He tomado el agua de mil fuentes, fuentes que son llenadas por otros vasos, vasos que se colman con palabras, palabras que se derraman del tiempo como gotas de almíbar negro, dudosas. Ahora soy un río que no fluye, se estanca pensando, se duerme viajando y muere respirando. Los ejércitos de otros mundos también son míos, no soy leyenda, soy sola voz, grito ahogado de mil luchas tristes, pero sólo una de mil días soy.
El firmamento de amor, la cama, está mojado; la lascivia es húmeda, huele a lluvia. Las sábanas se estrujan, se revuelcan ante las caricias apasionadas que esconden, son testigos mudos y ciegos; son gas, las sábanas se evaporan al contacto con el Sol, la Luna toma su posición. El espectáculo da vida, cientos de tonos acuarela, tachones de deseo. Se incorporan el uno adentro y el otro afuera, lenguaje de complementación. El vino se ha derramado sobre la almohada y las mantas se deshacen ya de ellas. Pasan los versículos del tiempo, párrafos del tiempo, éste es un capítulo, no se termina, sólo desaparece. Luna ahora es con el Sol una, Sol dejo de ser, con Luna, dos. El límite del cielo es bajo, roza entre sus piernas, sube a sus caderas y regresa a lo alto, no al techo, si no al lecho. El instante es participio es acción de antes y el futuro es ya, pero el ser se viste en sombras. Luna se despide, Luna sola va; Sol va caminando junto a soledad.
El pordiosero va por la vida, la sufre, la muere, ansía. Es un guía de tiempo entre sus pasos, aunque siempre esté perdido; los significados son mentiras circulares. Sube una escalera, besa el aire, ama el carente sentido del ser, es pensante, mas no razonador. La basura de las carreteras del instante es siempre la misma, no hay novedad: todo es moda, gris espejo, realidad; pero él se refleja sin imagen y se reconoce; es Dios, es Él, soy Yo. Dios habla sin palabras, él es; Él canta mil baladas, es el instante, él fue; Yo hablo sin comprenderme, escribo sin entenderme, soy voz, pasajero de estos burdeles, criminal que mata el tiempo. Yo soy quien fue, y es, viento, psicofonía.
Vi la manzana reposando en una cuna de hojas, hojas; la vi viajar sin movimiento, la supe amar sin conocimiento de qué es sentir. Rojo, comprendí sin entender, es el vestido de algo sagrado, sin color, con vida; no es la vida, pero menguó de ella y se hizo roja de calor humano. Las capas suspendidas de tiempo se hacían consistentes, visibles, aunque indescifrables, sudor, aspiración de ser tu amante; lujuria: los pasos de éste caminante. Viajaba aún sola, perdida hasta de sí misma, sin vestidos, desnuda, sucia de tiempo, inmune al viento. Pensar no es razonar, es ser forastero de su propio mundo; ver sin ojos y correr sin pies. Vuela, asciende antes de que la luminiscencia ensucie tu rostro, antes de que la duda se evapore, pero después de estar despierta. Cada día que pase es una duda suelta.
Escuchemos el silenciode nuestra respiración y bailemos en el tiempo pues este es una canción. Acompáñame esta noche a escaparme de mi cama para que la noche la invada y no olvide que me ama. Acaríciame sin tacto, saboréame sin sabor, bebe todas mis palabras como gotas de licor.
Cuando el reloj dibuja, en el espacio, que es la hora ocho, de la noche; la ciudad se viste de luces de neón, y se perfuma con el mismo áspero, pero gratificante olor a humo que esparcen los autos al recorrer las calles; olor a vida... barata, pero vida. La monotonía de este espectáculo era para Panamá, como una alarma que anuncia las desgracias que la vida nos otorga, en compensación a nuestra poca valía. Una mirada, al parecer, perdida en el tiempo, se adueñaba sutilmente de los ojos, casi ciegos, por el llanto, de aquella niña que languidecía entre pensamientos que, tal vez, no eran ni suyos, a lo mejor, ni siquiera era suya la estampa de fortaleza que aparentaba.– ¡Maldita niña! Vociferó una voz al otro lado de la pared. – Apúrate, que nuestros clientes no van a esperarnos toda la noche. – Mamá, no quiero. – Respondió para sus adentros, Panamá. Sin ninguna consideración del estado de su hija, la mujer toma el brazo de la hermosa niña, la arrastra por el suelo, dando tumbos por la escalera y con la más desdeñosa expresión facial. Al salir de la casa, abordan un taxi y se dirigen hacia un hotelucho, con fachada de palacio y olor a negociación banal. A la mañana siguiente, Panamá, permanece encerrada en su habitación, mirando la ciudad que se retrata en su ventana. Perla, madre de Panamá, salió de su casa a comprar la comida para el almuerzo, sin intención alguna de regresar pronto.Torpemente, la niña trataba de leer un cuento que guardaba en su gaveta. Con catorce años que se habían paseado sobre Panamá, ésta no podía leer con destreza. La madre no le prestó mayor atención a esta situación, por lo que decidió retirarla del colegio, con el pretexto de que no podía pagar los costos de una educación especial, para la niña. Suficiente gasto le implicaba tener a esa niña bruta en la escuela, de cualquier manera seguiría reprobando, quizás hasta le hacía un favor. – Es preferible que empiece a generar ingresos para la casa. – El trabajo fortalece el carácter; y esa burra lo que necesita es eso. – ¿Lento aprendizaje?, pereza es lo que tiene ésa. – De esta manera se expresó Perla, ante una de las maestras cuando ésta la citó al colegio, para hablarle de Panamá, y el problema que tenía; su lento aprendizaje.Con el crepúsculo, llega Perla. Había dejado a la niña sin comer, solamente con un pan duro, queso y algo de jugo de naranja, medio rancio, que había desayunado.– Prepárate que en una hora tenemos que estar en el hotel, te conseguí un cliente italiano, muy generoso. No podemos hacerle esperar. Come algo, pero no abuses, porque las gordas no triunfan en este negocio. – Le dijo Perla a Panamá, desde el umbral de la puerta del cuarto de la niña, quien lloraba, angustiosamente, al tiempo que miraba por la ventana. Después de comer, una miseria, la niña se arregló con un vestido rojo, azul y blanco; se colgó unos pendientes de estrellas rojas y azules, dispuesta a seguir a su madre. La belleza le daba a Panamá una apariencia de ardientes fulgores de gloria.¡Pobre Panamá!, tan incomprendida que había dejado de hablar, hacía meses. Sus escasas manifestaciones consistían en pequeños reproches de nada.Al llegar al hotel, se dirigieron a la habitación mil novecientos tres y allí la abandonó Perla. En realidad, Perla no se llamaba así, si no Patria, pero en el burdel Nuevo Mundo, en donde trabajaba, la nombraron Perla, y por eso todos en el barrio, incluso Panamá, la llamaban así. Sintiéndose indignada, porque a pesar de que no sabía leer bien ni comprender las matemáticas, Ella, Panamá, sí sentía, y la indignación que estaba sufriendo, le ahogaba hasta las lágrimas del luto de su castidad; se sumió en su estado contemplativo. Como siempre, pensaba en la nada y miraba a través de la ventana. Encontrándose… perdida. Forastera de su propio hogar, hasta de sí misma. El sonido que ocasionaba la cadencia de golpes sobre la puerta, la sacaron de su trance y la obligaron a abrir.– Muévete, anormal, no ves que afuera hay un hombre que está llamando. Debe ser un cliente. Vístete, perfúmate y vienes a la sala. Seguramente nos ganaremos un buen billete, y hasta completamos para comprarme un teléfono nuevo y… bueno, algo te compro. – dijo Patria con una hostilidad acentuada en su calculada mirada. Panamá, sin reproche sonoro hizo lo que la madre le mandaba y salió a la sala. Se encontró con un hombre de apariencia holgazana y un penetrante olor a alcohol. El hombre la condujo, en medio de obscenidades, hacia el sillón azul de la estancia; tan azul como dos mares cuando se unen. La madre se retiró con un voluminoso fajo de billetes, que colocó dentro de un florero; con una sonrisa de satisfacción y desapareció.Los gritos incesantes de Panamá se escuchaban en la casa aledaña. La vecina estaba conversando con su esposo, y al oír tales alaridos, se sobrecogió en llanto y exclamó: ¡¿Cómo es posible que Patria haga esto, que Panamá lo permita y nosotros nos lo aguantemos?!El marido, consternado por la firmeza de la interrogante de su cónyuge, le abrazó. – Podemos hacer mucho de nada, mujer. Además no necesitamos asumir pecados ajenos. – respondió, el esposo. Panamá, ultrajada, tanto por hombres con las manos llenas de dinero, y por el desinterés de su madre, languidecía sobre el agitado sillón que se iluminaba, trágicamente, por la imponente luz del sol, que sobre el mar nacía.
Las espinas que tu rostro hirieronhoy se clavan en mis manospunzan cada uno de mis dedosy la sangre corre como un río de plegarias.Mis labios están rotos por las mordidas,del remordimiento,pero.. Cómo no excitarme?si tu santidad sólo me inspira un ciclo:mirarte, pecar, odiarme; y al final, volver a mirarte; para encender las ganas de ser tu divino pecado.Mas... -suspiro-Siete cruces marcan mi cuerpo,y tus ojos se han mudado a los míos, y los míos se han anclado a tus labios.Bebo, bebo... Bebo el sudor de tu frente,y la sangre de tus manos;te ofrendo el dolor de mi piel al deseartepara que las penas de mi alma sean culpas tuyas,pero recuerda siempre que Tú eres mi divino pecado;y mi peor pecado fue llamarme Judas.
El coleccionista de la muerteSe oye un chirrido penetrante y estridente al abrirse la puerta, por causa de aquellas bisagras nunca engrasadas. Detrás de ella aguardaba una inconmensurable estancia con forma heptagonal, colmada de estantes, repletos de archivadores, y en uno de los tabiques un lienzo en el que se podían distinguir tres esqueletos centelleantes sobre un fondo azabachado, las armaduras oseas portaban en sus esbeltos falanges sendos cirios que iluminaban una cifra, el seiscientos sesenta y seis. En el canto de cada uno de los archivadores había grabada una fecha, compuesta por mes y año, el más antiguo debía datar de septiembre de 1945 y así sucesivamente todos los meses y años consecutivos se ubicaban allí, pero... ¿Qué podía haber custodiado con tanto orden y secreto en aquella habitación? pues, ningún misterio, era un acopio como cualquier otro que se coloca con esmero y se aprecia como un tesoro, eran miles, millones de recortes de periódicos de la sección de necrológicos. Detrás de la puerta apareció un individuo bajito y enjuto, con una alopecia mas que evidente que era recompensada por su frondoso mostacho, su ropaje era completamente negro a excepción de una ínfima pajarita escarlata. Vivía en un luto sempiterno, todas las madrugadas cogía su lúgubre automóvil y descendía el sinuoso sendero que llevaba hasta su tétrica residencia, su destino era el santuario, cualquiera con tal de que allí se oficiará un sepelio, cámara en mano, fotografiaba los ataúdes y retornaba a su cripta. Dentro, enclaustrado cual asesino en las mazmorras de la torre más inasequible de un castillo, colocaba la flamante pieza entre las láminas trasparentes de cualquier de los álbumes que poseía.A menos de quinientos metros de su domicilio se hallaba una colosal necrópolis constantemente contemplada por él, gracias a un balcón sostenido por trece cartelas de las que colgaban otras tantas macetas en las que florecían crisantemos y geranios. Cada vez que un nuevo difunto llegaba a su sepulcro él lo sabía. Una vez dentro de la inexpugnable sala, se fijó con detenimiento en el retrato que hiciera hoy, era una "bella donna", de la que se enamoró instantáneamente, solo había un defecto ella estaba muerta y él vivo, y la única manera de conocerla era fenecer. Aprovecho que en aquella habitación lo que abundaba era papel, por tanto optó por incinerarse junto con su colección.Dos horas más tarde llegaron los bomberos a aquel alejado recóndito de la ciudad, aclamados por la vasta columna de humo y ceniza que sobresalía del techo de la siniestra mansión. Era demasiado tarde "il vecchio homo" estaba calcinado. A su inhumación solo asistió un sacerdote y un enterrador, pues en todos los años que llevaba allí residiendo, nadie había cruzado más de tres verbas con él, ni siquiera sabían como se llamaba, sí tenía familia,... nada. Por eso en su lápida solo había un epitafio pequeño que ponía "Aquí yace el desconocido ?-1987". Aquella misma tarde comenzaron las indagaciones policiacas sobre el incendio, procuraban comprender el origen de tan magna conflagración. Entre los escombros de la casa encontraron la tan citada sala, en la cual apareció intacto un diminuto cuaderno manuscrito. Al descifrarlo descubrieron toda la historia y un plano en el que se representaban cinco compuertas ocultas tras las cinco estanterías del heptágono. Detrás otros tantos ábsides en los que hallaron los cuerpos de dos ancianos, una mujer y dos niños. Después de ciertos exámenes de ADN se confirmó que los cadáveres eran la familia del misterioso hombre, progenitores, cónyuge y vástagos que fueran sacrificados para que no padecieran enfermedad ninguna, ni se les marcara la huella del tiempo, como se podía leer en una epígrafe que había situada en cada uno de los bidones cristalinos, llenos de formol, que los conservaban inalterados. Detrás de la pintura, asimismo, se descubrió una caja fuerte repleta de billetes y un libro titulado " El coleccionista de la muerte", escrito probablemente por el peculiar homicida. Y un testamento que nombraba como su único heredero al prelado del monasterio de los santos Inocentes junto con un último deseo: "Quiero que en mi mausoleo figure junto a mi nombre el título de este relato".