Después de ese encuentro último con su padre, se fue directo al departamento de Mar del Plata. Estaba destruido.Casi escombros quedaban de lo que era el corazón, el lugar que ocupaban las escapadas de noche al casino, los mates amargos con el viejo y sobre todo el balcón. Lo que seria la piel, lo que aguantaba todas las caídas, las pérdidas, todo lo que fue dejando, “cambiando”- según decía, aunque todos sabían que era jugando-, estaba descascarada. Sin un color definido con manchas de lo fueron las camas, las mesas, las sillas, todos los muebles que compartieron y que ya no estaban ahí; incluso en algunas partes dejaba ver su interior de ladrillos.La boca, todas esas ventanas en las paredes de colores de la cocina ya no eran como la imagen que tenía de ella. Mucho menos aún registraba el gusto de lo que ahí mismo había probado. Esto último a causa de la herencia que no le podía faltar: el cigarrillo había modificado su aspecto terriblemente, los costados estaban amarillos con manchas negras a causa del humo que durante años albergo, le había quitado calidez a la cocina. No sólo a la cocina, a todo el departamento quiero decir. Todo estaba perdido. El sistema de juego no funcionaba más. Las puertas del casino se las habían cerrado y las del hipódromo, en cualquier momento, también.Necesitaba la plata. Por diez mil pesos hacía cualquier cosa. Hasta arrancarle de las manos las llaves del departamento a la última imagen que tiene del viejo en el hipódromo, ensangrentado, tirado en el estacionamiento. Ger Kleiner.