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ALICE
Autor: María Santiago  600 Lecturas
Todas las noches, aproximadamente a las diez, Sabina se sentaba en el borde de la acera que daba vista al frente de una casa y contaba hasta treinta. Cuando llegaba al último número de su cuenta aparecía un hombre que entraba a la casa y ella esperaba ansiosa a que subiera a su habitación, encendiera la luz y pusiera aquel disco de música selecta a volumen medio y que Sabina era capaz de escuchar hasta el otro lado de la calle con placer, una sonrisa y siguiendo el ritmo de la melodía con sus pies. Sabina imaginaba al hombre haciendo lo mismo: sentado al borde de la cama y con los ojos cerrados siguiendo la melodía con su pie derecho y golpeando por igual su rodilla con la mano izquierda, chasqueando los dedos de vez en cuando. Ambos sentían ese placer a través de la música y eso los conectaba aunque ninguno de los dos se conociera, aunque el fuera veinticinco años mayor que ella y aunque coincidieran de vez en cuando por la calle pero sin voltear la mirada. Y cuando marcaban las once; ni un minuto más ni un minuto menos, Sabina se iba a su casa tarareando una a una las canciones aprendidas del disco y en el orden en las que ella consideraba que era el mejor. Mientras tanto, el hombre se lavaba los dientes, se miraba al espejo con el pesimismo propio de la edad adulta marcado en su rostro y que trataba de disimular pensando en poesías que se colaban en sus pensamientos y palabras gastadas de consuelo.  A la mañana siguiente todo se repería para él: desde la pesadez de despertar y levantarse con  carencias de ánimos, de virtud y entusiasmo perdida con los años, dolores de espalda y corazón roto por sueños sin cumplir, hasta el de mirarse al espejo y repetirse una y otra vez que ese día sería algo así como un día esplendido pero suficientes esplendores no había tenido en su vida así que la palabra ya no le daba tanta gracia ni sentido. Su costumbre podía más que sus ganas de probar algo diferente. Era típico encontrar a Sabina sentada en el parque leyendo un libro o mirando a los árboles con detenimiento como si se comunicara con ellos. Se podría pasar ahí horas hasta que decidía marcharse y terminar la plática mental no sin antes dejar una marca discreta en el tronco del árbol con ayuda de una navaja pequeña así como ella. Aquí aplica el dicho: "Las cosas se parecen a su dueño". Ella se iba con la promesa de traer flores al día siguiente no sólo para el árbol sino para todos los seres que vivian en él y que ella sentía y escuchaba más no podía ver. Sabina y el hombre se encontraron nuevamente pero él la ignoró por centésima vez. Él tenía las narices pegadas en un grueso libro al que Sabina miró con mal disimulado desprecio. Odiaba los almanaques más que a otra cosa en el mundo. Ella se entristeció al ver que el hombre no le dirigió la mirada a pesar de los deseos silenciosos de Sabina por hacerse notar ante él. Sin embargo una parte de ella se confortaba de verlo a lo lejos una vez más.El hombre estudiaba aspectos tecnologicos. Le agradaba la mecánica, la robotica y todo lo que llevara consigo las ciencias exactas pero él no se creía un genio, una mente prodigiosa, sino un amateur con experiencia. Coleccionaba discos con música del mundo, leía gruesos almanaques para no sentirse solo y cada sobre de correo que recibía por parte de su familia y ex mujer las guardaba de acuerdo al color de este y no por fecha. El color determinaba no sólo un orden sino también el grado de la noticia que portaban ya fuera buena o mala. Una verde flourescente era señal del buenísimas noticias, una verde olivo era señal que la noticia buena también traía una mala pero sin nada de gravedad, una amarilla o una naranja indicaban alerta menor y una roja indicaba peligro mayor. A él no le preocupaban del todo esas cartas porque había perdido la capacidad de sentir el dolor ajeno y el suyo propio, inclusive la alegría. Pero aún con los sentimientos entre reprimidos y olvidados le daba cierta clase de pánico pensar en el día en que una carta con sobre color rojo escarlata llegara a sus manos ya que desde muy temprana edad aprendió que las malas noticias siempre tenían como base este color. Su padre murió en un accidente de tránsito, su abuela tuvo un paro cardíaco al enterarse de la noticia y ambas muertes fueron anunciadas a la madre y a sus hijos por medio de dos cartas color rojo escarlata y un moño negro cerrando la solapa.  El día en que por fin el hombre y Sabina se encontraron él había recibido un sobre verde fluorescente en cual se anunciaba que su ensayo sobre la robotica había sido acogido con éxito en la universidad donde otorgaba sus servicios como catedratico en tecnología avanzada. Fue en ese día que él sonrió como pocas veces en su vida y contestó la carta con la misma alegría con que la había recibido y leído.Cuando se dirigía al correo a entregarla fue cuando Sabina penetró en su mirada. El sobre de la contestación era también de verde fluorescente, el personal de la universidad sabían también del significado de colores en los sobres, resbaló de sus manos y ella lo recogió animada y sonriente. -Felicidades por las buenas noticias.-¿Como sabes que es una buena noticia? -contestó inquieto.-Es un color muy vivo. La misma palabra lo dice y el mejor color para representarlo es ese. No creo que contenga desastres ¿O sí? -ella ladeó la cabeza y sonrió salamera alzando las cejas.-Para nada... Gracias. -murmuró aun sorprendido.  Esa pequeña y sorprendente casualidad hizo al hombre sonreír en su interior nuevamente. Sabina le regaló una margarita que le había sobrado al poner las flores en otro árbol marcado y se fue. Él la vio marcharse muy extrañado, con las ideas revueltas y la felicidad confusa. No sabía por cual cosa sentirse más feliz si por la carta o por haber conocido a una persona que conociera el significado de esta sin siquiera preguntar.  El hombre no pudo concentrarse bien en nada por el resto del día. Mandó la carta a la universidad y le dijo a la señora encargada del correo que debía llegar a tiempo a su destino o sea esa misma tarde. Él se sentía perturbado, invadido, y desterrado de su zona de confort. Al regresar a casa y ver su cajón lleno de las cartas clasificadas por color y no por fecha ni acontecimiento se sintió obsoleto pero con una señal tenue de optimismo por saber que había alguien más allá afuera que conocía cosas en las que él se creía único. Fue exactamente a las diez cuando Sabina se dio cita nuevamente en el borde de la acera frente a la casa del hombre y repitió el ritual: contar hasta treinta y ver al hombre llegar y subir a su habitación, encender la luz y poner la música selecta a volumen medio. Esta vez toda aquella escena era distinta. El matiz no era el mismo. Sabina lo veía con un rosa pálido que, para ella, significaba empatía. Por más que trataba de concentrarse en la música no podía. Algo le impedía el goce total de esa música tan especial y asi continuó durate tres noches más sin animarse a hablar sólo a escuchar. A la cuarta noche él no llegó a los treinta segundos después de las diez en punto. Ella se preocupó y llamó a la puerta con insistencia pensando que por alguna razón él hubiera llegado antes que ella empezara a contar. Nadie contestó. Guiada por su intuición, la cual casi nunca le fallaba como a toda mujer, caminó cinco cuadras a la derecha por donde siempre veía llegar al hombre. Buscó en los callejones aledaños, entre autos estacionados, entre las montañas de basura pero no dio con él. Revisó nuevamente hasta que en uno de los callejones lo encontró en el piso desmayado, con un golpe en la cabeza, en posición fetal, señal de que había recibido un golpe en la boca del estomago y con sus cosas desparramadas por todo el piso. Había sido asaltado y ella trató de despertarlo agitando su cuerpo suavemente y sin hacer ni un sólo ruido. Lo único que se escuchaba en aquel callejón eran sus quejidos producidos por el esfuerzo que hacía ella al levantarlo. Se encontraban a cuantro cuadras de la casa del hombre y pensó que sería difícil llevarlo cuando resultó ser todo lo contrario. Sabina lo arrastró por las cuatro cuadras hasta llegar a la entrada de la casa donde registró los bolsillos de los pantalones del hombre y encontró una sola llave para después abrir de inmediato. El interior de la casa contaba con un corredor que daba a la cochera y a la puerta de entrada, las jardineras lucían más que esplendidas con rosales, violetas y un pequeño estanque con lirios. Todo aquel lujo maravilló a Sabina pero sintió incomodidad y desilusión al darse cuenta que tal paraíso no podía ser habitado por ningun ser terrenal a los que ella tanto admiraba por la misma incomodidad que ella percibía en el ambiente; su presencia no era bien recibida. Los zapatos del hombre, que antes eran pulcros, limpios y muy bien cuidados en todos los aspectos se habían convertido en zapatos gastados del talón, llenos de barro en la suela, las agujetas salidas y oliendo a humedad y basura. Al abrir la puerta de entrada, Sabina se impresionó ante tanta limpieza y el cuidadoso orden que proliferaba en la casa. El piso era de marmol en blanco y que al reflejar la luz de los focos adornados con una pantalla de papel circular también color blanco Sabina se cegó unos instantes. Hizo el esfuerzo de cargar al hombre, quien ya daba signos de estar recobrando la consciencia, pero no pudo. Se sintió cansada como nunca antes y optó finalmente por arrastrarlo hasta la sala: un pequeño espacio con muebles beige, alfombra café claro afelpado y ventanas grandes con cortinas de manta con bordados en hilos color lavanda. Tanta pulcritud le provocó un dolor de cabeza punzante y que le resultaba sospechoso porque eso significaba que el hombre trataba de esconder u olvidar algo tormentoso de su pasado. El hombre lanzo un quejido que sacó a la joven de sus pensamientos deductivos y esta urgó por todos lados hasta encontrar un trapo limpio. Se dirigió a la cocina donde encontró un recipiente el cual llenó de agua tibia y, como poseída, buscó el baño donde, a su vez, halló el botiquín de primeros auxilios. Para cuando llegó a donde el hombre yacía acostado, se percató de que este ya había despertado parcialmente.-¿Que haces aquí? Largo -exclamó él a la primera oportunidad.-No me iré hasta haberte curado ¡Ja! Eres un mal agradecido. Mira que de no haberte encontrado quién sabe que hubiera sucedido contigo... ¡No te muevas!Él no tuvo la oportunidad de preguntarle como es que supo en que casa vivía, como pudo entrar siquiera. Estaba adolorido, fátigado, y agradeció estar en casa pero no le terminó de gustar la idea de estar junto a una extraña que le reclamaba y lo curaba cuidadosamente sin olvidar el más diminuto rasguño.-En tu casa hay tanto blanco ¿Por qué todo esta tan limpio? ¿Como es que puedes vivir aquí? -ella misma se respondía las preguntas con un meneo de cabeza y un chasquido de sus labios-. ¡Así que de aquí sale la música! Viendolo bien, esa música hermosa esta acorde a este lugar. Me esta empezando a gustar, hombre. Él escuchaba todo lo que ella decía pero se sentía tan cansado como para abrir los ojos y ver bien su rostro. -Al menos te he dado algo para que no te sientas tan adolorido. Un té es mejor que todas aquellas pastillas y jarabes que tienes tan bien organizados en el botiquín -sentenció con voz burlona-. Espero que la próxima vez que termine de contar hasta treinta llegues a tiempo como de costumbre. -¿Que cosas dices? ¿Treinta? -murmuró él con dificultad para hablar y para abrir los ojos. -Me llamo Sabina ¿Y tú?-Sebastián...-Bien -suspiró y cruzó los brazos como esperando algo más. Miraba a todos lados con una sonrisa impaciente. El hombre, que ahora resultaba tener el nombre de Sebastian, volvió a dormirse, y esta vez, hasta la mañana siguiente. Sabina no se quedó ahí. Partió a la madrugada, muy a su pesar, pero convino que era lo mejor. Sebastian despertó con la sensación como si algo pesado hubiera caído sobre él. Le dolían las costillas, los brazos, el abdomen, la cabeza, en fin todo su cuerpo. Consiguió levantarse a los tres intentos sin compungir tanto la cara por el dolor. Recordó lo que había sucedido: No acostumbraba leer en el autobús ni tampoco quedarse dormido pero esa vez lo hizo. El chofer había pasado su parada y por lo tanto Sebastian bajó en un lugar desconocido en su ruta. Caminó hasta llegar al punto de referencia que lo conducía por el camino indicado y continuó sin darle importancia a dos hombres que caminaban unos cuantos pasos atrás de él. Decidiendo cambiar de ruta, entró al callejón donde creyó que se perdería su rastro pero no contó con que los hombres fueran más astutos que él. Se detuvo en seco al ver el filo de la navaja resplandeciendo a causa de la luz del único farol existente y funcionando en el callejón. Corrió pero ellos fueron más veloces y le arrebataron su portafolio el cual vaciaron hasta encontrar su billetera y no contentos con eso, golpearon a Sebastian hasta dejarlo practicamente inconsciente y tirado en el piso. Se preguntó como había llegado a su casa, como había entrado hasta que cayó en la cuenta, después de recordar durante unos cuantos minutos más y trás ver un leve rastro de lodo en el piso, que había sido arrastrado hasta la sala. Encontró una taza con una bolsita de hierbas para té hecha improvisadamente y un paño húmedo sobre la mesa de centro. El ambiente despedía un olor a hierbas, flores y a durazno. Caminó por todos lados hasta cerciorarse de que nada faltaba en la casa y respiró tranquilo ante ello. Con cuidado, limpió y desinfectó el suelo, devolvió la taza a su lugar después de haber sido lavada, se deshizo de la bolsita de té y el paño. La casa volvió a la normalidad. La pulcritud era palpable y así le gustaba que permaneciera. En cambio, la casa de Sabina estaba lejos de ser pulcra y normal. Se trataba de una casa construida en un árbol. Algo bastante radical pese a las nuevas tecnologías en conservación del ambiente. Las pocas personas que conocían el inmueble llegaban a la conclusión que era imposible que una casa de ese tipo aguantara mucho tiempo sin siquiera sufrir ni una fractura o cualquier clase de daño que amenazara con derrumbarla. Las humedades, el calor, bla, bla, bla... Sabina disponía de todas las comodidades propias de una casa: Una cama con colchas y almohadas con fundas de colores vistozos hechas por ella misma, entre bordadas y cocidas con diferentes pedazos de tela que desechaban de las tiendas de ropa o que los mismos seres mágicos le dejaban en su ventana cada viernes por la mañana, que era cuando la energía en la casa y a sus alrededores era mayor y también como forma de agradecer lo que ella hacía por ellos. Contaba con una pequeña estufa a base de luz solar, libros acomodados en torre por todo el piso, desde albumnes con fotografías antiguas hasta cuentos para niños. El agua la obtenía de grandes depositos que ella y sus pocos amigos habían implantado a raz del suelo conectados con unas mangueras que subían por todo el tronco del árbol cuales enredaderas hasta llegar a un lavabo de metal donde ella se lavaba los dientes y los platos por igual. Los depositos se llenaban con cada lluvia que pasaba, entre más fuerte mejor.De eso constaba su pequeña casa utopica. La llamaba así por la ingenua razón de querer que así fueran las casas en un futuro no tan lejano donde estuvieran más en contacto con la naturaleza y no con los fatales ambientes artificiales que dañaban más y más la vida haciendola más torpe y cruel. Sin embargo, cada que iba a la ciudad se daba cuenta de que eso estaba lejos de suceder y el hecho la deprimía. Sabina pensó en el hombre al que había curado en su castillo blanco, en su nombre, en el posible pasado tormentoso que quería esconder por todos los medios que su propia pulcritud le permitía y en sus posibilidades de convertirse en su amiga.Al poco tiempo del accidente -practicamente al día siguiente porque Sabina podía llegar a ser una tremenda desesperada- ella supo que el hombre había regresado al camino correcto cuando al terminar su cuenta hasta treinta él ya estaba en las puertas de su casa y ponía su música selecta a volumen medio. Esta vez se trató de tango, el más sensual que Sabina pudo haber escuchado jamás.Las dos semanas siguientes nada nuevo ocurrió. Sabina acudía a cumplir sus promesas a los seres que habitaban los árboles y a los mismos árboles y regresaba con el alma hecha un nudo al observar como eran podados y mutilados de sus ramas. Parecía oírlos gritar. Vio algunas gotas de ambar brotar a manera de lágrimas de sus troncos y hacerse un camino lento y torturador a manera en que el ruido de la sierra electrica abarrotaba el ambiente de golpe. Ella y Sebastián se encontraron en el parque después de las dos semanas; un día con clima sensible como decía Sabina. El sol salía por espacio de una hora o dos y después se escondía para volver a salir tiempo después. -Creo que el sol esta celoso de algo -inició ella la conversación al ver a Sebastián pasar frente ella y leyendo uno de sus gruesos almanaques que Sabina tanto odiaba.-¿Perdón?-¿Por que lees eso? Odio esas cosas. Ven, sientate. El hombre la miró extrañado, accedió sin saber porque quería quedarse. -¿Como sigues de tus heridas?-Mejor -la expresión del hombre era seria. Sabía como disimular perfectamente su curiosidad -. Gracias por todo, Sabina. -Se levantó con el claro proposito de irse y alejarse de su presencia errante, distractora-. Confío en que sabes como llegar a tu casa. Como te darás cuenta, la sociedad tiene cierta envidia por aquellos que son capaces de hacer volar la mente más allá de las barreras que ellos mismos se imponen. El odio entre nuestra especie es milenario. La gente como tú, niña, tienen muy poca aceptación en esta tierra de guerras, de ambiciosos... Tú sabes.Ella aceptó cada palabra que su acompañante le decía como un valioso punto de vista que debía ser analizado y poco a poco cambiado pero aún no comprendía el porque la colación del tema.-¿Por que me dices todo esto? -intervinó con su peculiar seriedad distraída. Hablaba, sabía lo que decía pero miraba a otros lados: a la gente pasar, a su ofrenda de flores en sus árboles marcados, miraba los labios y los ojos del hombre que estaba frente a ella moviendo la boca y emitiendo sonidos gruesos, que respiraba con dificultad y además estaba tenso, y miraba a un vagabundo pidiendo limosna a una pareja cerca a la banca en que ellos estaban. -Te lo digo porque noto que la inocencia no es cualidad vaga en ti. Agradezco el cuidado que me otorgaste pero a esta edad que tengo la mente ya esta corrupta y muchas veces son hábitos mal sanos, prejuicios y recentimientos en lo que no se pudo ejercer un cambio o un deseo.-Parece que me adviertes algo -puntualizó.-Lo has captado bien Sabina. Lo que no comprendo bien es la exactitud con la que sucedió todo. Me viste en aquel callejón, conseguiste entrar a mi casa y me diste a beber ese extraño líquido...-Un té -repuso ella.-Sí. Me voy.Sebastián se fue sin más que agregar abiertamente, con una mueca en el rostro al tiempo en que volvía a sumergirse en su lectura pesada. Sabina lo vio alejarse con esa sonrisa que sólo se mostraba cuando las circunstancias iban por buen camino. Se quedó el resto de la tarde observando a sus árboles y escuchando el susurro del viento en sus hojas como si se tratase de una danza para el deleite de aquellas pocas personas que se daban el tiempo de apreciarlo. Conversó con el vagabundo que vio antes como si se tratase de viejos amigos encontrándose después de mucho tiempo transcurrido.Sebastián regresó a su casa por la tarde. Debajo de la puerta se encontraba un sobre azul señalando que había una situación familiar que atender, sin embargo, decidió ignorarlo porque tenía el fundado presentimiento de que se trataba de otro capricho de su madre y hermana para convencerlo de volver con la que había sido su mujer. No se tomó la molestia de marcar a casa de su madre ni mucho menos de pensarla. Evadió el llamado de responsabilidad para con ella como siempre lo había hecho desde que cumplió los quince años y consiguió su primer empleo en una tintorería para pagarse la escuela. Se sentó a leer sus almanaques junto a la ventana de la sala hasta que a través de esta observó a una mujer flaca, con pantalones holgados, cabello rubio hasta la cintura y blusa de tirantes. Pudo verle las clavículas, su cuello tan delgado y delineado y su mandibula bien definida. La mujer se sentó en la acera y respiró profundo mirando a todos lados pero por la expresión que Sebastián pudo verle en el rostro supo que la mujer estaba confundida y luego la vio mover la boca y entrecerrar los ojos. A pesar de que una voz en su interior le decía una y otra vez <<Es ella>>, él se negaba a reconocerlo como cierto. Siempre olvidaba con facilidad aquellas cosas que escapaban de su circulo al no sentirlos identificados ni integrados. A final de cuentas, él decidió enfrentar a la mujer que parecía estarlo esperando. Tomó su abrigo, -a su edad, él ya sentía que su piel era tan delgada que al minimo cambio de temperatura le comenzaba el dolor de huesos-, las llaves de la casa y salió despacio. Entre más se acercaba al otro lado de la calle pudo ver mejor a la mujer reconociendola. <<Te lo dije, era ella. Eres demasiado orgulloso como para sentir como algo en ti la presiente. Y demasiado desconfiado como para seguir tu voz interior>> reclamó su consciencia. Era Sabina.Puede que haya sido casualidad, cosa del destino o simple coincidencia pero Sebastián se posicionó frente a ella justo cuando terminaba la cuenta de los treinta segundos nuevamente, puesto que antes de presentir que él ya estaba en casa había hecho la cuenta, entonces Sabina abrió los ojos y cuando él la miró ella sonrió. -¿Y la música? Ya son las diez y tú no haz reproducido ni una nota de ella. -¿Que haces aquí? ¿Me estabas esperando?-No a ti sino a la música que siempre pones -repusó Sabina mientras se levantaba y se sacudía restos de tierra del pantalón-. Veo que mi cuenta no ha fallado del todo.-¿De que cuenta hablas?-Yo siempre cuento hasta treinta porque me gusta ver como llegas arrastrando los pies por el cansancio. Me he estado dando cuenta de tus movimientos tan exactos. Asombrada en verdad, ¡Eres como una máquina! -levantó los brazos al cielo y río suavemente-. Y tu casa es el vivo reflejo de tu pulcritud. Él sonrió porque le gustaba que reconocieran su ordenado estilo de vida pero también notó como ella se burlaba de eso y a la vez le daba pánico. -¿Quieres pasar? -Sebastián se sorprendió de su calma y de su petición. -¿Habrá música?-Efectivamente -sonrió nuevamente. Sonreír tantas veces en un mismo día se le hizo sospechoso. Atravesaron la calle solitaria. A su paso encontraron un perro callejero que olfateaba, ansiosamente, la acera en busca de comida. Sebastián lo miró con asco más aún cuando observó a Sabina agacharse y darle un pedazo de pan con mermelada de fresa que tenía guardado en un toper dentro de su morral.-No me veas así. Es un ser pensante, siente y observa el mundo al mismo nivel que el nuestro. -Lávate las manos en cuanto entremos -advirtió él al momento de abrir la puerta.Se abrieron las puertas del palacio blanco, como Sabina solía llamar a la casa de Sebastián. Aunque ya había entrado con anterioridad a aquella casa, a ella le seguía impresionando el estricto orden de todo, desde los cojines de la sala hasta las servilletas, el salero y las frutas almacenadas en un recipiente sobre la mesa. Una mueca de preocupación se asomaba en el rostro de Sabina. ¿Qué era lo que el hombre planeaba hacer? o mejor dicho ¿Que trataba de olvidar? -Traeré la colección de discos ¿Podrás quedarte quieta un rato, niña?-Seguiré aquí para cuando regreses... ¡Sí! En el mismo lugar -Sabina le guiñó un ojo y él le torció la mirada.  Sebastián subió las escaleras. Ese rechinido infernal que le atormentaba cada vez que subía porque, curiosamente, cuando las bajaba todo era perfecto. Así tenían que ser las cosas en su ambiente si es que alguien quería integrarse si no de nada servía involucrarse en respirar siquiera su mismo aire. Era por eso que nunca tuvo amigos cercanos. Muchas veces se preguntó como es que la que fue su esposa pudo fijarse en él ante su afición por lo que era real y exacto ya que ella, llamada Mariana, nunca demostró tener las mismas aficiones que él para dejar todo en su lugar u ordenar la ropa por colores. Nunca demostró ser seria ni realista. Mariana y Sabina eran iguales salvo por la edad y apariencia física. Mariana era regordeta, con el cabello rizado el cual lo pintaba de rojo cada mes para evitar las canas, usaba lentes de cristales gruesos para leer y fumaba constantemente causándole ataques de tos en las madrugadas. Le aficionaban los deportes donde los jugadores eran más enclenques que musculosos y le emocionaba más cuando ninguno de los equipos ganaba. Sebastián y Mariana no tenían mucho en común sólo aquello por la cual se habían conocido, amado, casado y divorciado: su mirada. La forma en que ambos se miraban era intensa y singular, no se sabía que era lo que tramaban o de que hablaban a través de ella; no había necesidad de palabras porque tan sólo una mirada, ya fuera de desdén o de alegría, les bastaba para saber que era lo que sentía el otro. Ese pequeño factor también acabo con su matrimonio. Mariana perdió la chispa en sus ojos así como en su vida matrimonial, lo adivinaba él cuando la observaba atentamente, eso que los había unido. Y un día, sin más que decir, se fue y Sebastián no se esforzó en buscarla y pedirle su regreso. Empacó las pocas cosas que Mariana había dejado y las guardó, junto con los recuerdos de ambos, en una caja para después acumularlos en el closet que ella solía ocupar para su demás ropa en el cuarto de huéspedes ya que, teniendo un gran ropero, no le bastaba. Sebastián llegó a su cuarto, tomó la caja con sus discos y echó un vistazo a su alrededor revisando que no hiciera falta nada, que todo estuviera en orden y por mera costumbre pero en ese lapso de revisión rápida y atenta encontró una hojita de árbol seca y alargada. No recordó el haber abierto las ventanas, las cortinas estaban corridas tal y como él las había dejado. Lo único que perturbaba el orden era esa hoja insignificante que despedía un suave olor a durazno.Bajó sin pensar más en la hojita, la cual había tirado en el cesto de basura, y con su colección de discos. Sabina aplaudió al verlo llegar y rápidamente se acercó a él para ver el interior de la caja. -Que cosa más bella...-La música es precisa, elemental. -puntualizó.Ella no dijo nada puesto que no había nada que responder. Sebastián puso la caja sobre la mesa de centro de la sala y dejó que ella encontrara alguno de su preferencia. Nadie, en mucho tiempo, había tocado su colección más que él pero al ver como Sabina buscaba alguno que llamara su atención, el hacerlo cuidadosamente como si se tratara de algo sumamente frágil, sonrió mentalmente porque su rostro no respondía, su cuerpo estaba quieto, seguía de pie, pero eso no quería decir que no llegó a sentir cierta simpatía por ella, que no la miraba detenidamente. Se conmovió al ver como ella sonreía como un niño cuando encuentra un tesoro y se sintió extrañamente embelesado.  Gran elección había hecho la niña: Un disco que recopilaba los éxitos de Edith Piaf. Sebastián no perdió tiempo y colocó el disco en el reproductor. Se sentó en su sillón reclinable que daba a la ventana; la posición del cuerpo totalmente erguida, ambas manos en los descansos y la cabeza ligeramente recargada en el respaldo le daban un aire de magnificencia. Sabina, en cambio, se quitó los zapatos, sus calcetines tenían hoyos por el desgaste, cruzó las piernas y se recargó por completo en el sillón entrecerrando los ojos dado que quería ver la reacción de su acompañante ante sus movimientos.-Baja los pies. -ordenó él a los pocos segundos.-No ¿Por que habría de hacerlo?-No es propio de una señorita. No es de buena educación cuando se esta en casa ajena. -Me siento cómoda así. Mis pies estan limpios -de inmediato hizo ademán de acercarcelos a la nariz para olerlos.-¡No hagas eso! -rugió. Sus ojos estaban demasiado abiertos. La sensación amarga de adrenalina comenzaba a invadir su cuerpo como cuando uno sube a una montaña rusa. Sabina era la montaña rusa y él era el pobre desesperado llegando al límite. Chillando de felicidad así como de miedo.-¿Qué te sucede? -chilló ella levantandose de un salto-. ¿A qué le temes? -¡De que...! Yo no le temo a nada. -replicó exasperado-. ¿Eso que tiene que ver?Sabina no respondió. Lo miraba con tristeza y salió a prisa olvidándose de ponerse los zapatos y dejándolos ahí contrastando con la elegancia del espacio que invadieron ellos y su dueña. El equipo de sonido siguió reproduciendo, el ambiente estaba inpregnado con aroma de duraznos y de la voz de Edith Piaf diciéndole que veía la vida color rosa cuando su amante la tomaba entre sus brazos. un Sebastián sorprendido y dos hojitas verdes que poco a poco se secaban ante su mirada perpleja. Se preguntó de donde provendría tanta hojita. No sabía la verdadera razón ya que siempre las ventanas de la casa se encontraban cerradas y si el calor era insoportable para eso estaba el aire acondicionado que él mismo había instalado. Recogió ambas hojas ya completamente secas y las pasó por su nariz, ese aroma a durazno otra vez. A pesar de la muerte física de las hojas, el olor seguía tan fuerte como si estas estuvieran frescas. Las guardó en una cajita cercana a la ventana y los zapatos de Sabina se quedaron en el clóset del cuarto de huéspedes.  Él no imaginó que pasaría un mes y medio antes de volverla a ver. Todas las noches, cuando regresaba de su trabajo en la universidad, se detenía para observar en los alrededores; Ninguna señal de Sabina ni de ese olor dulzón que embargaba el ambiente cercano a ella ni de su locura. A los primeros días no le dio la importancia, inclusive sintió alivio, porque ella había alterado su orden en muchos aspectos. Ella lo desafió entrando a su casa con los zapatos repletos de lodo, subía los pies en su sillón, gritaba y lo regañaba como si de su madre se tratase. Y así pasaron los días y no había señal de ella ni sus cuentas ni de sus ofrendas de flores ni de sus largos cabellos rubios y lisos. Sin embargo, a ese mismo paso del tiempo, él no comprendía porque le prestaba más interés del debido a su ausencia pero parecía que le hacía falta algo a ese paisaje urbano que contemplaba como cuando uno se habitua a los adornos en determinadas épocas y cuando estas terminan y los adornos se quitan el ambiente se torna aburrido y ajeno. La parte de su cerebro que ponía a la razón por encima de todas las cosas emocionales en él se negaba a aceptar que Sabina, de alguna forma, le hacía falta. -¿Que tanto busca, profesor? -preguntó uno de sus alumnos al abordarlo por los jardínes de la universidad y ver que su maestro volteaba la mirada a cada árbol que se le ponía enfrente para buscar algo-. ¿Se le ha perdido algo?-No, nada. Recuerda el ensayo para mañana.-Esta bien... -el joven se quedó preocupado y con las ganas de saber que era lo que pasaba con su maestro.  La noche, la última noche de junio; lluviosa, con aire fuerte, y ni siquiera el saco grueso que Sebastián portaba lo protegía lo suficiente. Iba a paso lento, luchando contra el aire tanto exterior como interior. Este último le agitaba lo más recóndito de su alma haciéndole experimentar una sensación de miedo combinado con una soledad que le incomodaba, inclusive con una culpa inexplicable. Al mismo tiempo este viento interior lo hacía contradecirse en sus desiciones pasadas como cuando Sabina le decía con miles de señales que debía abrir su mente y su corazón a lo que la vida le ofrecía y él, así de sencillo, la hizo a un lado. <<Hiciste lo correcto. Perturbaba a diestra y siniestra tu tranquilidad>> le decía la parte de su cerebro en la que proliferaba su razón y su lógica. La que inhibía sus emociones. <<Ella quería lo mejor para ti. Que por un día cambiaras un poco de aires>> replicó la otra parte de su cerebro, aquella que manejaba sus emociones y que de un tiempo para acá, esta última proliferaba más que la otra. Tranquilidad, un estado que Sebastián ya no podía definir a ciencia cierta sin sentir un nudo en el estomago.  El viento era cada vez más fuerte, las gotas de lluvia le picaban en la cara como agujas. Se le hizo más díficil caminar y la calle estaba sola a excepción de él y de otra persona que caminaba errante sin ningún abrigo ni consuelo. Los cabellos pegados a la espalda y a su rostro, su mirada perdida hacia la nada y la falda que le llegaba a las rodillas tenía el dobladillo rasgado. Sebastián reconoció a Sabina casi al instante porque al principio estaba convencido de que su cerebro lo hacía imaginar como un ingrediente más para sazonar la culpa que lo comenzaba a aquejar sin razón válida. Seguía renuente a reconocer y a creer que la extraña mujer le había traído algo mejor que un desorden productivo y una probable solución a su soledad. Aún le faltaba por descubrir algo mejor y totalmente fuera de lo normal. Parecía que a Sabina se le desprendía algo del cuerpo: Hojitas volaban por todas direcciones a causa del viento. Hojitas, imposible que a una persona se le desprendieran hojas del cuerpo como un árbol cuando experimenta el otoño o es presa del viento. -No puede ser. ¿Pero como ha sido esto posible? -pensó él mientras caminaba hacia Sabina. Ella volteó la mirada hacia él y esa mirada le impactó a tal grado que ambos se quedaron parados en medio de la tormenta.Una guerra de miradas y de gestos de auxilio por parte de Sabina y de sorpresa y preocupación por parte de Sebastián. Ella tenía rastros de sangre en la nariz y que la humedad del ambiente no permitieron que secara, sus rodillas estaban llenas de costras, las mejillas arreboladas y las hojitas alargadas seguían bailando alrededor de ella sin retorno. -¿Que te ha pasado niña? Y estas ardiendo en calentura. Te llevaré a un hospital inmediatamente -exclamó mientras le tocaba la frente y la examinaba.  Sabina se aferró más a su cuerpo y sin ánimos de querer soltarlo. Sebastián, al sentir esto, el corazón le dio un vuelco. Ahí tuvo una visión horrorosa en todas sus formas de Sabina siendo devorada por la naturaleza que ella tanto amaba. Sabina acostada sin vida y desnuda en suelo de pasto que a medida que su cuerpo terminaba de morir este seguía su ritmo y poco a poco perdía su color verde y se convertían en pequeñas garras que se apoderaban de las manos, las piernas, el abdomen y avanzaban hasta ya no dejar rastro de Sabina. Las flores a su alrededor se convertían en monstruos dispuestos a comersela y los árboles eran guardianes malévolos provistos de grandes ramas puntiagudas llenas de otras ramas puntiagudas dispuestas a atacar. Sabina era suya y se volvía parte de la misma naturaleza agresiva que la reclamaba. Tan rápido como terminó aquella visión espantosa e incomprensible en un principio, él la llevó a su casa tal como ella lo había hecho cuando lo dejaron mal herido. La protegió de la lluvia y del frío con su abrigo y con su cuerpo y la obligó a andar hasta llegar a la casa de Sebastián en donde él luchó contra sus hábitos sumamente arraigados como limpiarse la suela del calzado antes de entrar a la casa o quitarse los zapatos para no manchar tanto la alfombra. Hizo un esfuerzo enorme, que hace mucho creyó imposible de lograr, pero al ver el rostro de Sabina, quien tiritaba de frío, que se aferraba a su cuerpo cual salvavidas en medio del océano y miraba al piso como si estuviera avergonzada, supo que era un acto de rebeldía contra él mismo que valía la pena. Él caminó apretando los dientes, pensando torpemente que hacer y la llevó al cuarto de huéspedes, que más bien servía como bódega; el único lugar desordenado de la casa. Había una cama con sábanas sucias y hechas una pena: agujeros por las polillas y polvo. Sebastián dejó a Sabina recargada en el umbral de la puerta y limpió un poco la habitación trayendo sábanas limpias, abriendo la ventana para que entrará el aire nocturno y fresco por la lluvia.-De... déjalo así -la voz de Sabina era más baja y trémula que un susurro-. Mi casa siempre esta desordenada.-Aún no sé lo que tienes -respondió él mientras apilaba cajas al otro extremo de la habitación.-Yo tampoco lo sé con exactitud -tosió-. Siento que todo esto es para bien. Sabina tuvo un ataque de tos, cuando se calmó, se sentó en el borde de la cama, ya arreglada, a esperar a que Sebastián terminara de acomodar las almohadas para después acostarse. Sebastián llegó con ropa seca y una toalla y sin mediar palabra la levantó, le secó el pelo; otra hojita. Le pasó la toalla por el rostro y el cuello y Sabina no dejaba de mirarlo con atención tratando de descubrir como romper su muralla. Él evitó con exito todo contacto visual con ella y dejó que se cambiara de ropa. Salió de la habitación y se sentó a reflexionar lo que había pasado. La hojita seguía en sus manos y la estudiaba cuidadosamente porque, a diferencia de las otras, la hojita seguía verde y con un aroma más penetrante a durazno la invadía. Poco a poco fue quedandose dormido. La hoja resbaló de sus manos y antes de llegar al piso esta ya se había secado. A la mañana siguiente, Sebastián preparó el desayuno. Sabina seguía en la cama y mirando al techo, que lucía impoluto ante tanto desorden del cuarto. Él se quedó mirandola desde el umbral de la puerta con la bandeja del desayuno en las manos y mordiendose los labios para no hablar ya que su mente comenzaba a despertar imaginando una escena algo extraña para él y para sus sentimientos en pausa; Sabina era el centro de todos esos momentos. Ella, su cuerpo, totalmente para él. Sabina sonriendo. Piel con piel y ella, finalmente, cerrando los ojos y suspirando. Sabina y sus hojitas de durazno. -No pude dormir en toda la noche. Me desperté dos veces para tomar agua -comenzó ella al notar la presencia de Sebastián en la habitación.-¿Por que no me llamaste? Yo la hubiera traído.-Estabas muy cansado...-¿Como te sientes? -él entró despacio, evitando algunos objetos tirados a su paso y se sentó al borde de la cama-. Se te ve mejor.-Lo estoy. Gracias por preocuparte. No pude dormir toda la noche. Me desperté dos veces para tomar agua... -pausó un momento para tragar saliva, enderesarce y ver por la ventana-. No te dije nada porque me gustó tu manera de dormir. Realmente estabas descansando pero traías dibujada una ligera preocupación en tu rostro. Debe ser mi culpa y no quiero que así sea.Sebastián meditó unos segundos la situación. Como poderle decir que ella le producía una mezcolansa de sentimientos que nadie más habría podido producir de esa  manera y en un lapso tan corto de tiempo. Recurrió a lo único bueno que podía hacer en esos casos de debilidad emocional.-¿Donde estuviste? -Sebastián le dio la bandeja, la cual Sabina dejó en sus piernas y comenzó por beber un sorbo de jugo.-Fui a explorar.-¿A explorar? Haber, ¿Me estas diciendo que te desapareciste todo un mes y medio, me, perdón, dejaste todo de lado sin siquiera llevar ropa, comida o dinero? -él pasó una mano por su pelo y trató de no desesperarse y esperó a que ella terminara de digerir lo que tenía en la boca. -Así es... ¡Esto esta muy rico! ¿Qué es?-No cambies el tema -gruñó él.Sabina lo miró fijamente como esperando a que él estallara y le dijera todo lo que tanto le costaba hacer emerger en ese momento pero no lo hizo y eso la desilusionó.-¿Por que regresaste así... toda herida?-Explorar es perderse. Dejarse llevar por el lugar que se tiene enfrente. Cada sitio tiene su encanto. Sabes, me fui con unos chicos a una pradera pero a la mitad del camino algo salió mal. No sé como explicarlo. Cada uno de los chicos desapareció como si se los hubiera tragado la tierra. Creo que eso fue... -ella se entusiamó ante la suposición y sus ojos estaban vidriosos pero no perdía de vista a Sebastián quien escuchaba atentamente y trataba de desifrar el mensaje oculto en su relato. Él relacionó ese momento con el color de sus sobres. Sabina le estaba relatando una carta con sobre color rojo. -En fin, exploré mucho tiempo y dormí a la intemperie. El raspón de la rodilla fue porque me caí... -y de la nada rompió en llanto. Se cubría torpemente el rostro, le temblaban las manos, juntó sus rodillas a su pecho ignorando que aún tenía la bandeja de comida sobre ellas. Esta produjo un sonido armonioso al romperse los platos y derramarse su contenido-. Tenía mucho miedo... Sebastián no tenía las palabras correctas para expresar todo lo que Sabina le había tratado de decir desde un principio; los gestos que hizo como aferrarse a su cuerpo, los raspones, la mirada hacia la nada, la ropa desgarrada. Aquella visión cobró sentido para él y sintió algo pesado en el estomago de tan sólo imaginar lo que pasó realmente. La única diferencia entre la visión y la realidad era que Sabina estaba viva. Había logrado escapar de ese horror y toda su esencia no había desaparecido. Ella se daba cuenta de la realidad pero aún así trataba de darle un matiz distinto. Algo que fuera más fácil de digerir, algo en que ella pudiera sentirse segura y así seguir creyendo en la gente. -¿Te hicieron daño? -él se dio cuenta instantes más tarde que ella se había lanzado a sus brazos y él le acariciaba el pelo. -No. Me abordaron en la calle cuando regresaba de poner las ofrendas a los eucaliptos y laureles del parque. Se interesaron por lo que hacía cuando les conté mi historia y se ofrecieron a llevarme a casa. No les vi malos modos. -Tú nunca ves realmente el peligro. Abordas a la gente de forma diferente, eres demasiado inocente y curiosa para temer. En parte eso te permitió acercarte a mí. Yo pude haberte hecho daño también, yo pude haber renegado de ti. -Y no lo hiciste porque...El ambiente se tornó tenso. Sebastián dejó de acariciar su pelo. Fue entonces que Sabina lo miró con más atención mientras él intentaba alejarse de ella, de su contacto pero hasta sus movimientos se le hacían lentos, ajenos. Su cuerpo no respondía a los estimulos de seguir cerca de ella como si alguien se hubiera adueñado de él o, mejor dicho, como si sus deseos hubieran roto la franja de la restricción que por años había mantenido. Sabina no daba marcha atrás, seguía pegada a él reteniéndolo con sus manos y a la espera de una respuesta. Sus ojos brillaban, sus labios estaban ligeramente abiertos y una gotita de saliva brillaba con la luz que otorgaba la ventana. Quería explorar más a fondo todo el mundo misterioso que él encerraba en su interior. -Abrete al mundo Sebastián. No le tengas miedo -susurró.-Yo no le tengo miedo a nada -replicó él firmemente mientras trataba de alejarse de ella sin éxito. -Le tienes miedo a todo inclusive a ti mismo.-No. Tú eres la que vino a interrumpir en mi vida.-Te sigues refugiando en los errores de los demás para no aceptar tu culpa. Es entendible porque todo el mundo te ha fallado cuando más lo necesitabas pero ¿Cuando aprenderás a confiar más en ti mismo? -por primera vez, Sabina estaba al borde de perder la paciencia. Sebastián la miró fijamente y se detuvo en su intento por huir de su contacto. Sin embargo, eso no bastaba, él tenía que aprender a no huir de sus problemas bajo la tutela de la indeferencia, tenía que saber enfrentarlos-. Mentí al decirte que me había levantado a tomar agua dos veces. En realidad sólo fui una vez a beber agua. La segunda vez fue para recorrer tu casa y entré en tu habitación -meneó la cabeza en señal de desaprobación-. ¿Como puedes vivir en un mundo tan pulcro y tan vacío?Sebastián estaba al borde del pánico y de la furia al saber que su privacidad había sido burlada. Se pasó las manos por el pelo y Sabina pudo ver como los nudilos se le ponían blancos por la fuerza contenida pero no se asustó.-¿Por qué lo hiciste? -preguntó él agitado presa de los nervios.-No le tienes miedo a nada que yo pueda averiguar de ti ¿O sí? -él se quedó callado y ella ahora tenía el control-. ¿Por qué te molestas tanto? Quería saber más a fondo de ti y de tu forma de vivir...-No le tengo miedo a nada ¡Ya te lo dije! Ni siquiera a ti. Pero te empeñas en hacerme vulnerable.-Siempre has sido vulnerable...-¡No me conoces! -gruñó desesperado y apuntandole con su dedo índice. -Aunque no lo quieras admitir -prosiguió con su habitual voz suave-, siempre has sido vulnerable. Vi la caja en donde guardas tus cartas; tan bien conservadas... Leí unas cuantas pero con eso pude hacerme un perfil tuyo donde siempre evitas a las personas pero aún así tienes miedo a estar solo y eso es producto de tu confianza defraudada infinidad de veces. -¡Mira quien habla! Tú también has sido defraudada. A la gente no le interesan tus ideas, Sabina. Esos tipos estuvieron a punto de violarte y tú reaccionas como si sólo hubiera sido un mal sueño. -Sebastián desconoció su propia voz. Él mismo se dio cuenta de que estaba llegando demasiado lejos al ver la reacción de ella cuando mencionó el acontesimiento pero ya no había marcha atrás-. No sabes diferenciar la fantasía de la realidad. La vida no es como en los cuentos de hadas, niña. ¡Comprendelo de una vez!-Nuestras acciones y nuestros pensamientos son el producto de nuestro crecimiento como individuos. Por cada gente que se siente defraudada hay otra que se siente con ganas de cambiar a esa gente que se siente defraudada haciendoles ver que no todo tiene que ser perfecto.-Desde que te conocí, -prosiguió él ignorandola- mi vida no tiene un orden. No tiene sentido lógico ni normal. Volteo la mirada a los jardines y ahí estas tú. Escucho una vieja canción y ahí estas tú. Tu perfume siempre esta ahí acompañandome. Impregnaste mi espacio así como mi vida -Sebastián miraba a otro lado. Reconocía superficialmente que su manera de pensar acerca de ella se había convertido en algo más serio pero precisamente por ese miedo a demostrar sus sentimientos pensando que serían lastimados de nuevo, decía las cosas a medias, siempre andandose con cuidado. -Eso no podía ser llamado vida, eso es evadir al mundo, encerrarse en uno mismo.-¡Para mí lo era, Sabina! Para mí esa vida tan fría como tú la llamas era lo único que tenía para vivir en paz y sin complicaciones. Donde yo, por primera vez, tenía el control de todo y sin que nadie se atreviera a reclamar lo contrario.-Nadie puede tener el control de si mismo realmente porque las emociones y el instinto terminan por ganar la batalla que nos empeñamos en formar cuando queremos negar lo que realmente sentimos o deseamos -Sabina tomó la mano de Sebastián y la posó en su pecho justo en el lugar donde estaba su corazón-. ¿Sientes esto? Así latió mi corazón la primera vez que te vi. Justo así latió cuando pusiste aquella música y así es como late cada vez que te tengo cerca.-Puedo ser tu padre...-Esta es la cima... -susurró Sabina para sí. Sebastián pensó que sólo se trataba de más trivialidades suyas.-Sabina, no...-Por primera vez... -suspiró-. Deja que tus sentimientos te invadan por completo.Los labios de ambos se rozaron. Sebastián tenía la apariencia de un recien entrado a la adolescencia; dudaba de hacer lo correcto pero aquella sensación de romper las reglas lo invadía. Los labios de Sabina, a pesar de toda su inocencia, lo incitaban al placer de los pecados.  Sin más la besó y pudo darse cuenta de que a ella le había vuelto la fiebre. Sus mejillas tenían un rubor particular pero por extraño que pareciese no eran producto de la misma fiebre. La playera que él le había prestado le quedaba tan grande que se le resbalaba de un hombro haciendola ver más desarreglada, más pequeña. Había bajado, en tan poco tiempo, más de dos kilos. La parte racional y moral de él le invitaba a dejarla. Le recalcaba que él ya estaba en la franja de los cincuenta años y que la joven ya estaba muy débil como para soportar sus experiencias amorosas y sus embates. Sabina temblaba de frío, de excitación, de amor por él y todo lo que implicaba. Continuaron besandose. Sabina era inexperta en aquellas artes pero la certeza de que era deseada la invadió al grado de saber como reaccionar a los movimientos de su amante. Eso no quería decir que ella jamás había sido besada. Su primer beso fue a los trece años, edad en la que comenzó con la planeación de su vida en solitario. Un joven, dos años mayor que ella, al que había conocido en uno de sus recorridos. Un chico vagabundo. Ambos sintieron atracción casi instantanea. Él le preguntó como se llamaba y ella le respondió con una voz suave y chillona. Ambos rieron discretamente por los nervios y de los andrajos que vestía el otro. Iván, así se llamaba el niño, se sorprendió al ver aquellos ojos color miel mirandolo tan fijamente de arriba a abajo. Le hizo un cumplido de lo bonitos que eran pero ella no respondió. Se encontraron en el mismo lugar al siguiente día y ella le preguntó lo que pensaba acerca de los árboles; Él sólo respondió que eran extraños. Los siguientes días Sabina lo recibía con un simple chiflido a manera de saludo. Un día la sorprendió llorando y cuando ella le dijo la razón por la que lloraba; era porque habían destruido una jardinera sin que ella pudiera evitarlo, él se rió y cuando ella estaba dispuesta a darle una cachetada él, sin más, la besó. Fue entonces cuando la primera señal de cambio en su cuerpo apareció: Una hoja alargada y pequeña que parecía dibujada en su cuello.  Sabina imitaba las caricias de su amante y fue despojandolo de sus ropas las cuales aventó al piso pese a un gruñido sordo que él emitió mientras la besaba.Sebastián pasaba sus manos por todo el cuerpo de ella. La ropa le quedaba tan holgada que poco a poco fue cayendose por si sola hasta encontrarse con un sujetador blanco y unas bragas del mismo color. El sujetador estaba ligeramente húmedo a causa del sudor que ella despedía y estaba confeccionado con tela tan delgada que dejaba entrever sus pezones erguidos. Ambas prendas tenían un pequeño moño de color durazno, muy de acuerdo con la naturaleza de la joven. En un impulso involuntario, Sabina trató de taparse con las manos pero al ver en la mirada de Sebastián un atisbo de ternura, cedió y lo besó con la misma ternura en las mejillas, en los parpados, en la frente y finalmente en los labios. Los besos de ella eran tan suaves y cálidos como si se besara un trocito de algodón.  Al cabo de unos minutos más, ambos estaban completamente desnudos, revolcandose entre las sábanas y jadeando palabras dulces que Sebastián desconocía en su vocabulario hasta ese momento. Hicieron el amor como si ya lo hubieran hecho tiempo atrás. La mezcla de jugos, de sensaciones, de palabras jadeadas al oído y las alusinaciones de Sabina, rompieron el silencio y derribaron la última parte que quedaba de la barrera impuesta entre ella y él. -No comprendo que me has hecho, Sabina -dijo Sebastián trás detenerse un momento para que ella recuperara el aluento así como para mirarla detenidamente.-Tus deseos eran silenciosos. Ninguna persona, por más dura de corazón que se diga ser, puede resistirse al amor. Es ridiculo -respondió ella entre jadeos.-Me siento diferente. No soy un hombre óptimo al cambio pero tu sola presencia me provoca algo.-No te acostumbres, sólo eso te pido -dijo Sabina en un murmullo como si no quisiese que la escucharan. Sebastián se sorprendió. La sensación no podía destinar nada bueno y al ver la expresión de ella supo que estaba en lo cierto. Se irguió y espero a que ella respondiera.-Explícate. Tras un momento de silencio, ella respondió:-Estoy cambiando... -parecía que hablaba consigo misma-. La tierra que me vio nacer ahora me reclama de vuelta. No sé con exactitud quienes son mis padres. La señora que me ha criado hasta la adolescencia dijo que me encontró una mañana en el monte donde cada tercer día iba a recoger frutos. Dijo que yo estaba desnuda, con una marca de nacimiento en mi cadera que al principio era diminuta y verde y que con el paso del tiempo se ha iba convirtiendo en un color más oscuro; café y verde. Ella me acogió y me educó. Me dio comida y me dio amor. Me enseñó como vivir en armonía con la naturaleza. Sin embargo, he observado cambios en los últimos meses. Desde que te conocí, el proceso se ha hecho más rápido...Sebastián no daba crédito a lo que escuchaba. Quería reír ante lo ridiculo de la historia pero comprendió que para ella no era cuestión de juego. Pudo ver en su mirada y en sus gestos que comenzaba a dudar de su propia cordura, de su estabilidad emocional. Sebastián animó a Sabina a continuar su relato haciendole una pequeña caricia en la mejilla.-Me cuesta mover mis brazos, mis piernas... He bajado de peso. Como dije, estoy cambiando, me estoy uniendo a la tierra que me vio nacer; Me reclama. Necesito tu ayuda ahora más que nunca, así que prometeme que no me dejarás.Su voz era entrecortada y suave. Sebastían se mostró dubitativo por la razón de que no quería luchar por algo que de antemano sabía perdido. Sin embargo, la mirada de Sabina penetró en su ser haciendolo sentir culpable por negarla en sus pensamientos, por haber corrompido su inocencia física y por su entusiasmo de poseer su cuerpo a pesar de su estado porque comprendió, y en parte lo aliviaba el saber, que su alma, su espiritu, nunca podría ser suya por completo. Ella lo amaba pero no con esa clase de amor que vuelve a las personas victimas y victimarios de su propio sentimiento, así como sumisos a las acciones y pensamientos del otro, sino con esa clase de amor consciente, vivaz, que no olvida pero tampoco se aferra a su recuerdo una vez que termina. Sebastián la abrazó en señal de que aceptaba ayudarla pero la duda seguía ahí. Dejó que reposara su cabeza en su pecho y Sabina le agradeció besándolo suavemente en el cuello.Se quedaron la mayor parte del día en la cama. Sabina se aferró al cuerpo de Sebastián tan fuerte que le fue casi imposible levantarse o tan siquiera acomodarse. Cuando ella se quedó profundamente dormida, la acomodó cuidadosamente de manera que quedara boca arriba, la destapó por completo y la examinó con la vista buscando algo fuera de lo normal. Logró su objetivo. En sus pies, antebrazos, tobillos, y uno de sus muslos al igual que una pequeña parte de su vientre resaltaba un tono verduzco parecido al de un moretón recien producido. Su cuello presentaba el mismo tono salvo que en esa parte las venas eran las afectadas ya que Sabina, en las últimos días, se había convertido en un ser mucho más pálido y débil y a él se le hizo posible entreverle las venas. En los dedos de los pies pudo notarle algo curioso: Estaban pegados entre sí. A excepción del dedo gordo que estaba más largo de lo normal y la uña se había desprendido dejando la piel, una masa rosa, con rastros de sangre y pus, desprotegida. Cuando Sabina dio señales de estarse despertando, él volvió a taparla, se puso una bata encima y se dirigió a la cocina para preparar algo de comer.  Ella casi no habló durante la comida. Ingería bocados pequeños y pausados. Su mirada estaba perdida en algún punto o talvéz en ninguno en particular. Le otorgó a Sebastián una sonrisa limpia, sin ningún otro sentimiento más que el de la alegría de compartir algo tan cotidiano y vano como la hora de la comida convirtiendolo en algo especial. A él se le hizo un nudo en la garganta porque le pareció que ella trataba de decirle algo a través de esa sonrisa; de inmediato su cerebro maquinó la idea de que ella se estaba despidiendo. Sabina habló por fin y pidió a Sebastián que la ayudara a ponerse los zapatos puesto que le dolía todo el cuerpo y sentía como si un grupo de pájaros le picotearan la cabeza. Ambos se vistieron, ella observaba los movimientos de él mientras se vestía, la forma cuidadosa de abrocharse los botones, sus dedos largos buscando la cremallera del pantalón y subiendola con un ruido sordo. Terminó por ponerse una camisa gastada color beige dejandola por fuera. Sabina aún no terminaba de vestirse, estaba poniendose los calzones cuando él volteó la mirada hacía ella. Sabina terminó de abrocharse el sujetador con trabajos y soltó un suave gemido de dolor. Sebastián pasó la mirada por la habitación como si jamás hubiera estado en ella y dio con el closet en el que estaban guardados los artilugios de su esposa cuando quería desempeñar su papeld de dama de la noche entre otras cosas. Recordó como había pasado la mañana empaquetando en cajas las cosas que su esposa había dejado al momento de irse. En una de las cajas metió los vestidos de espalda descubierta, escotes pronunciados, abalorios escandalosos, de colores vistosos y que disfrazaban por un momento sus imperfecciones. Los usaba para seducir a su esposo en los momentos en el que él sólo quería distraerse leyendo el periodico o sus almanaques. Siempre que él tenía la intención de dormirse temprano, ella lo "seducía" contoneandose por toda la habitación, agitando en el aire una estola de plumas y alzando una ceja otorgandole una sonrisa y una mirada extraña, trataba de esforzarce en ser atractiva para él. Al final Sebastián se fingía impresionado por las dotes seductoras de su mujer y como esperando una aprobación ella se paraba enfrente de él y le sonreía excitada hasta que Sebastián cedía totalmente para luego hacer el amor. -¿Que te pasa? -habló la joven interrumpiendo sus pensamientos y mirandolo con atención.-Nada. ¿Estas lista? -hizo un ruido al pasar su dedo índice por su nariz para luego acercarse a ella y ayudarla a caminar.-Sí, me siento un poco mejor. Puedo caminar. ¿Tú te sientes bien?-Sí. -Es increíble ver como la mujer puede...-tosió y continuó- ...Como la mujer puede adaptarse a cualquier tipo de situación. Yo, por ejemplo, he sabido asimilar la vida como viene. Me considero una mujer fuerte -mencionó Sabina con una ligera sonrisa en su rostro mientras se sujetaba al brazo de él.-Eres una mujer fuerte -repitió él sin realmente sentirlo pues veía como ella lentamente se abandonaba. -Soy una mujer ordinaria -se contradijo bajando la cabeza. Se sintió avergonzada de que él la viera en ese estado. Primera vez que lo hacía.Y trás una breve pausa, Sebastián agregó:-Tú no eres una mujer ordinaria -afirmó-. Ninguna mujer lo es. Siempre ha habido magia dentro de ustedes. Ella sonrió debilmente y se dejó conducir por la casa hasta salir de ella. El aire frío que comenzaba a poblar el ambiente de la tarde la recibió. Sabina se sintió levemente mejorada y emprendió el camino a su casa. Ella le decía a él por donde seguir. Sebastián descubrió dos cosas, una carecia de verdadera importancia y la otra lo tomó por sorpresa, sí es que quedaba algo que le pudiera sorprender todavía del estilo de vida y las ideas de Sabina. La primera cosa que Sebastián descubrió al respecto y al hacer el recuento del recorrido fue que la casa de la joven no quedaba tan lejos de la suya, sólo a cinco cuadras. Otra de las cosas, su casa estaba lejos del suelo, cercano a la copa. Ella podría ver cada amanecer y cada puesta de sol con tan sólo voltear la mirada. Una casa formidable a la vez de inusual. -Mi hogar -balbuceó ella, sacando a Sebastian de sus conjeturas -. Ya lo echaba de menos.-¿Podrás subir todas esas escaleras?-No lo sé. El caso es que ya pude caminar hasta acá, puedo aguantar un poco más.Sebastián sonrió casi al instante. Lo que le importaba era que la mujer siguiera lúcida... Dentro de sus términos.Poco a poco fueron subiendo las largas escaleras. Hacían ligeras pausas y Sebastián pudo notar como las piernas de Sabina temblaban a cada paso. Las suyas comenzaban a temblar también. No era demasiada la altura pero aún así él temía que ella, en cualquiero momento, cayera y re rompiera el cuello. Por fortuna para ambos, llegaron a la casa y al ver la naturaleza de esta, él quedó asombrado. Los utencilios sencillos, las colchas remendadas cientos de veces con pedazos de telas distintas, torres de libros por todo el piso. Una de ellas . se derrumbó y apiló los libros nuevamente. Una delicada tela que servía de cortina se agitaba con el aire frío de la noche. Un florero se cayó y se rompió dejando al descubierto un ramo de florecitas de jazmín y una conchita. Sabina se disponía a recogerla cuando Sebastián la interrumpió y la obligó a sentarse en su cama. Ella sonrió y dejó que Sebastián se encargara del resto. -Esto es nuevo para mí -dijo él mientras sacudía levemente el piso -. Tu casa, tu entorno, tú misma.-Digo lo mismo sobre ti. -Hay algo que he querido preguntarte casi desde el momento en que nos conocimos. ¿Por qué odias los almanaques?Ella palmeó la almohada indicándole a él que se sentara junto a ella.-La señora que me crió hasta que yo cumplí catorce años murió de tristeza -pausó. Aún le dolía el recuerdo así como también le dolía pensar que ella también pudiera tener el mismo destino -. Una noche, antes de dormir, me contó que estaba enamorada de un hombre un poco más joven que ella. Se conocieron una vez en el mercado. Ella compraba tomates y él iba caminando, arrastrando una maleta y gritando el nombre de lo que vendía...-Almanaques -interrumpió Sebastián. -Sí. ¿Como supiste?-Aquellos siempre arrastran sus maletas llenas de eso. Yo compré una maleta completa hace algunos años -dijo orgulloso.Sabina sintió deseos de vómitar al imaginar a él sonriendo a sus anchas disfrutando de su lectura pesada. Tosió y continuó:-Ambos se miraron y siguieron en lo suyo. Me dijo que no fue hasta el cuarto día después de eso que lo volvió a ver. Él se animó a hablarle y acordaron una cita. Él siempre olía a loción y a libro viejo. También me contó que él, además de vender almanaques, se dedicaba a estudiar por las tardes puesto que en el pueblo donde provenía no había tenido la oportunidad de asistir a la escuela. Me dijo que él le contaba cosas de su niñez con gran nostalgía como cuando veía a su abuela materna masticar tabaco y tomar mezcal para mitigar el frío y poder dedicarse a sus sembradios así como también le decía repetidas veces que en su destino estaba escrito su encuentro. Mi madre estaba perdidamente enamorada de él. Caminaban largas horas por el centro, descubriendo nuevas rutas, riendose de ellos mismos hasta que un día ella comenzó a darse cuenta de que él estaba débil, flaco y pálido. Él le dijo que no había podido vender ni una sola de esas cosas en más de un mes y eso le afectaba porque ya ni siquiera podía pagarse la escuela ni la modesta casa donde vivía. Si no vendía tan siquiera un ejemplar lo correrían del trabajo. Mi madre se ofreció a ayudarlo pero él no aceptó. Acordaron verse al siguiente día pero él jamás llegó. A ella se le pasaron un montón de cosas por la cabeza desde que él la había engañado hasta que su cuerpo no había resistido más... -tuvo un acceso de tos y Sebastián corrió hasta el depósito de agua fresca donde llenó un vaso y se lo llevó. Sabina lo tomó con desesperación y poco a poco fue recobrando la calma. Se limpió la boca y continuó-. Un día, la acompañé al mercado. Se veía decaída pero en su mirada existía una pizca de esperanza. Yo iba persiguiendo a una mariposa con la mirada cuando sentí un apretón fuerte en mi mano. Recuerdo que ella miraba al frente, hacía la otra acera, estaba temblando y lloraba. Cuando vi lo que ella veía con tanta tristeza, el corazón me dio un vuelco: Él hombre estaba tendido en el asfalto, con la cara contra el piso, las manos dobladas de manera irregular al igual que una de sus piernas. Se le dibujaba un hilillo de sangre en la nariz pero en su cabeza era como un océano -parecía que Sabina estaba a punto de llorar pero se contuvo y concluyó con su relato-. Uno de los que había presenciado el accidente le dijo a mi madre que el pobre hombre corría con su maleta hacía la parada de autobús pero las ruedas de la valija se atoraron en las rendijas de la coladera y mientras trataba de sacarlas no prestó atención al coche que venía directo hacía él ni a las advertencias de los demás transeuntes. El hombre murió al instante, con los ojos abiertos, sin un destello que delatara que aún seguía con vida, sólo la desesperación reflejada en su rostro. Fue en ese momento cuando la chispa de la vida se fue apagando en ella. Murió en vida en ese momento y nisiquiera yo pude protegerla como tantas veces ella hizo conmigo. Su cuerpo se debilitó así como su espiritu hasta que una noche este abandonó su cuerpo para siempre... Es por eso que odio tanto los almanaques -se enjugó una lágrima-. Siempre me recuerdan ese momento.-Bueno... -él se aclaró la garganta-. No sé que decir ante esto. No debió ser fácil.-No, no lo fue. La extraño a ella y a sus palabras. Me enseñó que los pequeños momentos, como el ver a alguien que amas en secreto pasar frente a ti o el simple hecho de sonreír, son los que nos dejan una gran huella, un rastro de que ahí hubo vida.-Las cosas pasan por algo, niña. Tal vez, había cumplido con su objetivo en esta vida.-¿Cuál era? -preguntó la joven con tristeza y enojo. Aunque este último parecía incierto. Nunca se sabía exactamente lo que Sabina sentía. -Te cuidó, educó, te dio cariño, amor, te habló de todo lo bueno y lo malo de esta vida. Te hizo una mujer de bien. Ese era su objetivo para contigo pero le hacía falta encontrar su objetivo para con ella misma.  Lo encontró pero no era algo que pudiera vivirse en este mundo. La joven no habló, se acurrucó junto a él y le pidió que la abrazara. Este accedió y se quedaron ahí hasta ella se quedó dormida. Se la pasó por la mente el único punto débil que conocía de ella y los muchos que ella conocía de él. No era justo ni agradable pensar de que había sido vencido por una mujer mucho más joven que él.Los días transcurrían y las molestias de Sabina eran cada vez mayores, decía que las articulaciones le dolían y la cabeza le explotaría. A veces olvidaba el día o con quien estaba. Llamaba a su madre repetidas ocasiones mientras dormía pero jamás lloraba, en vez de eso sonreía. Su madre se llamaba Esmeralda. Sabina se quedó en cama cuando descubrió que ya no podía sostenerse y al ver sus piernas unidas entre sí y con tono café claro en la mayor parte de ellas. Ya no tenía dedos en los pies salvo los dedos gordos que se habían alargado más desde la última vez que Sebastián los había visto. Su aspecto le daba pánico y frustración al saber que ella se negaba a ser llevada al doctor. Decía que quería alcanzar la última fase en su casa.-¿De que hablas? Deja de decir tonterías ¡Te llevaré al doctor, ya! -rugía él. Estaba harto de todo sólo quería que ella dejara de decir incoherencias.-¡No! ¡Déjame! ¿Quién eres? ¡Déjame! -gritaba Sabina aferrándose como podía a su cama ya que sus brazos no tenían fuerza sólo constaban de huesos y piel. Los lapsos en que ella lo reconocía eran cada vez más cortos.Sebastián la calmaba abrazandola con fuerza medida ya que no quería lastimarla más de lo que ya estaba. Sentía que si la apretaba de más ella podría romperse como una rama.Una tarde, cuando el volvía de la Universidad, Sabina lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja que contrastaba con unas ojeras terribles en su pálido rostro. Sebastián se conmovió, le devolvió una sonrisa mezclada con tristeza, se daba cuenta de que la joven hacía grandes esfuerzos por volver a ser un poco de la persona que era antes. Sebastián se sentó junto a ella y le dio a beber agua y un poco de sopa. Ella lo miraba como antes, con su atención distraída.-¿Por qué haces esto por mí?-Te prometí quedarme -respondió mientras le ponía la cuchara en la boca -. Me pediste ayuda y aquí estoy -ya no estaba seguro si realmente era por eso.-No recuerdo... -No te presiones. -Nos veremos todos los días. Mejor dicho, nos sentiremos todos los días -aseguró Sabina negandole la última cucharada de sopa. Poco a poco su sonrisa se borraba de su rostro. Toda ella estaba fría así como noche que coloreaba el horizonte de rosa, violeta y anaranjado -Gracias por todo lo que has hecho por mí...-No tienes porque, Sabina -al hombre se le formaba un nudo en la garganta. Su cabello siendo despeinado por el aire que se colaba en las ventanas, sus brazos alrededor del cuerpo de ella y tratando de contener el sentimiento de impotencia y entre tanta emoción contenida en su mente se dio cuenta, tardíamente, que había pronunciado dos palabras:-Te quiero.-Lo sabía... -y esas dos palabras se convirtieron en su último suspiro.Sabina cerró los ojos y Sebastián se sumergió, por primera vez, en un llanto incontenible. Su cuerpo temblaba, abrazaba el cuerpo inerte de la joven con fuerza, veía los estragos que su condición extraña habían producido en su cuerpo y recordó cuando ella lo abordó en la calle regresandole el sobre color verde fluorescente que se le había caído. Esa sonrisa, sus cabellos dorados, sus ojos. Esos ojos que destellaban vida.El momento se vio interrumpido por el ruido producido por las torres de libros que se derrumbaban por el aire inclemente. Hacía demasiado aire y una carta revoloteaba de arriba a abajo formando un remolino junto con otras hojas. Sebastián la tomó antes de que la carta se perdiera de su vista; al reverso tenía su nombre escrito y tanto el sobre como la hoja eran de color violeta, la escritura era torpe señal de que había sido escrita en sus últimos días."Sé que te preguntas por el color del sobre y de esta hoja. Violeta. Para mí, este color significa la trascendencia. Yo ahora estoy en otro plano. Puedes interpretarlo como tú quieras y como más te convenga pero algo si te aseguro, nos sentiremos todos los días... Crema mi cuerpo y esparce las cenizas aquí. Te quiero. Sabina."A la par del dolor, Sebastián experimentaba enojo con todo, consigo mismo por no haber aprovechado el momento, enojado con ella por haberse ido, enojado con su vida por haberla vivido así y no formar parte del riesgo o la euforia por lo diferente cuando se le presentaba la ocasión. Envolvió el cuerpo de Sabina y con trabajos lo bajó de la casa. Cumplió con la última voluntad de la joven y cuando tuvo la urna que contenían las cenizas de Sabina en sus manos, se dirigió nuevamente a la casa de ella y se sentó recargando la espalda en el tronco y ahí esperó hasta el amanecer. Se levantó, tomó la urna para abrirla y esparció las cenizas en el aire para luego verlas desaparecer cuales vilanos de diente de león. Se quedó ahí unos momentos más, recibiendo el nuevo día. Subió a la casa del árbol, respiró conteniendo el aire en sus pulmones unos segundos para después soltarlo fuertemente. Hizo lo que hubiera hecho si su casa estuviera desordenada: Limpió los libros y los acomodó en torre nuevamente, barrió el piso y sacudió los escasos muebles, tendió la cama y observó el trabajo hecho orgulloso y a la expectativa de que Sabina lo desaprobara por completo. Él sonrió al recordarlo y se sentó a leer uno de los tantos libros que ella había dejado, sin decirlo, para él.Sebastián acudía de vez en cuando a la casa de Sabina, leía sin parar. Siempre llevaba consigo la carta color violeta y la guardaba en el bolsillo de su saco.  Una tarde, cuando él se disponía a subir las escaleras de la casa, pudo observar una planta alta, con algunas hojas alargadas naciendo en sus ramas y con un aroma suave a durazno, no recordaba haberla visto antes pero de inmediato reconoció el aroma que despedía y la forma de las hojas que comenzaban a poblar las ramas. Supo que se trataba de Sabina, podía sentirla en el ambiente. Se trataba de una parte de ella, de su esencia, viviendo entre lo que más quiso en su vida: La naturaleza... y él.
Sabina
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Café a las tres
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