• Glen E Lizardi F.
glenzote
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  • País: Chile
 
Cuando pasa el tiempo, pareciera ser que todo tiene que ver con la formación familiar; vaya cuan importante es lo que nos enseñan nuestros padres desde que somos pequeños, si parece incluso que en la medida que crecemos repetimos sus pasos; a pesar de que mi madre murió, en extrañas circunstancias, cuando apenas me empinaba sobre los diez años, pude crecer sabiendo que caminaría sobre sus pasos. El motor de mi camioneta apenas se sentía, opacado por la inmensidad del Cementerio Parque, por la voz candente de Amiee Mann en “Phoenix” y porque los modelos del año son así. Parece un contra sentido pero, en relación a las camionetas modernas, a mayor estatus menor bulla. Miré el plano que me habían dado en la administración, junto con haber recibido el cheque del último pago, y aún me faltaban un par de hectáreas por recorrer. Sentí ganas de apretar el acelerador a fondo y cruzar por sobre el césped, esquivando las flores, las lápidas, sentí ganas de hacer rugir el motor; me sentía segura, ahora tendría donde caerme muerta. Mi madre estaría feliz, ella lo hizo así, compró su urna en la primera etapa de este parque, hace años, yo compre en la cuarta, la última, como una forma de estar juntas, al menos en la muerte ya que en vida lo no estuvimos. Pensaba en ello cuando a lo lejos, entre el sonido de “Borrowing time” y el ronroneo del motor, escuche que me había llegado un mensaje a mi celular. Estaba segura que era él. “16:00 horas, puntual”. Mire el reloj y tenía el tiempo justo. Detuve el motor y salté fuera de la camioneta. Camine un par de minutos sobre el pasto hasta encontrar una placa metálica, redonda, con el número 1428. Ese era mi sitio, allí descansaría, en paz, cuando llegase mi hora. Levanté la cabeza y miré a mi derredor… nada, sólo pasto, paz y tranquilidad, respire lo más hondo que pude y volví a trepar al auto, sabía que solo tenía cincuenta minutos. Giré y marche en dirección a casa. Enrique sabía que lo esperaría en el dormitorio de visitas; es que tiene baño privado, esta lejos del dormitorio de los niños, tiene entrada independiente y puedo ver desde la ventana si Juan Carlos aparece entes de tiempo. Algo pasaba con Enrique esa tarde, desde hacia mucho que no lo notaba con tanto ímpetu, lo sentí hirviendo con solo pararse en la puerta, me desnudó con la mirada al acercarse, sentí sus brazos fuertes como nunca, buscó mi boca para hurguetear cada rincón con su lengua, recorrió mi cuerpo como si lo desconociera y me hizo tocar las estrellas tres veces antes de la última vez. Ahora sí sabía, que el mejor regalo para los niños había sido el Nintendo Wii Sport. Sus propios gritos ocultaban los míos. Gemí como nunca antes, mordí mi lengua con fuerza para contrarrestar en parte esa descarga eléctrica que sentí cuando me llevó a tocar el cielo por cuarta vez. Enterré mis unas en sus nalgas una y mil veces esa tarde, por momentos me iba del lugar, perdía los sentidos, me sentí en otro sitio, distante, ajeno a todos, sólo yo y Enrique haciéndome el amor. Fue por eso que no escuché el estruendo de la puerta de entrada al ver Juan Carlos el auto de otro en su lugar. No era sólo el auto lo que estaba ocupando su lugar. Seguramente me escucho antes de entrar al dormitorio, tal vez se acercó en silencio y puso su oreja sobre la puerta, tal vez el Nintendo no sirvió y los niños siempre lo supieron y esta vez se lo contaron. No sé. Tenía las piernas cruzadas sobre la cintura de Enrique cuando la puerta estalló. Su cara estaba desfigurada, era otro. La mandíbula desencajada dejaba entrever sus dientes, el ceño fruncido y la mano derecha delante de sus ojos, rígida, empuñando el arma que yo misma había comprado para protegerme. Escuché el estallido y vi, como de entre una llamarada, salía el proyectil directo a mi entrecejo. Escuché un crujir de una tabla que se rompe, en el instante en que toco mi frente, lo sentí tibio, casi caliente y luego mi cabeza estalló. Ahora estoy sentada aquí, en la cuarta etapa, en mi sitio, aquel que compré para tener donde caerme muerta. Piernas cruzadas con mi cabeza destrozada, la cara hecha jirones, pudriéndose, como todo mi cuerpo aún manchado de sangre. A Enrique no lo vi más, nunca ha venido a verme, tampoco Juan Carlos y no lo culpo. Me duele si, la ausencia de mis hijos; me atormenta más que este ritual inútil donde todas las noches, a la misma hora, por los siglos de los siglos, nos juntamos los infieles muertos por la causa, como en una especie de cofradía estúpida, que busca respondernos si valió la pena o no; que busca respuestas mirando unos a otros nuestros cuerpos, otrora templos de placer, ahora destrozados. Cada uno de nosotros lleva su estigma, su dolor y no es necesario el de otros. A lo lejos veo venir a mi madre; trae un puñal clavado en el cuello y a pesar de que lo desee, ya no se sienta junto a mí.
El hecho que este bordeando los noventa años, es un suceso tan insignificante como la historia a la cual me voy a referir. También parece ser poco relevante el que diga que tengo a mi abuela viva, de hecho, no conozco a nadie que sea mejor considerado o más querido por tener su abuela con vida, aún cuando esa abuela prácticamente te doble la edad; sin embargo, y con toda la sinceridad que esta historia merece al ser contada, esa percepción de significancia cambia cuando después de un pequeño cálculo, nos damos cuenta que la viejecilla debería estar por sobre los 180 años. De mi abuela me hice cargo yo. Soy hijo único de madre soltera y desde hace mas de cuarenta años que soy huérfano. No estoy casado ni tengo hijos, tampoco hermanos; como ven, no tengo a nadie que me ayude con el cuidado y las mañas de mi abuela. Tal vez si eso es lo peor, estar solo. Es que con la edad aparece el cansancio y también van apareciendo las mañas, es como si se fueran instalando en nuestra mente en la medida que se instalan las arrugas en muestro cuerpo o como se instala la decoloración al blanco en nuestros vellos y pelos. Ante todo soy honesto y también reconozco que tengo las propias, se que mis desvelos por mantener nuestra casa limpia van más allá de lo considerado “normal”, si es que existe algo normal en mi vida; se también que con la edad las personas comienzan a dormir menos, pero no pegar los ojos por más de veinte minutos cada noche es casi ridículo, más todavía si esto se mantiene por años; pero se también que no estoy frente a ustedes para contarles intrascendencias de mi vida, sino para hablarles de la progenitora de mi madre. Partiré por lo más básico, mi abuela es vieja. Vieja, sorda, sucia, egoísta e hipócrita, además padece de locura senil; no logra mantener la cordura por más de algunos minutos, salvo cuando maneja con impresionante rigor, las grandes mezquindades que constituyen su diario vivir. Inventa cosas inverosímiles que rayan en la estupidez. Levanta complejas tesis para ocultar hechos concretos; como cuando invento que los vecinos habían entrado por la ventana de la cocina para amenazarla con un cuchillo y robarnos las galletas que ella se ha comido durante décadas. O cuando dijo que era un gato el que abría el refrigerador para sacar los bombones helados y servírselos sentado viendo televisión. Algunas veces también descollaba una desconcertante genialidad. Un día negó haberse orinado en los sillones, dijo que había sido el nieto de su amiga Marta. Si el nieto existiese tendría prácticamente mi edad, lo raro es que la viejecilla consiguió un babero que tenía bordado el nombre de Samuel…!! El hijo de Marta!! y que mantenía sobre el sillón como una prueba de su verdad. Por momentos me hizo dudar y hasta la fecha no sé si lo bordó ella haciéndolo parecer antiguo o si efectivamente Samuel estuvo en casa meándose por los sillones. A veces pienso que me está enloqueciendo. Hace años tuve una relación con una mujer mayor con dos hijos pequeños a los que mi abuela llamaba “mis nietecillos”; sabía que no podía optar a más teniendo a mi abuela en casa, así que acepte vivir la relación de la mejor manera posible, sin embargo, a los nietecillos los asustaba escondiéndose con un cuchillo tras la cortina del baño, se metía bajo la mesa a la hora de almuerzo para agarrarles las piernas por sorpresa y asustarlos de tal manera que no pocas veces se ahogaron. Algunas veces les rompía los juguetes y otras tantas la encontraron metida dentro de sus camas esperando la hora de dormir para gritarles en las orejas. Así las cosas mi relación no duró mucho. En la mesita de centro tenemos varias fotografías; una de ellas es de cuando la abuela era joven. No cabe duda que era una mujer hermosa, para mi todo en esa époce era bello. Aparece en un balneario de la zona central con un traje con pierna y rayas horizontales, se notaba que su cuerpo no tenia nada en envidiar a las modelos de hoy, al contrario, era mucho más generoso. Ahora, sin embargo, sufro de arcadas cuando comparo lo imagen de la fotografía con el adefesio que se acerca arrastrando los pies, expeliendo un tufo a descomposición propio de una morgue. Cuando era joven el asco lo sentía peor aún, pensar que ese cuerpo desdentado, ajado, lampiño, sucio y maloliente tenía su sexo quizás en que condiciones. Una vez le pregunté si no le molestaba saber que le faltaba poco para morir y si tenía o no apetito sexual. Sabía de antemano que nadie en su sano juicio pensaría siquiera en tener sexo con semejante larva en proceso de putrefacción; lo que no sabía era que la viejecilla aún se satisfacía a si misma cuando sentía la necesidad. Tampoco sabía que no tendría miramientos en contármelo, después de todo sigo siendo su nieto. A mi edad, ahora ya no pienso en preguntarle nada, al menos sobre eso. Algo que no he dicho hasta aquí, es que la cara de mi abuela era prácticamente la misma que tenía de joven, de hecho, es la misma, solo que ahora le cuelga su piel, y los lunares se fueron ensanchando hasta convertirse en manchas de un negro deslavado. Particularmente horrible era la piel que le colgaba desde el cuello; se me venía a la memoria la imagen de un cuello de pavo viejo, pero esta era peor, los pliegues no lograban ocultar su extrema delgadez y el color seguía siendo mortuorio. Otra cosa que no he dicho es que soy escorpión y que tengo exactamente 96 años. Desde que murió mi madre que mi abuela me esta pidiendo que la acompañe al cementerio a ver al que fuera su tercer marido, que dicho sea de paso no es mi abuelo pues no es el padre de mi madre. No se porque lo venera yendo cada domingo a “verlo”, pareciera ser que su demencia le ha hecho olvidar las golpizas que sufrió; no se, lo cierto es que de no ser así, yo no hubiese podido soportar todos estos años. Siempre vamos por las tardes de los días lunes, cuando no va nadie al cementerio, tengo que llevar galletas de chocolate y un vaso que después lleno de agua para la que la vieja remoje las galletas que sus encías gelatinosas no pueden morder. Ella se sienta al costado de la tumba y le murmura cosas inentendibles, salidas quizás desde lo mas profundo de su locura. Ese es el inicio del rito. Parado a sus espaldas, lunes tras lunes pienso que cuando ella por fin muera, jamás la visitaré, pero así como van las cosas a veces me pregunto si será ella la que muera primero. Como les decía, espero que la viejecilla se siente a un costado de la tumba, luego a que se arrodille después de la última galleta, para recien tomar el fierro que hacia de soporte de la cadena; cuando termina de persignarse hecho mis manos atrás y con todas las fuerzas de mis años le propino un feroz fierrazo en la base del cráneo. Su cara cambia de expresión, sus labios se repliegan formando múltiples arrugas y dejando a la vista sus encías desnudas cubiertas de baba chocolateada. Son fracciones de segundos. Su cabeza se tuerce animalezca hacia la espalda, dejando el fierro envuelto en pellejo; los ojos parecen aflorar de sus profundas cuencas y en breve vuelve a la normalidad. Dejo que se afirme de mi brazo y comenzamos a caminar de vuelta a casa, a la espera del próximo lunes, cuando nuevamente me pregunte si será ella la que muera primera, y comience nuevamente el ciclo.
Se entó a la mesa con el íntimo deseo de no volver a ver nuevamente fideos en su plato... Angélica había salido temprano ese dia con destino a la feria de las pulgas que se instalaba solo los últimos sábados de cada mes. Casi no había dormido esa noche por la preocupación de quedarse dormida y no levantarse a tiempo para ocupar un sitio antes de que la cuadra se llenara. El paisaje multicolor de los feriantes no lograba ocultar la necesidad de los vendedores. Muchos rostros huesudos recordaban el de su marido y su delgadez extrema; sabía que la situación económica no era buena para nadie, pero jamás se imaginó que no tendria otra cosa para comer que fideos. Se ubicó al llegar a una esquina, colocó un paño directamente sobre el suelo y ubicó estrategicamente las últimas cuatro cosas que que aún no había vendido: un vestido, un trabajo de manualidad hecho por su hijo en la preparatoria, la biblia y un espejo de cartera... las horas pasaban y y el sol marcaba sobre su cabeza el medio dia. El que sólo tuviera un tenedor como servicio, parecía ser el indico de que nuevamente serían fideos... Con la ansiedad propia que le generaba la cercanía de la hora de la comida y con la preocupacíón de necesitar llevar algo para comer que no fueran fideos, esperó a que pasara alguien con una facha que indicara que llevaba algunas monedas en su bolsillo y saltó sobre él. -Señor, por favor... Tengo esta manualidad... la hizo mi hijo, tiene un gran valor para mi... veala, por favor El tipo la miró a los ojos con cierto espanto... podía reconocer que el trabajo tuviere un gran valor emocional, pero sin duda que no valía nada. La cara de Angelica denunciaba una imperiosa necesidad. Metió la mano la bolsilló y saco 100 pesos; los puso en la mano de ella. -Pero señor, esto es muy poco... por favor. La cara del hombre se endureció. -Tomelo o déjelo... Angelica tomo la moneda y con lagrimas en los ojos vio como el tipo tiraba la manualidad en el fondo del bolso, no la volveria a ver. No queria imaginarse lo que sucederia si nuevamente en el plato venia fideos... Con cien pesos no tenía para comprar algo distinto. A penas podría compara una cebolla, o una zanahoria o un huevo. Penso en el huevo... ¡¡¡SI!!! eso un huevo, fideos con una mitad de huevo duro, asi sería, se entusiasmo con la idea, sabía que con eso podría calmar por al menos ese dia la ira de su marido. Levanto sus cosas y partio a comprar el huevo. Imaginaba tambien un trozo de carne Llegó a casa y cocio los fideos y en el mismo tiesto puso el huevo, coceria ambas cosas con la misma agua. Los escurrió y pelo el huevo muy despacio, no queria que el sonido de la cascara la delatara por anticipado y se perdiera la sorpresa, sirvio los platos y los llevo a la mesa, lo puso justo bajo la cara de su marido y este lentamente bajo la vista. Angelica vio como su puño se fue cerrando en torno al tenedor, poco a poco el exceso de fueza sobre el metal comenzo a colocar sus dedos blancos, sin embargo, la cara de su marido estaba roja... los ojos llorosos y la frente sudorosa daban cuenta de que estaba furiioso.... No alcanzó a reaccionar antes de que su marido le saltara encima con el tenedor en ristre. Sus debiles piernas no soportaron el cuerpo del agresor y cayo al piso estrepitosamente, tenia a su hombre encima y los ultimo que vio fue cuando hecho su brazo atras, antes de sentir como los dientes del tenedor se clavaban una y otra vez sobre sus ojos.
              Se acercó lentamente. Era como si desde el fondo de su alma quisiera no volver a hacerlo. El tiempo se veía reflejado en su rostro, lleno surcos; marcado por la amargura y sus recuerdos. Mientras se agachaba extendiendo su mano, pasaron en segundos por su mente los más hermosos momentos de su infancia feliz. Se vio correr por la única calle de Mialqui. Era su pueblito perdido en la cordillera del norte chico. Era el único lugar en que disfrutaba como si los días de vacaciones fuesen los últimos de su vida. Corría descalzo, dándole con una varilla de membrillo a un zuncho de quizás que antiguo barril de vino tirado por allí. Vio el pueblo cuando aún no tenia luz y el agua había que acarrearla en baldes desde un canal de fango eterno y lamas verdes y pegajosas. Había que hacer equilibrio sobre un tablón que oficiaba de puente, a veces eran varios palos que parecían más un trampolín. Recordó incluso que tenia un tronco delgado que cual ruin traidor, se giraba cada vez que uno ponía un pie sobre el. Una sonrisa brotó espontánea en su boca cuando recordó las veces que se cayo al agua tratando de levantar del fondo barroso las gamelas de latón y cuantas veces, además,  se vio obligado a devolver el agua al canal para deshacerse de las tijerillas que era incapaz de sacar con la mano.              Cuando se iniciaba el verano llegaba con su familia, y el último día de la primera semana de clases, partían. En ambas ocasiones Gargantúa y Pantagruel se hubiesen sentido corroídos por la envidia al ver las comidas familiares. Era lo típico para celebrar tamaños acontecimientos. Todos juntos en la casona de la abuela. Nunca supe que culpa pagaban las vacas y los cerdos, tampoco el porque de tanto vino tinto. Así era; mucha carne y mucho para tomar. Las verduras para las ensaladas eran las mejores, recién cortadas del huerto. Siempre se comió más la chilena. Lo mejor siempre al final, la ida al baño.  El baño de la casona no era cualquiera. Era un orgullo, sin duda, era el mejor del pueblo, era una caseta hecha de madera en bruto, trabajado por las manos de los peones de la casona. A su abuelo, que siempre fue medio burgués, se le ocurrió dividirlo en dos y con una tiza que mas parecía un pedazo de yeso le escribió a la primera puerta "baño de hombres" y a la segunda que nunca se pudo cerrar bien por que las lluvias del invierno y los calores del verano habían torcido los palos le escribió "y de mujeres". Siempre le llamo la atención hacia donde caían los desechos, mas grande tiraba papeles encendidos con los fósforos que robaba de encima de la leña;  para poder ver los lodos que año tras año subían de nivel. Nunca supo cuantos metros de mierda habían antes de llegar al fondo,  pero lo que si sabia, era que por un extraño embrujo, el baño nunca se llenaba.              Saco sus manos del bolsillo, moviendo los dedos para dejar todas las migas en su interior y antes de tocarla otro recuerdo lo llevo al pasado.- Patricio, ven a tomar de la oreja la cabeza pa" la foto...              El siempre se arrancaba con sus primos al final de la hijuela cuando se sabía que iban a matar un animal para hacer el famoso asado. No le gustaba sentir los gemidos del animal y mucho menos ver sus ojos. Sus ojos, que terrible. Siempre pensaba que algún día alguien entraría al corral en la noche anterior y le avisaría a la chancho que lo matarían al día siguiente. Tal vez si así tuviese tiempo y se fuera lejos, allí donde el cuchillo del viejo Gile no lo alcanzara. Eso nunca fue. Eso nunca sucedió. Lo peor se vino cuando el turno fue el del Napoleón. No se supo el porque del nombre siendo una chancha; pero era el Napoleón. Lo cruzaron de la casa de los tíos, en otro pueblo, al otro lado del río. El animal era tan grande que más que matarlo había que venerarlo. Su muerte se trasformó en un espectáculo. Era más que llegada del circo anual. Los hombres sudaron gordas gotas de vino tinto para poder subir al "Napo" sobre el mesón que lo llevaría a la muerte. Era su cadalso. Desde lo lejos vio como su padre preparaba una antigua grabadora, con micrófono externo de esas Phillip holandesa con funda de cuero. Perforado para que saliera el sonido. La idea le repugnaba; era guardar para siempre los sonidos de la muerte. Nunca supo que paso con la cinta pero se perdió. Lamentablemente el no fue el responsable. El rito de muerte seguía y el espectáculo debía continuar. Se juntaron formándose como un equipo de futbol y se fotografiaron con la cabeza sangrante de la "Napo". Atrás, el vapor del fondo de agua hirviendo le daba una ambientación terrorífica.               Recuerda de ese momento el vapor bañando su cara y ese exquisito olor que salía del cocimiento. La foto se mantuvo guardada por años en casa de su madre. Quizás ahora donde este.              Comenzó a abrir el nudo con el cuidado de un cirujano salvando una vida. Se notaba extrema habilidad en el manejo; todo era para no tocar el plástico con nada que no fuera la punta de los dedos.- Sírvete mas carne pu cabro, pa" que crescai grande y fuerte a ver si despue tu mismo te volteai al animal....              Comió tanto pero tanto chancho, que según dicen sus tíos se empacho y se fue derechito a la cama un par de días, con todo el calor del verano encima. En el fondo el sabía que con eso no le volverían a pedir que comiera chancho de nuevo. Menos a la "Napo". Comió la sopa del cocimiento y unos buenos trozos de lomo, hartas ensaladas y papas cocidas y litros y litros de bebidas heladas, pero fueron los arrollados que estaban cubiertos con la grasa del cuero de la "Napo" los que le cayeron mal, fue mucha grasa para su hígado y no aguanto. Mejor que así fuera.              Todo estaba oscuro, como su campo de niño, como en su infancia de velas e historias de misterio, de miedo como decían los vecinos que se juntaban a sentarse en la escalera para poder arrancar rápido. Su papá asustaba a los cabros con el famoso hombre del guante rojo o con otro invento del momento. A veces por el fondo del patio, entre los matorrales, se veían luces cruzar después de un ruido fuerte que les llamara la atención. Muchas veces el mismo se asusto. Nunca los niños supieron que se trataba de fósforos que su padre encendía cuando bajaba calladito al baño. Ahhora viejos lo deben suponer si se recuerde de ello. Es que su padre, el tío Humberto, era lo más divertido del verano. Que circo anual ni que mierda, el tío Humberto era lo mas divertido para los  solo para los niños del pueblo.               Terminó de abrirla y lo primero que vio fue un hueso de pollo, volvió a su mente la imagen de su cuerpo enfermo de empacho sorbiendo sopitas de gallina; para mejorarse según la abuela. Según él era mas grasa la que comía en la sopa. Tenían una capa amarilla arriba, ahí donde flotaba el condimento y que no se juntaba nunca con el resto de la sopa. Se le pegaba a la papa. Estaba claro que así no se mejoraría nunca, pero se dejaba regalonear.              Se subió las mangas y comenzó a hundir la mano en esa infinidad de texturas húmedas y malolientes. Había desarrollado con la experiencia, la propia del tiempo de ejercicio, la capacidad de descubrir lo que le seria útil sin mirarlo. Sacó unos cuescos de durazno con algo aún de pulpa.              Los años en el campo fueron los mejores. No sabe en que momento su vida giro en sentido contrario, ¿tan rápido seria que no pudo parar antes? Que comidas eran las de esos tiempos. Por ahora todavía tenia trabajo que hacer, irguió su columna, tomo la media docena de bolsas de plástico llenas hasta reventar con todas sus pertenencias y camino por el medio de la calle... se metió los dedos a la boca y tiro el cuesco del durazno antes de que la luz del semáforo cambiara. ¿Que importancia tenía? En su mente sólo estaba el encontrar lo que le faltaba de su cena.
Mialqui.
Autor: Glen E Lizardi F.  479 Lecturas

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