordando de diferentes episodios por los cuales debían felicitarse o consolarse, y la mejor manera de hacerlo era esa, repetirse los abrazos. Pero eran abrazos de amantes, no hay duda. Una, la de chaqueta negra, pasaba su mano con delicadeza por la cara de la otra, retirándole amorosa los mechones de pelo y aprovechando para deslizarle suave y acariciadora, la palma de su mano por la cara. De nuevo se abrazaban y ahora la caricia por las mejillas era de la otra. Parecía que se estaba sellando una reconciliación, un reencuentro, algo que les confirmaba sus mutuos sentimientos. Eran amantes, no cabe duda. Pero aquello no me inspiró repudio, no. Me pareció una escena tierna. Tal vez porque la escena no fue fugaz, cosa de momento, que sólo deja ver algo anormal. No, aquello se prolongó para presentir más allá del pecado, más allá del juicio que condena la imagen por extraña a los valores.Se abrazaron de nuevo, juntaron sus mejillas y luego juntaron sus labios suavemente, se miraron a los ojos sin desprenderse del abrazo, se acercaron ajenas al mundo entero y se volvieron a besar. La chica del vestido verde, de cabello más claro y más largo, metió los dedos de sus manos en las entradas de los bolsillos de su compañera, la de la chaqueta negra, asiéndola, manteniéndola cerca, para que sólo el tiempo pasara entre ellas; la otra, la tomó por la cintura, subiendo sus manos cariñosas por la espalda y bajando hasta consentir la raíz de las nalgas.La gente pasaba a su lado, jóvenes y viejos; algunos miraban, otros fingían no verlas, como si no existieran, y ellas preferían que así fuera, que el mundo no las viera, que el mundo no existiera, que las dejara solas en medio del universo. Yo, las dejé allí, paradas en mi recuerdo. Mi experiencia consciente, más antigua con la muerte, estaba vestida apenas de curiosidad. El primer recuerdo que tengo es un poco difuso; era una carroza grande, de madera negra brillante y embellecida con boceles dorados, delicados, que había reemplazado sus puertas laterales y estribos, por grandes vidrios encortinados con raso morado, a través de los cuales se veía el ataúd acostado con su muerto, rumbo al cementerio. La carroza era tirada por uno, dos o más caballos, percherones o jamelgos y acompañada de escolta tan numerosa, como fuera la importancia del difunto; desde un acompañante en el pescante, vestido de frac o saco y corbata, hasta un cortejo completo de a caballo, seguido por varios carros negros, grandes, Packard, Lincoln o Cadillac, de esos que llegaron al país por los años cuarenta, todos ellos adornados con coronas de flores en sus techos, con gente dentro, vestida de negro, como si el negro fuera el color del dolor y la tragedia. Si el muerto era cualquier Rodríguez, bastaba con la carroza de un caballo y un par de carros acompañantes, seguidos de otro par de buses, donde se acomodaban los amigos y conocidos, simulando ser dolientes. Para los muertos pobres no había carroza, si acaso un cajón barato llevado en hombros, y de cortejo, algunos pocos familiares y conocidos que lo lloraban o fingían llorarlo, porque de todas maneras, no hay muerto malo ni novia fea, y en este país que se precia de cristiano, se le daba importancia dominguera a los ritos de despedida de los muertos, tal vez por un mal disimulado temor angustioso, a que el difunto regresara del más allá, para cobrar la descortesía de no acompañarlo bien, en su último tránsito por la tierra de los vivos. Recuerdo que los caballos de esas carrozas iban dejando, de tanto en tanto, regados por la calle, montoncitos de mierda cuyo olor casi vegetal, se mezclaba con el aroma de lirios, anturios y azucenas de las coronas, para preñarse después con los distintos olores de lociones y aguas de colonia, usados en la ocasión, como muestra de distinción, elegancia y hasta deferencia con el difunto. De alguna manera los acompañantes vestían sus mejores galas para decirle a los dolientes –y quizás al muerto mismo- qué tan importante lo consideraban. Todavía puedo reconocer ese recuerdo en el olfato, teñido con un olorcillo a lavandería de barrio, un dejo de varsol, que en una tarde de sol bogotano, acompañaba al sentido cortejo hasta alguno de los tres cementerios que tenía entonces la ciudad. El muerto, vestido tan impecable como yo, se refugiaba hermético en su cajón, ocupando el centro de la sala y rodeado por sillas, sillones, asientos, butacas y taburetes, desiguales y destinados a las visitas que se asomaban al vidrio del ataúd para despedirlo, mientras se persignaban, como si ese gesto fuera un sortilegio o una contra, para que el difunto se fuera en paz y se desprendiera de cualquier intención de volver al mundo de los vivos para asustar o para llevarse a alguien hacia el reino del hades. A todos los visitantes se ofrecía generosamente café, agua de hierbas o aguardiente, servidos en vasos pequeños que se pasaban con frecuencia en bandejas diversas, ante la presencia inmutable del cuadro del sagrado corazón, que presidía todas las salas de todas las casas. Yo no tomaba nada de eso; se me antojaba que estaría tomándome algo del muerto mismo, y esa casi certeza, con los olores que venían a mi recuerdo, me producían un mareo particular, que me obligaba a huir a la primera oportunidad. Las pocas funerarias que había en Bogotá en esa época, que por coincidencia comercial siempre estaban cerca de un hospital, solo vendían los ataúdes y alquilaban lo necesario para la velación, hasta cuando la gente se dio cuenta de lo insalubre de la práctica, y debieron abrir en sus instalaciones, salas de velación y otros servicios, por los que cobran como si también fueran herederos de cada difunto. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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