Apr 01, 2013 Mar 23, 2013 Mar 22, 2013 Mar 20, 2013 |
Las palabras que dedicó a la hermosura Frente al espejo de cavernosa voz y reflejos imprecisos, la reina cruel exigía una respuesta a la sistemática pregunta: —Espejo, espejito, quién es la más hermosa de este reino? …Y el espejo informe, siniestro y mentiroso repetía: —Tú mi reina, sólo tú. Grimhilda era una mujer mayor, absoluta y perdidamente enamorada de sí misma. La única medida conocida era su espacio personal, nada ocurría a su alrededor que no estuviera relacionado con los sesenta centímetros circulares que engalanaban su osamenta. De joven había sido relativamente atractiva. ¡Ay, mi Dios si leyera estas palabras! Era caucásica, de rasgos negroides, teñida de rubia nórdica. Ayer jugaba a ser Sofía Loren y mañana a ser Marlene Dietrich, porque algún desconocido le había dicho que parecía una alemana. Lo peor, es que lo creía firmemente. La única verdad es que no aparentaba los setenta y pico. ¡No, señores! Corría y corría tras la pérdida de kilos que la atormentaban. Inventaba dietas que en horas nocturnas traicionaba frente al refrigerador sin que nadie la viera. Nuestra Grimhilda, con sus miserias de diva surrealista, tuvo muchos amores, desde luego. Se casó –como Dios manda- con un joven moreno y apuesto, excelente complemento visual de su hermosura. ¡Qué linda pareja hacían! Con el correr de los años, abandonó su rol de esposa consagrada; de un sacudón se quitó la piel cordero y arrastró a los infiernos del maltrato y la degradación a ese joven moreno y apuesto. Como es de esperarse, en su haber existió una larga lista de amantes de todo tinte. Desde los muchachotes anhelantes de experiencias hasta los maduros tramposos con ganas de soltar alguna cana al aire. ¡Y si la soltaban! Soltaban dinero casi siempre, o algún otro bien o servicio a discreción. Los deseos de Grimhilda eran órdenes de cumplimiento irrestricto. De lo contrario, algún desborde de su histérica divinidad, arrasaba todo con la destrucción de un huracán. En este marco apoteótico apareció Victoriano, un hombre también mayor de andar grácil, mirada melosa y talla conservada. Poco a poco supo hacerse partícipe actoral en el teatro de la vida de Grimhilda; histrión de reparto que tuvo la santa maestría de dedicar, a su hermosura, palabras remilgadas y ostentosas. Melindroso y obediente, prodigó frases que sonarían, al oído inmodesto de la dama, como un canto de sirenas. Así fue que en medio de promesas materiales, febriles devaneos y hostilidades soportadas con estoicismo, Victoriano se introdujo –como una lagartija- en su diario devenir. La señora que, de pronto, vio sus cuentas abultadas considerablemente, gracias a la pensión de su marido para entonces difunto, no sólo se hinchaba de hermosura sino también de poder financiero, que refregaría en las narices de cuanto mortal se cruzara en su camino. Victoriano no era tonto, ni un poquito. Recargó prolijamente toda su artillería aduladora y con exagerados celos y dudas, escándalos premeditados ante otra presencia masculina, hicieron que Grimhilda bajara la guardia y vomitara sus íntimos secretos ante ese Otelo que- según ella -era capaz de quitarse la vida si lo abandonaba. Sucedió una tarde, cuando Victoriano se disponía a tomar su aperitivo detrás de la persiana entreabierta que daba a la calle. Ese día, inusualmente, había regresado más temprano. Por las rendijas pudo ver la parte delantera de un automóvil plateado, cuyo conductor se despedía entre arrumacos y risitas, de la dama en cuestión. Ni bien ingresó a la casa, se encontró con la mirada despechada de su amante quien, sin mediar palabra, le propinó terrible bofetada en la boca. Horrorizada, al ver que le sangraba el labio aulló como fiera, reclamando un espejo. Un espejo que adquirió en esas instancias, el protagonismo de un respirador artificial. Cuando el adminículo, por fin, llegó a sus manos corroboró la magnitud del daño; lisa y llanamente explotaron los cielos. El “victimario” comenzó a temblar al ver el rostro de su amada semejante al trasero de un mandril. Se acercó posesa, transformada en una máquina de odiar, lo empujó a patadas hasta la puerta. Victoriano se deshacía en perdones y “tesoritos” jurándole que no volvería a suceder. Ella no cejaba en sus empellones y él, continuaba prendido de la reja. Lo insultó de todas las formas conocidas, escupiendo su rostro y maldiciendo a toda su prole. Victoriano, trató de poner fin a la contienda y ahogado en lágrimas, le suplicó de rodillas el consabido perdón. La imagen fue impactante para ella. Su vanidad, insuflada de nueva vida le desbordaba los senos. ¡Un hombre a sus pies! No cabía en su pecho tanto endiosamiento. Pero algo faltaría para redondear esa patética escena de sumisión. Lo obligó, en prueba de arrepentimiento, a lamerle la suela de sus zapatos. Él, patético, asintió sin chistar como perro callejero, mientras la “donna” se regodeaba en su majestuosidad. Cuando bajaron las aguas, sobrevino el momento de la reconciliación íntima para dormir pegaditos con la mansedumbre de dos ángeles. Al otro día el fragor de la lucha y la resaca del champagne hicieron que Grimhilda despertara cerca del mediodía. El aire se respiraba viciado. Algo no andaba bien, y su entorno visual se le antojó sensiblemente despejado. Se mojó la cara tratando de conectarse con el mundo real y, mientras encendía la cocina para calentar café, se calzó los lentes. Un frío mortal le cruzó la espalda. El microondas no estaba; la cafetera express recién comprada, tampoco. Enloquecida recorría la casa como sabueso, comprobando que la pantalla plasma de 32”, el equipo de audio, y otras menudencias de fácil acarreo, tampoco estaban. Roja de ira, comenzó a endemoniarse. —¡Hijo de mil putas, te retuerzas en el infierno! —repetía mientras se tironeaba los cabellos de los costados de la frente. —¡Mal parido, viejo impotente! ¡Rata apestosa muerta de hambre! ¡Me las vas a pagar! Asaltada, así de golpe, por un macabro presentimiento, fue a la alacena de arriba de la cocina. Buscó, revolvió, descartó frascos, todos eyectados por el aire. ¡La lata de masitas holandesas! ¡La lata! Finalmente, la halló detrás de unos vasos. Respiró…casi aliviada. Con el deseo irrefrenable de un hambriento, clavó las uñas en la tapa para arrancarla y, para su sorpresa, encontró una nota que rezaba: “Eternamente agradecido, siempre tuyo, Victoriano”. Lloró con odio. Lloró con sed de venganza, lloró sus miserias y sus dólares. Se lloró a sí misma por tres horas, sin parar. Cuando finalmente decidió recomponerse y remozar el rostro castigado, tomó el espejo como embriagada ante su propia imagen y dijo: —Espejo, espejito mágico: ¿Quién es la más hermosa del reino? Y el espejo de voz cavernosa, muy suelto de lengua respondió: “Tú eres bella, pero Toribio, la pareja de hace diez años de Victoriano, quien se ha puesto senos, se “hizo” los labios, se levantó los párpados para agrandar sus ojos y redondeó sus glúteos, todo gracias a tu generosidad, LO ES MÁS AÚN. El espejo, de un soplo, sin hacer lugar a la venganza, se deshizo en mil añicos ante los desorbitados ojos de Grimhilda. Autor: Maherit Una llamarada en el desierto Yebala, Marruecos, 1912. Silencio en las dunas lejanas. La memoria del viento acaricia los lomos del desierto. Con sus alas esparce minúsculos diamantes dorados sobre las estribaciones del Rif. El sol muere en la melancolía de un nay desconocido. Ahmed Al-Raisuni se inclina dispuesto a la oración. Posa su frente y besa el suelo magrebí donde lloró por vez primera. Altivo como un águila observa la quietud de las montañas. Fortines españoles se alzan a lo lejos, mancillando el orgullo del horizonte bereber. Como sierpe, se filtra entre las sombras, agudo, fatal y silencioso, hacia las tiendas. En alguna cueva ignota, sus hombres aguardan; silentes, impasibles, como si el odio se hubiera apoderado de sus almas. Esperan la señal con estoicismo, con la bravura contenida en la mirada, que se desatará sobre las tierras ocupadas. Matarán o morirán en la emboscada. Es la voluntad de Alá. Inexorable, la noche cae desperdigando astros sobre las colinas. Gritos de odio se incendian en la oscuridad. La sangre morada quema la arena. Silbidos de metal rabioso y ojos de fuego, glorifican la ceremonia de la muerte. El viento seco aletea en los cáñamos rotos de las tiendas. El campamento es un punto perdido en la negrura de las montañas. Los asesinos huyen, con los cuchillos aún calientes de agonías. Una última mirada atrás. Ya sólo queda silencio y tinieblas. Por encima del velo, los ojos azules de Nazirah observan el horizonte cobrizo que se pierde. Una perezosa caravana de camellos va enlazando espejismos en la ruta interminable de la seda. Muere cada día, de a poco, tras los muros de barro ásperos e impíos. La burka amortaja su pena. Sólo sus ojos fulguran en la oscuridad, en la estrechez de una grieta donde desfilan las sombras del pasado. Las puertas del destino, la luna agonizante, evocan la memoria de su vida en Axdir. Como cristales ocultos, las lágrimas se agolpan perlándole la cara. Eslabones de plata encadenan sus tobillos frágiles, y el viento del Atlas la azota con estrellas. Se mira las manos con dedos generosos, dadores de placer en otro tiempo. Son las mismas, oferentes de amor al subrepticio amor, las que arremolinaron las doradas hebras extranjeras en una noche de pasión y de promesas incumplidas. Alguien lo supo… Alguien vino a buscarla en nombre de Al Raisuni. El extranjero agoniza en alguna prisión de Yebala. Su voz, casi inaudible, balbucea su nombre. El corazón de Nasirah se deshace como su velo al viento, que en ráfagas dolientes le trae su propio nombre. Y el desierto… Rojo de sangre, se inmola en llamaradas. 4.8.12 Maherit Se puso las gafas y bebió un trago grande de soda de limón. Audifonos sitiados para la sensación musical, pasos listos para trazar asimétricas huídas. Sueños bajo la suela del zapato y un grillete imperceptible llevado por voluntad propia. No va a ningún sitio, desde nunca está esperando que el viento sople a su favor. Y ya no espera que nadie venga a su rescate. Imposible, absurdo, detestable. Pisando sobre las grietas enmugrecidas del pavimento levanta la mirada y arroja su desdén sobre cualquiera que quiera acercarse. Un racimo de pasos para llegar a la meseta.Saludos van y vienen, puñales disfrazados bajo sonrisas casuales, esperan la respuesta de un cáscaron ausente lleno de esperanzas. No quiere nada de nadie, nunca espero que el mundo la recibiera con los brazos abiertos.Y con la frente tatuada, con el estigma sangrante de aquel que se enamora de lo imposible, acelera su andar lo más posible para evitar el contacto con cualquiera que la rodee. Es que ninguno de ellos puede ver el futuro. Ninguno es capaz de alejar la lluvia con una canción. Ninguno resulta más que basura tóxica e indeseable que se interpone en su camino. La vida se divide en dos épocas: antes y después del amor."¿Dónde tienes la cabeza últimamente?" ha preguntado un colega. Ella, le lanza una sonrisa torcida y vuelve la mirada al suelo. Nadie es capaz de notar que jamás pertenecio a este mundo y no lo hará jamás.Roza, aún, el cielo con la punta de los dedos cuando le viene a la mente alguna frase lanzada por aquel que abrio su mente a una idea inalcanzable. Sonríe, entonces de verdad, una auténtica sonrisa dolorosa de nostalgia y anhelo. Ríe sola cuando camina por las calles habitadas de inmundicia. Llora cuando la jornada ha terminado y puede dejar sobre la cama el peso de la ausencia.Miró por vez última las grietas del piso, ató el cordon de su zapato y metió las manos en sus bolsillos. No tiene claro el destino, harta del bombardeo de pensamientos y recuerdos que la victimizan involutariamente. No va a ningún sitio, pero sabe que puede llegar ahí.Y entonces le encontrará, tal como le conoce, tal como le soño... Se quitará las gafas para mirar directo a sus ojos de mar y una amplia sonrisa detendrá el tiempo.
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