Me asombra tu llamado, Picodiribibí. Me habías dicho que te ibas a matar, que esto era lo último. Eso dijiste: es el final. Hoy amaneció el día con un sol radiante, pero más tarde llovió. Y la lluvia y tu voz por teléfono eran dos susurros que confluían equivocadamente, Picodiribibí; porque hoy no debía llover, y vos deberías estar muerta.Sí, Picodiribibí. Tantas veces me lo dijiste, me acobardaste tantas veces, y en tantas te colgue el tubo gritándote que estaba cansado de tus amenazas, que ese juego ya no servía. Y que nos hacía pedazos a los dos.Después, me dormía con miedo. Y el miedo se hacía presente en mis sueños, y a la mañana estaba deshecho: me miraba en el espejo y no era yo. Era otro Juan Manuel, con ojeras, con barba mal crecida, arremolinándose la angustia en cada parte del cuerpo. Y sin lavarme la cara corría hasta el teléfono, y tu voz me contestaba:-Sí, Juan Manuel. Pasé mejor la noche. Creo que hoy iré al cine con Inés, despúes de la peluquería... Porque ir a la peluquería hace sentirse bien, ¿sabés querido?Sí, ya lo sabía. La peluquería y esas cosas. Tus amenazas de suicidio. Todas falsas. Como el nombre con que te había bautizado una mañana en el Tigre jugando con el sonido de las palabras.Ahora me siento muy mal, Picodiribibí. Casi despojado, desierto; con un único dolor en el centro de la cabeza, como si el viento, zumbándome en los oídos me acusara de algo, persiguiéndome."Cuando una mujer embarazada te mira a los ojos, es porque desde lo más profundo quiere que su hijo se parezca a vos", me dijiste en otros de tus juegos.Y yo me reí porque nunca sospeche que Inés me mirara fijo, y menos por ese motivo. Siempre desconfié de los fatalismos, de las predestinaciones, de los horóscopos.Pero tu insistencia fue tan grande que me lo hiciste creer. Y a lo mejor también se lo hiciste creer a Inés. Tuve la confirmación cuando el hijo de Inés y de Carlos se llamó Juan Manuel.-Qué linda coincidencia-dijiste.Y yo estuve a punto de pensar que sí, porque no sabía hasta entonces qué impropio demonio te doblegaba hasta ser otra, Picodiribibí. El día en que salimos los tres, un brillo especial había en tus ojos. Pero no importaba la gravedad del asunto. Debíamos pasar bien el día. Distraernos.Vivir por encima. No meterse el uno con el otro. Charlar. Sonreír.Entonces comimos los tres en la costanera. Fumamos entre cafe y cafe, y tu mano no dejaba de hurgar en la cartera para sacar los sedantes, esas pastillitas pequeñas e imbéciles, con las que tantas veces me habías asustado.Inés se mostró muy complaciente conmigo durante todo el almuerzo; más todavía cuando vos decidiste retirarte porque tu presión arterial estaba altísima, segun dijiste. Al tomar otro café invite a Inés a beber una copa de coñac, y coincidimos en la marca; un rato más tarde me halagaba el hecho de que le gustara Malher y el cine de Bergman. A la tarde volví a estremecerme cuando dijo que también ella prefería las ensoñaciones de Delvaux.Un poco antes de la noche estábamos compartiendo la misma cama de hotel de Viamonte y Paraná.Pero algo estaba allí. Presagiando no sé qué derrota. Haciendo cálculos malignos. Tratando de destruír: eras vos. Pero no tu presencia física, sino tu forma de estar entre nosotros, seguro de que habías dispuesto todo para que ese encuentro entre Inés y yo, se diera de esa forma en aquella tarde de domingo. Y ahora ella: casi quejándose, sobre la cama, desnuda, casi un ángel. De espaldas, como si fuera una cometa descendida, parecía descansar de un viaje breve pero fatigoso. ¿Quién la había traído hasta allí? ¿Quién le había puesto ese sello de adolescente, de faltante, de apenas comenzada que parecía tener? Pero tan hermosa en su desnudez, tan descalza, tan ángel.En un principio pensé en algunas de tus burlas. Picodiribibí. (Otra vez el viento zumbándome en los oídos, persiguiéndome; el viemto diciéndome cosas tuyas.)Después, cuando la vi moverse en la cama, no me acordé más de vos, y creí que decía alguna palabra, toda ella mujer, no ya adolescente.Y sí: decía "te quiero, te quise desde el primer día que te vi." Todas esas cosas que dice una mujer cuando en realidad puede creer que las dice de verdad, sobre todo cuando estaba tu sombra en todo esto, Picodiribibí.Yo la miré sonriente, y sin contestarle la volví a besar e hicimos el amor nuevamente, esta vez con violencia, porque sabía que estaba metido en el juego maldito que vos habías inventado. Durante seis meses fui el amante de Inés, y vos ibas preparando uno a uno nuestros encuentros. Pero ya me parecía inútil y torpe tener que besarla, rodearla con mis brazos, llevarla hasta la cama, en una ceremonia que me fatigaba en lugar de alegrarme. Sin embargo pensaba todavía en ella, en el vibrar de su piel como una mariposa moviéndose. Sin embargo recordaba cuando sus brazos depositaban en mi sexo movimientos tenues, apenas creíbles, y eran como luces que me perseguían, luces alrededor de mi almohada.Y recordé, cuando una madrugada, exaltadamente, como un loco, le propuse que nos fuéramos, que abandonáramos todo, con tal de huir de la muerte a la que me sometías. (Pues otra vez oía al viento soplando lejos al principio, para ir acercándose de a poco, pero con insistecia. El viento que decia: me mato, ya vas a ver, me mato, mañana seguramente,mañana.) Y ahora Inés había faltado a la cita, porque de algún modo ella también comprendía que era otra pieza de la pluralidad siniestra a la que dolorosamente nos habíamos acostumbrado.Sí, Picodiribibí: no sé por qué tengo que decírtelo. Tal vez por el vino que tomé desde temprano.Lo cierto es que no voy a contestar a ninguna de tus preguntas, y espero que no tientes frases entrecortadas para hacerme sentir que lo comprendés todo. Y quizas lo comprendas, y el único que no entienda sea yo, que trato de explicármelo, pero sale una pregunta que es Inés y otra pregunta que es Picodiribibí, y el viento empieza a pasearse en mi cabeza, me martilla, me martilla las sienes, y ya no soy yo, ya no soy Juan Manuel, sino otro, otro total e insignificante, un minúsculo hombre con mucho miedo de que te mates, un hombre pobre y nauseabundo,el mismo que sabe que Inés no vendrá, porque en el último encuentro que tuvimos, entre besos mal dados y caricias, yo le acerqué ese revólver y la obligué a usarlo. Guillermo Capece (año 1972)