• Marisol Ortiz González
Marisol_clash
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  • País: Chile
 
  La última dosis. Por Marisol Ortiz.   Desperté antes de que sonara la alarma; me sentía inquieto, por más que lo intentaba no podía dormir, así que mejor me puse de pie y observé el cuarto aún oscuro, las persianas que filtraban algunos pocos rayos de las luces de las calles y que generaban un hermoso contraste en el rostro de ella; tan preciosa, tan bella, tan maravillosa. Siempre me pregunto cómo es que fue a fijarse en un tipo como yo: simple, sin músculos ni un automóvil último modelo ni casa en la playa ni una exitosa profesión. Sólo un inútil, nada más que eso. Y para colmo de males, adicto a la cocaína. Las cosas con Sofía, mi esposa, marchaban mucho mejor de lo que yo mismo me había imaginado, esa mujer definitivamente era perfecta.  La vida me sonríe, pensé, y con esa agradable sensación me dirigí al baño a ducharme. Eché a correr el agua del grifo, mientras abría mi escondite secreto, esa baldosa que siempre pospongo en arreglar. Saqué el frasco de aspirina que obviamente no contenía lo que decía su etiqueta; puse la dosis justa de polvillo sobre el lavamanos y procedí a la mágica operación. Luego me dejé envolver por el frio chorro de agua. Cuando salí del baño, se asomaban las primeras luces de la mañana, así que abrí las cortinas para dejar entrar el sol en nuestra habitación y despertar a Sofía, que se restregó  sus ojos verdes y se sentó en la cama. -          Buenos días, mi amor – la saludé con un beso -          Te amo – me respondió a modo de saludo – iré a preparar el desayuno. Tal vez hoy puede ser el gran día y debes estar bien alimentado. “El gran día”, esa frase me retumbaba en la mente, Sofía siempre decía eso para animarme, aunque yo ya había perdido la esperanza. No por nada llevaba más de tres meses cesante, saliendo cada jornada de casa a buscar un trabajo que  parecía estar huyendo de mí. Ella tal vez es un ángel, porque no se ha quejado ni una vez por tener que mantenerme. Sofía entró a ducharse mientras yo me arreglaba para asistir a una nueva entrevista de trabajo, y cuando estuvo lista se dirigió a la cocina. Entonces recurrí a mis leales botas de invierno, que guardan algunos gramos de la milagrosa dama blanca. Sin duda, una delicia antes de desayunar. Una hora más tarde, Sofía me entregó las llaves de su automóvil porque no quería que se me hiciera tarde. Me negué en un comienzo, pero ella insistió y terminé llevándome el vehículo. Nos despedimos como cada mañana, nada hacía presagiar que ese día sería diferente. A las diez en punto tuve mi entrevista, y  minutos después salí con la misma frase de siempre “te llamaremos”.  Hastiado, con rabia y detestándome, me fui hasta el bar que frecuento tras cada fracaso buscando empleo. Entré en el local y antes de pasar por la barra ingresé al baño, y asegurándome que estaba vacío, saqué de mi bolsillo un poquito de cocaína para aliviar mis nervios.  Algo más tranquilo, salí y pedí un trago, que bebí de un sorbo. En ese instante sonó mi celular, de seguro es Sofía para preguntarme cómo estuvo la entrevista. Pero no era su número el que salía en la pantalla, yo no lo conocía y por un instante pensé que podían estar llamándome para un trabajo. Mi ilusión se mantuvo hasta que una voz compasiva me explicó que mi amada mujer había tenido un terrible accidente en el autobús que viajaba aquella mañana. A toda velocidad conduje el auto hasta el hospital que se me informó estaba Sofía. Antes de entrar a su cuarto, tuve que ir al baño, donde consumí otra dosis de mi salvación, tan blanca como la nieve.  Apenas estuve en la habitación comprendí la gravedad del asunto; mi esposa se veía muy mal, muy herida y conectada a varios tubos. Sonrió al verme y tomé su mano.  El doctor, con expresión seria en el rostro, procedió a hablar, pues Sofía ya estaba enterada de su estado. -          El daño interno es muy severo, los riñones de la paciente han colapsado. – dijo el médico -          ¿Y qué podemos hacer? – pregunté angustiado -          Lo más recomendable es un trasplante de riñón, lo más rápido posible. -          Amor – me habló mi mujer con dulzura - ¿tú podrías hacer eso por mí? ¿serias mi donante? Me llevé las manos a la cara, cómo podía imaginar que aquello iba a suceder. Era mi  mayor pesadilla, la vida de mi esposa dependía de mí, y yo, dispuesto a cualquier cosa, no podía ayudarla. La amaba, con toda mi alma, y sin dudarlo me habría desprendido de mi riñón por ella. Pero mi cuerpo, tan contaminado con cocaína, no le servía y jamás le serviría, pues mi nivel de adicción era tan alto que dejar el polvo era más de lo que soy capaz de hacer. -          Amor… ¿qué te pasa? – me preguntó ella, extrañada -          Perdóname Sofía… yo no puedo ayudarte… - sollocé El doctor, espantado ante mi reacción, nos dejó solos. Empezó preguntándome por favor y terminó exigiéndome a gritos, pidiéndome la verdad. Y se la dije, por el amor y la felicidad de ser su esposo. “Ni en mil años podría perdonarte”, esa fue la última frase que escuché de los labios de Sofía. Salí del hospital y me dirigí al bar, a pedir otro trago y a sumergirme en la única dosis que no disfruté. 

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