Javi examinó el samurai que su padre le había regalado. Tenía por cabeza una esfera plateada sin facciones definidas, las piernas abiertas y arqueadas bajo un uniforme rojinegro y blandía una espada de hierro en posición de ataque. Sintió admiración por aquella figura desde que la vio aislada en el escaparate. No medía más que su mano pero se mostraba segura de sí misma, implacable, resolutiva. Estaba acariciándose la pelusilla del bigote cuando la olla a vapor empezó a silbar inquieta. Javi se apresuró. Limpió el polvo de la balda con la mano, colocó al samurai encima y se dirigió cojeando a la cocina. Meneó el harapo para sacar fuera a las moscas, echó la sopa de cocido en el plato y retiró con una cuchara sopera los cadáveres de hormigas rojizas que en él flotaban. Cogió la cerveza de la nevera, se la pasó por el cuello y preparó la bandeja. Era extraño que su padre aún no hubiese pedido a voces la comida. Javi bajó las escaleras sintiendo un trallazo cada vez que apoyaba el pie en el suelo. Las gotas de sudor nublaban su vista, le aterraba la posibilidad de derramar los líquidos. Si tenía la sensación de perder el equilibrio se detenía unos instantes en el peldaño evitando la barandilla mal sujeta. Cuando estuvo frente a la puerta de la habitación del sótano su cuerpo empezó a temblar: sólo se oía silencio. Respiró hondamente y su padre abrió la puerta antes de que le diese tiempo a golpearla. Tenía la camiseta cuajada de lamparones y los ojos fuera de sus órbitas. Javi enseñó los dientes con una mueca y le entregó la bandeja. –Shhh, no hagas ruido. Está dormida. Javi trató de mantenerse erguido mientras su padre inspeccionaba la comida rascándose la barriga. El conejito de peluche estaba tirado bajo la mesa, sucio y descompuesto. Se fijó en su hermana y se meó encima. Yacía en posición fetal sobre el colchón de lana tirado en el suelo. Un cardenal sanguinolento recorría sus costillas de lado a lado, las nalgas estaban en carne viva y bajo su pelo estoposo podía adivinarse la quemadura del hombro. Parecía una figura de cera, mimética e inerte. –Vete. Javi sintió un halo de esperanza y salió cerrando la puerta con suavidad. Cuando llegó a su dormitorio le sobrevino el vómito a la boca. Cogió al samurai y se tiró en la cama examinándolo. Aquella figura no medía más que su mano pero se mostraba segura de sí misma, implacable, resolutiva. Abrió el cajón y lo echó al fondo.