• ALICIA ALVAREZ
Maherit
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  • País: Argentina
 
Las palabras que dedicó  a la hermosura Frente al espejo de cavernosa voz y reflejos imprecisos, la reina cruel exigía  una  respuesta a la sistemática pregunta: —Espejo, espejito, quién es la más hermosa de este reino? …Y el  espejo informe, siniestro y mentiroso repetía: —Tú mi reina, sólo tú. Grimhilda  era una mujer mayor, absoluta y perdidamente enamorada de sí misma.  La única medida conocida era su espacio personal, nada ocurría a su alrededor que no estuviera relacionado con los  sesenta  centímetros circulares que engalanaban su osamenta. De joven había sido relativamente atractiva. ¡Ay, mi Dios si leyera estas palabras! Era caucásica, de rasgos negroides, teñida de rubia nórdica. Ayer  jugaba a ser Sofía Loren  y mañana a ser  Marlene  Dietrich, porque algún  desconocido  le había dicho que parecía una alemana.  Lo peor, es que lo creía firmemente. La única verdad es que no aparentaba los setenta y pico. ¡No, señores! Corría y corría tras la pérdida de kilos que la atormentaban. Inventaba dietas que en horas nocturnas traicionaba frente al refrigerador sin que nadie la viera. Nuestra Grimhilda, con sus miserias de diva surrealista, tuvo muchos amores, desde luego. Se casó –como Dios manda- con un joven moreno y apuesto, excelente complemento visual de su hermosura.  ¡Qué linda pareja hacían!  Con el correr de los años,  abandonó su rol de esposa consagrada; de un sacudón se quitó la piel cordero y  arrastró a los infiernos del maltrato y la degradación a ese joven moreno y apuesto. Como es de esperarse,  en su haber existió una larga lista  de amantes de todo tinte. Desde los  muchachotes  anhelantes de experiencias hasta  los maduros tramposos con ganas de soltar alguna cana al aire. ¡Y si la soltaban! Soltaban dinero casi siempre,  o algún otro bien o servicio a discreción.  Los deseos de Grimhilda eran  órdenes de cumplimiento  irrestricto. De lo contrario,  algún desborde de su histérica divinidad, arrasaba todo con la destrucción de un huracán. En este marco apoteótico apareció Victoriano, un hombre también mayor  de  andar grácil, mirada melosa y talla conservada. Poco a poco supo hacerse partícipe actoral  en el teatro  de la  vida de Grimhilda;    histrión de reparto que tuvo la santa maestría de dedicar, a su hermosura,  palabras remilgadas y ostentosas. Melindroso y obediente,  prodigó frases que sonarían, al oído inmodesto  de la dama, como un  canto de sirenas. Así fue que en medio de promesas materiales, febriles devaneos y hostilidades soportadas  con estoicismo, Victoriano se introdujo –como una lagartija-  en su diario devenir. La señora  que, de pronto,  vio sus  cuentas  abultadas considerablemente,  gracias a la pensión de su marido para entonces difunto, no sólo se hinchaba de hermosura sino también de poder financiero,  que refregaría en las narices de cuanto mortal se cruzara en su camino. Victoriano no era tonto, ni un poquito.  Recargó prolijamente  toda su artillería aduladora y con  exagerados celos y  dudas,  escándalos premeditados ante otra presencia masculina, hicieron que Grimhilda bajara  la guardia y vomitara  sus íntimos secretos ante  ese Otelo que- según ella -era capaz de quitarse la vida si lo abandonaba. Sucedió una tarde,  cuando  Victoriano se disponía a tomar su aperitivo detrás de la persiana entreabierta que daba a la calle.  Ese día,  inusualmente, había regresado más temprano. Por las rendijas pudo ver la parte delantera de un automóvil plateado, cuyo conductor  se despedía entre arrumacos y risitas, de la dama en cuestión. Ni bien ingresó a la casa, se encontró  con la mirada despechada de su amante quien, sin mediar palabra, le propinó terrible bofetada en la boca. Horrorizada, al ver que le sangraba el labio aulló como fiera,  reclamando un espejo.  Un espejo que adquirió en esas instancias, el protagonismo de un respirador artificial. Cuando el adminículo, por fin,  llegó a sus manos corroboró  la magnitud del daño; lisa y llanamente explotaron los cielos. El “victimario” comenzó a temblar  al ver el rostro de su amada semejante  al  trasero de un mandril. Se acercó posesa, transformada  en una máquina de odiar, lo empujó a patadas hasta la puerta. Victoriano se deshacía en perdones y “tesoritos” jurándole que no volvería a suceder. Ella no cejaba en sus empellones y él, continuaba  prendido  de la reja.  Lo insultó de todas las formas conocidas, escupiendo  su rostro y maldiciendo a toda su prole.  Victoriano, trató  de poner fin a la contienda y ahogado en lágrimas, le suplicó de rodillas el consabido perdón. La imagen fue impactante para ella. Su vanidad, insuflada de nueva vida le desbordaba los senos.  ¡Un hombre a sus pies!  No cabía en su pecho tanto endiosamiento.  Pero algo faltaría para redondear esa patética escena de sumisión. Lo obligó, en prueba de arrepentimiento, a lamerle la suela de sus zapatos. Él, patético, asintió sin chistar como perro callejero,  mientras la “donna”  se regodeaba en su majestuosidad. Cuando bajaron las aguas, sobrevino el momento de la reconciliación íntima para dormir  pegaditos con la mansedumbre de dos ángeles. Al otro día el fragor de la lucha y la resaca del  champagne hicieron que Grimhilda despertara cerca del mediodía. El aire se respiraba  viciado. Algo no andaba bien, y su  entorno visual se le antojó sensiblemente  despejado. Se mojó la cara  tratando de conectarse con el mundo real y, mientras encendía la cocina para calentar café, se calzó los lentes.  Un frío mortal le cruzó la espalda. El microondas no estaba; la cafetera express recién comprada, tampoco. Enloquecida recorría la casa como sabueso, comprobando que la pantalla plasma de 32”, el equipo de audio, y otras menudencias de fácil acarreo, tampoco estaban.  Roja de ira,  comenzó a endemoniarse. —¡Hijo de mil putas, te retuerzas en el infierno!  —repetía  mientras se  tironeaba los cabellos de los costados de la frente.  —¡Mal parido, viejo impotente! ¡Rata apestosa muerta de hambre! ¡Me las vas a pagar! Asaltada, así de golpe, por un macabro presentimiento, fue a la alacena de arriba de la cocina.  Buscó, revolvió, descartó frascos, todos eyectados por el aire. ¡La lata de masitas holandesas! ¡La lata!  Finalmente, la halló detrás de unos vasos. Respiró…casi aliviada.  Con el deseo irrefrenable de un hambriento, clavó las uñas en la tapa para arrancarla y, para su sorpresa,  encontró una nota que rezaba: “Eternamente agradecido, siempre tuyo, Victoriano”. Lloró con odio. Lloró con sed de venganza, lloró sus miserias y sus dólares. Se lloró a sí misma por tres horas, sin parar. Cuando finalmente decidió recomponerse y remozar el rostro castigado, tomó el espejo como embriagada ante su propia imagen  y dijo: —Espejo, espejito mágico: ¿Quién es la más hermosa del reino? Y el espejo de voz cavernosa, muy suelto de lengua respondió: “Tú eres bella, pero Toribio, la pareja de hace diez años de Victoriano, quien se ha puesto senos,  se “hizo” los labios, se levantó los párpados para agrandar sus ojos y redondeó sus glúteos, todo gracias a tu generosidad, LO ES MÁS AÚN. El espejo, de un soplo, sin hacer  lugar a la venganza,  se deshizo en mil añicos ante los desorbitados  ojos  de Grimhilda.                      Autor: Maherit          
Una llamarada en el desierto         Yebala, Marruecos, 1912.  Silencio en las dunas lejanas. La memoria del viento acaricia los lomos del desierto. Con sus alas  esparce minúsculos diamantes dorados  sobre las estribaciones del Rif. El sol muere en la melancolía  de un nay desconocido.   Ahmed Al-Raisuni se inclina  dispuesto a la oración. Posa su frente y besa el suelo magrebí  donde lloró por vez primera. Altivo como un águila observa la quietud de las montañas.  Fortines  españoles se alzan  a lo lejos, mancillando  el orgullo del horizonte bereber.   Como sierpe, se filtra entre las sombras, agudo, fatal y silencioso, hacia las tiendas. En alguna cueva ignota, sus hombres aguardan; silentes, impasibles, como si el odio se hubiera apoderado de sus almas. Esperan la señal con estoicismo, con la bravura contenida en la mirada, que se desatará sobre las tierras ocupadas. Matarán o morirán en la emboscada. Es la voluntad de Alá. Inexorable, la noche cae desperdigando astros sobre las colinas. Gritos de odio se incendian en la oscuridad. La sangre morada quema la arena. Silbidos de metal rabioso y  ojos de fuego, glorifican la ceremonia de la muerte. El viento seco aletea en los cáñamos rotos de las tiendas. El campamento es un punto perdido en la negrura de las montañas. Los asesinos huyen, con los cuchillos aún calientes de agonías. Una última mirada atrás. Ya sólo queda silencio y tinieblas.   Por encima del velo,  los  ojos azules  de Nazirah observan  el horizonte cobrizo que se pierde.  Una perezosa caravana  de camellos va enlazando  espejismos en la ruta  interminable de la seda.   Muere cada día, de a poco, tras los muros de barro  ásperos e  impíos.   La burka amortaja su pena. Sólo sus ojos fulguran en la oscuridad, en la estrechez de una grieta donde desfilan las sombras del pasado. Las puertas del destino, la luna agonizante, evocan la memoria de su vida en Axdir. Como cristales ocultos, las lágrimas se agolpan perlándole la cara. Eslabones de plata encadenan sus tobillos frágiles, y el viento del Atlas  la azota con estrellas.   Se mira las manos con dedos generosos,  dadores de placer  en otro tiempo.  Son las mismas, oferentes de amor al subrepticio amor, las que arremolinaron las doradas hebras  extranjeras en una  noche de pasión y de  promesas incumplidas. Alguien lo supo…  Alguien vino a buscarla en nombre de Al Raisuni.   El extranjero agoniza en alguna prisión de Yebala. Su voz, casi inaudible,  balbucea su nombre.   El corazón de Nasirah se deshace como su velo al viento, que en ráfagas dolientes le trae su propio nombre.   Y el desierto… Rojo de sangre,  se inmola en llamaradas. 4.8.12                                                                                Maherit          
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