Si supieras cuán difícil se me hace. Empiezo por contarte que mi más grande defecto después de la pereza es la timidez. Ya lo sé, vas a decirme que no y vas a sonreír con esa forma tan sutil que tienes de demostrar que te da igual. Ni siquiera que no te importa, sino que te da igual. Ese día cuando te vi, no se me aceleró el corazón, ni comencé a temblar como una niña que hasta entonces conoce a un hombre, ni tampoco sentí mariposas en ningún lado. Aprovecho para decirte que no creo en esas cosas. Que lo que uno siente cuando debería sentir mariposas es tan sólo unos nervios y una ansiedad “de puta madre”! No es nada placentero ¿sabes? Lo único placentero en el amor es la correspondencia y esta no suele suceder, como me pasa a mí contigo. Hace mucho tiempo que había dejado reposando tu rostro, tu cabello, tus ojos tan profundos, tan alegres y esa sonrisa que sólo de vez en cuando me regalas pero que cuando se te asoma logras removerme hasta la fibra más insensible del alma. La última vez que hablamos sentí que terminamos peleados. Y vas a volver a decirme que no, pero no me importa. Tenía tantas ganas de verte pero lo arruinaste cuando tu orgullo y tu ego te elevaron hasta el cielo y cuando por tonta e ingenua creí haberme delatado. Ninguna de las dos cosas pasó, sólo fue un malentendido. Y entonces vuelves y me obligas a sentir de nuevo todas esas cosas. Todos esos nervios, todos esos suspiros, todas esa noches y desveladas en tu nombre sin importante nada, porque hace seis años desde que te retiraste, tienes novia. Y ojala me equivocara, pero tal vez aún me ves como una niña que desde hace seis años ya no soy. Antes cuando eras un joven seminarista y ahora cuando ya eres un hombre comprometido y mayor. Me da igual ¿sabes?, creo que ambas cosas me producen la misma tentación. Cuando comencé con esto jamás pensé que terminaría de semejante manera. Tenía diecinueve años y entré al seminario por encima de todo: de los llantos, de las balas, de la violencia, de los reproches, de la pobreza… de la realidad. Lincoln, el sacerdote que más llegué a admirar, sería por cosas del destino, o de Dios, mi guía durante ocho años. Su vida era un ejemplo y su vocación, sin lugar a duda, era haberse convertido en cura. Con el tiempo había aprendido a sonreír pero la dicha sólo duró tres años. Me entró una llamada que no me volvió a dejar dormir. Habían violado a la niña de mis ojos: mi hermana. Todo lo que yo era en ese entonces se había revolcado. Tenía ganas de fumar. Revisé la habitación a tientas pero no encontré las llaves así que no me quedó otra opción que tomar las del padre Lincoln. Caminé hacia su habitación, entré en silencio y las cogí con algo más. Estuve sentado en las afueras del seminario calmando la impotencia, las lágrimas que me ahogaban y las palabras que jamás salieron. Tenía que vengarme. Miré las llaves y entonces noté que junto a ellas había tomado unas hojas dobladas que comencé a leer olvidando que no eran mías. Sólo recuerdo que alguna decía: “Sé que esa es tu vocación pero no olvides que éste hijo siempre será tuyo”. La leí dos veces sin entender. De pronto Lincoln me tomó por el hombro y quiso explicarme todo. No quería excusarse, fue lo primero que dijo, pero en el momento en donde él como humano se enfrentaba a él como sacerdote, la propia iglesia lo había defraudado: “A Dios también le gusta pecar” fueron las palabras del cura mayor. “Y no sé en qué momento terminé siendo papá” concluyó esa noche. La carta ahora era mía así que mágicamente había aparecido mi cómplice en la venganza. Ese fue mi error. Pero él tenía un hijo, ese fue su error. No tenía remedio, su vicio era incurable. Para él, el mundo era increíble cuando se sumía en su inexplicable delirio y su alma empezaba a volar tocando el cielo con las manos. Las lágrimas ahora eran de pasión y la droga y la vida le empezaba a mostrar su lado seductor. Todo lo había perdido a cambio de ganarse la cercanía al paraíso. Su vicio, el más osado de todos, era sentir el éxtasis de ser escritor. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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