Por Roberto Gutiérrez Alcala Es probable que Roberto haya subido al camión de pasajeros de la ruta 57 unas cuantas cuadras antes, sobre la avenida Centenario. En todo caso, lo hizo por la puerta de atrás, porque entre semana y a esa hora (ocho y media de la noche, más o menos) los camiones de dicha ruta van repletos. Justo donde comienza la Unidad Lomas de Plateros, el camión avanzó por el carril izquierdo de Centenario y dio vuelta a la izquierda en Mejía Delgado y, después, a la derecha en la avenida 5 de mayo. Muchos pasajeros llevaban puesto un cubreboca porque, desde hacía varias semanas, la sexta ola de Covid-19 golpeaba la ciudad de México y el resto del país. Por lo demás, los que iban colgados tanto de la puerta de adelante como de la de atrás (uno de ellos era Roberto) estaban concentrados en un solo objetivo: mantenerse bien plantados en el minúsculo espacio que habían logrado conquistar a fuerza de pequeños embates y empujones. Es posible que, en la parada que está junto a la Bodega de Aurrerá, el camión se haya detenido un instante para que alguien bajara por la puerta de adelante. Luego retomó su camino, giró levemente a la izquierda, frenó, pasó el tope que se ubica a un lado del edificio de departamentos marcado con el número 1 de Loma Escondida y aceleró. Unos veinte metros más adelante, cuando el camión transitaba frente a la entrada de la colonia Residencial Lomas de Tarango, Roberto soltó, por alguna razón no aclarada, el tubo del que estaba fuertemente agarrado y cayó a la avenida, donde quedó tendido junto a la tapa de una coladera. Yo me encontraba en mi estudio, escribiendo una nota para el periódico, cuando escuché un leve murmullo proveniente de la avenida. Me asomé a la ventana y vi un camión de pasajeros detenido junto al camellón y, unos metros atrás de él, a la izquierda, un grupo de personas que formaban un círculo alrededor de algo o alguien. Dejé mi estudio y salí a la calle para averiguar qué había sucedido. El cuerpo de un hombre moreno, de unos veintisiete o veintiocho años, complexión mediana, cabello negro, boca grande, labios gruesos, con un bigote incipiente, vestido con unos pants color azul rey y una sudadera gris, yacía bocarriba sobre el pavimento de la avenida. Tenía los ojos entreabiertos, como si estuviera a punto de dormirse. A su lado, una mujer en cuclillas le sostenía la cabeza con una mano. Una voz preguntó si alguien ya le había hablado a una ambulancia. Otra voz contestó que sí. Entretanto, una mujer rubia se valía de su celular para tomarle fotos a la matrícula del camión. La circulación en la avenida se tornó caótica porque, en lugar de dos carriles, los vehículos ahora debían utilizar uno solo para esquivar al grupo de personas que rodeaban al joven; además, avanzaban con extrema lentitud, pero no precisamente por precaución, sino por la curiosidad morbosa que mostraban sus ocupantes. Me dirigí hacia el camión y pude comprobar que dentro de él aún permanecían sentados cinco o seis pasajeros a la espera de que pronto reanudara su marcha. Y más allá, por el hueco de la puerta delantera, observé a un hombre maduro que, parado frente al volante, hablaba por su celular mientras sacaba unos papeles de un compartimento situado en la parte superior de la cabina. Era el chofer. Regresé a la casa por una chamarra y me encontré a mi hija V. en las escaleras. Me preguntó qué ocurría allá afuera y la puse al tanto de todo. Entré en mi cuarto, me abrigué y, en compañía de V., salí otra vez a la calle. La ambulancia todavía no llegaba. V. y yo nos acercamos a donde estaba el joven. Seguía con los ojos entreabiertos, en un estado semiinconsciente. Sin duda se había golpeado la cabeza al caer del camión, aunque no se veía ningún rastro de sangre por ninguna parte. Pregunté si ya se sabía quién era o cómo se llamaba, a lo cual la mujer acuclillada junto a él respondió que no, porque no llevaba consigo ninguna identificación. Entonces V. me dijo que le tomara una foto con mi celular y la subiera a Twitter. -Con suerte, alguien lo reconoce -añadió. Así lo hice. Una muchacha de unos veinticinco años se aproximó al corro y dijo que era paramédica y que, si se lo permitíamos, ella podía auxiliar al herido. Dos o tres de los presentes dijimos que sí, por supuesto. Se hincó y le revisó primeramente el vientre, los brazos y las piernas. Cuando hubo terminado, le palpó la cabeza con cuidado. -¿Alguien podría conseguir una venda? -preguntó. -¡Yo! -contestó V., y corrió en dirección a la casa. Al rato, V. regresó y le entregó a la muchacha una venda de unos diez centímetros de ancho y, también, una cobijita. Con la primera, la muchacha le envolvió la cabeza al joven y con la segunda lo tapó. Una camioneta de la Guardia Nacional se detuvo detrás del camión y de ella descendieron sus ocupantes, todos armados con sendos fusiles. Al constatar que sólo se trataba de un accidente, regresaron a la camioneta y se fueron. V. me pidió que le enviara la foto del joven, para que ella, a su vez, la subiera a una página de Facebook en la que se reportan accidentes y desapariciones ocurridas en la alcaldía Álvaro Obregón. Se la envié y, acto seguido, marqué al 911 para solicitar, de nuevo, una ambulancia, pues el joven ya llevaba más de cuarenta minutos tirado sobre el pavimento, en un estado que podía complicarse si no era atendido urgentemente en un hospital. Una señorita tomó mi llamada, escuchó lo que le dije y, luego de una pausa, me informó que no tardaría en llegar la ayuda a la dirección que previamente le había dado. Entretanto, el joven comenzó a vomitar. “Mala señal”, pensé. No transcurrieron ni diez minutos, cuando V. me dijo que alguien acababa de contestar en la página de Facebook, asegurando que era hermano del joven, y que había dejado el número de su celular para que lo contactáramos. -Háblale, por favor -me pidió-. Tengo que ir al baño. -Sí. Justo entonces llegó la ambulancia. Un paramédico se abrió paso entre la multitud y se hincó ante el joven para revisarlo, mientras los camilleros preparaban la camilla para subirlo en ella y meterlo en la ambulancia. Tomé mi celular y marqué el número que V. me había pasado. Una voz varonil me respondió de inmediato. -¿Eres hermano de la persona que se accidentó? -Sí. -¿Cómo se llama él? -Roberto -respondió, y agregó-: ¿A dónde se lo llevaron? -Aún está aquí, acaba de llegar la ambulancia. Voy a preguntar. Espera un momento. Me aproximé lo más que pude hasta el paramédico, le dije que estaba hablando con un familiar del accidentado y que quería saber a dónde lo trasladarían. Entonces, sin voltear a verme, el hombre respondió: -Al Hospital General Xoco. -¿Oíste? -Sí. -Suerte -dije, y colgué. Los camilleros metieron a Roberto en la ambulancia, esperaron a que el paramédico se acomodara a su lado, y cerraron la puerta trasera del vehículo. Al cabo de uno o dos minutos, luego de que el chofer terminó de apuntar quién sabe qué cosa en una libreta, la ambulancia partió con la sirena encendida. Casi al mismo tiempo, una patrulla de la policía que pasaba por ahí se estacionó adelante del camión de pasajeros y de ella descendieron dos oficiales. La mujer rubia que le había tomado fotos a la matrícula del camión con su celular se acercó a ellos y les dijo algo. -Vámonos -le dije a V., y caminamos hacia la casa. Esa noche me dio insomnio. Una sola imagen ocupaba mi mente: la de Roberto tirado sobre el pavimento de la avenida, con los ojos entreabiertos, como si estuviera a punto de entrar en un sueño pesado y profundo... Al día siguiente, temprano, le envié un mensaje por WhatsApp al hermano de Roberto: “Buen día. Soy la persona que te contactó ayer. ¿Cómo está tu hermano?” Tardó unos cuarenta y cinco minutos en responderme: “Hola, buenos días. Ya está con nosotros. Sólo que hasta ahora no ha reaccionado.” “¿Está consciente?” “Sí, pero como ido.” “¿Lo está respaldando el seguro del camión? Si es así, llévenlo a un hospital particular para que lo atiendan.” “Sí. Si en un rato no habla, yo creo que sí voy a hacer eso.” “No te esperes. Llévalo ya para que le hagan estudios. También pueden ir al Instituto Nacional de Neurología, en la avenida Insurgentes Sur, más allá de Villa Olímpica.” “Sí, muchas gracias.” Dos días después, al mediodía, me reenvió un mensaje de voz en el que una mujer informaba que acababa de visitar a Roberto y que el médico le había dicho que, si bien no mostraba mejoría, ya le habían quitado el medicamento para que su corazón siguiera funcionando con normalidad y que lo mantendrían sedado para ayudarle a su cerebro a desinflamarse. “Espero que tu hermano evolucione bien. Gracias por el informe. Saludos” -respondí. Al otro día, en la tarde, me reenvió otro mensaje de voz en el que la misma mujer señalaba que, luego de revisar la tomografía, el médico había observado que el daño era mayor y que había que esperar unos días para ver cómo evolucionaba. “¿En qué hospital se encuentra?” -pregunté. “En el ISSSTE Canarios.” “Gracias por el informe. Estaré al pendiente. Saludos.” “Gracias a ti.” Al día siguiente, al mediodía, me reenvió un mensaje más de la misma mujer en el que indicaba que el médico le había dicho que los signos vitales de Roberto estaban disminuyendo y que en el transcurso del día habría una noticia nada agradable, por lo que sugería que sus familiares fueran a despedirse de él. “¡No puede ser! Lo lamento mucho” -escribí. “Sí, gracias.” “¿Recobró la consciencia en algún momento? ¿Pudieron hablar con él?” “No.” “Te mando un abrazo.” “Muchas gracias.” Tres días después le escribí: “¿Qué ha sucedido con tu hermano?” “Falleció antier.” “Lo siento mucho. Mi más sentido pésame para ti y tu familia.” “Sí, muchas gracias” -respondió, y ya nunca más nos volvimos a mensajear. ¿Quién era Roberto, el joven que vi tendido sobre el pavimento de la avenida 5 de mayo, después de que cayó de un camión de pasajeros en movimiento?, ¿de dónde venía?, ¿a dónde se trasladaba?, quizá, de haber salido media hora antes de su casa, del trabajo, de la escuela, del gimnasio, de donde hubiera estado, no le habría tocado un camión tan lleno..., apenas me puedo mover, y luego este cabrón que no avanza, si tan siquiera me diera chance de agarrar el tubo, pero no, está bien plantado, lo voy a tener que empujar un poco, a ver si no se encabrona..., uno, dos, ¡tres!..., ¿no que no?..., ahora, a pagar..., por aquí traía las monedas..., ya las encontré..., porque una cosa es que el camión venga hasta la madre y otra que te subas por la puerta de atrás y no pagues..., señorita, ¿puede pasar mi pasaje?, gracias..., ¡vamonos!... Carlitos siempre anda diciendo que si se tiene que subir por atrás, él no paga, allá él, yo sí pago, total..., Carlitos es medio gandalla, ¡vaya que si lo es!, cuando viaja en camión y va sentado, nunca le da el asiento a nadie, sea anciana, anciano, mujer embarazada..., ¡qué ojete!, la verdad, es bastante mamón y pesadito..., si no fuera hermano de Mireya, ya lo habría mandado al carajo, pero es hermano de Mireya..., mañana, cuando la vea, le voy a regalar los aretes y la pulsera que le compré el otro día en el Centro y de seguro me va a preguntar que por qué se los regalo, si no es su cumpleaños, ni su Santo, ni Navidad ni nada por el estilo..., ¡ah, cabrones, no empujen!..., entonces podré decirle que se los regalo porque me gusta mucho, y en una de ésas hasta le robo un beso en la boca..., no sé cómo vaya a reaccionar, pero ya no quiero alargar más las cosas..., creo que sí me voy a tirar a matar, como se dice, y a ver que sale..., ¡tranquilo, güey, ya no cabes!, ¿qué no ves que vamos colgados?, ¿por dónde pretendes meterte?, espera el otro camión..., pienso que sí le gusto, pero es muy tímida y no se abre tan fácilmente..., además, casi juraría que ya presiente que me le voy a lanzar, y si no quisiera nada conmigo, de plano no hubiera aceptado mi invitación a salir mañana..., en fin..., Mireya, Mireyita, mañana probaré tu linda boca, o no..., ya dirá el destino..., el destino que a veces nos sonríe y a veces nos defrauda...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Los músicos de la Orquesta Sinfónica de Minería ya ocupan sus lugares sobre un espléndido escenario montado al aire libre en las Islas de Ciudad Universitaria y, apenas escuchan el “la” ritual del oboe, comienzan a afinar sus instrumentos. Mientras tanto, en la inmensa alfombra verde que se extiende a los pies de dicho escenario, una multitud conformada por unas dos mil quinientas personas de todas las edades espera alegre y relajada el inicio del concierto que conmemora el ciento catorce aniversario de la fundación de la Universidad Nacional. Muchos asistentes están sentados en el pasto, en las sillas plegables o en los banquitos que trajeron consigo, en compañía de sus respectivas mascotas perrunas, otros permanecen de pie y otros más caminan de aquí para allá, viendo qué van a comprar, pues la oferta es amplia: raspados, nieves, chicharrones, papas fritas, tlayudas, tacos sudados… Hay familias enteras, parejas de novios, grupos de amigos, hombres y mujeres solitarios... Eso sí, casi todos se cubren con una sombrilla, porque, a pesar de que una buena parte del cielo está cubierta de nubes, el sol pega duro. ¡A bailar! Hacia las 14:50 horas, el director Raúl Aquiles Delgado sale al escenario, recibe el aplauso del público y empuña la batuta. Segundos después se dejan oír los primeros acordes de la primera obra programada: el Himno Deportivo de la UNAM, cantado por los tenores Alfonso Navarrete y José Luis Ordóñez. Un éxito. Cuando esta obra de Fernando Guadarrama concluye, la multitud entona feliz -francamente entusiasmada- un “Goya” que retumba por todos lados. Cerca de la ciclopista que circunda las Islas, a un costado de la Facultad de Filosofía y Letras, unos niños juegan futbol, mientras su perro los persigue y salta para atrapar la pelota. De pronto suenan las notas de los Sones de mariachi, de Blas Galindo. Alguien grita: “¡Ay yayaaaiii!”, y otros le hacen eco. Sin duda, la formalidad y la circunspección que imperan en las salas de concierto hoy están ausentes aquí… ¡Muy bien! La tercera obra interpretada es la Suite de la película Redes, de Silvestre Revueltas, a la que le sigue el famosísimo Danzón número 2, de Arturo Márquez, el cual hace que no pocas parejas se levanten del pasto y se pongan a danzonear. Ha transcurrido una hora y cuarto, y sólo fata cerrar con broche de oro este magnífico concierto. Entonces irrumpe, luminoso, el Huapango, de José Pablo Moncayo, considerado el segundo Himno Nacional de México… El júbilo se desborda entre el público, y así lo demuestra al final con el aplauso arrollador que le brinda a la Orquesta Sinfónica de Minería y a su director. “¡Otra, otra, otra…!”, pide el respetable. Y como ésta es una tarde en la que no cabe la pichicatería, Aquiles Delgado vuelve a levantar la batuta para que fluyan el Prólogo de Harry Potter y la Marcha Imperial de Star Wars, de John Williams, así como Qué rico mambo, El ruletero, el Mambo número 5 y el Mambo número 8, de Dámaso Pérez Prado, con los cuales ahora no unas cuantas, sino decenas de personas bailan en distintos puntos de las Islas, en una coreografía improvisada. El concierto para celebrar los ciento catorce años de la Universidad Nacional termina. Mucha gente empieza a abandonar las Islas, pero mucha también se queda a seguir su día de campo. Una joven le dice a su acompañante: “Estuvo muy bonito. Ojalá haya más en el futuro...”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Según la versión oficial del viaje que el tío Jesús hizo a Las Vegas en compañía del tío Sergio y unos amigos cuando todavía era joven, en los inicios de la década de los años 70 del siglo pasado, la noche del primer día agarró una borrachera de órdago en el casino del hotel donde se hospedaron todos, razón por la cual su hermano se vio obligado a conducirlo a la habitación que ambos compartían y a dejarlo allí en calidad de costal de papas, aunque al rato, en su delirio alcohólico, al tío Jesús se le metió en la cabeza la idea de que había olvidado su cartera sobre la mesa de la ruleta, por lo que se levantó de la cama con la intención de ir a buscarla, pero debido a que recordaba con vaguedad que el camino hasta el casino era largo y sinuoso fue al baño, cogió la primera hoja del rollo de papel higiénico colocado junto al escusado y comenzó a jalarla al tiempo que salía del baño y luego de la habitación, para que dicho papel le sirviera de guía en el laberinto de pasillos, corredores y salones alfombrados del enorme y abigarrado hotel en el que se hallaba desde hacía unas cuantas horas, y de esa manera el tío Jesús emprendió una lenta y errática caminata en dirección al casino en medio de la absoluta estupefacción de la gente con la que se topaba, y como, al dar con éste, evidentemente no encontró su cartera sobre la mesa de la ruleta ni en las mesas de poker y de blackjack, ni en ningún otro lado, acometió el regreso siguiendo la ruta señalada por aquel kilométrico rollo de papel higiénico, y al cabo de unos minutos otra vez entró en su habitación, se metió de nuevo en la cama y, ahora sí, se quedó bien bien dormido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá No sé por qué te fuiste, cabrón. Hubieras podido decirle a tu mamá que visitar a tus tías te causa comezón en el asterisco, o que te sentías mal del estómago por haberte comido un costal de palomitas a la hora del recreo, o que te había hablado por teléfono un compañero de la escuela para que lo ayudaras a hacer la tarea, o cualquier otro pretexto. El caso es que siempre te pierdes los momentos más interesantes y divertidos, y si te cuento cómo estuvo la cosa, no es para satisfacer tu curiosidad, sino para que otra vez lo pienses mejor antes de dejarnos e irte con tu mami a visitar a tus tías... La verdad es que estábamos bien aburridos. Habíamos empezado a jugar futbol en el parque, pero a los diez minutos la pelota se ponchó, porque Raulito la pateó a lo güey y cayó en un arbusto con espinas. Regresamos a los edificios, y ahí estábamos, sentados sobre el cofre del coche de la Búlgara, tristeando, cuando el Fafis dijo que había que hacer algo distinto, fuera de lo común, y los demás convenimos en que no era mala idea salir de la rutina diaria y llevar a cabo algo que nunca hubiéramos hecho. Pero..., ¿qué? Durante la siguiente media hora hubo propuestas de todo tipo, algunas demasiado simples y bobas, otras muy raras o imposibles de realizar, hasta que alguien –ya no me acuerdo quién- dio en el clavo. Entonces pusimos manos a la obra... A unos les tocó juntar las ramas; a otros, buscar la roca; a otros más, conseguir la sábana, las veladoras y los cerillos. Cuando ya había oscurecido por completo, reunimos todo a un lado del portón que da a Copilco y nos preparamos para ejecutar el acto culminante. Abrimos el portón y, mientras unos hacían señas a los conductores de los coches para que circularan con lentitud, otros dispusimos rápidamente, en el carril que va hacia Insurgentes, las ramas y la roca, y las cubrimos con la sábana, de tal modo que pareciera un cuerpo humano tendido; luego encendimos las cuatro veladoras, las distribuimos alrededor de nuestro “muertito” y retrocedimos hasta la banqueta... Lo que sea de cada quién, nuestro “muertito” lucía bastante real. Los coches pasaban junto a él y casi lo machucaban. Por eso, unos automovilistas decidieron desviarse e invadir el otro carril en sentido contrario para salir de allí. Pronto, aquello se volvió un desmadre maravilloso... De repente, comenzó a oírse la sirena de una patrulla de la policía. Como pudieron, los representantes de la Ley se abrieron paso y lograron llegar muy cerca de donde nuestro “muertito” yacía. Ésa fue la señal para que nosotros, que estábamos disfrutando de lo lindo el espectáculo, nos largáramos riéndonos y gritando como dementes... Ya ves, cabrón: nunca debiste haber ido a visitar a tus tías... Te perdiste el episodio del “muertito”. Ni modo. Ai palotra, como se dice.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Aunque las pasadas campañas electorales en México estuvieron colmadas de violencia, insultos, mentiras y calumnias. las elecciones del 2 de junio se llevaron a cabo en paz y, salvo algunos incidentes menores, no dieron origen a ningún conflicto poselectoral. Con todo, la polarización sigue estando presente en la sociedad mexicana. Una vez que los resultados de las elecciones están a la vista de todos y han sido aceptados por la inmensa mayoría de los mexicanos, ¿se puede alcanzar la concordia política y social? Al respecto, Carlos Torrealba Méndez, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales (IIS) de la UNAM, señala: “Quiero destacar, antes que nada, dos hechos que no son menores: por un lado, Xóchitl Gálvez y Jorge Álvarez Máynez reconocieron públicamente la victoria de Claudia Sheinbaum; esto es importantísimo y refleja un respeto al juego democrático. Y por el otro, Claudia Sheinbaum lanzó, en su primer discurso como virtual presidenta electa de México, un mensaje de reconciliación en el que resaltó su compromiso de gobernar para todos los mexicanos; esto también es muy importante.” En relación con un posible pacto que comprometa a todos los actores políticos a dejar atrás los rencores y enconos, y a trabajar juntos por el bien del país, el investigador piensa que es difícil conseguirlo. “Tenemos dos antecedentes positivos: al tomar posesión como titular del poder ejecutivo, Andrés Manuel López Obrador no asumió una actitud revanchista contra los ex presidentes que le antecedieron; y, ante las versiones de que buscaría reelegirse como presidente de México, firmó el compromiso de que no lo haría. Por supuesto, hay la posibilidad de que grupos de la sociedad civil pongan sobre la mesa algunos temas conflictivos o polémicos, y que Claudia Sheinbaum acepté abordarlos y resolverlos. Sería muy bueno esto, lo máximo. Pero, ahora que es más que probable que Morena y sus aliados hayan alcanzado la mayoría calificada en las cámaras de Diputados y Senadores, no creo que se sienta impulsada a firmar un pacto con los partidos de oposición.” Nivel de polarización Torrealba Méndez indica que, según Varieties of Democracy Proyect (V-Dem), en 2017, el nivel de polarización en México era de -0.02 y en 2023 de 1.59, o sea, en seis años, la polarización aumentó más de ochenta veces. “Ahora bien, se piensa que lo ideal, en cualquier democracia, es que haya concordia y armonía, cuando en realidad lo que caracteriza a una auténtica democracia es el conflicto, la tensión e incluso el antagonismo. Es necesario que las diversas posiciones políticas y los distintos intereses se manifiesten y confronten, pero de una forma constructiva y productiva, y siempre dentro de unos márgenes sanos. Si hubiera un consenso pleno, se estaría cerca del totalitarismo.” De acuerdo con el investigador, en la teoría de la polarización política y social se manejan los conceptos de polarización a secas y polarización perniciosa. Esta última aparece cuando la confrontación sana y saludable entre los adversarios políticos se convierte en una confrontación indeseable o peligrosa para la sociedad, porque las diversas identidades políticas comienzan a afectar las distintas esferas sociales -como la de la familia, la de los amigos, etcétera-, con una lógica basada en la eliminación del otro. “Asimismo, se piensa que la polarización sólo surge y se refuerza de un lado. Pero no: para bailar tango hacen falta dos… Cuando quien detenta el poder hace algo que no le gusta a la oposición, ésta contraataca, es decir, también tiene su grado de responsabilidad y, por lo tanto, juega un rol muy relevante para mantener el conflicto en un nivel manejable. Con todo, me parece que uno de los mayores retos de quien habrá de encabezar el nuevo gobierno será frenar la polarización para que no se desborde”, agrega. Sin miedo al debate Cierta hipótesis sugiere que el nivel negativo de polarización (-0.02) que había en México en 2017 pudo haber contribuido al triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018. “Cuando un país sufre una crisis de representación, emerge lo que se conoce como un estado de convergencia programática entre partidos que supuestamente compiten entre sí: éstos empiezan a tener muchas coincidencias en cuanto a programas, reformas, soluciones... Tanto en América Latina como en Europa se ha visto que ese estado de convergencia programática -que se traduce como polarización en niveles negativos o ausencia de conflicto entre las élites políticas- facilita la aparición de alguien que podrá decir: ‘Esos partidos son iguales y yo represento la diferencia’ y, por consiguiente, es el mejor caldo de cultivo para que la polarización aumente. Esto significa que el equilibrio democrático es muy inestable y que probablemente siempre debe haber algún grado, si no de polarización, por lo menos de conflicto, porque la ausencia de conflicto es lo que a la larga puede hacer que un líder, de derecha o de izquierda, llegue al poder y politice de manera peligrosa lo que no se pudo canalizar previamente.” En opinión de Torrealba Méndez, los ciudadanos no debemos tenerle miedo al debate, a la discusión pasional, a la confrontación de nuestras respectivas posiciones políticas. “Claro, tenemos que debatir y discutir dentro de un marco de respeto y tolerancia, con la garantía de que cada quien puede ejercer su derecho a disentir y con la convicción de que el otro no es un enemigo, sino un adversario. La política, en sí misma, posee un componente afectivo y emocional bastante significativo. Antes de votar, pocas personas analizaron y compararon concienzudamente las propuestas de todos los candidatos como si fueran los términos y condiciones de un programa de computadora... Casi nadie hace eso. Y como ciudadanos hay que estar alertas ante cualquier abuso de poder y no olvidar que el equilibrio democrático es muy inestable. También resulta imperativo que la oposición sea leal a las reglas de la democracia. Por lo demás, a mi entender, en este sexenio que está llegando a su fin, más allá del aumento de la polarización, el conflicto no ha derivado en una confrontación grave, como sí ha ocurrido en otros países de la región, donde ha habido golpes de Estado, represión y clausura electoral”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Un empresario poderoso llegó un día a un pueblo miserable ubicado cerca del mar, para ver qué podía hacer por la gente que lo habitaba. De lo primero que se dio cuenta fue que toda la gente de aquel pueblo se moría de hambre, por lo que, sin dudarlo, tomó la decisión de ir a la costa, lanzar una gran red al mar y sacar una buena cantidad de peces para alimentarla. Y así lo hizo, y la gente de aquel pueblo comió por primera vez como Dios manda. Esta acción se repitió uno, dos, tres días..., hasta que el empresario poderoso recordó las enseñanzas de Confucio -porque, además de poderoso, era bastante culto- y resolvió enseñarle a aquella gente a pescar para que comiera el resto de su vida. Y así lo hizo. Entonces, la gente del pueblo comenzó a pescar y a comer todos los días, y así, bien alimentada y fortalecida por el esfuerzo físico que hacía al lanzar las redes al mar y jalarlas hacia la costa llenas de suculentos peces, también pudo desarrollar, poco a poco, su inteligencia y su creatividad, de tal manera que, al cabo de unos meses, ideó un sistema de pesca novedosísimo que con relativa facilidad le permitía arrebatarles a las aguas marinas toneladas y toneladas de peces -y aun camarones y pulpos- que vendía en la ciudad a un precio razonable. Pronto, aquel pueblo miserable se vio convertido en una próspera comunidad donde todos -hombres y mujeres- trabajaban y comían todos los días, y se cultivaban a sí mismos y se divertían y eran felices. Sin embargo, al enterarse de tan extraordinario éxito, el empresario poderoso receló que aquella gente podía volverse muy codiciosa y en un futuro no muy lejano quitarle a la mala sus empresas -entre las cuales, por cierto, se contaba una empacadora de pescados y mariscos- y llevarlo a la ruina. Por eso, otro día, con el apoyo de las fuerzas del orden de su compadre el gobernador, se presentó en aquel pueblo ahora boyante y, a punta de pistolas, rifles y ametralladoras, obligó a sus habitantes a venderle el novedoso sistema de pesca que habían inventado y a cederle todos los derechos sobre él, con lo cual las cosas no tardaron en volver a lo que casi todo el mundo consideraba su estado natural.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá En 1949, hace ya setenta y cinco años, salió publicado por vez primera, bajo el sello de Editorial Losada, El Aleph, libro emblemático del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986). Esa primera edición constaba de catorce cuentos: “El inmortal”, “El muerto”, “Los teólogos”, “Historia del guerrero y de la cautiva”, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, “Emma Zunz”, “La casa de Asterión”, “La otra muerte”, “Deutsches Requiem”, “La busca de Averroes”, “El Zahir”, “La escritura del dios”, “El Aleph” y “La intrusa”. En la segunda edición (1952), y según apunta el mismo Borges en una posdata al Epílogo de 1949, se añadieron cuatro cuentos: “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, “Los dos reyes y los dos laberintos”, “La espera” y “El hombre en el umbral”. A siete décadas y media de su aparición, esta obra fundamental de la literatura hispanoamericana, y aun universal, sigue despertando el interés y la admiración de los lectores. Pero, ¿por qué? “Yo creo que se trata, junto con Ficciones, publicado cinco años antes, del libro más famoso y leído de Borges. Sobre todo es el libro que la crítica considera más importante en el sentido de que en él se consolida una estética de lo que podría llamarse la narrativa borgeana”, afirma Alejandra Giovanna Amatto Cuña, profesora e investigadora de la licenciatura y el posgrado en Estudios Latinoamericanos (área de Literatura Hispanoamericana) de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Década decisiva La década de los años 40 del siglo pasado fue decisiva para la narrativa borgeana. En 1944 tomó vuelo con Ficciones y en 1949 alcanzó su punto máximo, la cumbre, con El Aleph. En cuanto a Ficciones, salió a la luz en un momento en el que Borges y otros escritores argentinos tenían la intención de romper con el paradigma realista que imperaba entonces en la literatura hispanoamericana en general (no hay que olvidar que en 1940, con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, había publicado la Antología de la literatura fantástica). “Como su título lo sugiere, Ficciones es una especie de juego con el lector, en el que Borges le dice: ‘Mira, esto que te estoy mostrando son ficciones, invenciones.’ Así, a partir de estrategias que van de lo fantástico a lo policial, generó un quiebre con una tradición que se afincaba en el realismo”, indica Amatto Cuña. Por lo que se refiere a El Aleph, muchos de sus cuentos se relacionan con lo fantástico, pero también hay en ellos una sustancia de carácter filosófico, teológico, universalista y erudito que Borges despliega magistralmente. “Yo diría que en El Aleph se percibe una maduración en los temas que paradójicamente resalta su aspecto fantástico y les otorga, desde otro ángulo, unos niveles de mayor densidad y profundidad que no se encuentran en Ficciones”, añade la académica universitaria. Obra de arte Casi todos los cuentos de El Aleph se desarrollan en un ambiente realista en el que, de pronto, se abren pequeñas grietas por donde se cuelan y surgen elementos fantásticos que rompen con la lógica de la realidad. “Hay diferentes divisiones que se pueden hacer en el corpus de El Aleph. ‘El inmortal’, por citar un caso, es un cuento que se mueve en las coordenadas de la fantasía y la erudición borgeana, y que aborda un tema común: el deseo del ser humano por conseguir la inmortalidad. Y cuando se da cuenta de que la inmortalidad implica, de alguna manera, la no trascendencia, porque lo que nos hace trascender en el mundo es la certeza de saber que somos mortales y tenemos un tiempo limitado que nos debe servir para hacer cosas destacadas, el personaje busca revertir el efecto de la inmortalidad. En este cuento, Borges juega precisamente, dentro de la tradición de lo fantástico, con una construcción realista en la que de repente irrumpe un suceso insólito que la violentará. Pero en El Aleph también hallamos cuentos como ‘El muerto’, ‘Emma Zunz’ y ‘Deutsches Requiem’, que se mueven en las coordenadas del realismo.” Por encima de los demás cuentos de esta colección se erige, esplendente, “El Aleph”, uno de los más trascendentales de la literatura de todas las épocas. En 1945 se publicó por vez primera en la revista literaria Sur (fundada en 1931 por Victoria Ocampo); en 1949 formó parte del libro homónimo; y en 1961 fue sometido, por Borges, a una revisión. “El hecho de que un cuento sea homónimo de un libro obedece a que el autor quiere destacarlo porque considera que simboliza la esencia de los demás cuentos comprendidos en dicho libro. Por supuesto, ‘El Aleph’ es el cuento que lo tiene todo, entre otras cosas, la sátira del mundillo literario en la Argentina de la segunda mitad de los 40, representado por el poeta Carlos Argentino Daneri, así como de la socialité que se vinculaba con el mundo intelectual, representada por Beatriz Viterbo; pero también un tema asombroso: el del Aleph, ese prodigioso objeto que permite contemplar al mismo tiempo, desde todas las perspectivas posibles, todos los objetos del universo. Sin duda es el cuento que condensa todos y cada uno de los elementos que de aquí en adelante serán distintivos de la literatura de Borges. Realmente es una obra de arte, un texto excepcional que se seguirá leyendo y estudiando porque contiene una riqueza literaria inagotable”, dice Amatto Cuña. Lectura fascinante ¿La lectura de El Aleph puede complicarse para alguien que nunca se ha acercado a la literatura de Borges? La académica de la UNAM responde: “Me gusta hacer la distinción entre lo que es difícil y lo que es complejo. Yo creo que Borges no es un autor difícil, sino complejo, y sí, en efecto: si uno le entrega a un joven de secundaria un cuento como ‘El inmortal’, que hace referencias a la Iliada y exige cierto nivel de erudición, y no hay un acompañamiento en su lectura, no ganaremos un lector de la literatura borgeana... A pesar de todo, ‘El inmortal’ se puede leer sin haber leído la Iliada, aunque ciertamente se disfrutará mucho más si se rastrean sus referencias. En cambio, otros cuentos de El Aleph, en especial los de carácter realista, no presentan mayor complejidad, lo cual no significa que sean menos buenos. Ahora bien, el libro, en su totalidad, requiere una lectura atenta, incluso acompañada de un diccionario. Y cuando se logra transitar por sus páginas, esta lectura atenta se vuelve fascinante.” Acusación injusta En su literatura, Borges propone mundos que activan nuestra capacidad intelectual y nos hacen repensar el mundo en que vivimos. No obstante, en varias ocasiones se le acusó de ser un escritor alejado de los problemas sociales. “Esta acusación es muy injusta porque él pensó que la literatura también era un medio para combatir la violencia, la discriminación, los autoritarismos, los totalitarismos... ‘Deutsches Requiem’ es un ejemplo de eso. A Borges le importaba mucho la literatura como un espacio de crítica y reflexión. Por eso, los setenta y cinco años de El Aleph son una magnífica oportunidad para reencontrarnos con este libro, pero asimismo con su idea de que la literatura puede volvernos más críticos, reflexivos y sensibles”, finaliza Amatto Cuña. “El Aleph engordado” Hace algunos años, el escritor argentino Pablo Katchadjian publicó “El Aleph engordado”, una versión aumentada –muy aumentada– del cuento “El Aleph”, de Borges (su método de trabajo consistió en agregarle palabras o frases al original, esto es, “engordarlo”). Al respecto, Amatto Cuña comenta: “Ese caso dio origen a una gran controversia en Argentina, principalmente por la cuestión de los derechos de autor. Por lo demás, que un escritor como Katchadjian haya llevado a cabo este experimento tantos años después de la publicación de ‘El Aleph’, corrobora que éste sigue siendo un cuento absolutamente vigente, de referencia. Quizás a Borges le hubiera parecido singular, hasta simpático, ‘El Aleph engordado’, porque él también entendía la literatura como un gran palimpsesto, como el resultado de una contribución colectiva.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 7 de mayo de 1824 fue viernes. Ese día -ese histórico día- el mundo de la música experimentó algo así como un terremoto cuando las notas de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, de Ludwig van Beethoven, sonaron por primera vez en el Theater am Kärntnertor de Viena, Austria, bajo la batuta del compositor y director de orquesta austriaco Michael Umlauf, pero con el músico alemán también en el escenario, marcando el tiempo. Según las crónicas de la época, tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora cuatro voces solistas (soprano, contralto, tenor y bajo) y un coro a la orquesta, hizo que los oyentes simple y sencillamente enloquecieran. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven –para entonces ya completamente sordo– todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía fuera de sí. Cambio en el orden tradicional Beethoven compuso la Novena entre 1817 y 1824 (fue su última sinfonía completa; posteriormente dejaría inconclusa la Décima), aunque terminó la mayor parte entre 1823 y 1824, después de las Variaciones Diabelli en do mayor, opus 120, y al mismo tiempo que la Missa solemnis en re mayor, opus 123. “Es interesante destacar que, si bien, de algún modo, Beethoven siguió, en la Novena, la forma usual de la sinfonía clásica, pues tiene cuatro movimientos, cambió el orden tradicional de éstos. Normalmente, en una sinfonía clásica (de Haydn o Mozart), el primer movimiento es rápido (Allegro), el segundo, lento (Andante); el tercero, bailable o juguetón (Menuetto o Scherzo); y el cuarto, rápido (Allegro). Beethoven abrió con un movimiento no demasiado rápido (Allegro ma non troppo, un poco maestoso), pero sustituyó el segundo movimiento (lento) por uno rápido (Molto vivace) y el tercero (bailable o juguetón) por uno lento (Adagio molto e cantabile)”, dice Gabriela Villa Walls, académica de la Facultad de Música de la UNAM. Ahora bien, de acuerdo con la académica, lo verdaderamente innovador en esta sinfonía es el cuarto y último movimiento (Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai), porque Beethoven introdujo en él cuatro voces solistas y un coro para cantar la Ode an die Freude (“Oda a la alegría”), escrita por el poeta alemán Friedrich Schiller en 1785. “Beethoven conoció este poema cuando era joven y durante muchos años tuvo la intención de ponerle música. En cuanto a la melodía del igualmente llamado ‘Himno a la alegría’ de la Novena, una melodía sencilla, con rasgos de la música tradicional alemana, tiene dos antecedentes en la obra del mismo compositor: el lied Gegenliebe (“Amor correspondido”), compuesto en 1795, y la Fantasía para piano, voces solistas, coro y orquesta en do menor, opus 80, “Fantasía coral”, compuesta en 1808, en la que Beethoven usó la misma melodía de Gegenliebe. Por otro lado, se puede afirmar que el cuarto y último movimiento de la Novena tiene rasgos religiosos... No hay que olvidar que Beethoven trabajó, al mismo tiempo, la Missa solemnis y esta sinfonía, debido a lo cual ambas composiciones comparten, además de la exaltación religiosa, ciertos recursos musicales”, indica Villa Walls. Punto de partida Sin duda, la Novena es el punto de partida de diversas obras sinfónicas con voces solistas y/o coro compuestas en los siglos XIX y XX por Berlioz, Liszt y Mahler, entre otros compositores. “Si estaban interesados en componer una sinfonía, todos los músicos que sucedieron a Beethoven se las tenían que ver con lo que éste había hecho. Schubert, quien por cierto estuvo en el estreno de la Novena, dijo: ‘¿Quién puede hacer algo después de Beethoven?’. Asimismo, para Brahms, el peso del compositor nacido en Bonn era casi abrumador. En la cultura occidental, Beethoven es una figura gigantesca, aunque el entusiasmo por sus obras ha variado a lo largo de los años. Sin embargo, si la consideramos específicamente, la idea dominante en la Novena –la de la fraternidad universal–, con su aura religiosa y optimista, siempre ha sido muy atractiva. Por eso, en 1985, el Consejo Europeo adoptó la melodía de la ‘Oda a la alegría’ como el Himno de la Unión Europea y, en diciembre de 1989, a unos días de la caída del muro de Berlín, Leonard Bernstein dirigió la Novena en dicha ciudad para celebrar tan trascendental acontecimiento”, comenta la académica universitaria. Melodía sencilla, cantable Incluso la gente que no gusta de lo que se conoce como “música clásica” identifica de inmediato el cuarto y último movimiento de la Novena y a su autor. ¿A qué puede atribuirse este fenómeno? Villa Walls responde: “Creo que a la naturaleza de la melodía de la ‘Oda a la alegría’, la cual fue el resultado de años y años de trabajo de Beethoven. Como ya señalé, es una melodía sencilla, cantable, reconocible, optimista, que permite que cualquiera que la escuche se la apropie. Pero a esto también hay que sumarle el hecho de que, en la cultura occidental, la figura de Beethoven es casi mítica.” La partitura original de la Novena, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Estatal de Berlín. Y desde el 12 de enero del 2003, esta sinfonía, dedicada por Beethoven a Federico Guillermo III de Prusia, está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía cincuenta y tres años. Si bien el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas.Cuando se escuchó el último compás de esta sinfonía y los asistentes empezaron a aplaudir, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. Obra predecesora El escritor estadounidense Robert W. Gutman, autor de sendas biografías de Wagner y Mozart, aseguraba que el Offertorium de tempore “Misericordias Domini” en re menor, para cuatro voces, pequeña orquesta, bajo y órgano, Köchel 222, compuesto por Mozart en 1775, contiene una melodía que anticipa con claridad la “Oda a la alegría”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá 10:47 a.m. Faltan ocho minutos para que comience el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México y, en el salón 102 de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en Ciudad Universitaria, una profesora, sentada sobre el escritorio en posición de flor de loto, imparte clases a siete alumnos que no le quitan la vista desde su respectivo pupitre. Uno pensaría que este caso es único, pero no: en los salones 104 y 112, así como en los marcados con el 204 y el 205 -estos últimos llenos hasta el tope- tampoco se han interrumpido las clases, todavía… Entretanto, por los pasillos y escaleras que desembocan en el “aeropuerto” transitan cada vez más jóvenes que buscan la salida. Les urge estar a la intemperie para presenciar, en vivo, el fenómeno astronómico más importante del año. En cambio, otros -los menos- deciden permanecer frente a los balcones que dan a Las Islas, desde donde también podrán verlo en todo su esplendor. Afuera, la escalera que lleva al andador que conecta las facultades de Filosofía y Letras y la de Derecho luce atestada de gente que se dirige a Las Islas, donde miles de personas de todas las edades ya esperan -muchas de ellas resguardadas bajo sombrillas o pequeñas casas de campaña- el inicio del eclipse. Durante este lento trayecto, un padre le dice a su hijo pequeño: “No mires directamente el Sol, ¿de acuerdo?” Advertencia 10:55 a.m. El Sol empieza a ser devorado por la Luna. Por todos lados se ve a alguien usar sus lentes especiales o su filtro de soldador del número 14, para admirar, sólo durante unos cuantos segundos, este extraordinario fenómeno natural. En la Facultad de Derecho, las clases continúan en las aulas “Lic. José de Jesús López Monroy”, “Dr. Raúl Ortiz Urquidi” y “Dr. Jorge Sánchez Cordero”, si bien es cierto que el número de alumnos que ocupa un pupitre en cada una de ellas va desde uno hasta no más de quince.Y en el Jardín de los Eméritos, bajo los árboles, varios grupos de estudiantes toman café, comen un sándwich o ven el eclipse en su celular. Justo frente al auditorio Alfonso Caso, en cuyo frontispicio está el mural La conquista de la energía, de José Chávez Morado, hay, sobre las baldosas del suelo, un charco de agua y, asomados a él, dos adultos mayores (hombre y mujer). -¡No miren el eclipse reflejado en el agua! ¡Puede afectarles la vista! -les advierte un hombre maduro que se les ha acercado. -¿Quién lo dice? -pregunta la mujer, un tanto incrédula. -Lo dicen los científicos de la UNAM -responde aquél. -¡Ah! En estampida 11:42 a.m. En la explanada de la Facultad de Medicina se levanta una carpa frente a la cual se han formado dos filas muy largas de niños, jóvenes, adultos y ancianos que esperan a que les presten unos lentes especiales o, bien, una caja oscura, para ver el beso del Sol y la Luna. Los pasillos de la Facultad de Medicina están vacíos. De pronto, la puerta de un salón se abre y unos veinte estudiantes salen en estampida y bajan por una de las rampas del edificio principal. Se les nota ansiosos, apurados. Entonces, uno de ellos comenta: “¡Ya faltan pocos minutos!” Punto culminante 12:14 p.m. La Luna cubre 79 por ciento de la superficie del astro rey, con lo cual el eclipse parcial de Sol en la Ciudad de México llega a su punto culminante. Ahora se hace más evidente el hecho de que la intensidad de la luz solar ha disminuido un poco -sólo un poco-, como cuando uno entra en una habitación y hace girar una perilla para bajar un poco -sólo un poco- la intensidad del foco que la ilumina. En la azotea del edificio principal de la Facultad de Medicina y en la del edificio B de la Facultad de Química, decenas de estudiantes con los ojos cubiertos con unos lentes especiales o un filtro de soldador del número 14 miran extasiados el eclipse... Enfundados en sus batas blancas, alrededor de doscientos cincuenta estudiantes de la Facultad de Química han invadido el patio del edificio A. Tampoco han querido perderse este gran acontecimiento astronómico. Una mujer ya mayor se aproxima a un grupo de ellos y les dice que si pueden prestarle un momento los lentes que están usando para observarlo. -¡Claro! -responde uno de aquellos jóvenes, y se los alarga. La mujer se los pone y alza la vista al cielo. Al cabo de unos segundos se los quita y se los regresa al joven. -¡Es maravilloso! -exclama, y luego agrega-: Creo que el próximo eclipse total de Sol que se podrá contemplar en México ocurrirá dentro de veintiocho años. Ustedes sí lo verán, pero yo ya no. Regreso a la normalidad 13:36 p.m. El eclipse parcial de Sol en la capital del país finaliza. El gentío que abarrota Las Islas comienza a moverse en distintas direcciones. Paulatinamente, todo vuelve a la normalidad, una normalidad que se manifiesta en las palabras que un estudiante les dirige a unos amigos: “Me voy. Nos van a pasar lista otra vez...”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ayer tuve que ir a un curso de lenguaje inclusivo en la UNAM, donde trabajo desde hace muchos años. A partir de él escribí estos apuntes. Cada vez que oigo hablar a alguien en lenguaje inclusivo (todes, amigues, hijes...) me acuerdo de la forma en que el Perro Bermúdez habla y narra un partido de futbol. Que un grupo haya creado e introducido el lenguaje inclusivo es como si otro grupo propusiera la modificación de la regla del futbol que impide la utilización de las manos a la hora de meter un gol. De proceder dicha modificación, este juego se convertiría en otra cosa. Y como a mí me gusta el futbol, yo ya no jugaría ni vería esa otra cosa... Claro, todos pueden modificar el lenguaje según su conveniencia y sus gustos. De hecho, el lenguaje es modificado constantemente por nosotros, los hablantes, igual que algunas reglas del futbol han sido modificadas con el paso del tiempo, para seguir con el símil. Pero de ahí a modificar abrupta y torpemente la naturaleza del lenguaje por un motivo político o ideológico hay un buen trecho. Joyce, por ejemplo, “destrozó” el inglés, pero por motivos artísticos y, aunque fracasó en su intento, el suyo es uno de los fracasos más maravillosos de la literatura. Cuando le pregunté a la persona que dio el curso cuál era el objetivo para evitar el uso genérico del masculino y sustituirlo con palabra tales como todes, amigues, hijes..., me respondió: “Para molestar”. Buen objetivo, sin duda, pero creo que no se ha conseguido. Por lo que a mí se refiere, no me molesta: me aburre. Y si bien me aburre el lenguaje inclusivo, tengo que aclarar que no por ello estoy en contra, ni mucho menos, de la lucha de las mujeres para alcanzar una igualdad en todos los órdenes: social, político, económico... En fin, todos somos libres de hablar y escribir como se nos pegue la gana. Eso no lo discuto. El tiempo dirá si el lenguaje inclusivo llegó para quedarse o si nada más fue una moda pasajera. Por lo pronto, como ex practicante y aficionado al futbol, yo siempre estaré en contra de que alguien meta un gol con las manos...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Antes del mediodía, decenas de racimos de globos verdes, blancos y rojos ascendieron lentamente desde el foso del Estadio Azteca y, al cabo de unos minutos, se perdieron de vista entre el esmog y unas cuantas nubes que sobrevolaban el sur de la ciudad. Uno de aquellos racimos de globos, sin embargo, quedó enganchado en la bocina del sonido local que se alzaba a unos treinta y cinco metros de altura sobre el círculo central de la cancha. Después, en punto de las doce horas, el primer partido del II Mundial Femenil de Futbol -México contra Argentina- dio inicio. Sentados en una de las gradas superiores del Estadio Azteca, mi padre y yo, en compañía de otros ochenta mil espectadores, comenzamos a ser testigos de la manera más bien torpe en que las mexicanas y las argentinas se disputaban el balón. De tanto en tanto, aburrido por lo que sucedía en la cancha, yo volteaba a ver los globos atrapados en la bocina del sonido local y me preguntaba cómo podrían ser liberados. Finalmente, las mexicanas ganaron tres goles a uno a las argentinas, y mi padre, medio ebrio por las cervezas que se había tomado, me llevó a casa. Mi padre y yo también vimos los triunfos de México contra Inglaterra (cuatro a cero) e Italia (dos a uno), y su dolorosa derrota contra Dinamarca (uno a tres) en la final, y, en todos esos partidos, los globos enganchados en la bocina del sonido local no dejaron de atraer mi atención y despertar en mí el deseo de que alguien los ayudara a soltarse para que prosiguieran su vuelo interrumpido. El resto del año, mi padre y yo seguimos yendo, de tarde en tarde, al Estadio Azteca, y mientras él pedía su primera cerveza al vendedor de siempre, un hombre maduro, de cabello muy corto, con unos lentes de fondo de botella y un delantal verde, yo clavaba los ojos en aquellos globos e imaginaba que con el auxilio de una escalera de bomberos subía hasta donde se hallaban atascados y los liberaba. Casi sin darnos cuenta, mi padre y yo empezamos a alejarnos uno del otro. En aquella época, él era un hombre cada vez más encerrado en sí mismo, más taciturno, más desesperado; y yo estaba abandonando la niñez para entrar paulatinamente en un periodo incomprensible, confuso y lastimoso: la adolescencia. Por supuesto, las tardes en el Estadio Azteca cesaron, así como las idas a una taquería de la colonia Álamos y los paseos en coche. Años después, cuando mi padre ya había emigrado a otra ciudad para tratar de salir a flote y yo ya llevaba en mi contabilidad personal dos ingresos en una clínica psiquiátrica, unos amigos me invitaron al Estadio Azteca. Accedí de buena gana. No sabía qué equipos se enfrentarían, ni tenía interés en averiguarlo. Lo que yo quería era distraerme, olvidarme de mí mismo y de la realidad implacable que me cercaba día a día por todos lados. Compramos los boletos más baratos y subimos por las anchas rampas del Estadio Azteca a las gradas donde mi padre y yo solíamos sentarnos. Y tomamos asiento. Unos metros más allá vi al tipo que le vendía cervezas a mi padre: le estaba entregando a un cliente un vaso de unicel rebosante de espuma. Lo identifiqué de inmediato. A pesar del paso del tiempo, no había cambiado nada: el mismo corte de cabello, los mismos lentes, el mismo delantal. Entonces me acordé de los globos atrapados en la bocina del sonido local y giré la cabeza: ahí estaban, pero, a diferencia de la última vez que los había visto aún siendo niño, lucían desinflados, por lo que apenas podía distinguirlos. Los miré durante un rato, pensando que eran la metáfora perfecta de mi vida y, también, de la de mi padre: dos vidas atrapadas en su vacuidad, abatidas, agónicas. Entretanto, uno de los equipos saltó a la cancha... Cuando la mayoría del público -incluidos mis amigos- comenzó a ovacionarlo, sin decir nada, sin despedirme de nadie, me levanté de mi asiento y me largué de aquel lugar.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláInspirados por los editores que le enmendaron la plana a Roal Dahl en Inglaterra, integrantes del colectivo “Lo bueno es enemigo de lo mejor” pusieron manos a la obra en México para modificar el título de dos de las canciones más famosas de Francisco Gabilondo Soler, mejor conocido como Cri Cri, el Grillito Cantor. “Puesto que hemos llegado a la conclusión de que ‘La negrita Cucurumbé’ es racista y ‘La muñeca fea’ discriminatoria, ya emprendimos las acciones legales necesarias para cambiarle el nombre a la primera por el de ‘Pequeña afrodescendiente Cucurumbé’ y a la segunda por el de ‘La muñeca con cualidades estéticas diferentes’. Estamos seguros de que nuestras acciones serán apoyadas por todas aquellas personas bien nacidas que rechazan el racismo y la discriminación en todas sus manifestaciones”, declaró el vocero de dicho colectivo en una rueda de prensa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Una mañana, después de haber padecido una noche atroz, aquel hombre enfermo percibió, sin ningún asomo de duda, que su final era inminente. Entonces reunió las pocas fuerzas que todavía le quedaban, abandonó su cama y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la habitación que resguardaba su no demasiado voluminosa, pero sí muy variada y rica biblioteca. Una vez allí se dejó caer exhausto sobre el mullido sillón donde solía sentarse a leer y, mientras pasaba la mirada por el lomo de todos aquellos libros que había logrado reunir a lo largo de su vida y que lucían más o menos alineados en diversos estantes de madera, con voz apenas audible les dio las gracias por todo el gozo, por toda la alegría, por todo el consuelo que le habían prodigado desde su niñez, y, al cabo de un instante, expiró.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cuando la tía Carmela, una de las hermanas de la abuela Amparo, cumplió cien años, sus sobrinos le organizaron -en la casona que habitaba sola en la colonia Lindavista, en el norte de la ciudad de México- una fiesta-sorpresa a la que asistieron muchísimas personas. Y, como culmen de tan maravillosa y poco probable celebración, mandaron llamar a un sacerdote cercano a la familia para que dijera una misa en su honor. Pero éste, medio atarantado, sin saber bien a bien de qué se trataba, se presentó muy triste y compungido, y con los adminículos necesarios para administrarle la extremaunción.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá La abuela Amparo solía ser muy despistada (ahora recuerdo que llegó a calzarse un par de zapatos diferentes y a preparar agua de tamarindo enchilado), pero el colmo de su inagotable distracción fue aquella vez que, en compañía de mi mamá y las tías Irma y Esmeralda, salió del edificio donde vivía en la calle de Morena, en la colonia Narvarte, y con una avasalladora naturalidad le hizo la parada a un camión de la basura, lo que dio pie para que el chofer de éste le gritara cuando pasó junto a ellas: “¡No las tire, señora, todavía están buenas!”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 4 de noviembre de 1970, luego de haber ganado las elecciones presidenciales realizadas dos meses antes con 36.6 por ciento de los votos emitidos, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile, con lo cual se instaló en este país el primer gobierno socialista elegido por la vía democrática de la historia.Sin embargo, el proyecto socialista de Allende apenas duraría poco menos de tres años, pues el martes 11 de septiembre de 1973 -hoy justo hace medio siglo-, quien había sido nombrado por él mismo comandante en jefe del Ejército de Chile, el general Augusto Pinochet, encabezó un violentísimo golpe de Estado que le arrebató el poder.¿Cuáles fueron las consecuencias de este hecho atroz en la sociedad chilena? Rubén Ruiz Guerra, director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, responde: “En primer lugar trajo llanto, dolor, terror, desarraigo, muerte…; en segundo lugar, la cancelación de los procesos democráticos, los cuales habían imperado ininterrumpidamente en este país a lo largo de cuarenta y dos años; en tercer lugar, no sólo la desaparición de quien había sido elegido democráticamente para dirigir el destino de Chile, sino también la suspensión del Congreso, la represión salvaje del pueblo, el férreo control de la prensa, la radio y la televisión, y, sobre todo, la ruptura brutal del tejido social. En esto último, por cierto, no se ha puesto suficiente énfasis. La instauración de la dictadura de Pinochet implicó que hermanos se pelearan con hermanos, amigos con amigos, compañeros con compañeros, y que quienes eran considerados revolucionarios o militantes de la izquierda fueran denunciados ante las autoridades militares, detenidos, torturados y, no pocas veces, ajusticiados… Y en cuarto lugar trajo la implantación de lo que ahora conocemos como el modelo neoliberal, que se basa en la reducción del Estado y el domino del mercado. Así, ciertas tareas que habían sido responsabilidad de éste, como el cuidado de la salud o la jubilación de los trabajadores, pasaron al ámbito de la iniciativa privada.” Intromisión estadounidenseSalvador Allende era un político de izquierda muy relevante que antes de ganar las elecciones de 1970 ya había sido candidato a la presidencia de su país en tres ocasiones (también fue diputado, ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, cuatro veces senador y presidente del Senado).Obviamente era visto con un enorme recelo por la oligarquía chilena, pero también por el gobierno estadounidense, que en ese entonces encabezaba el republicano Richard Nixon. Cuando Allende ya había ganado las elecciones presidenciales, pero todavía no asumía el poder, Nixon entendió que, en ese momento, uno de sus principales objetivos era impedir que aquél se convirtiera en presidente de Chile. La reciente desclasificación de los documentos del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos que contienen las transcripciones de llamadas telefónicas entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, así lo confirma.“Por supuesto, esto significó la canalización de recursos y la búsqueda de aliados dentro de la oligarquía chilena, el primero de los cuales fue Agustín Edwards, dueño del periódico El Mercurio. Así pues, Nixon financió una corriente de pensamiento y de acción crítica contra Allende. Recordemos que apenas había pasado poco más de una década desde el triunfo de la Revolución Cubana, la cual causó mucho miedo tanto a las oligarquías latinoamericanas como al gobierno estadounidense, y que, a principios de los años 60, John F. Kennedy había impulsado la Alianza para el Progreso, que establecía la necesidad de hacer reformas estructurales y económicas en América Latina. En esa época, las sociedades latinoamericanas eran tan desiguales o más que ahora... En Chile, entonces, se llevó a cabo una reforma agraria que buscaba, por una parte, evitar que el pensamiento de izquierda tuviera más seguidores y, por la otra, impedir que se formara una masa crítica de campesinos y que ésta apoyara a los movimientos armados de izquierda”, dice Ruiz Guerra. InestabilidadNo obstante, Allende logró llegar a la silla presidencial y poner en marcha una serie de medidas que permitieron al Estado ejercer una clara preponderancia en la regulación de la vida económica del país, por lo que el gobierno estadounidense, en consonancia con la oligarquía chilena, incrementó sus empeños para detener este giro hacia la izquierda.“Por eso se incrementaron los ataques de la prensa al gobierno de Allende y surgieron movimientos de derecha muy significativos, y, para colmo de males, los movimientos de izquierda entraron en un diálogo no democrático con ellos. Además -y esto es fundamental-, la oligarquía comenzó a hacer uso de sus recursos para generar no sólo inestabilidad política y social, sino también crisis económicas, y los militares chilenos se fueron dando cuenta y convenciendo poco a poco de que, en esas circunstancias tan inestables, ellos podrían intervenir eventualmente para resolver las cosas”, refiere Ruiz Guerra.A pesar de esa situación de inestabilidad política, social y económica, el 4 de marzo de 1973, la Unidad Popular -la coalición de partidos políticos de izquierda que lideraba Allende- obtuvo más votos de lo esperado en las elecciones parlamentarias: 44 por ciento, lo cual supuso un respiro para el presidente y sus seguidores.Con todo, este respiro se tornó miedo, agonía y muerte el 11 de septiembre de ese mismo año, cuando los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon el Palacio de La Moneda, sede del poder ejecutivo de esa nación, y empujaron a Allende a suicidarse.“Es necesario subrayar que el golpe de Estado en Chile fue ejecutado por los militares chilenos, sí, pero con el apoyo tanto ideológico como económico del gobierno estadounidense.” Persecuciones, allanamientos…Hablar del golpe de Estado en Chile y de los diecisiete años de dictadura de Pinochet es hablar de persecuciones, allanamientos, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.“En varios pronunciamientos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que estas acciones no fueron eventuales, sino sistemáticas y aprobadas por Pinochet. Ahora bien, según información oficial, del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, cuando la dictadura chilena llegó a su fin, hubo entre tres mil trescientas y diez mil personas asesinadas y desaparecidas (aunque el embajador estadounidense de entonces, Nathaniel Davis, escribió alguna vez que esta cifra podría oscilar entre tres mil trescientas y ochenta mil), así como cuarenta mil torturadas y doscientas cincuenta mil exiliadas”, indica Ruiz Guerra.Uno de los argumentos que esgrimen muchos chilenos para defender la dictadura que se instauró en su país durante diecisiete años es que el 11 de septiembre de 1973 estalló una guerra, un conflicto armado. “Después del golpe de Estado sí hubo algunos focos de resistencia en Santiago y otras ciudades, pero si tomamos en cuenta que para calcular el nivel de letalidad y violencia en un conflicto armado se recurre a la ratio (relación cuantificada entre dos magnitudes que refleja su proporción), y que por cada cuarenta y ocho simpatizantes del gobierno de Allende que fueron asesinados por las Fuerzas Armadas de Chile se contabilizó únicamente un soldado muerto, se puede ver que en realidad no estalló ninguna guerra, lo cual desmiente también la idea de que la Unidad Popular estaba planeando una revolución y acaparando armas.” Sin justiciaEn opinión de Ruiz Guerra, de todas las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, la chilena es la que, con el paso a la democracia, ha sido objeto de muy pocos esfuerzos para impartir justicia a quienes la padecieron. “No ha habido juicios como los de Argentina, por ejemplo. El dictador Jorge Rafael Videla y otros militares implicados en torturas y asesinatos terminaron sus días en la cárcel. En cambio, en el caso chileno, si bien Pinochet fue capturado en el Reino Unido por una orden del juez español Baltazar Garzón, no se le enjuició y regresó sano y salvo a su país. Y en términos de memoria histórica tengo la impresión de que tampoco se ha hecho justicia. En una gran cantidad de países que han sufrido un golpe de Estado se reconoce que hubo una ruptura de la democracia, violaciones a los derechos humanos y muertes. En cuanto a Chile, la aprobación de Pinochet y su gobierno ha crecido en los últimos diez años. Hay diversas razones que explican esto. Una de ellas es que, a pesar de los cambios positivos que ha habido desde 1990, no ha sido posible establecer una pedagogía que recuerde el tema de la dictadura como un tema condenable. La derecha reivindica la figura de Pinochet y considera que fue necesario el golpe de Estado que dirigió, e incluso algunos dicen que, si se dieran las circunstancias, habría que volver a hacer algo así… Es importante que cobremos conciencia de que procesos como éste no pueden -no deben- tener lugar en una sociedad civilizada del siglo XXI. El recurso para dirimir diferencias ideológicas o relacionadas con el modelo de sociedad y nación que queremos construir no puede -no debe- ser el uso de la violencia, sino el diálogo y, en el ámbito de las definiciones políticas, la democracia”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá La tía Carmen, hermana de papá, contaba que un día, en una fiesta a la que se convocó a tíos, hermanos, primos, sobrinos y nietos de la familia -muchos de los cuales, por cierto, no se conocían entre sí-, un joven se acercó al corro donde ella y otros departían alegremente, y entonces ella no pudo reprimir las ganas de abrazarlo, pellizcarle un cachete e incluso, en plan inocente, palmearle una nalga al tiempo que le preguntaba de quién era hijo, a lo que el cohibido individuo contestó: “No, señora, si yo nada más vine aquí a trabajar como mesero.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ayer, durante un sueño, recordé con meridiana claridad una canción que no oía desde hace cuarenta y cinco años, por lo menos. Desperté tarareándola, y no se fue de mi cabeza todo el día. Una canción cursi, lánguida, tristona, que interpretaba un grupo juvenil de moda. Nunca me aprendí su título, pero de alguna manera, hace mucho, mucho tiempo, entró en mí y se alojó en lo más profundo de mi memoria. Ahí permaneció muda hasta ayer, cuando, por alguna misteriosa razón, subió a la superficie. Hoy he vuelto a olvidarla.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El hombre estaba sentado sobre la taza del escusado, apretando torpemente las diminutas teclas de su celular con el pulgar de la mano derecha. Intentaba escribir otro mensaje de texto. El sonido que producían aquellas teclas semejaba el de un aparato que manda señales en clave Morse. Terminó de escribir la primera frase y empezó a buscar un signo de interrogación antes de continuar con la segunda. Unas pisadas ansiosas, primero, y luego un fuerte golpe que botó el seguro de la perilla de la puerta lo hicieron levantar la mirada. La perilla giró y la puerta se abrió bruscamente. Entonces vio a su esposa con el rostro descompuesto por la ira y blandiendo un desarmador en una mano. La mujer avanzó unos pasos y se detuvo junto al cancel de la regadera. -¡Le sigues enviando mensajitos a esa puta! –dijo, y lo señaló con el desarmador. -No sabes lo que dices -dijo el hombre al tiempo que dejaba el celular encima del depósito de agua del escusado. Después se volvió en dirección a la mujer y gritó-: ¡Sal de aquí! -¡Ya me lo imaginaba! ¡No te despegas un segundo de tu maldito celular! -¡Sal de aquí! -repitió él. -¡Eres un pedazo de mierda! -¡Estás loca, absolutamente loca, loca! La mujer le dio la espalda al hombre, dejó caer el desarmador sobre el piso y cruzó el pequeño vestidor que había entre el baño y la habitación que ambos compartían. El hombre se puso de pie, se subió los pantalones y la siguió. -Tere, escucha... –dijo. Aún se estaba abrochando el cinturón cuando vio que su esposa se recostaba boca abajo en la cama y comenzaba a convulsionarse levemente. De pronto, la mujer alzó la cabeza, atrajo hacia sí una almohada, apoyó la barbilla en ella y dijo con serenidad: -La voy a matar. -¡Oh, Tere, debes tranquilizarte! ¡Esto no nos lleva a ninguna parte! –dijo el hombre. -Lo que me estás haciendo es más de lo que puedo soportar. -Cálmate, mujer –insistió él-. Debemos calmarnos los dos. -Nunca pensé que me harías algo así –dijo ella. Luego se quitó un mechón de cabello que le caía sobre la cara, y añadió-: Voy a matar a esa perra. El hombre caminó hasta el lado que ocupaba en la cama cada noche, y se tendió boca arriba en ella. Mientras miraba las vigas de madera del techo de la habitación, trataba de encontrar algo que decir: una frase, una palabra que, de alguna manera –¡de alguna maldita manera!-, pudiera mitigar tan sólo un poco el dolor y la humillación que estaba sintiendo su esposa, el dolor y la vergüenza que estaba sintiendo él. Pero no las hallaba. Sabía que nunca las podría hallar. Se hizo un silencio profundo, pesado, apenas roto de vez en cuando por algún automóvil o autobús que pasaba por la avenida que corría más allá de la colonia. La mujer se removió en su lugar y apagó la luz de la habitación. El hombre continuó con la mirada clavada en las vigas del techo, sin pestañear. Así permaneció dos o tres minutos más, hasta que el celular abandonado sobre el depósito de agua del escusado anunció con un ronroneo suave, discreto, la llegada de otro mensaje.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 16 de mayo de 1954 fue domingo. Ese día, mi padre -entonces un joven flacucho de escasos veintiún años- se levantó temprano y, luego de bañarse, se vistió con una camisa de manga larga blanca y un traje gris con una corbata color vino, se calzó unos zapatos negros recién boleados y se peinó con brillantina Jockey Club. La mañana era espléndida, con un cielo completamente azul, sin nubes. Desde la adolescencia, a mi padre le apasionaba la ópera y la música clásica. Con René Villanueva, un compañero de la carrera de Ingeniería Química en la UNAM que poco más de una década después fundaría el grupo Los Folkloristas, asistía todos los domingos al Palacio de Bellas Artes. Como casi nunca disponían de dinero, acostumbraban esconderse en los compartimentos de los baños hasta que comenzaba la función. Entonces salían de ellos y entraban furtivamente en la sala de conciertos. De esta manera ya habían tenido la oportunidad de escuchar a muchos de los grandes cantantes, intérpretes y directores de orquesta de la época, como María Callas, Mario del Mónaco, Walter Gieseking, Ida Haendel, Erich Kleiber, Sergiu Celibidache... Esa vez, sin embargo, mi padre y René Villanueva sí habían logrado juntar el dinero necesario para el boleto que les permitiría presenciar, sin sobresaltos, la actuación de la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por el célebre director de orquesta austriaco Clemens Krauss. El programa estaba integrado por la Sinfonía número 88, en sol mayor, de Haydn; El aprendiz de brujo, de Dukas; el Concierto para piano y orquesta número 2, en si bemol mayor, de Brahms (interpretado por la pianista mexicana Angélica Morales); y la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. Mi padre bajó a la cocina, se preparó un café soluble y unos huevos revueltos con jamón, y se desayunó de prisa. No quería llegar tarde al concierto, a ese concierto, precisamente. A continuación, se lavó los dientes, se asomó a la recámara de mi abuelo para avisarle que ya se iba y salió a la calle. De la colonia Lindavista, donde vivía en una casa de dos pisos con su padre (mi abuela había muerto tres años atrás) y sus tres hermanos, se trasladó en un taxi a la avenida Juárez esquina con San Juan de Letrán, en el centro de la ciudad de México. Ya de pie en la banqueta, volteó hacia arriba para echarle un vistazo a la Torre Latinoamericana, que aún estaba en construcción y ya se perfilaba como el rascacielos más alto de Iberoamérica. Mi padre se ajustó la corbata y se encaminó a la entrada del Palacio de Bellas Artes. Afuera de éste, varios grupos de personas impecablemente vestidas (ellos de esmoquin; ellas de largo, con los hombros descubiertos) platicaban y reían con discreción. Mi padre consultó su reloj de pulsera: eran las diez cuarenta y cinco. Todavía había tiempo. El concierto comenzaría en punto de las once quince. Cruzó la puerta y se detuvo en el vestíbulo inferior, a un lado de las primeras escalinatas de mármol negro. René Villanueva no tardó en llegar. Ambos se dieron un abrazo y subieron, a paso veloz, hasta el tercer piso. Allí enseñaron sus boletos y recibieron, cada uno, un programa de mano. Cuando estuvieron sentados en sus respectivas butacas, cada quien se dedicó a leer las notas que Francisco Agea había escrito para la ocasión. Unos minutos antes de la hora señalada, los miembros de la Orquesta Sinfónica Nacional empezaron a entrar en el escenario y a ocupar sus lugares. Luego entró el primer violín, quien agradeció el aplauso del público y esperó a que el primer oboe tocara un la en su instrumento para que él y los demás músicos afinaran los suyos. Por el altavoz se anunció la tercera llamada. Un silencio expectante se instaló en la sala. Mi padre y René Villanueva se adelantaron en sus butacas y dirigieron la vista hacia abajo. A las once y quince -ni un minuto más, ni un minuto menos-, un hombre maduro, alto, de cabello entrecano, hizo su aparición en el escenario del Palacio de Bellas Artes y, en medio de un aplauso atronador, saludó al público con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y subió al podio, desde donde, con un leve movimiento de la batuta que sostenía en la mano derecha, indicó a todos los músicos empuñar sus instrumentos. Al cabo de un instante, la música de Haydn inundó los oídos de todos los presentes. El resultado que arrojó aquella dupla vienesa no pudo ser más claro, nítido y luminoso. Cuando el último acorde del Finale: allegro con spirito se apagó, los aplausos y gritos de júbilo –incluidos, por supuesto, los de mi padre y René Villanueva- irrumpieron en la sala como un chubasco y no cesaron hasta que Clemens Krauss tomó la batuta de nuevo y ordenó a la orquesta repetir el cuarto movimiento... La obra emblemática de Dukas también concitó el entusiasmo del público, que al final aplaudió exultante hasta que el alumno de Richard Strauss y coautor del libreto de la última ópera de éste –Capriccio- ya no salió al escenario. Durante el intermedio, mi padre y René Villanueva fueron al baño y, después, se dedicaron a admirar, en el primer y segundo piso, los murales de Rivera, Siqueiros, Tamayo... Al ver que la gente regresaba a la sala, hicieron lo mismo, sin dilación. Venía el platillo principal: el Concierto para piano y orquesta número 2, de Brahms. Mi padre sentía una especial predilección por él. Así que, cuando la orquesta y el piano acometieron, bajo la mirada penetrante de Clemens Krauss, el majestuoso Allegro non tropo, mi padre experimentó un sutil estremecimiento de la cabeza a los pies. Llevada por el músico austriaco, Angélica Morales supo encarar, con maestría y pasión, los cuatro movimientos de esta bellísima obra. Por eso, apenas cesó el eco de la última nota, una aclamación estruendosa retumbó en los cuatro costados de la sala. Para cerrar con broche de oro, Clemens Krauss hizo tocar a la Orquesta Sinfónica Nacional una versión simplemente perfecta de la Obertura Leonora número 3, de Beethoven. El público, en éxtasis, se rindió a sus pies y le prodigó una ovación apoteósica a lo largo de no menos de cinco minutos. Krauss, evidentemente conmovido, agradeció aquellas muestras de afecto y admiración y, cuando lo consideró oportuno, desapareció definitivamente del escenario. Las luces de la sala se encendieron. Mi padre, con un extraño brillo en los ojos, volteó a ver a René Villanueva y dijo: -Ven, acompáñame a los camerinos. Los dos bajaron las escaleras corriendo, llegaron al vestíbulo superior, dieron vuelta a la izquierda en un estrecho pasillo y cruzaron una puerta. Una treintena de individuos ya se agolpaba en la zona de camerinos. Mi padre, seguido por René Villanueva, se abrió paso a empujones. A unos metros de él distinguió a Angélica Morales, quien respondía a las preguntas de un periodista. -Maestra Morales, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mientras le tendía una pluma fuente y el programa de mano, los cuales acababa de extraer del bolsillo interior de su saco. La pianista accedió encantada, estampó su nombre en la parte superior de la segunda hoja y continuó conversando con el periodista. Mi padre sonrió como un niño al que le acaban de dar un algodón de azúcar. Sin embargo, aún no estaba satisfecho. Avanzó entre aquel gentío. A lo lejos vio a su “presa” y se abalanzó sobre ella. En ese momento, Clemens Krauss y su esposa, la soprano ucraniana Viorica Ursuleac, traspusieron una estrecha puerta que daba al estacionamiento del Palacio de Bellas Artes. Como pudo, mi padre salió detrás de ellos. -Maestro Krauss, ¿me podría dar su autógrafo? –dijo mi padre, y le tendió el programa de mano al músico austriaco, cuyo porte elegante y refinado lo cohibió un poco. Éste, que no sabía una palabra de español, comprendió de inmediato lo que aquel joven nervioso y excitado le solicitaba, pero como a mi padre se le había olvidado darle también la pluma fuente, le pidió a su esposa que le prestara algo con que escribir. Viorica Ursuleac abrió su bolso, sacó una pluma atómica y se la entregó. Clemens Krauss garabateó, con tinta azul, su nombre en la parte inferior de la segunda hoja y, esbozando una sonrisa, le regresó a mi padre el programa de mano. -¡Gracias, maestro Krauss! –alcanzó a murmurar mi padre antes de que el matrimonio se subiera a un Cadillac color mostaza que ya lo esperaba con la portezuela trasera abierta. Una hora después, el director de orquesta moriría de un ataque al corazón fulminante en la habitación que ocupaba con Viorica Ursuleac en el hotel Monte Cassino, en la calle de Génova, en la colonia Juárez. A mi padre le gustaba decir que fue él, sin duda, a quien Clemens Krauss le dio su último autógrafo. Y es casi seguro que así haya sido. Ahora yo soy el poseedor del programa de mano que lo resguarda entre sus hojas.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Toda la semana, a todas horas, los simpáticos representantes de una compañía telefónica me habían estado llamando a mi celular para tratar de venderme un plan que incluía un rico abanico de ventajas y beneficios: llamadas y mensajes de texto ilimitados; acceso a internet a la velocidad de la luz, aun desde los sitios más remotos del planeta; un completísimo protocolo de transferencia de archivos; dos entradas gratis a un parque de diversiones; cinco boletos para participar en la rifa de un auto último modelo... Cuando recibí la primera llamada, escuché con paciencia la información que fluía sin tropiezos de una voz indudablemente juvenil y entusiasta, y luego expliqué, casi con cordialidad, que no estaba interesado en dicho plan porque ya disponía de un celular más bien pequeño y austero al que cada mes le metía, en el Oxxo de la esquina, doscientos pesitos de saldo, lo cual, dadas mis necesidades, era más que suficiente para no estar del todo desconectado del mundo. A continuación, di las gracias y colgué, seguro de que mi explicación de por qué rechazaba tan atractiva oferta había sido convincente. Pero me equivoqué. En la tarde volvió a sonar mi celular. En esta ocasión, una voz aguda y chillona me saludó por mi nombre y comenzó a decirme que yo era muy, muy, muy afortunado, pues la Compañía de Telefonía Celular Equis me había seleccionado para ofrecerme un súper plan que incluía... La interrumpí: -Hace unas horas, uno de sus compañeros me habló para lo mismo y le dije que no me interesaba. Muchas gracias. -Señor B., creo que no me ha entendido –dijo aquella voz-. Usted ha sido seleccionado por nuestra compañía para que contrate nuestro plan por un precio realmente irrisorio... -Creo que el que no me ha entendido es usted. ¡No quiero ningún plan de telefonía celular! ¡No lo necesito! –respondí francamente alterado, y corté la comunicación. A partir de entonces, las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica se sucedieron con una frecuencia asesina. Yo, por mi parte, amenacé con levantar una denuncia por acoso comercial, exigí que me dejaran en paz, suplique comprensión y piedad... Nada de eso dio resultado. A cualquier hora, por más inapropiada que fuera, mi celular, que no contaba con un identificador de llamadas, sonaba y, al contestar, pensando que algún familiar, amigo o conocido podía estar buscándome, una voz -siempre una voz masculina distinta- salía con la misma cantaleta: -¡Qué tal, señor B.! Le hablo de la Compañía de Telefonía Celular Equis para ofrecerle nuestro plan... -¡Nooo! Mi estabilidad emocional pendía de un hilo... Ahora, en lugar de ver mi celular como un simple instrumento de comunicación, lo consideraba una auténtica bomba de tiempo que con cada llamada estallaba y me ponía al borde de la locura. En ese estado de excitación y delirio imaginé por las noches, mientras, inquieto y sudoroso, daba vueltas en la cama, las más atroces y sádicas maneras de deshacerme de cada uno de aquellos sujetos que violaban impunemente lo más valioso y sagrado que tenía: mi intimidad. ¿Qué más podía hacer? La mañana del viernes desperté cansado. La jornada se vislumbraba ardua y compleja. Me bañé, me vestí y empecé a prepararme un sándwich y una taza de café para el desayuno. Entonces sonó mi celular. En ese momento sentí como si alguien me hubiera propinado un puñetazo en la boca del estómago. “¡Ahora sabrán con quién se han metido!”, pensé al cabo de un instante, y tomé el aparato en mis manos. Pero al apretar el botón para que la llamada entrara, algo parecido a un rayo de luz intensísima descendió de lo Alto y se introdujo en mi cerebro, y así, invadido repentinamente por una diáfana serenidad y poseído hasta el tuétano por una desconocida capacidad de improvisación, dije antes de que nadie pudiera pronunciar ninguna palabra del otro lado de la línea: -¡Masajes Las nalgas de Agamenón! Permítame informarle que, con motivo de la apertura de nuestro negocio, sólo este mes estará vigente una promoción única en su tipo. Por el precio de una hora de delicioso y relajante masaje -ya sea chino, tailandés, coreano, ruso o polaco-, ¡usted disfrutará dos! ¿Anda en busca de un guapo y atractivo rubio, moreno o trigueño, o prefiere los servicios de un bien dotado negrazo, para satisfacer sus más recónditas fantasías? Ha llamado al lugar adecuado. Aquí le damos gusto. Y si no queda conforme, le devolvemos su dinero, ¡no faltaba más! Usted nos dice a dónde y nosotros vamos, llueva, granice o tiemble. Nuestro horario de atención es de nueve de la mañana a diez de la noche, incluso días feriados. Aceptamos tarjetas de crédito y transferencias bancarias... Apenas terminé de hablar, alcancé a percibir una respiración entrecortada del otro lado de la línea y, después, un silencio como el que sin duda reina en las profundidades de los océanos. Aquella inspirada perorata consiguió lo que ninguna amenaza, exigencia o súplica había logrado antes: que las llamadas de los representantes de aquella compañía telefónica cesaran... hasta el día siguiente. Yo me encontraba aún en la oficina, archivando unos papeles. El timbre de mi celular sonó. Saqué el aparato de uno de los bolsillos del pantalón y, crispado, tenso, temiendo lo peor, contesté: -¿Si? Una voz susurrante, cohibida, se puso al habla: -Hola, quiero aprovechar la promoción de dos horas por el precio de una... -Un momentito, por favor -dije, y luego de una brevísima pausa comencé a tomarle sus datos-: ¿Nombre?...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Dos horas antes de que oscurezca, unos grandes nubarrones negros y grises cubren el cielo de la Ciudad de México. La gente alza la vista y piensa que a estas alturas del año -principios de diciembre- sería muy raro que lloviera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, comienza a llover. La “Noche de las Estrellas”, que pronto habrá de realizarse en el Zócalo capitalino, está en peligro... Por fortuna, al cabo de unos minutos, la lluvia cesa y el viento se dedica a barrer poco a poco las nubes, como si éstas conformaran un inmenso telón que es descorrido para mostrar un escenario impecablemente claro y luminoso: el firmamento, con la Luna en lo alto a modo de perla tabladiana. Miles de personas de todas las edades se dirigen al Zócalo, mientras una multitud ya ha ingresado en él y forma varias filas para ver a través de uno de los más de 500 telescopios dispuestos en la plaza más grande del país. Otras -en familia, en pareja, solitarias…- visitan los foros “Vía Láctea” y “Andrómeda” para presenciar una conferencia en la que se hablará de la estrella de neutrones más joven conocida hasta la fecha o de los hoyos negros o de los cúmulos globulares; o participan en algunos de los talleres de astronomía, robótica o ciencia que se imparten en unas carpas más pequeñas; o van a uno de los tres planetarios móviles donde se proyectan diferentes animaciones de nuestro sistema solar. La oferta científica es rica y variada. Ilusión Por supuesto, la ilusión de observar más cerca que nunca nuestro satélite natural o planetas como Marte, Júpiter y Saturno -ésa fue la promesa de sus padres- se percibe a simple vista en los niños y adolescentes, sobre todo. Luego de haber permanecido poco más de un minuto frente a un telescopio de la Sociedad Astronómica de la Facultad de Ingeniería (SAFIR) de la UNAM, Carlos Enrique, un niño de diez años que estudia el cuarto año de primaria en una escuela pública, le dice a su mamá con una sonrisa dibujada en los labios: “Vi muy clarito los cráteres de la Luna…” A unos metros de distancia, Liliana, una joven de quince años que cursa el primer semestre en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel Vallejo, se maravilla ante lo que está observando por el ocular de otro telescopio: “¡Saturno! ¡Ahí están sus anillos! ¡No puede ser!” ¿Cuántos futuros astrónomos no saldrán de esta “Noche de las Estrellas”? Entretanto, en una pantalla gigante instalada justo de espaldas a la Catedral Metropolitana se proyecta el audiovisual El sonar de los planetas, de Noosfera, organización especializada en la divulgación de la ciencia. Todos los que lo ven quedan asombrados con los extraños e hipnóticos sonidos que emiten la Tierra y sus vecinos… Pasa el tiempo. Son casi las veintidós horas. La función astronómica, con la Luna, los planetas y otros objetos celestes como protagonistas, está a punto de terminar. El público, contento y satisfecho, empieza a abandonar el escenario. “La Noche de las Estrellas”, de regreso a su formato presencial después de dos años de pandemia, ha sido todo un éxito. ¡Bravo!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá -¿Vas a ir a la fiesta de Pico? -No sé. -Rudy, sí. Me lo dijo Nena. -¿Y a mí qué? -¡Ay, sí! Ahora resulta que no te importa. -Cállate, estúpido. Mejor trata de salir de aquí. -No se puede. Mago bajó la ventanilla; luego reclinó su asiento y se recostó en él con los ojos cerrados. Intempestivamente, la cabina del auto se llenó de polvo. Entonces, Mago se incorporó, subió la ventanilla y volvió a recostarse. Afuera danzaron en el aire varios papeles y una que otra bolsa de plástico. Cuate estiró los brazos y las piernas, y bostezó; después prendió la radio. Anuncios. Cambió de estación. Más anuncios. Finalmente decidió apagarla. Cuate alzó los ojos: una enorme mosca estaba posada sobre el parabrisas. El viento seguía soplando con furia. Cuate se adelantó en su asiento para observarla mejor. El insecto recorrió un tramo del vidrio, se detuvo en un punto y se frotó las patitas; luego emprendió el vuelo y se estrelló contra el parabrisas repetidas veces. Mago encendió un cigarro y se puso a hojear una revista que había sacado de su carpeta. -Dame uno, ¿no? -Tú tienes. -No, ya se me acabaron. -Compra entonces. -Ándale, nada más uno. -¡Qué bien friegas! –dijo Mago, y le extendió la cajetilla a su hermano. Durante un rato, Cuate se dedicó a echarle a la mosca el humo de su cigarro. Mago, por su parte, acabó de fumar el suyo, aventó la revista sobre el tablero y se dispuso a dormir. No había nada más que hacer. Conforme el tiempo transcurrió, la fuerza y el empuje de la mosca disminuyeron. Ya casi no volaba para estrellarse una y otra vez contra el parabrisas; ahora más bien se dedicaba a vagar con extrema lentitud a lo largo y ancho del vidrio, como tratando de encontrar una rendija que le permitiera salir a la intemperie. De cuando en cuando zumbaba un poco. Hacía calor, mucho calor. Un pequeño torbellino de polvo pasó bailando junto al auto, mientras a lo lejos una sirena de ambulancia empezaba a crecer como una ola. La cara y el cuello de Cuate se perlaron de sudor. Mago giró en su asiento pesadamente. -¿Ya? -No. -Carajo. -Ni modo. -¿Qué horas son? -Las tres. Cuate alargó un brazo, cogió la revista de Mago y la hojeó; luego se mordisqueó una uña y dirigió la vista al frente: la mosca proseguía deambulando de aquí para allá. Cuando Cuate terminó de limpiar con un pedazo de papel los residuos de mosca que habían quedado embarrados en la portada de la revista, del auto de al lado descendió un hombre con el rostro pálido y convulso. El viento le alborotaba el cabello. Caminó hasta la banqueta de la avenida y se puso a vomitar; después se restregó la frente y la boca con un pañuelo y vio hacia donde estaba Cuate. Una expresión de horror concentrado saturaba sus ojos. Cuate se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizado: le hacía recordar una película de monstruos y jorobados. El hombre guardó el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón y regresó a su auto. En ese momento, la sirena de ambulancia chilló con más potencia y comenzó a alejarse poco a poco, como la resaca de una ola. Cuate se desabotonó la camisa. -Mago..., ¡Mago! -¡Qué quieres! -¿Me das otro cigarro? -No. -Por favor. -No. -Bueno, entonces... -¡Entonces qué! -No, nada, sólo estaba pensando que a lo mejor no podré prestarte... -¡Métetelo por donde te quepa! -Está bien. Que conste, ¿eh? Yo sólo quería un cigarro, un triste y apestoso cigarro. -Sí, claro. Siempre quieres “un triste y apestoso cigarro”, pero ajeno. Así quién no. -Bueno, yo te iba a prestar... -¡Ya te dije. hazlo rollito y métetelo por donde te quepa! -¡No me grites! -¡Eres un idiota! Mago continuó dormitando en su asiento. Cuate intentó de nuevo oír algo en la radio. Anuncios. La apagó violentamente. Hacía calor, mucho calor. El viento seguía soplando. Cuate giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces vio que más allá de las hileras de autos se erguía, majestuoso, un edificio en construcción, de unos veinte pisos de altura, al que sólo faltaba ponerle algunos ventanales en la parte superior y pintarlo. Cuate se percató de que junto a uno de los muros laterales colgaban, a buena altura, dos albañiles en un andamio de madera. El sudor le bajaba por la frente hasta los pómulos. Cuate se lo quitó con el puño de la mano. Aquellos albañiles apenas se distinguían a esa distancia. Uno llevaba puesta una gorra de beisbolista; el otro, un paliacate rojo amarrado a la cabeza. En medio de ellos había dos grandes botes de pintura. El andamio oscilaba ligeramente como un péndulo. Los albañiles se asían a las cuerdas que lo sostenían y pintaban con brochazos amplios el muro del edificio. Mago cambió de posición y murmuró algo ininteligible. Cuate bajó unos cuantos centímetros la ventanilla. Entró polvo, pero no la subió. Tosió. En las alturas, los albañiles parecían niños balanceándose en un columpio. Cuate notó que el albañil de la gorra intentaba pararse sobre el andamio, cuyas oscilaciones se habían vuelto más violentas y pronunciadas. De pronto, uno de sus extremos se ladeó. Una gran cantidad de pintura se vertió de los botes y produjo una mancha informe en la parte inferior del muro. La gorra del albañil voló por los aires. Entretanto, un lejano ruido de motores en marcha rasgó el silencio que imperaba en la avenida. Sin embargo, Cuate siguió sumido en la visión de aquellos albañiles que ahora trataban de equilibrar el andamio con maniobras apremiantes, desesperadas. La pintura que quedaba en los botes se vació, agrandando la mancha que había surgido en la parte inferior del muro. La poderosa racha de viento que se había desatado momentos antes levantó una densa cortina de polvo que le impidió a Cuate seguir observando. Cuando se disipó, Cuate advirtió que los albañiles ya habían logrado bajar el andamio unos metros, pero como éste se ladeaba cada vez más y su loco vaivén no disminuía, les resultó imposible continuar tal operación. Los dos hombres empezaron a agitar los brazos en dirección a la avenida, como pidiendo auxilio. Repentinamente, la cuerda que sostenía el extremo ladeado se rompió. El albañil del paliacate cayó al vacío. El otro pudo asirse a la tabla que ahora pendía verticalmente de una sola cuerda. Así permaneció unos segundos. Luego cayó también. -¡Zas! –dijo Cuate. Cuate se enderezó en su asiento, pues creyó oír un ruido de motores que aumentaba paulatinamente. Los autos de adelante avanzaron sobre el ardiente asfalto. Entonces, seguro de que al fin saldrían de allí, se desperezó, accionó la llave de la marcha y metió primera. -¡A casa! –gritó mientras aceleraba.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Mi esposa y yo estamos sentados a la mesa en un restaurante italiano, en compañía de una veintena de individuos a los que acabamos de conocer por mediación de nuestro hijo, que trabaja con la mayoría de ellos en una empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército. El dueño y director de esta empresa nos ha invitado a comer para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación que durante tres días estuvo abierta al público en uno de los hangares del aeropuerto internacional de T. Frente a nosotros se encuentra una pareja –marido y mujer-, más o menos de nuestra misma edad, que comienza a hacernos plática para que nos integremos poco a poco al resto de los comensales. Pronto nos enteramos de que son padres del joven que le propuso a nuestro hijo trabajar en la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, y de una muchacha de dieciséis años, que se halla en una de las cabeceras de la mesa. Para corresponder a su gentileza y amabilidad, nosotros les informamos que, además del varón, tenemos una muchacha de dieciocho años, que no vino porque tenía que asistir a una obra de teatro como parte de sus deberes escolares... La conversación transcurre con facilidad, aunque a veces se instala entre nosotros un silencio pesado, denso, que, según mi percepción, se prolonga más de la cuenta... Y como suele ocurrirme en este tipo de circunstancias, me pongo tenso y experimento una gran incomodidad porque no sé qué más decir, qué más informar a estos dos sujetos a los que nunca había visto. Por fortuna, la mujer es quien salva, una y otra vez, la situación, al comentarnos que en este sitio sirven una sopa de mariscos exquisita o que a su marido le gusta jugar tenis los fines de semana o que su hijo va a votar por el candidato equis en las próximas elecciones... Un mesero nos entrega el menú y pregunta qué vamos a beber. Mi esposa pide una limonada; yo, una naranjada con agua mineral, sin hielo. La pareja se decide por una cerveza clara (ella) y otra oscura (él). Al rato nos enteramos, por boca del hombre, de que es el contador de la empresa donde trabajan su hijo y nuestro hijo. La mujer nos acerca el canasto del pan. Le damos las gracias. Yo tomo un pedazo de pan recién salido del horno, lo mojo en una mezcla de aceite de oliva y vinagre balsámico y, mientras me lo meto en la boca y lo mastico lentamente, abro el menú y me dedico a leer las sugerencias del chef. Sin embargo, un instante después escucho que el dueño y director de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército ha pedido varias fuentes de ensalada y de espagueti para todos. Ante esto no hay nada más que hacer. Por eso cierro el menú, levanto la mirada y, con cierto horror, me doy cuenta de que debo decir algo, lo que sea, si no quiero parecer desdeñoso, o grosero, o incivilizado, o... Una vez más, la fortuna acude en mi auxilio: mi esposa hace un comentario acerca de la feria de la aviación que recién hemos visitado, lo cual me exime, por el momento, de pronunciar nada. La mujer la secunda, diciendo que es la segunda ocasión en que la empresa participa en ella, y que, por lo que se vio, ésta, la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan su hijo y nuestro hijo, va viento en popa... El mesero se acerca con una charola en las manos, deposita sobre la mesa cada una de las bebidas que le pedimos y se aleja. Yo levanto mi vaso de naranjada con agua mineral, sin hielo, y le doy un trago al tiempo que acuden a mi mente toda clase de ideas suicidas. Al cabo de, digamos, medio minuto, sonrío imperceptiblemente, para mis adentros, como se dice, pues me percato de que estas ideas han hecho que me sienta menos tenso, menos incómodo... Entretanto, la mujer ha seguido hablando... Cuando vuelvo a ponerle atención, creo entender, no sin dificultad, que se está refiriendo a alguien que “ha demostrado tener una enorme capacidad para responder a sus adversarios”, o algo así. El mesero regresa con una bandeja que mantiene a la altura de su cuello, la baja a la altura de su vientre y deposita sobre la mesa una fuente de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano. Más allá, a la derecha de donde nos hallamos mi esposa y yo, el dueño de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, donde trabajan nuestro hijo y el hijo de la pareja que está sentada frente a nosotros, levanta su copa de vino y en voz alta nos dice “¡salud!” a todos los presentes. “¡Salud!”, le respondemos al unísono, y sonreímos, y levantamos nuestras respectivas bebidas y nos las llevamos a la boca. Apenas deja su cerveza junto al plato encima del cual piensa servirse una porción de ensalada de lechuga con trocitos de tocino y queso de cabra, y otra de espagueti a la boloñesa espolvoreado generosamente con queso parmesano, la mujer retoma el hilo de su disertación. Entonces, no de inmediato, pero casi, comprendo que la persona a la que le ha reconocido tener “una enorme capacidad para responder a sus adversarios” -así como otra serie de cualidades morales y ciudadanas, de acuerdo con lo que estoy oyendo ahora mismo- es nada más y nada menos que el presidente de la República en funciones, el jefe de la nación, a partir de lo cual empiezo a experimentar una oleada de calor muy intenso que me sube desde la columna vertebral hasta el cerebro. Mi esposa desliza una mano sobre mi muslo derecho y me da unas ligeras palmaditas para que me tranquilice. Yo respiro hondo, cierro los ojos y trato de irme a otro lado con mi imaginación: a una extensa, verde y olorosa campiña suiza, al estrecho y silencioso sendero de un bosque noruego, a la cumbre nevada de una montaña en los Alpes. No obstante, como la mujer continúa exaltando las virtudes del primer mandatario, del Gran Tlatoani, de repente sé que no puedo ni quiero tranquilizarme, y empuñando bruscamente el cuchillo que me corresponde, empujo hacia atrás la silla donde he permanecido sentado los últimos veinte minutos, e intento ponerme de pie, pero no lo logro porque alguien –quizá mi esposa, nuestro hijo, el hijo de la mujer y del hombre, o algún otro empleado o familiar de alguno de los empleados de la empresa dedicada al mantenimiento de helicópteros del Ejército, con los cuales estamos reunidos en este restaurante italiano para celebrar su exitosa participación en una feria de la aviación- se abalanza sobre mí y me inmoviliza en medio de una cascada de gritos histéricos.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escritor totalmente desconocido, pero con un estilo sólido y adaptable a todas las necesidades habidas y por haber, ofrece su imaginación y sus servicios escriturales a aquellas personas ávidas de entrar, por la puerta grande, en el irresistible y glamuroso mundillo de la literatura. ¿Desea convertirse en el autor de una novela realmente exitosa, de un singularísimo libro de cuentos, de una plaquette de poesía inmarcesible..., y así ser admirado -y también envidiado- por críticos, reseñistas, “colegas” y aun lectores comunes y corrientes? Llámeme cuanto antes. Yo pongo la obra, usted la firma (el precio acordado incluye derechos de autor).
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Padece frecuentemente desórdenes estomacales, dolores de cuello y espalda, agotamiento físico e intelectual? ¿Su salud se ve eclipsada de tanto en tanto por ataques de migraña, asma o ansiedad, o por episodios depresivos? Recuerde a Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical. Toda curación es una solución musical.” Diseñamos para usted los programas y recitales más acordes a sus males y requerimientos. ¡Ya no se resista a los dones curativos de una cantata de Bach, un concierto para piano de Mozart, una sinfonía de Beethoven...! ¡Abra los oídos y dé a su cuerpo y espíritu lo que piden a gritos!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Considera que sus logros personales y profesionales carecen del reconocimiento y la admiración de los demás? ¿Está convencido de que hay una conjura de plena indiferencia hacia su persona? ¿Esto, no obstante, lo está induciendo a creer que su existencia, en efecto, es un dolorosísimo fracaso? Apártese del mundo cruel y contrate nuestro paquete “Una semana en el Paraíso”. Consta de: discurso de bienvenida, ciclo de conferencias sobre su vida y obra (con público extasiado incluido), y aplausos a su paso por cada rincón de nuestras instalaciones. No lo dude: somos especialistas en levantar al ego más vapuleado y agónico.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Se siente realmente harta de que cualquier adversidad, por insignificante que sea, desate en usted un llanto desconsolado, hondo e histérico? ¿Sueña con tener un control absoluto sobre sus emociones y enfrentar, impertérrita, toda clase de calamidades y tragedias? ¿Pagaría cualquier precio con tal de conservar sus ojos totalmente secos, libres de lágrimas, aun cuando la más profunda tristeza sofocara su ser? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso intensivo “Bloqueo e inhibición integral de los conductos lacrimales por vía catatónica”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en febrero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Está desesperado porque su condición de macho integérrimo le impide soltar una sola lágrima cuando padece un dolor físico o moral? ¿Desde hace mucho tiempo desea llorar a mares por cualquier cosa bella o conmovedora que presencie, pero simple y sencillamente no sabe cómo lograrlo? ¿Daría un pedazo de su alma por experimentar un súbito, espontáneo y liberador acceso de llanto incontenible? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso “Desbloqueo de los conductos lacrimales por el método de la estimulación paroxística”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en enero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Joven escritor cuasi inédito pero íntegramente desilusionado e iracundo por el ninguneo que los mandamases de casi todas las casas editoriales del país le han propinado de feo modo desde el inicio de su carrera ofrece, para su publicación inmediata en cualquier objeto impreso (libro, revista, periódico, volante o cartel publicitario), un rico surtido de textos bellamente concebidos, escritos y pulidos a mano: poemas de amor y filosóficos, cuentos breves, de misterio y terror, crónicas de la vida cotidiana, agudos aforismos... Interesados, llamen sólo por las tardes o dejen mensaje en contestadora. Trato directo, sin agentes literarios de por medio.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que no pierden oportunidad de decir algo -lo que sea- acerca de cualquier tema o tópico que les salga al paso en una reunión de trabajo, de amigos o de familia? ¿Apenas se halla en compañía de algún conocido (o desconocido), experimenta la impostergable necesidad de hablar hasta por los codos? ¿Su frenética incontinencia verbal ya le ha causado más de un intensísimo dolor de cabeza? ¡Cálmese! Nosotros le enseñamos a saborear las mieles del silencio... Búsquenos ahora mismo y sea capaz de mantenerse herméticamente callado aún bajo las circunstancias más tentadoras. Resultados garantizados.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Concibió una idea descabellada pero genial, y no encuentra a la persona que pueda escucharlo con la atención y el entusiasmo que usted se merece? ¿Sufrió un desengaño amoroso y no sabe a quién confiarle el dolor y la amargura que embargan su corazón? ¿Es víctima de una innombrable injusticia y necesita hablar con un alma gemela que le muestre comprensión y piedad? ¡Olvídese de su soledad y acérquese a nosotros! Disponemos de una impresionante plantilla de oidores profesionales que le harán la vida más llevadera. Aproveche nuestra promoción de invierno y obtenga dos horas por el precio de una.
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que se dan de topes cada vez que deben redactar un memorándum para sus empleados, una carta de negocios para sus clientes, un simple recado para su secretaria? ¿O es un incipiente novelista cuyo impetuoso cauce poético en ocasiones queda atascado por culpa de esas dos malas yerbas: la sintaxis y la ortografía? Ya no se preocupe. Somos expertos en enderezar toda clase de escritos retorcidos y poner en su lugar cualquier acento fugitivo, cualquier coma indómita, cualquier punto final rejego. ¡Háblenos cuanto antes! Le brindamos una solución a sus problemas prosísticos. Seriedad absoluta.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ... hechos tan absurdos, extraños e improbables como la vez que estabas esperando el camión de la escuela afuera de tu casa, muy temprano, en la calle Yácatas, allá, en la colonia Narvarte, vestido con el uniforme del Simón Bolívar, impecablemente peinado con jugo de limón y tu mochila de cuero apestoso a la espalda, aunque todavía adormilado porque la noche anterior te habías desvelado viendo una película en la televisión, a pesar de que tu mamá te decía cada cinco minutos ¡ya vete a dormir!, y ahora pagabas las consecuencias, niño necio, desobediente, y a lo lejos viste cómo se acercaba el camión con las luces encendidas porque aún no amanecía del todo, y entonces pensaste que, apenas estuvieras en tu lugar, te recostarías sobre el asiento para dormir tan siquiera una media hora, que era más o menos lo que el camión tardaba en llegar al Simón Bolívar desde tu casa, y el camión frenó y se abrió la puerta, y tú subiste a él y empezaste a caminar por el pasillo, pero de pronto sentiste algo así como un mareo repentino, como cuando, después de haber permanecido un buen rato de cabeza sobre tu cama, te ponías de pie y primero todo te daba vueltas y vueltas y vueltas, y luego se te nublaba la vista por unos segundos..., y es que te diste cuenta de que en aquel camión no iban los niños de siempre, algunos de los cuales eran tus compañeros de clase, sino sólo... niñas, puras niñas que te miraban asombradas, como preguntándose ¿y éste de dónde salió?, y volteaste y viste que a unos cuantos metros de ti, por el pasillo de aquel camión que no era el tuyo, venía muy quitada de la pena Maruca, la hermana de Miguel y Poncho, tus vecinos, y Maruca se sentó junto a otra niña, mientras tú, cada vez más avergonzado, buscabas dónde esconderte, hasta que al final del pasillo descubriste un asiento vacío y lo ocupaste de inmediato, y entretanto el camión ya había llegado a la esquina, y, en vez de doblar a la derecha, lo hizo a la izquierda y tomó una ruta desconocida para ti, ¡buena la habías hecho!, pero... ¿por qué, cuando te percataste de tu error, no le dijiste al chofer que te dejara bajar, que te disculpara, que ése no era tu camión?, el temor al ridículo -que de todas maneras ya estabas haciendo- te había impedido abrir la boca, ahora lo sabías y pagabas las consecuencias de tu orgullo y tu cobardía, niño, y apoyada la cabeza sobre la ventanilla, te dio por pensar que a lo mejor ya nunca más regresarías a casa ni volverías a ver a tus papás y tu hermanita, ni a tus tíos y tías, ni a tu primos y primas, ni a nadie conocido, porque una banda de robachicos te secuestraría y te llevaría a otra ciudad a pedir limosna apenas la directora de la escuela de niñas –porque tenía que ser directora, no director- te echara a la calle por tonto, y te dieron ganas de llorar, pero te contuviste, pues no querías que el ridículo que ya estabas haciendo se agravara aun más, y el camión transitó por calles y avenidas por las cuales tú nunca habías pasado, y conforme transcurría el tiempo, el miedo y la angustia crecían dentro de ti, y también las ganas de llorar, y por eso se te salieron algunas lágrimas, no muchas, pero eso sí, en silencio, y el camión recogió a otras niñas en diferentes puntos de la ciudad, hasta que, al fin, cruzó un portón rojo y se detuvo a un lado de una cancha de basquetbol, y todas las niñas comenzaron a bajar, una a una, del camión y a dirigirse al patio de aquella escuela para integrarse a su respectivo grupo y rendirle honores a la bandera, como se hacía todos los lunes en todas las escuelas, y tú, sentado en tu lugar, muy quietecito, las observabas a través de la ventanilla y te preguntabas ¿y ahora qué va a pasar?, y de pronto oíste que alguien se aproximaba por el pasillo, y volteaste y viste al chofer que te miraba con los ojos muy abiertos, y luego, sin decir palabra, corrió y bajó del camión, y al cabo de cinco o diez minutos una señora ya grande y muy seria, vestida toda de negro y con el pelo canoso recogido en un chongo parecido al que en ocasiones se hacía la abuelita de tu amigo Martín, subió al camión seguida por el chofer y caminó hasta donde tú te hallabas, y te preguntó quién eras, cómo te llamabas, qué hacías ahí, y tú únicamente atinaste a decirle que te habías equivocado de camión, que te perdonara, que no te echara a la calle, y entonces la señora se puso a regañar al chofer y a decirle que no entendía cómo no se había fijado que un niño -¡un niño!- se hubiera subido al camión de un colegio de niñas -¡de niñas!-, y el chofer, con la cabeza baja, sólo repetía una y otra vez no volverá a ocurrir, señora directora, no volverá a ocurrir, y luego la señora bajó del camión seguida por el chofer, y tú te dijiste que, si no te echaba a la calle, la señora aquella de seguro le hablaría a la policía para que te llevara a una correccional de menores, pero resulta que, al cabo de otros cinco o diez minutos, una señorita con una bolsa de plástico en una mano subió al camión, se sentó junto a ti y te ofreció un sándwich y un jugo que sacó de la bolsa de plástico, y tú aceptaste el jugo, pero no el sándwich, pues tenías mucha sed, no hambre, y luego el chofer subió de nuevo al camión, lo encendió y lo puso en marcha, y el camión cruzó el portón rojo y avanzó por una avenida dividida por un camellón muy ancho donde unos trabajadores estaban plantando unas palmeras, mientras la señorita te iba diciendo que no te preocuparas, que pronto estarías en casa, sano y salvo, y que un incidente como aquél bien podía sucederle a cualquiera, y poco a poco, con la presencia de aquella señorita tan linda y tan amable a tu lado, tú fuiste recobrando la calma y la serenidad, e incluso, cuando el camión ya se encontraba a unas cuantas cuadras de casa, te pusiste feliz feliz feliz porque súbitamente comprendiste que, gracias a aquella aventura, ya no tendrías que ir a la escuela ese día...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Hasta entonces sólo dos escritores latinoamericanos habían obtenido el Premio Nobel de Literatura: la chilena Gabriela Mistral, en 1945; y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en 1967. Ya bien entrado el mes de octubre, el nombre del poeta chileno Pablo Neruda comenzó a sonar, una vez más, como uno de los posibles ganadores de tan codiciado galardón. Sin embargo, a Neruda, quien acababa de llegar a París para desempeñarse como embajador de su país en Francia, ya le aburría y le irritaba que cada año se le mencionara y, a final de cuentas, sus expectativas terminaran por los suelos. Según cuenta el propio Neruda en su libro de memorias Confieso que he vivido, una noche, su compatriota Jorge Edwards, quien fungía como consejero de la embajada chilena, le propuso cruzar una apuesta: si le daban el Premio Nobel de Literatura, Neruda pagaría a Edwards y a su esposa una cena en el mejor restaurante de París; y si no, Edwards se encargaría de cubrir la cuenta de Neruda y de su esposa, Matilde. El poeta aceptó, y luego le dijo a Edwards: “Comeremos espléndidamente a costa tuya.” En la mañana del jueves 21 de octubre de 1971, una multitud de periodistas y camarógrafos de televisión invadió los salones de la embajada chilena, ansiosa por obtener alguna declaración del autor de Crepusculario, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Residencia en la tierra, Canto general, Los versos del capitán, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales… Pero Neruda no tenía nada que decir porque la Academia Sueca aún no había hecho público el nombre del ganador. Entonces, mientras Neruda atendía una llamada telefónica del embajador sueco en la que éste le pedía verlo, una estación de radio parisina interrumpió su programación habitual para anunciar que él era el ganador del Premio Nobel de Literatura. ¡Al fin! Debido a que recién lo habían operado, Neruda lucía bastante débil. No obstante, en la noche de ese inolvidable día recibió a varios amigos provenientes de distintas partes, para cenar y celebrar a lo grande: los pintores Robero Matta y David Alfaro Siqueiros, y los escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva, entre otros. Poco menos de dos meses después, el 10 de diciembre, Neruda viajó a Estocolmo en compañía de su esposa para recibir de manos del rey de Suecia un diploma, una medalla y un cheque por una cantidad considerable de coronas suecas… En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura dijo, entre otras cosas: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía: mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.” Junto con Neruda, ese año ganaron los demás premios Nobel: el húngaro Dennis Gabor (Física), el canadiense de origen alemán Gerhard Herzberg (Química), el estadounidense Earl Wilbur Sutherland Jr. (Medicina), el ruso estadounidense Simon Kuznets (Economía) y el alemán Billy Brandt (de la Paz). De la cena que Neruda debió pagar a Edwards y a su esposa en el mejor restaurante de París no se tienen noticias, pero es de suponerse que fue abundante y estuvo deliciosa.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá 1. En contra de lo que puede pensarse, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso no nació en Guatemala. Él mismo lo cuenta en su libro Los buscadores de oro: “Soy, me siento y he sido siempre guatemalteco; pero mi nacimiento ocurrió en Tegucigalpa, la capital de Honduras, el 21 de diciembre de 1921. Mis padres, Vicente Monterroso, guatemalteco, y Amelia Bonilla, hondureña; mis abuelos Antonio Monterroso y Rosalía Lobos, guatemaltecos, y César Bonilla y Trinidad Valdés, hondureños. En la misma forma en que nací en Tegucigalpa, mi feliz arribo a este mundo pudo haber tenido lugar en la ciudad de Guatemala. Cuestión de tiempo y azar.” En 1936, en compañía de sus padres y hermanos, Monterroso se fue a vivir a la ciudad de Guatemala.2. “Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribió Monterroso en “Estatura y poesía”, texto incluido en su libro Movimiento perpetuo (1972). Sin embargo, la baja estatura no le impidió participar activamente en las manifestaciones y protestas organizadas en contra del general Jorge Ubico, quien finalmente tuvo que renunciar como presidente de Guatemala el 1 de julio de 1944. El 4 de julio de ese mismo año, otro general, Federico Ponce Vaides, asumió el poder y Monterroso fue detenido por la policía y recluido en la cárcel, pero al cabo de dos meses escapó y pidió asilo político en la embajada de México. 3. Una vez concluyó la llamada Revolución de Octubre de 1944, que encabezó Jacobo Arbens, Monterroso recibió una invitación para desempeñar un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Un año después, Arbenz fue derrocado, por lo que Monterroso debió exiliarse en Chile. En 1956 viajó de nuevo a México, donde estableció su residencia definitiva. 4. En 1959, Monterroso publicó su primer libro, Obras completas (y otros cuentos), en el que aparece “El dinosaurio”, cuento cuya fama universal se fundamenta, en buena medida, en el hecho de que es muy breve, quizás el más breve de todos los cuentos que se han publicado hasta la fecha (por lo menos en español). Ahora bien, en no pocas ocasiones, “El dinosaurio” ha sido –y sigue siendo– mal citado, y así, cuando torpemente se le añade una “Y” al inicio (que es lo que suele suceder), deja su condición de “rey del cuento brevísimo” para transformarse en una cuasi novela-río. 5. Luego del magnífico recibimiento que tuvo su primer libro, Monterroso se dedicó a pensar y a ver las nubes, hasta que un día retomó el antiguo género literario practicado por Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte, Samaniego, Hartzenbusch..., lo zarandeó, lo purgó, le sacó la tediosa moraleja y con lo que quedó de él se puso a confeccionar una serie de fábulas modernas para “combatir el aburrimiento e irritar a los lectores, principio este irrenunciable”, según declararía más tarde en una entrevista. Así, en 1969 salió a la luz su opus 2: La oveja negra y demás fábulas, uno de los libros más agudos, inteligentes y divertidos de la literatura española. De él, Gabriel García Márquez dijo: “Este libro hay que leerlo manos arriba: su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad.”” 6. La literatura de Monterroso se caracteriza por ser breve y precisa, y por estar dotada de un humor fino, punzante y no pocas veces melancólico, lo cual no significa que sea humorística, ni mucho menos, pues una cosa es una cosa, y otra cosa, otra. A propósito del humor, el escritor guatemalteco declaró en otra entrevista que le concedió al escritor y crítico literario peruano José Miguel Oviedo: “[…] En todo caso, el humor no es un género sino un ingrediente. Cuando el ingrediente se vuelve el fin, todo el guiso se echa a perder; pero siempre habrá quienes gusten de él, así y todo. Bueno, para las vacas la sal no es un ingrediente sino el alimento propiamente dicho, y tal vez por eso las vacas son más amables y felices, aunque no se rían.” 7. Entre los premios y reconocimientos que Monterroso recibió a lo largo de su vida, destacan el Premio Magda Donato (1970), el Premio Xavier Villaurrutia (1975), la Orden del Águila Azteca (1988), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (1996), el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias (1997) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (2000). 8. A partir de inmensas brevedades, Monterroso creó una riquísima literatura que perdurará mientras haya lectores sensibles y atentos. ¡Qué deleite releer un libro suyo –el que sea– o, mejor aún, leerlo por primera vez!
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Hace un año, por la pandemia de la Covid-19, no se permitió visitar a la Virgen de Guadalupe en su casa. Ahora, en este 2021, sí, pero bajo ciertas condiciones. No importa. Con tal de verla y rendirle tributo, sus fieles devotos están dispuestos a hacer cualquier cosa.Son las seis de la tarde del sábado 11 de diciembre y por el andador central de la calzada de Guadalupe fluye un río interminable de niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos provenientes de distintos puntos de la Ciudad de México, pero también del país (e incluso de otros países).Algunos llevan amarrada sobre los hombros una figura de madera de la Virgen; otros, una manta en la espalda con la imagen de la también llamada Reina de América. Ninguno ha olvidado ponerse su cubreboca.En ambas riberas de este caudaloso río humano, los vendedores ofrecen sus productos a precios módicos: rosarios, estampitas sagradas, veladoras…, mientras integrantes del Operativo Basílica, de la alcaldía Gustavo A. Madero, reparten cubrebocas, toman la temperatura y proporcionan alcohol en gel.Más adelante, decenas de peregrinos forman una fila enorme para recibir, de manera gratuita, un plato con unos suculentos tacos al pastor. Asimismo, vecinos de la zona regalan café, botellas de agua, bolsas con frituras, tamales…Por un altoparlante, un integrante del Operativo Basílica le recuerda a la gente no quitarse el cubreboca, desinfectarse las manos con alcohol en gel y, en la medida de lo posible, guardar sana distancia.Escoltados por sus familiares, una media docena de peregrinos avanza de rodillas lenta, penosamente. A lo lejos, entretanto, ya se aprecia, iluminada al pie del cerro del Tepeyac, la antigua Basílica de Guadalupe, construida entre 1682 y 1708.A unos cincuenta metros de la entrada al atrio, sendos aspersores colocados a derecha e izquierda rocían a la muchedumbre con un líquido desinfectante.Conforme los peregrinos entran en el atrio, miembros de la Guardia Nacional les piden seguir caminando sin detenerse. Los peregrinos obedecen, rodean la nueva Basílica de Guadalupe, construida entre 1974 y 1976 por José Luis Benlliure y Pedro Ramírez Vázquez, entre otros arquitectos, e ingresan en ella por una puerta lateral. A la derecha, las bancas del templo lucen completamente vacías.Los peregrinos preparan la cámara fotográfica de su celular antes de llegar a la zona de los caminadores eléctricos. Luego suben en éstos y se dejan llevar… Entonces, al cabo de unos segundos, en lo alto, sobre una bandera de México, la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe aparece ante sus ojos, refulgente.Unos se persignan y le toman fotos, otros la observan fijamente, otros más le lanzan besos. Una poderosa emoción los embarga. Un momento después, sin embargo, ya están del otro lado, rumbo a la salida, eso sí, conmovidos, felices, pensando que bien valió la pena el viaje, la larga caminata desde sus puntos de origen.Salen del templo y cada quien toma su respectivo camino de regreso al hogar. En la calzada de los Misterios, un padre y su hijo adolescente compran dos paquetes de gorditas dulces de maíz recién hechas, al tiempo que de las grandes bocinas de un negocio de artículos religiosos sale la voz de Juan Gabriel, interpretando “Amor eterno”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Hasta esas vacaciones de Semana Santa lo había tratado poco. Cuando en las mañanas yo salía de casa rumbo a la escuela y me lo encontraba en la parada del camión, lo saludaba con un “hola” apenas audible. Entonces, él respondía: -Ho... ho... hola –y bajaba los ojos, sin duda avergonzado por el tartamudeo inclemente que padecía. Se llamaba Héctor, era hijo de un comandante de la Policía Judicial de un pueblo del estado de Morelos y de una mujer chaparra, robusta, ya no tan joven, que acostumbraba calzar unas chanclas muy gastadas. A veces, si no nos completábamos para jugar una cascarita en el parque porque alguien de la palomilla seguía haciendo la tarea, íbamos a su casa y lo invitábamos a unirse a nosotros, aunque fuera un pésimo futbolista. Siempre lo acompañaba su hermanito, Sabino, quien también era tartamudo y no dejaba de sonreír y de admirarse por todo lo que veía a su alrededor. Las clases concluyeron y todos mis amigos salieron de viaje, por lo que inesperadamente me encontré solo, solo, solo... En las mañanas despertaba con una sensación de abandono espantosa e intentaba distraerme viendo televisión, armando mi Mecano u hojeando las revistas de Life en español que mi papá coleccionaba y que apilaba en un viejo revistero, pero pronto me aburría y comenzaba a deambular por toda la casa, como un oso dentro de su jaula. Un día, asomado a la ventana de la sala, pensaba que la vida, así, como se me presentaba, era infinitamente triste y tediosa. Mis padres casi nunca estaban en casa, y cuando convivía con ellos no hacían otra cosa más que recriminarme porque no me bañaba, o porque no cogía bien los cubiertos a la hora de comer, o porque no mantenía en orden mi cuarto... Y ahora, para acabarla de amolar, mis amigos se habían largado... En todo eso cavilaba cuando vi a Héctor y Sabino cruzar la calle. Corrí a la puerta, salí y los alcancé. -¿Qué van a hacer? –pregunté. -Va... va... vamos a... al pa... pa... parque a ti... ti... tirar con l... la re... re... resortera –contestó Héctor. -¿Puedo ir con ustedes? -S... sí. Llegamos. De uno de los bolsillos de su pantalón, Héctor sacó una resortera, pero no una de juguete, como las que vendían en el mercado, con la horqueta de alambre y unas ligas negras más o menos delgadas, sino una con la horqueta de madera perfectamente pulida y unas ligas de hule muy gruesas y resistentes. La contemplé extasiado. Héctor dio unos pasos y dirigió su mirada hacia la copa de uno de los árboles más altos y frondosos del parque. -¡A... a... hí hay u... u... uno! –anunció Sabino. -T... tú ca... ca... cállate –dijo Héctor, y del otro bolsillo extrajo una pequeña piedra y la colocó en el pedazo de cuero sujeto por las ligas; luego, bien aferrada por su mano derecha, levantó la horqueta a la altura de su rostro, estiró las ligas con su mano izquierda, apuntó hacia un sitio específico de la copa del árbol y disparó. Un segundo después, algo cayó al pasto. Los tres corrimos. Un pajarito gris, con la cabeza sangrante, yacía inmóvil a nuestros pies. Yo no lo podía creer... ¡Qué puntería! Sabino recogió al pajarito e informó: -L... lo v... voy a en... te... terrar, pa... pa... para q... que n... no s... se l... lo co... co... coma ni... ni... ningún a... ni... ni... mal. Luego se arrodilló sobre el pasto, escarbó un pequeño hoyo debajo de la copa de aquel árbol, metió al pajarito en él y lo cubrió con la tierra que había escarbado. -Des... ca... ca... cansa e... en p... paz –dijo, y se puso de pie. El resto de la mañana lo dedicamos a subirnos en los columpios, a deslizarnos por la resbaladilla y a colgarnos como monos del pasamanos. Cuando sentimos sed y hambre, regresamos a la cuadra y nos despedimos. El panorama cambió por completo porque me di cuenta de que podía pasármela muy bien con Héctor y de que la ausencia de mis amigos ya no me importaba. Era cierto que no jugaría futbol durante varios días, pero en su lugar –estaba convencido- podría hacer otras cosas igualmente -o más- divertidas con mi nuevo camarada. Al día siguiente me levanté más temprano que de costumbre y fui a su casa a buscarlo. Su mamá abrió la puerta. -¿Está Héctor? –dije. La mujer me miró como si fuera un pordiosero o algo por el estilo, volteó ligeramente hacia atrás y gritó: -¡Te hablan! ¡No se te olvidé sacar el bote de la basura! La mujer se hizo a un lado y apareció Héctor, empujando un enorme tambo verde oscuro. -Ho... ho... hola –dijo, y acomodó el tambo al borde de la banqueta. -¿Puedes salir? ¿Quieres ir al parque? Héctor me vio un instante y desvió la mirada: -N... no, te... te... tengo q... que ir a... al me... me... mercado. -Si quieres te acompaño –dije. -Co... co... como qui... qui... quieras. Héctor entró en su casa y al rato salió de nuevo con una bolsa del mandado en una mano, seguido por Sabino, quien al verme sonrió y exclamó: -¡Ho... ho... hola! -Hola -dije yo, y empecé a caminar junto a ellos. Ya en el mercado, los tres visitamos diversos puestos de frutas y verduras en los que Héctor compró una papaya, manzanas, peras, plátanos, calabazas, chícharos, papas, cebollas... A continuación, nos encaminamos a un puesto de carne y pidió medio kilo de bistecs. Mientras esperábamos a que el carnicero los cortara, Sabino dijo: -He... He... Héctor, ¿m... me co... co... compras u... un ca... ca... carrito? -¡N... no! -¿P... por q... qué? -¡P... por q... que n... no m... me a... al ca... ca... canza el di... di... dinero! Sabino hizo una mueca con la boca que presagiaba un amargo estallido de llanto, pero se contuvo. Héctor le acarició el cabello y dijo: -E... es... tá b... bien. Va... va... vamos p... por t... tu ca... ca... carrito. Compramos el carrito en un puesto de juguetes atendido por un individuo tuerto, y emprendimos el camino de vuelta a la cuadra. Sabino iba feliz con su carrito de plástico de dos pesos. No paraba de hacer un ruidito con la boca que semejaba el rugido de un motor. Al doblar una esquina, dos tipos más grandes que Héctor y yo, con pinta de cargadores, nos cortaron el paso. Uno de ellos preguntó burlonamente: -¿A dónde van, niños? Héctor se detuvo en seco, dejó la bolsa del mandado en el suelo y atrajo hacia sí a Sabino. El otro tipo le dijo a Héctor: -Dame la bolsa y no les pasará nada. Con una seña, Héctor nos indicó que nos pusiéramos atrás de él. Lo que pude ver después es que blandía en la mano derecha una navaja, de ésas a las que uno le aprieta un botoncito y la hoja se despliega de inmediato. Los dos tipos mostraron sorpresa ante aquella arma. A pesar de todo, uno de ellos, el que nos había llamado “niños”, se inclinó un poco e intentó arrebatarle la bolsa a Héctor, pero éste bajó la navaja con un movimiento rapidísimo y le propinó un corte en el brazo. El tipo gritó de dolor y retrocedió, tapándose la herida con la otra mano. Al percatarse de que también podría ser herido por Héctor, el otro echó a correr. Su compañero no tardó en hacer lo mismo. Esa noche, cuando ya me hallaba acostado en mi cama, me deleité recreando aquella escena en mi mente una y otra vez, hasta que el sueño me venció. Otro día, Héctor me habló de su padre. Me contó, con sus palabras entrecortadas, que en una ocasión se había enfrentado a tiros con cinco maleantes que huían después de asaltar un banco, y que, al cabo de dos o tres horas de un encarnizado intercambio de plomo, los había despachado, uno a uno, al infierno, sin que él sufriera ni siquiera un rasguño. Creo que realmente llegamos a ser buenos amigos. Había algo -aún ahora no sé qué- que nos unía, nos hermanaba. Él me buscaba o yo lo buscaba, y nos íbamos por ahí, a vagar durante horas. Platicábamos, reíamos con facilidad; incluso nos confiamos mutuamente algún secreto de nuestra compartida adolescencia, mientras Sabino permanecía en silencio, observándonos y sonriendo. Una tarde volvíamos de una intensa sesión de tiro con resortera en un terreno baldío, cuando Héctor me dijo que Sabino, su madre y él irían al pueblo donde trabajaba su padre. La noticia me llenó de angustia, pues comprendí que me hundiría nuevamente en la soledad y el aburrimiento más atroces. Felizmente, mis amigos no tardaron en retornar a la ciudad y, ya todos juntos, retomamos nuestros partidos de futbol en el parque y, también -¡ah!-, nuestras espontáneas diabluras. Las vacaciones terminaron y todos nos preparamos para reintegrarnos a nuestra respectiva escuela. La noche antes del reinicio de clases fui a casa de Héctor para saludarlo y preguntarle cómo le había ido, pero estaba completamente a oscuras, sola. Los días pasaron, y la casa de mi amigo seguía luciendo deshabitada, hasta que un viernes, de regreso de la escuela, vi a Sabino en la banqueta, jugando con su carrito de dos pesos. -Hola, Sabino –dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó. -¿Y Héctor? ¿Dónde está? -S... se f... fue a... al ci... ci... cielo c... con Di... Di... Diosito. Justo cuando dejó de hablar, su madre se asomó a la puerta y gritó: -¡Sabino, métete! Sabino se incorporó, se despidió de mí agitando una mano y entró en su casa. ¿Qué demonios había detrás de aquellas palabras que aquel niño acababa de pronunciar con una candidez que me heló la sangre? En ese momento no tuve ninguna oportunidad de averiguarlo. Doña Ángeles, la vecina que vivía con su esposo y sus tres hijos en la casa ubicada justo enfrente de la nuestra y que mantenía cierta amistad con la madre de Héctor y Sabino, le refirió a mi mamá lo ocurrido: una mañana, cuando su padre ya se había ido a la comandancia, Héctor se metió a escondidas en su cuarto, abrió el ropero oloroso a humedad y, de entre camisas, pantalones y demás prendas de vestir, sacó un rifle; pero al darse la vuelta, tropezó y lo soltó. El rifle golpeó el piso, se disparó, y la bala que salió de su cañón le perforó la cabeza a Héctor y lo mató en el acto. El resto de ese año escolar no me fue bien. Una melancolía inexplicable y una pavorosa apatía hicieron presa de mí y me empujaron a volarme muchísimas clases y a dejar de hacer tareas y estudiar. Nada me atraía, nada me entusiasmaba, nada me parecía digno de atención. La vida se perfilaba ahora como una aventura extraña, ardua y dolorosa. De tanto en tanto pensaba que Héctor había corrido con suerte, pues ya no tenía que lidiar con ella... A pesar de todo, en la recta final del curso logré sobreponerme y aprobé de panzazo todas las materias. A Sabino lo vi una vez más afuera de su casa. -Hola –le dije. -¡Ho... ho... hola! –exclamó, con la misma sonrisa límpida y afectuosa de siempre. Después, su madre y él se fueron quién sabe a dónde y ya nunca más regresaron.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El “Hombre de Acción” era un muñeco de plástico suave, de pelo castaño, barba de candado y mirada fría, impasible, que vestía un uniforme militar confeccionado con una tela gruesa y calzaba unas botas color café oscuro que le llegaban hasta abajo de las rodillas; además, podía mover la cabeza, los brazos y las piernas, y tenía un completísimo armamento integrado por una ametralladora automática, un fusil con bayoneta calada, una pistola escuadra calibre .44, una granada de mano, un cuchillo, una soga... El niño lo vio por vez primera en un anuncio de la televisión y desde entonces no hizo otra cosa que pedirle a su padre que se lo comprara. Iban al supermercado o pasaban frente a una juguetería, y ahí estaba, duro y dale, con la misma cantaleta: -¡Cómpramelo, por favor! Pero su padre aducía que no tenía dinero o que debía pagar la renta o la colegiatura o cualquier otra cosa, y el niño se quedaba trabado por la frustración y el coraje. Un día, sin embargo, se sorprendió cuando su padre le dijo que le habían pagado un dinerito extra y que, por lo tanto, ya podía comprarle el “Hombre de Acción”. Perfecto. Su padre lo recogería en la escuela a las dos y juntos irían por él. Eso le dijo a la hora del desayuno, un poco antes de que se fuera al trabajo. Dieron las dos. El niño cogió su mochila, salió del salón de clases y atravesó el patio. Su padre no tardó en llegar. El niño le dio un beso en la mejilla y, tomados de la mano, se encaminaron hacia el auto. El sol brillaba esplendoroso en el cielo. El niño iba muy contento, tan contento que ya no se acordaba de lo que había sucedido esa mañana. Arrancaron, recorrieron un largo tramo de una calle arbolada, dieron vuelta a la derecha y entraron en el estacionamiento del supermercado al que acostumbraban ir todos los fines de semana. Su padre apagó el motor y jaló la palanca del freno de mano. Luego, cada uno abrió su respectiva portezuela y salió al solazo vespertino. Ya de pie sobre el pavimento, el niño metió despreocupadamente la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. No lo hubiera hecho: algo parecido a una descarga eléctrica lo cimbró de la cabeza a los pies: allí estaba la hoja del examen de matemáticas que había reprobado, con un horroroso cero trazado por la inclemente mano de la maestra. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó mientras veía de reojo a su padre. Al comprobar que éste no había detectado su turbación, estrujó la hoja de papel dentro del bolsillo y la sacó cubierta por su mano cerrada. Después se agachó y con rapidez la tiró debajo del auto. -¿Qué tiraste? Aunque el niño escuchó claramente la pregunta de su padre, guardó silencio. No quería moverse, ni siquiera respirar. Si hubiera podido, se habría esfumado en el aire, como lo hacían algunos personajes de las caricaturas cuando se hallaban en apuros. Pero no podía. Ahora se encontraba en el centro de una situación desesperada. Su padre insistió: -Te pregunté qué tiraste. Como no podía mantenerse callado por los siglos de los siglos, el niño respondió: -Un papel. -¿Qué clase de papel? -La envoltura de un chocolate que compré en el recreo. -Enséñamela -ordenó su padre. No había escapatoria posible. El niño volvió a agacharse, y con la mejilla al ras del suelo estiró el brazo para alcanzar la hoja de papel hecha bola. En ese instante comprendió que todo estaba perdido, que su padre no le compraría el “Hombre de Acción” y que, además, le impondría un castigo. Su padre rodeó el auto, llegó hasta el niño y le pidió la hoja de papel. Cuando la tuvo entre las manos, la desarrugó y se quedó mirando el garabato de la maestra. Al cabo de unos segundos dijo: -Vámonos. Subieron al auto. El niño se acomodó en el asiento y recargó la cabeza en la ventanilla. Deseaba llorar, implorar perdón, pero no lo hizo porque estaba convencido de que lo que había hecho era un acto deleznable, indigno, que lo situaba en una posición desde la cual no podía –ni debía- pedir ninguna clase de consideración. Cerró los ojos y se despidió del “Hombre de Acción”, para siempre.