Por Roberto Gutiérrez Alcalá -¿Vas a ir a la fiesta de Pico? -No sé. -Rudy, sí. Me lo dijo Nena. -¿Y a mí qué? -¡Ay, sí! Ahora resulta que no te importa. -Cállate, estúpido. Mejor trata de salir de aquí. -No se puede. Mago bajó la ventanilla; luego reclinó su asiento y se recostó en él con los ojos cerrados. Intempestivamente, la cabina del auto se llenó de polvo. Entonces, Mago se incorporó, subió la ventanilla y volvió a recostarse. Afuera danzaron en el aire varios papeles y una que otra bolsa de plástico. Cuate estiró los brazos y las piernas, y bostezó; después prendió la radio. Anuncios. Cambió de estación. Más anuncios. Finalmente decidió apagarla. Cuate alzó los ojos: una enorme mosca estaba posada sobre el parabrisas. El viento seguía soplando con furia. Cuate se adelantó en su asiento para observarla mejor. El insecto recorrió un tramo del vidrio, se detuvo en un punto y se frotó las patitas; luego emprendió el vuelo y se estrelló contra el parabrisas repetidas veces. Mago encendió un cigarro y se puso a hojear una revista que había sacado de su carpeta. -Dame uno, ¿no? -Tú tienes. -No, ya se me acabaron. -Compra entonces. -Ándale, nada más uno. -¡Qué bien friegas! –dijo Mago, y le extendió la cajetilla a su hermano. Durante un rato, Cuate se dedicó a echarle a la mosca el humo de su cigarro. Mago, por su parte, acabó de fumar el suyo, aventó la revista sobre el tablero y se dispuso a dormir. No había nada más que hacer. Conforme el tiempo transcurrió, la fuerza y el empuje de la mosca disminuyeron. Ya casi no volaba para estrellarse una y otra vez contra el parabrisas; ahora más bien se dedicaba a vagar con extrema lentitud a lo largo y ancho del vidrio, como tratando de encontrar una rendija que le permitiera salir a la intemperie. De cuando en cuando zumbaba un poco. Hacía calor, mucho calor. Un pequeño torbellino de polvo pasó bailando junto al auto, mientras a lo lejos una sirena de ambulancia empezaba a crecer como una ola. La cara y el cuello de Cuate se perlaron de sudor. Mago giró en su asiento pesadamente. -¿Ya? -No. -Carajo. -Ni modo. -¿Qué horas son? -Las tres. Cuate alargó un brazo, cogió la revista de Mago y la hojeó; luego se mordisqueó una uña y dirigió la vista al frente: la mosca proseguía deambulando de aquí para allá. Cuando Cuate terminó de limpiar con un pedazo de papel los residuos de mosca que habían quedado embarrados en la portada de la revista, del auto de al lado descendió un hombre con el rostro pálido y convulso. El viento le alborotaba el cabello. Caminó hasta la banqueta de la avenida y se puso a vomitar; después se restregó la frente y la boca con un pañuelo y vio hacia donde estaba Cuate. Una expresión de horror concentrado saturaba sus ojos. Cuate se quedó mirándolo fijamente, como hipnotizado: le hacía recordar una película de monstruos y jorobados. El hombre guardó el pañuelo en el bolsillo trasero de su pantalón y regresó a su auto. En ese momento, la sirena de ambulancia chilló con más potencia y comenzó a alejarse poco a poco, como la resaca de una ola. Cuate se desabotonó la camisa. -Mago..., ¡Mago! -¡Qué quieres! -¿Me das otro cigarro? -No. -Por favor. -No. -Bueno, entonces... -¡Entonces qué! -No, nada, sólo estaba pensando que a lo mejor no podré prestarte... -¡Métetelo por donde te quepa! -Está bien. Que conste, ¿eh? Yo sólo quería un cigarro, un triste y apestoso cigarro. -Sí, claro. Siempre quieres “un triste y apestoso cigarro”, pero ajeno. Así quién no. -Bueno, yo te iba a prestar... -¡Ya te dije. hazlo rollito y métetelo por donde te quepa! -¡No me grites! -¡Eres un idiota! Mago continuó dormitando en su asiento. Cuate intentó de nuevo oír algo en la radio. Anuncios. La apagó violentamente. Hacía calor, mucho calor. El viento seguía soplando. Cuate giró la cabeza hacia la izquierda. Entonces vio que más allá de las hileras de autos se erguía, majestuoso, un edificio en construcción, de unos veinte pisos de altura, al que sólo faltaba ponerle algunos ventanales en la parte superior y pintarlo. Cuate se percató de que junto a uno de los muros laterales colgaban, a buena altura, dos albañiles en un andamio de madera. El sudor le bajaba por la frente hasta los pómulos. Cuate se lo quitó con el puño de la mano. Aquellos albañiles apenas se distinguían a esa distancia. Uno llevaba puesta una gorra de beisbolista; el otro, un paliacate rojo amarrado a la cabeza. En medio de ellos había dos grandes botes de pintura. El andamio oscilaba ligeramente como un péndulo. Los albañiles se asían a las cuerdas que lo sostenían y pintaban con brochazos amplios el muro del edificio. Mago cambió de posición y murmuró algo ininteligible. Cuate bajó unos cuantos centímetros la ventanilla. Entró polvo, pero no la subió. Tosió. En las alturas, los albañiles parecían niños balanceándose en un columpio. Cuate notó que el albañil de la gorra intentaba pararse sobre el andamio, cuyas oscilaciones se habían vuelto más violentas y pronunciadas. De pronto, uno de sus extremos se ladeó. Una gran cantidad de pintura se vertió de los botes y produjo una mancha informe en la parte inferior del muro. La gorra del albañil voló por los aires. Entretanto, un lejano ruido de motores en marcha rasgó el silencio que imperaba en la avenida. Sin embargo, Cuate siguió sumido en la visión de aquellos albañiles que ahora trataban de equilibrar el andamio con maniobras apremiantes, desesperadas. La pintura que quedaba en los botes se vació, agrandando la mancha que había surgido en la parte inferior del muro. La poderosa racha de viento que se había desatado momentos antes levantó una densa cortina de polvo que le impidió a Cuate seguir observando. Cuando se disipó, Cuate advirtió que los albañiles ya habían logrado bajar el andamio unos metros, pero como éste se ladeaba cada vez más y su loco vaivén no disminuía, les resultó imposible continuar tal operación. Los dos hombres empezaron a agitar los brazos en dirección a la avenida, como pidiendo auxilio. Repentinamente, la cuerda que sostenía el extremo ladeado se rompió. El albañil del paliacate cayó al vacío. El otro pudo asirse a la tabla que ahora pendía verticalmente de una sola cuerda. Así permaneció unos segundos. Luego cayó también. -¡Zas! –dijo Cuate. Cuate se enderezó en su asiento, pues creyó oír un ruido de motores que aumentaba paulatinamente. Los autos de adelante avanzaron sobre el ardiente asfalto. Entonces, seguro de que al fin saldrían de allí, se desperezó, accionó la llave de la marcha y metió primera. -¡A casa! –gritó mientras aceleraba.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escuché que se había organizado una manifestación en mi contra. Partiría el día tal, a media mañana, de una plaza no muy alejada de donde yo vivía. Llegó el día y me presenté a la hora indicada, en el sitio acordado. Ahí estaban mis propósitos incumplidos, mis sueños no realizados, mis ideas frustradas por mi flagrante ineptitud. Comenzaron a marchar, primero en silencio, luego vociferando toda clase de injurias y reclamos dirigidos a mi persona. Convencido de que su proceder era justo, no tuve más remedio que sumarme al vasto contingente que formaban.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Tocaron el timbre. Yo estaba en la cocina, tratando de sacarle filo a un cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello muy pronto, quizás esa misma noche. Lo dejé, junto con el afilador manual, a un lado del fregadero y, murmurando una maldición, caminé hasta la puerta. La abrí. Era Dios. Llevaba una barba larga y sucia, un pantalón de mezclilla bastante desgastado y una camiseta blanca con la leyenda “¿Qué me ves?” en letras rojas. -Pasa –dije. Dios entró en mi hogar y con lentitud se dirigió a la sala. -Siéntate. ¿Quieres beber algo? -Sí, un poco de agua -respondió. -Tengo Coca Cola. -No, prefiero agua. Fui a la cocina, serví el agua, regresé a la sala y le extendí el vaso. Dios se lo llevó a la boca y bebió de prisa. -¿Quieres más? –pregunté. -No, gracias –dijo, y dejó el vaso vacío sobre la mesita de centro. -¿Sabes que es una de tus mejores creaciones? –dije. -¿Qué? -El agua. No hay nada como ella. Es tan sencilla, tan elemental, tan endiabladamente sutil... -Sí, debo admitir que estuve inspirado cuando la concebí –dijo orgulloso. Me senté también. Las sombras de la tarde-noche habían inundado toda la casa. Sin embargo, concluí que, en presencia de Dios, convenía no encender ninguna luz y permanecer en penumbras. -Bueno, ¿y a qué debo tu visita? –inquirí. -Tú me llamaste, ¿no te acuerdas? -Sí, pero hace mucho. Creo que aún era niño. Dios se echó hacia adelante en el sillón, clavó su mirada en la mía y dijo: -Escucha: antes, miles de millones de creyentes -¡miles de millones!- me llamaban a diario, pero no podía darles gusto a todos al mismo tiempo. ¡Era imposible! -¿Y qué hay con la omnipresencia, eh? -Puras patrañas. -De todos modos, no entiendo por qué has venido a verme precisamente ahora. -Desde hace años, la demanda ha bajado de manera considerable, lo cual me ha permitido atender las llamadas rezagadas. La tuya era una de ellas. -¡Ah! Sentí hambre, así que le dije a Dios que me acompañara a la cocina. Prepararía unos sándwiches, anuncié. Él se ofreció a ayudarme. -Bien, ¿qué tal si cortas unas rodajas de jitomate y cebolla? -Claro –dijo, y cogió el cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello. Aquellos sándwiches en verdad nos quedaron muy sabrosos. Los devoramos todos, rociados por unas cervezas. Ya con el estómago lleno, las cosas parecían funcionar mejor. Dios y yo volvimos a la sala. -A pesar de todo me da gusto que hayas venido –dije. -A mí también. Te la debía, ¿no? ¡Ja ja ja! -Y a todo esto, ¿cómo te va allá por donde sueles moverte, el Cielo? -No me quejo –respondió Dios-. Aunque la soledad es dura. A veces me harta. -¿Estás solo? –pregunté intrigado. -Tan solo como tú y todos y cada uno de tus congéneres. La diferencia es que ustedes, si así lo desean, pueden recurrir a mí. Yo, en cambio, ¿a quién recurro? Por encima de mi cabeza no hay nadie más. Por encima de mi cabeza sólo está la nada, la fría y rotunda nada. De inmediato me percaté de que aquella plática podía tomar un sesgo peligrosamente filosófico. Cambié de tema. -¿Cuánto tiempo te quedarás acá? -No lo sé. Una semana, quince días... Ya veré. Estoy pensando que, como aún tengo muchísimas visitas por hacer, podría venir cada seis meses. Sería una especie de distracción para mí. -Sí –dije. A esa hora, la oscuridad ya era absoluta. Aunque estábamos a no más de dos metros de distancia el uno del otro, apenas distinguía sus rasgos.De repente, Dios se levantó y dijo: -Me voy. Me paré, lo tomé del brazo y lo conduje hasta la puerta. -Tenía una deuda contigo, pero ya la saldé –dijo-. He disfrutado tu compañía y, por supuesto, ¡tus sándwiches y las cervecitas! -Tú les pusiste el toque divino... -¡Sí! Ja ja ja. Abrí la puerta. Dios salió a la calle. Lo vi alejarse poco a poco por la banqueta, rumbo al sur. Al cabo de un minuto cerré la puerta y entré en la cocina. El cuchillo con el que pensaba cortarme el cuello yacía al fondo del fregadero. Ahí lo había dejado Dios. Lo lavé con esmero para quitarle el olor a cebolla y lo puse en el escurridor. Luego me fui a dormir.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Considera que sus logros personales y profesionales carecen del reconocimiento y la admiración de los demás? ¿Está convencido de que hay una conjura de plena indiferencia hacia su persona? ¿Esto, no obstante, lo está induciendo a creer que su existencia, en efecto, es un dolorosísimo fracaso? Apártese del mundo cruel y contrate nuestro paquete “Una semana en el Paraíso”. Consta de: discurso de bienvenida, ciclo de conferencias sobre su vida y obra (con público extasiado incluido), y aplausos a su paso por cada rincón de nuestras instalaciones. No lo dude: somos especialistas en levantar al ego más vapuleado y agónico.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Hacía más de dos años que aquel hombre y aquella mujer -casados, cada uno por su lado; aún jóvenes, fuertes y bellos, sin hijos- eran amantes, y a lo largo de ese tiempo los dos habían logrado nutrir y consolidar tanto su relación clandestina, convertirla en una aventura tan plena, luminosa y llena de sentido, situarla en uno de los puntos más altos y dichosos de sus existencias, que ahora cada uno por su lado -un poco harto y aburrido de tanta luz y felicidad- estaba considerando -de manera muy muy sería- engañar al otro con su respectiva pareja legal. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 7 de mayo de 1824 fue viernes. Ese día -ese histórico día- el mundo de la música experimentó algo así como un terremoto cuando las notas de la Sinfonía número 9 en re menor, opus 125, “Coral”, de Ludwig van Beethoven, sonaron por primera vez en el Theater am Kärntnertor de Viena, Austria, bajo la batuta del compositor y director de orquesta austriaco Michael Umlauf, pero con el músico alemán también en el escenario, marcando el tiempo. Según las crónicas de la época, tras la conclusión del primer movimiento de la nueva sinfonía beethoveniana se oyó una salva de aplausos atronadores; el segundo movimiento también concitó una entusiasta ovación y tuvo que ser interrumpido y retomado por la orquesta desde el principio; el tercero, con su enternecedora belleza, enamoró a la concurrencia; pero el cuarto, que comienza con lo que Wagner llamó una “fanfarria del terror” y más adelante incorpora cuatro voces solistas (soprano, contralto, tenor y bajo) y un coro a la orquesta, hizo que los oyentes simple y sencillamente enloquecieran. Se cuenta que, una vez que la Novena llegó a su fin, Beethoven –para entonces ya completamente sordo– todavía se hallaba absorto en la partitura, por lo que la contralto Karoline Unger debió tomarlo del brazo y hacer que se volviera en dirección al público, que gritaba y aplaudía fuera de sí. Cambio en el orden tradicional Beethoven compuso la Novena entre 1817 y 1824 (fue su última sinfonía completa; posteriormente dejaría inconclusa la Décima), aunque terminó la mayor parte entre 1823 y 1824, después de las Variaciones Diabelli en do mayor, opus 120, y al mismo tiempo que la Missa solemnis en re mayor, opus 123. “Es interesante destacar que, si bien, de algún modo, Beethoven siguió, en la Novena, la forma usual de la sinfonía clásica, pues tiene cuatro movimientos, cambió el orden tradicional de éstos. Normalmente, en una sinfonía clásica (de Haydn o Mozart), el primer movimiento es rápido (Allegro), el segundo, lento (Andante); el tercero, bailable o juguetón (Menuetto o Scherzo); y el cuarto, rápido (Allegro). Beethoven abrió con un movimiento no demasiado rápido (Allegro ma non troppo, un poco maestoso), pero sustituyó el segundo movimiento (lento) por uno rápido (Molto vivace) y el tercero (bailable o juguetón) por uno lento (Adagio molto e cantabile)”, dice Gabriela Villa Walls, académica de la Facultad de Música de la UNAM. Ahora bien, de acuerdo con la académica, lo verdaderamente innovador en esta sinfonía es el cuarto y último movimiento (Presto – Allegro ma non tropo – Allegro assai), porque Beethoven introdujo en él cuatro voces solistas y un coro para cantar la Ode an die Freude (“Oda a la alegría”), escrita por el poeta alemán Friedrich Schiller en 1785. “Beethoven conoció este poema cuando era joven y durante muchos años tuvo la intención de ponerle música. En cuanto a la melodía del igualmente llamado ‘Himno a la alegría’ de la Novena, una melodía sencilla, con rasgos de la música tradicional alemana, tiene dos antecedentes en la obra del mismo compositor: el lied Gegenliebe (“Amor correspondido”), compuesto en 1795, y la Fantasía para piano, voces solistas, coro y orquesta en do menor, opus 80, “Fantasía coral”, compuesta en 1808, en la que Beethoven usó la misma melodía de Gegenliebe. Por otro lado, se puede afirmar que el cuarto y último movimiento de la Novena tiene rasgos religiosos... No hay que olvidar que Beethoven trabajó, al mismo tiempo, la Missa solemnis y esta sinfonía, debido a lo cual ambas composiciones comparten, además de la exaltación religiosa, ciertos recursos musicales”, indica Villa Walls. Punto de partida Sin duda, la Novena es el punto de partida de diversas obras sinfónicas con voces solistas y/o coro compuestas en los siglos XIX y XX por Berlioz, Liszt y Mahler, entre otros compositores. “Si estaban interesados en componer una sinfonía, todos los músicos que sucedieron a Beethoven se las tenían que ver con lo que éste había hecho. Schubert, quien por cierto estuvo en el estreno de la Novena, dijo: ‘¿Quién puede hacer algo después de Beethoven?’. Asimismo, para Brahms, el peso del compositor nacido en Bonn era casi abrumador. En la cultura occidental, Beethoven es una figura gigantesca, aunque el entusiasmo por sus obras ha variado a lo largo de los años. Sin embargo, si la consideramos específicamente, la idea dominante en la Novena –la de la fraternidad universal–, con su aura religiosa y optimista, siempre ha sido muy atractiva. Por eso, en 1985, el Consejo Europeo adoptó la melodía de la ‘Oda a la alegría’ como el Himno de la Unión Europea y, en diciembre de 1989, a unos días de la caída del muro de Berlín, Leonard Bernstein dirigió la Novena en dicha ciudad para celebrar tan trascendental acontecimiento”, comenta la académica universitaria. Melodía sencilla, cantable Incluso la gente que no gusta de lo que se conoce como “música clásica” identifica de inmediato el cuarto y último movimiento de la Novena y a su autor. ¿A qué puede atribuirse este fenómeno? Villa Walls responde: “Creo que a la naturaleza de la melodía de la ‘Oda a la alegría’, la cual fue el resultado de años y años de trabajo de Beethoven. Como ya señalé, es una melodía sencilla, cantable, reconocible, optimista, que permite que cualquiera que la escuche se la apropie. Pero a esto también hay que sumarle el hecho de que, en la cultura occidental, la figura de Beethoven es casi mítica.” La partitura original de la Novena, compuesta por casi doscientas páginas, es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca Estatal de Berlín. Y desde el 12 de enero del 2003, esta sinfonía, dedicada por Beethoven a Federico Guillermo III de Prusia, está inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). El pañuelo de Furtwängler El 19 de abril de 1942, en la capital del Tercer Reich, la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Wilhelm Furtwängler, interpretó la Novena de Beethoven en un concierto en honor de Adolf Hitler, quien ese día cumplía cincuenta y tres años. Si bien el Führer no asistió, numerosos jerarcas nazis, entre ellos Joseph Goebbels, sí fueron a la sala de conciertos y ocuparon buena parte de las butacas.Cuando se escuchó el último compás de esta sinfonía y los asistentes empezaron a aplaudir, Goebbels se levantó de su asiento y fue a saludar de mano a Furtwängler, quien segundos después, de acuerdo con la filmación que hay del suceso (y que fue incluida en la película Réquiem por un imperio, de Itsván Zsabó), se limpió la mano con su pañuelo para que no quedara en ella rastro alguno del hombrecito encargado del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. Obra predecesora El escritor estadounidense Robert W. Gutman, autor de sendas biografías de Wagner y Mozart, aseguraba que el Offertorium de tempore “Misericordias Domini” en re menor, para cuatro voces, pequeña orquesta, bajo y órgano, Köchel 222, compuesto por Mozart en 1775, contiene una melodía que anticipa con claridad la “Oda a la alegría”.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Quién sabe dónde dejó su botella de agua con jabón. A veces está medio ido y pierde todo. No importa. Eso no le impide chambear. Siempre, desde que lo conozco, se las arregla para resolver cualquier problema que se le presente. Con una de las mangas de su nuevo saco viejo, que le queda grande, limpia el parabrisas del coche. La cosa va bien hasta que se le ocurre valerse de un poco de saliva para aflojar el polvo del vidrio. El conductor del coche, un tipo muy bien peinadito y, de seguro, muy bien perfumado, empieza a manotear y gritarle que pare, que no sea cerdo, y apenas se pone el verde en el semáforo, arranca hecho la fregada. -¡Ven, Nico! –lo llamo- ¡Ven! Con una mano se quita un mechón de los ojos y mira cómo aquel coche se aleja por la avenida; después camina despacio hasta donde estoy recostado en la banqueta y se deja caer junto a mí. -Ni modo, Nico. Hay muchos ojetes en el mundo –digo, y le doy otro trago a mi anforita. Estoy pensando que ya va a ser de noche y tendremos que buscar dónde dormir... De pronto, su cuerpo pegado al mío comienza a sacudirse con fuerza. Así reacciona cuando le da uno de sus ataques de risa en silencio. -¿De qué te ríes, Nico? –le pregunto-. ¿De qué? ¡Dime! Pero no me pela. Entonces volteo y me doy cuenta de que no se está riendo. Llora. Llora a mares, como se dice. Las lágrimas le empapan los cachetes mugrosos y caen sobre las solapas de su nuevo traje viejo. Le acerco la anforita y le digo: -Ten, Nico. Chupa. Ya verás cómo poco a poco se te irá calmando todo ese dolor que sientes.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ese domingo desperté con una cruda espantosa. Cada célula de mi cuerpo se contraía y temblaba sin control, aunque esto realmente me importaba muy poco. Lo que no podía dominar, lo que me sobrepasaba y me hundía en un mar de angustia era la culpa y vergüenza por todas las estupideces y locuras que había dicho y hecho la noche anterior, y aun otras noches, porque en aquel estado de fragilidad física y mental las culpas y vergüenzas pasadas se sumaban a las actuales y volvían a brotar en mi conciencia como pústulas sanguinolentas. Salí a la calle y me puse a caminar sin rumbo. La ansiedad tiraba de mí como un caballo desbocado. Vi a lo lejos un edificio muy alto, de veinte o veinticinco pisos. Me dirigí hacia él, atraído por su magnífica, espléndida arquitectura. Crucé la puerta de entrada, llamé el elevador y subí hasta la azotea. La ciudad, envuelta en una neblina densa y sucia, se desperezaba y abría los ojos a un nuevo día. Di unos pasos más y me senté en uno de los bordes de aquella azotea, con los pies colgando sobre el vacío. Entonces, un rostro se asomó a una de las innumerables ventanas del edificio y al cabo de un minuto oí una voz detrás de mí que me pedía calma. El ruido de los autos y camiones transitando por calles y avenidas subía como un suave murmullo hasta donde yo me hallaba sentado con los pies colgando sobre el vacío. Al rato más individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca- se juntaron a mi espalda, todos unidos por un mismo objetivo: tratar de serenarme y convencerme de que me quitara de allí. Yo apenas les hacía caso: tan concentrado estaba en mis pensamientos, en mi desdicha, en mi escalofriante desesperación. “Tranquilo, amigo, todo tiene solución, te ayudaremos, dinos qué te pasa”, me parece que decían aquellos individuos -mujeres demacradas y en pantuflas, hombres despeinados y con la boca seca-, mientras yo permanecía en silencio, mirando el vacío que se abría a mis pies una mañana de domingo de hace más de treinta y cinco años.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que se dan de topes cada vez que deben redactar un memorándum para sus empleados, una carta de negocios para sus clientes, un simple recado para su secretaria? ¿O es un incipiente novelista cuyo impetuoso cauce poético en ocasiones queda atascado por culpa de esas dos malas yerbas: la sintaxis y la ortografía? Ya no se preocupe. Somos expertos en enderezar toda clase de escritos retorcidos y poner en su lugar cualquier acento fugitivo, cualquier coma indómita, cualquier punto final rejego. ¡Háblenos cuanto antes! Le brindamos una solución a sus problemas prosísticos. Seriedad absoluta.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es usted una de aquellas personas que no pierden oportunidad de decir algo -lo que sea- acerca de cualquier tema o tópico que les salga al paso en una reunión de trabajo, de amigos o de familia? ¿Apenas se halla en compañía de algún conocido (o desconocido), experimenta la impostergable necesidad de hablar hasta por los codos? ¿Su frenética incontinencia verbal ya le ha causado más de un intensísimo dolor de cabeza? ¡Cálmese! Nosotros le enseñamos a saborear las mieles del silencio... Búsquenos ahora mismo y sea capaz de mantenerse herméticamente callado aún bajo las circunstancias más tentadoras. Resultados garantizados.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Está desesperado porque su condición de macho integérrimo le impide soltar una sola lágrima cuando padece un dolor físico o moral? ¿Desde hace mucho tiempo desea llorar a mares por cualquier cosa bella o conmovedora que presencie, pero simple y sencillamente no sabe cómo lograrlo? ¿Daría un pedazo de su alma por experimentar un súbito, espontáneo y liberador acceso de llanto incontenible? Inscríbase, ¡pero ya!, en nuestro curso “Desbloqueo de los conductos lacrimales por el método de la estimulación paroxística”, impartido por el profesor J., eminente oculista y psicólogo egresado de la Universidad de K. Comenzamos en enero. Cupo limitado.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El teléfono sonó. Alcé el auricular. Era la vecina de mi padre. Me saludó. Luego dijo que mi padre se había puesto mal otra vez. Le di las gracias por la información y colgué. Terminé de vestirme, me senté en un sillón de la sala y comencé a morderme los labios. Al cabo de una hora salí a la calle. Sería un día largo y difícil, pensé. Le hice la parada a una combi. Se detuvo. La puerta corrediza se abrió. Subí y me senté en medio de dos mujeres y frente a tres hombres. Uno de ellos, el que iba junto a la ventanilla, se me quedó viendo. Tenía la mirada dura pero triste. Se me ocurrió pensar que él ignoraba lo que yo sentía, que yo también desconocía lo que él podría estar sintiendo o pensando, y que nunca ninguno de los dos sabría nada del otro. Bajé los ojos. Consideré los posibles escenarios que podría hallar una vez que llegara: mi padre ebrio, con una botella de cerveza en la mano; mi padre tirado sobre el piso de su cuarto, inconsciente; mi padre agonizando en su cama... Moví la cabeza, incrédulo. ¿En qué momento las cosas se habían ido a la mierda? Volteé en dirección al chofer, le dije que me dejara en la siguiente esquina y le alargué dos monedas. El hombre de la mirada dura pero triste ahora veía la calle a través de la ventanilla. La combi se detuvo. La puerta corrediza se abrió. Bajé. En las tardes, después de la separación, mi padre pasaba por mi hermana y por mí, y nos llevaba a un jardincito ubicado a un costado del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria. Mi hermana se ponía a cortar florecitas o a jugar a la comidita con su muñeca, mientras él y yo, cada uno con su respectiva manopla, nos lanzábamos una pelota de beisbol. ¿Dónde habían quedado esas manoplas, esas florecitas, esas tardes? ¡Ah, era una ridiculez ponerse sentimental! Seguí caminando. La vecina estaba en el pequeño balcón de su departamento, que se situaba en el tercer piso, justo arriba del de mi padre. Me vio y agitó una mano. Yo hice lo mismo. Luego gritó: -¡Ya bajo! Era una mujer madura, rellena, de baja estatura. Esperé un minuto. Abrió la puerta del edificio. Entré. -Me topé con él como a las siete, cuando salí a tirar la basura –dijo-. Lo noté raro. No podía hablar bien. Arrastraba las palabras. Pero creo que no estaba tomado. No supe qué decir. Subimos las escaleras lentamente hasta el segundo piso, yo detrás de ella, observando cómo sus enormes nalgas se movían de un lado a otro. La mujer giró la llave dentro de la cerradura, empujó la puerta del departamento de mi padre y se hizo a un lado para dejarme pasar. Yo avancé y, antes de que ella se metiera detrás de mí, me volví y con un tono de voz que no admitía ninguna réplica le dije: -Si necesito algo, le aviso. Cuando le cerré la puerta en la jeta, alcancé a ver sus ojillos de roedor ensombrecidos por una finísima capa de cólera e incredulidad. Me asomé a la cocina, de donde provenía un olor putrefacto. En el piso de azulejos manchados de grasa y polvo, amontonadas junto al refrigerador, había muchas botellas y latas de cerveza vacías. Por supuesto, el fregadero estaba desbordado por vasos, platos y cubiertos con restos de comida. Caminé hacia la puerta del balcón y la descorrí. Una leve ráfaga de aire se introdujo en aquella cueva maloliente y me golpeó la cara. Aspiré hondamente, como un buzo que está a punto de sumergirse en unas aguas turbias e inhóspitas. Mi padre salió del baño y me miró en una forma muy extraña. La vejez había caído sobre él como un traje mal confeccionado. Vestía unos pantalones grises con un pedazo de mecate a modo de cinturón y una camisa blanca percudida, de manga larga, con los puños roídos. Su rostro, increíblemente enjuto, lucía unos cuantos pelos largos que no merecían el nombre de barba. -Quihubo –dije. Él no contestó. -¿Cómo estás? ¿Qué te sucede? –insistí. Desde su sitio, parado afuera del baño, mi padre seguía escrutándome en silencio con sus enormes ojos azules. Parecía estarse preguntando quién era yo y qué hacía ahí. Me acerqué a él y lo olfateé en busca de algún rastro de alcohol en su aliento, pero no percibí más que un tufo a sebo agrio proveniente de su cabello enmarañado. La vecina tenía razón: no estaba tomado, en absoluto. Dije: -¿Qué demonios te ocurre? Mi padre parpadeó varias veces seguidas, igual que si hubiera salido de un trance hipnótico, y balbuceó algunas palabras ininteligibles. Yo conocía muy bien sus dotes histriónicas, su gran capacidad para engatusar a propios y extraños -¡vaya que si las conocía!-, pero aquello no tenía precedentes. -¿Qué? ¡No entiendo lo que dices! –grité, y con una mano le apreté el antebrazo izquierdo. Mi padre volvió a intentar –o a aparentar que intentaba- decir algo; sin embargo, de su boca sólo salieron unos resoplidos sin sentido. Entonces, haciendo a un lado la idea de que todo era una vil patraña urdida con quién sabe que torcidos fines, mi mente concibió la posibilidad de que se hubiera metido en el cuerpo alguna droga dura. Esa posibilidad me abrumó. Comencé a jalarlo de un brazo en dirección a la sala, sin que opusiera resistencia. En ese instante pensé que seguramente, con esa misma facilidad, él me había arrastrado en múltiples ocasiones cuando de niño yo hacía algún berrinche. Lo recargué en una pared y le dije: -¿Qué te metiste? Mi padre se llevó un dedo a la boca, al tiempo que meneaba la cabeza, como explicando que no podía hablar. Sentí mucho calor. Le di un golpe en el vientre con el puño. Él se dobló hacia adelante por el dolor. Luego le di otro golpe en un costado y otro en el otro costado. Continué golpeándolo con furia durante no menos de tres minutos, o quizá más. Cada golpe que le daba tenía en mí el efecto de una dulce liberación. Al final, el sudor me corría a mares por la frente, las sienes y el cuello.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Una vez terminó de componer Aida, cuyo fastuoso estreno se realizó el 24 de diciembre de 1871 en el Teatro de la Ópera de El Cairo, Egipto, bajo la batuta de Giovanni Bottesini, Giuseppe Verdi decidió que su carrera como compositor había llegado a su fin. Sin embargo, en 1879, un libreto de Arrigo Boito basado en la célebre tragedia de William Shakespeare, hizo que Verdi abandonara su retiro voluntario y comenzara a componer la ópera Otello, la cual se estrenó, con un rotundo éxito, el 5 de febrero de 1887 en el Teatro de La Scala de Milán. Entonces, Verdi dijo: “Después de haber masacrado implacablemente a tantos héroes y heroínas, por fin tengo derecho a reír un poco”, y se puso a escribir, con otro libreto de Arrigo Boito, la que sería su única comedia lírica y su última ópera: Falstaff, la cual se estrenó el 9 de febrero de 1893, también en La Scala, cuando el músico italiano tenía ochenta años. Verdi, nacido el 10 de octubre de 1813 en Le Roncole, en la provincia de Parma, era inmensamente rico y generoso. Por eso, a partir de 1895, mandó construir la Casa di Riposo per Musicisti, un hogar de descanso para músicos retirados, en Milán, así como un hospital en Villanova sull’Arda, en la provincia de Piacenza. A principios de 1897 padeció un ligero ataque cerebral, pero pronto empezó a recuperarse. Ese mismo año publicó sus Quatro pezzi sacri (Ave Maria, Stabat Mater, Laudi alla Vergine Maria y Te Deum) y perdió a su segunda esposa, Giuseppina Strepponi, lo que supuso un fuerte golpe anímico para él. Verdi había sido un hombre sano prácticamente toda su vida. Ahora comentaba que estaba un tanto ciego y sordo, y se quejaba de que se le escapaba cada vez más la memoria y no dormía a causa del insomnio. En la mañana del 21 de enero de 1901, en su habitación del Gran Hotel de Milán, donde vivía, sufrió una embolia que le dejó el lado derecho de su cuerpo completamente paralizado. Apenas fue divulgada la noticia de su mal estado de salud, una enorme multitud se agolpó frente al Gran Hotel. Y para evitar que se produjera cualquier ruido que pudiera molestarlo, se cubrieron con paja las calles vecinas y se redujo la circulación en la Via Manzoni. Verdi, quien había entrado en coma, ya no resistió más y murió hacia las tres de la tarde del 27 de enero, a los ochenta y siete años, rodeado por Arrigo Boito, la soprano Teresa Stolz y sus editores Giulio y Tito Ricordi, entre otras personas. En señal de luto, las banderas ondearon con listones negros, los teatros y comercios cerraron sus puertas, y los periódicos publicaron ediciones especiales en la que daban cuenta de su fallecimiento, con los bordes de sus páginas impresos en negro. Verdi fue enterrado en una ceremonia privada en el Cimitero Monumentale de Milán pero, al cabo de un mes, sus restos, junto con los de Giuseppina Strepponi, fueron exhumados y llevados a la capilla de la Casa di Riposo per Musicisti, donde aún hoy permanecen. En esta ocasión, unas trescientas mil personas acompañaron el cortejo fúnebre y la orquesta de La Scala y más de ochocientas voces interpretaron, bajo la batuta de Arturo Toscanini, el coro “Va, pensiero”, de otra de sus creaciones: Nabucco.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El “Hombre de Acción” era un muñeco de plástico suave, de pelo castaño, barba de candado y mirada fría, impasible, que vestía un uniforme militar confeccionado con una tela gruesa y calzaba unas botas color café oscuro que le llegaban hasta abajo de las rodillas; además, podía mover la cabeza, los brazos y las piernas, y tenía un completísimo armamento integrado por una ametralladora automática, un fusil con bayoneta calada, una pistola escuadra calibre .44, una granada de mano, un cuchillo, una soga... El niño lo vio por vez primera en un anuncio de la televisión y desde entonces no hizo otra cosa que pedirle a su padre que se lo comprara. Iban al supermercado o pasaban frente a una juguetería, y ahí estaba, duro y dale, con la misma cantaleta: -¡Cómpramelo, por favor! Pero su padre aducía que no tenía dinero o que debía pagar la renta o la colegiatura o cualquier otra cosa, y el niño se quedaba trabado por la frustración y el coraje. Un día, sin embargo, se sorprendió cuando su padre le dijo que le habían pagado un dinerito extra y que, por lo tanto, ya podía comprarle el “Hombre de Acción”. Perfecto. Su padre lo recogería en la escuela a las dos y juntos irían por él. Eso le dijo a la hora del desayuno, un poco antes de que se fuera al trabajo. Dieron las dos. El niño cogió su mochila, salió del salón de clases y atravesó el patio. Su padre no tardó en llegar. El niño le dio un beso en la mejilla y, tomados de la mano, se encaminaron hacia el auto. El sol brillaba esplendoroso en el cielo. El niño iba muy contento, tan contento que ya no se acordaba de lo que había sucedido esa mañana. Arrancaron, recorrieron un largo tramo de una calle arbolada, dieron vuelta a la derecha y entraron en el estacionamiento del supermercado al que acostumbraban ir todos los fines de semana. Su padre apagó el motor y jaló la palanca del freno de mano. Luego, cada uno abrió su respectiva portezuela y salió al solazo vespertino. Ya de pie sobre el pavimento, el niño metió despreocupadamente la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. No lo hubiera hecho: algo parecido a una descarga eléctrica lo cimbró de la cabeza a los pies: allí estaba la hoja del examen de matemáticas que había reprobado, con un horroroso cero trazado por la inclemente mano de la maestra. “Tengo que deshacerme de ella”, pensó mientras veía de reojo a su padre. Al comprobar que éste no había detectado su turbación, estrujó la hoja de papel dentro del bolsillo y la sacó cubierta por su mano cerrada. Después se agachó y con rapidez la tiró debajo del auto. -¿Qué tiraste? Aunque el niño escuchó claramente la pregunta de su padre, guardó silencio. No quería moverse, ni siquiera respirar. Si hubiera podido, se habría esfumado en el aire, como lo hacían algunos personajes de las caricaturas cuando se hallaban en apuros. Pero no podía. Ahora se encontraba en el centro de una situación desesperada. Su padre insistió: -Te pregunté qué tiraste. Como no podía mantenerse callado por los siglos de los siglos, el niño respondió: -Un papel. -¿Qué clase de papel? -La envoltura de un chocolate que compré en el recreo. -Enséñamela -ordenó su padre. No había escapatoria posible. El niño volvió a agacharse, y con la mejilla al ras del suelo estiró el brazo para alcanzar la hoja de papel hecha bola. En ese instante comprendió que todo estaba perdido, que su padre no le compraría el “Hombre de Acción” y que, además, le impondría un castigo. Su padre rodeó el auto, llegó hasta el niño y le pidió la hoja de papel. Cuando la tuvo entre las manos, la desarrugó y se quedó mirando el garabato de la maestra. Al cabo de unos segundos dijo: -Vámonos. Subieron al auto. El niño se acomodó en el asiento y recargó la cabeza en la ventanilla. Deseaba llorar, implorar perdón, pero no lo hizo porque estaba convencido de que lo que había hecho era un acto deleznable, indigno, que lo situaba en una posición desde la cual no podía –ni debía- pedir ninguna clase de consideración. Cerró los ojos y se despidió del “Hombre de Acción”, para siempre.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Carlos Reinoso era mi ídolo. Cada vez que yo salía al parque a patear el balón con mis amigos, tenía en mente sus recortes, sus pases precisos, sus tiros chanfleados al arco enemigo, y trataba de imitarlo. Incluso, cuando esperaba a que el partido se reanudara, ponía las manos en la cintura, igual que él. En aquella época, yo era un mocoso de doce años, y si alguien me hubiera preguntado: ¿eres feliz?, sin duda hubiese contestado: no. Las causas de mi infelicidad eran básicamente dos: todos los días debía levantarme tempranísimo para asistir a una escuela que semejaba un reclusorio (con celda de castigo incluida); y, una vez que me soltaban en la tarde y regresaba a casa, no podía jugar hasta que hubiera terminado, de cabo a rabo, la tarea. Puedo decir que sólo cuando estaba en posesión -o detrás- de una pelota me sentía libre. Todo lo demás me tenía sin cuidado: las peleas de mis padres, los vecinos, el clima, la contaminación, la economía nacional e internacional... Mi sueño era convertirme en un jugador profesional, integrar las filas del América y participar en un Campeonato Mundial con la Selección. Y a él me entregaba con pasión cuando lograba zafarme de mis obligaciones escolares. Por supuesto, no me perdía ningún partido del América, ya fuera por televisión o en el mismísimo Estadio Azteca, acompañado por mi padre. Y Reinoso –quien había llegado a ese equipo en 1970, poco después del Mundial más lindo de la historia- era mi maestro. Yo lo consideraba el summum de la creatividad, la elegancia y el talento futbolísticos. No había nadie como él (excepto Pelé, claro). A veces, en lugar de organizar un partido con mis amigos, prefería subir solo a la azotea del edifico e imaginar que, enfundado en el uniforme crema, con el número 8 en la espalda, yo era Reinoso, y que driblaba a cuanto adversario me salía al paso antes de marcar un golazo... En la temporada 70/71, el América ganó el campeonato de liga bajo la batuta del chileno. Y en la siguiente -71/72- estuvo a punto de repetir la hazaña, pero, en la final, Reinoso y sus compañeros se toparon con un Cruz Azul inspirado que los apabulló cuatro goles contra uno. En esa ocasión, frente al televisor, no pude contener mi tristeza, y, sin importarme que estuvieran presentes varios de mis familiares, lloré amargamente, desconsolado. Ahora se disputaba el torneo de copa 72/73. Y hacía apenas unas semanas mi padre me había llevado al Estadio Azteca, donde tuve la oportunidad de ver en vivo y a todo color cómo Reinoso aprovechó que el guardameta del Atlético Español, Vázquez del Mercado, estaba demasiado lejos de su portería, para meterle un maravilloso, soberbio gol desde media cancha. Una noche, cuando ya me hallaba acostado en la cama, a punto de dormirme, mi madre entró en mi cuarto y me anunció que había conseguido una entrevista con Reinoso. Quedé anonadado. Ella trabajaba como reportera de una revista femenina y, puesto que Reinoso gozaba de una creciente fama tanto entre los hombres como entre las mujeres (aunque chaparro, era apuesto, galán), había pensado que bien podía entrevistarlo y escribir un reportaje que destacara no sólo sus dotes como estrella deportiva, sino sobre todo su faceta como esposo y padre de dos pequeños hijos. -¿Cuándo? –le pregunté. -Pasado mañana -respondió. -¿Dónde? -En su domicilio particular. -¿Y me vas a llevar? -Sí. A partir de ese instante mágico no tuve otro pensamiento en la cabeza que no girara alrededor de la futura entrevista. Al día siguiente les comuniqué la buena nueva a mis amigos. Primero me tildaron de hablador; luego, al verme tan entusiasmado por la perspectiva de conocer en persona a Reinoso, me creyeron, y a lo mejor hasta me envidiaron un poquito. Quién sabe. El día ansiado llegó. Mi madre me recogió en la escuela y nos dirigimos a la colonia Nápoles, donde Reinoso y su familia vivían en un departamento de la calle de Pensilvania. Mi madre estacionó el auto y bajamos. Entramos en el edificio, llamamos el elevador y subimos hasta el tercer piso. Mi madre tocó el timbre del departamento 301, y esperamos. Las manos me sudaban. Abrieron la puerta. -¡Hola!, pasen, pasen... No era posible... ¡Ahí estaba frente a mí, vestido con unos pantalones de mezclilla y una camisa blanca de manga corta, Carlos Enzo Reinoso Valdenegro, el más grande jugador del futbol mexicano, el estratega que comandaba al América como un general dirige a su ejército, el hombre que hacía con el balón lo que se le pegaba la gana! Cruzamos la puerta y nos encontramos con una mujer joven, de pelo corto y negro. -Buenas tardes –nos dijo, y nos tendió la mano-. Soy la esposa de Carlos. -Buenas tardes –respondimos al unísono mi madre y yo, y la saludamos; y a continuación mi madre añadió-: Éste es mi hijo Roberto. Reinoso, quien ya se había dado la vuelta después de cerrar la puerta, me puso una mano sobre la cabeza y preguntó: -¿Te gusta el futbol, Roberto? -¡Sí! –respondí-. Y soy americanista y, para mí, usted es el mejor jugador de México. -¡Es una agradable sorpresa oírte decir eso! –dijo Reinoso, y me revolvió el cabello cariñosamente. -Adelante, por favor –dijo la mujer, y nos condujo a la sala. Yo me senté junto a mi madre en el sofá; Reinoso y su esposa ocuparon dos sillones individuales. Al rato, un niño de unos cuatro años y una niña todavía más pequeña, de unos dos, ambos con el rostro adormilado, hicieron su aparición por el pasillo. -Son mis hijos –dijo Reinoso-. Saluden, niños. -Hola –dijeron ellos. -Hola -dijimos nosotros. Mientras nos tomábamos un refresco que nos trajo la sirvienta, mi madre se encargó de preparar el terreno para la entrevista propiamente dicha. Les preguntó a Reinoso y a su esposa en qué lugar de Chile habían nacido, cuándo se habían conocido, cuánto tiempo había durado su noviazgo, dónde se habían casado... Yo escuchaba atentamente las respuestas y de tanto en tanto paseaba la mirada por aquel departamento para guardar en mi memoria cualquier detalle que hiciera más verídico el relato que ya planeaba contarles a mis amigos. Al cabo de unos minutos pasamos al comedor. -Voy a prender la grabadora –dijo mi madre. -Sí, muy bien –dijo Reinoso. La entrevista se centró en la vida familiar del crack chileno, si bien era inevitable que mi madre se refiriera frecuentemente a su actividad profesional. Hacia las cuatro y media terminamos de comer y nos levantamos de la mesa. -El fotógrafo no ha de tardar en llegar –dijo mi madre. -Aquí lo espero, no te preocupes –dijo Reinoso, y luego volteó a verme y preguntó-: Bueno, ¿y tú, Roberto, no juegas futbol? Cómo decirle que lo único que deseaba era jugar como él y que para ello practicaba a diario -en compañía de mis amigos, en el parque; o solo, en la azotea- las jugadas que lo veía hacer en la televisión o en el estadio. Era demasiado. No podía permitirme ser tan sincero. Por eso dije únicamente: -Sí, me encanta. -Y parece que es bastante bueno, según he oído –agregó mi madre. -¿No te gustaría formar parte de la fuerzas inferiores del América? -¡Sí! Reinoso, entonces, se encaminó a una de las habitaciones. Un momento después salió de ella y me alargó una tarjeta de presentación (llevaba su nombre y el escudo del América impresos), garabateada de su puño y letra. Leí: “Profe X.: Roberto es mi amigo. Échele un ojo. Juega muy bien. Se lo encargo mucho. Gracias.” El reportaje se publicó al poco tiempo y fue un éxito. Yo, por mi lado, me presenté casi de inmediato -con la anuencia de mis padres, pero bajo ciertas condiciones que me impusieron- en las instalaciones del equipo crema, en la calle del Toro número 100, en Coyoacán, para mostrarle la tarjeta al Profe X., quien, luego de leerla y devolvérmela, dijo: -Vamos a ver si es cierto... Y sí era cierto que poseía algunas cualidades futbolísticas: dominio del balón, habilidad, velocidad, enjundia; sin embargo, nunca pasé de jugar en ligas amateurs los fines de semana; eso sí, siempre teniendo en mente, como un modelo insuperable, la técnica, la maestría, el arte supremo de Reinoso.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Para Blanca Castañeda, a quien no conozco Allí estaba: tres lugares adelante, sentada sobre una de las coderas del asiento, platicando despreocupadamente con sus amigas, riéndose con facilidad, mostrando en cada carcajada esas dos perfectas hileras de dientes blanquísimos que tanto lo habían impresionado cuando la conoció el primer día de clases. Parecía mentira: tan cerca y tan lejos a la vez. En su asiento reclinado hasta el tope, junto al pasillo, con la cabeza echada a un lado, los brazos en el regazo y las piernas estiradas, Arturo semejaba un enfermo grave. Mientras contemplaba a Laura, mientras registraba con la mirada cada uno de sus rasgos, cada uno de sus ademanes, cada uno de sus movimientos, sentía una leve opresión en el pecho que lo obligaba a jalar aire con la boca de cuando en cuando. También tenía ganas de llorar. Pero debía ser fuerte, se dijo. Ya habría tiempo de hacerlo a solas para mitigar aquel desconocido, increíble dolor. El autobús dio un tumbo en el camino de tierra. Casi de inmediato, una cascada de gritos de sorpresa inundó la atestada cabina. Arturo se incorporó en su asiento y miró por la ventanilla: los rayos del sol se colaban a través del apretado follaje de los árboles, formando un finísimo manto de luz neblinosa. Su acompañante, un niño que llevaba puesta una gorra de beisbolista con la visera hacia atrás, comentó algo que él no pudo, o no quiso, oír. Luego, como quien desea sumergirse de nuevo en un sueño bruscamente interrumpido, Arturo volvió a recostarse, entrecerró los ojos y se dedicó a ordenar los recuerdos que bullían en su mente. Amor a primera vista. Arturo ya había escuchado esta frase muchas veces: en el cine, en la televisión, en alguna conversación entre adultos. Pero si antes de conocer a Laura no le transmitía nada, es decir, ningún sentimiento, ninguna emoción, ahora entendía perfectamente su significado, pues eso -amor a primera vista- era lo que había sentido por aquella niña que aparentaba tener más años de los que tenía en realidad. Esa nublada mañana de septiembre, se acordaba bien, mientras el director les dirigía a los alumnos unas palabras de bienvenida, él permaneció muy derechito en la fila, con su uniforme, sus zapatos y sus útiles nuevos, fija la mirada en la nuca del niño de adelante. Estaba aterrado, y así lo manifestaba: con una inmovilidad casi catatónica. El hecho de tener que adaptarse a otra escuela lo había sumido en ese estado mental. Arturo odiaba el estudio y todo lo que implicaba: maestros, tareas, exámenes... Pero ni modo, debía afrontar tan difícil situación: ése era el papel que se le había asignado. La ceremonia de apertura de cursos terminó y los maestros dieron la orden de avanzar hacia los salones. Entonces, en el preciso momento en que toda la angustia se le agolpaba en la boca del estómago, alcanzó a escuchar una risa que provenía de la fila de junto. Arturo volvió la cabeza y lo primero que vio fueron sus dientes, sus espléndidos dientes blancos. Quedó deslumbrado. “Como cuando uno se halla en un cuarto a oscuras y alguien enciende repentinamente la luz”, pensó. Puede decirse que esa mañana ocurrió un milagro: aquella fugaz visión hizo que Arturo olvidara todo su miedo y sintiera una emoción que nunca había experimentado, una emoción que poco a poco, al paso de los días, lo fue colmando de un entusiasmo y una alegría indescriptibles. Hoy sabía que eso que había sentido se llamaba amor a primera vista. Pero al recordar dónde y en qué circunstancias se encontraba, una ráfaga de desesperación lo sacudió. ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué podía hacer él para recuperar aquel entusiasmo y aquella alegría que habían brotado como por arte de magia en su interior? Al tiempo que daba otra bocanada de aire, Arturo abrió los ojos: allí seguía Laura, a sólo unos metros de distancia, moviendo los brazos con una ligereza de pájaro, haciendo gala de su lozana hermosura. Era insoportable contemplar su rostro, su cuerpo ya adolescente, y no poder abrazarla, cubrirla de besos, decirle cuánto la amaba... A Arturo le sorprendió volver a tener estos pensamientos. Incluso por un instante se sintió avergonzado e incómodo. Ciertamente, aún no se acostumbraba a ellos, pero no podía ni quería negarlos. Eran tan verdaderos como el dolor que le partía el alma. El autobús transitaba ahora por una carretera pavimentada. Un murmullo intenso pero monótono, alterado en ocasiones por una carcajada o un grito, invadía el aire enrarecido de la cabina. Afuera, la luz del sol empezaba a declinar. Arturo vio de reojo que su compañero de asiento dormitaba con la cabeza apoyada en la ventanilla; luego fijó la vista en un punto del techo. Una nube lo envolvió... Se levantaba más temprano que de costumbre, para bañarse y arreglarse minuciosamente frente al espejo del baño. Y cuando no había moros en la costa, abría el clóset de su papá, tomaba el frasco de su loción preferida, se echaba un chorrito en la mano y se lo esparcía por la cara y el cuello. Después salía de casa, radiante, chiflando cualquier tonada de moda, pensando en que era maravilloso sentirse así: enamorado, y en que ese día, sin duda, la volvería a ver, aunque fuera de lejos, antes de entrar a clases, durante el recreo o a la hora de la salida, no importaba. Ya habría una oportunidad de conocerla y platicar con ella. Esa oportunidad tardó poco más de un mes en presentarse. Una mañana, los tres grupos de sexto año fueron reunidos en el salón de música para ensayar los villancicos que cantarían en una fiesta navideña. Entonces, cuando el maestro pasó lista. Arturo supo al fin que aquella niña se llamaba Laura. Laura..., Laura..., Laura... Arturo nunca antes se había puesto a pensar en la prodigiosa fuerza que un nombre de mujer puede llegar a tener. Así, el de Laura comenzó a ser para él como el abracadabra de los brujos y magos: al pronunciarlo, siempre en voz baja, como si fuera una plegaria, se le abrían las puertas de un paraíso lleno de promesas sublimes. Esa vez, al término del ensayo, cuando los alumnos ya se dispersaban por el patio de la escuela, Arturo se dejó llevar por el impulso de su absoluto enamoramiento: se le acercó a Laura, la llamó por su nombre y le preguntó algo relacionado con aquellos villancicos que acababan de cantar. El chiste era hacer contacto con ella de cualquier manera. Y lo logró. Los vestigios de una felicidad ya perdida golpearon intempestivamente a Arturo. El efecto fue demoledor, como el de un choque eléctrico: el niño se removió en su asiento, inquieto, anhelante, mientras cerraba los párpados con todas sus fuerzas para tratar de retener en la memoria aquellas imágenes bañadas por una luminosidad diáfana, etérea. Sin embargo, pronto, muy pronto, la realidad acabó por imponérsele: aquellas imágenes pasaron y se difuminaron en su mente como nubes destrozadas por el viento. Arturo entreabrió los párpados: Laura se había sentado en su lugar y ahora escuchaba con atención a una niña que estaba del otro lado del pasillo, a su izquierda. Su perfil se delineaba sutilmente en la semipenumbra del autobús. Exhausto, abatido, sintiendo como si un bisturí lo desgarrara por dentro, Arturo se entregó al repaso de aquella frente amplia, de aquel ojo negro enmarcado por una ceja muy tupida, de aquella nariz recta, de aquella mejilla tersísima, de aquellos labios pálidos y delgados. Arturo pensó que era una visión cruel, la más cruel de todas, pero no apartó los ojos de Laura. Deseaba vivir intensamente ese momento, precipitarse en él, y para volverlo aún más agudo e hiriente, decidió contrastarlo con la dicha que había sentido apenas unos días antes, cuando la ilusión lo guiaba. Para coronar el fin de cursos y despedir a los grupos de sexto año, el director organizó un campamento en un sitio localizado a tres horas de la ciudad, en medio de un hermoso bosque de pinos y junto a un río de aguas todavía claras y limpias. Cuando se enteró de esto, Arturo se dijo que precisamente algo así -un campamento- era lo que estaba esperando para llevar a cabo lo que desde hacía varios meses rondaba su cabeza con una obsesiva perseverancia. Arturo ya trataba a Laura con una confianza plena, y Laura parecía sentirse a gusto en su compañía. En el recreo le regalaba una bolsa de papas fritas, un chocolate, un chicle..., y a la hora de la salida, sin falta, la buscaba ansioso, iba a su encuentro y se despedía de ella con un ligerísimo apretón de manos que bien podía confundirse con una caricia. Este trato continuo con Laura lo transformó de una manera inesperada: se mostraba animado, risueño, y su rendimiento escolar mejoró tanto que al final obtuvo uno de los primeros lugares de su salón. Así pues, el día en que maestros y alumnos partieron rumbo al campamento en tres autobuses rentados, una gran sonrisa iluminaba su rostro. La estadía de Arturo en aquel sitio estuvo marcada por una permanente tensión. Él tenía una idea fija y sólo andaba a la caza de la ocasión propicia para ponerla en práctica. También consideraba los pros y los contras de cada uno de los hipotéticos escenarios que imaginaba constantemente. Por eso adquirió un aspecto meditabundo, reconcentrado, y casi no convivió con sus compañeros ni participó en los juegos organizados por el personal del campamento. Su objetivo era otro, y en él confluía toda su energía, toda su pasión. La segunda y última noche, después de la cena, Arturo comprendió que no podía dejar pasar más tiempo, que su indecisión lo estaba llevando a un callejón sin salida. Respiró profundamente y, temblando, sintiendo cómo los impetuosos latidos de su corazón le cimbraban el pecho, se encaminó a donde se hallaba Laura. Más allá, una veintena de niños cantaba y se balanceaba alrededor de una fogata. Arturo saludó a Laura y le pidió que se alejaran unos pasos porque le quería decir una cosa, a lo cual Laura accedió sin titubear. Caminaron sobre la hierba húmeda y, entonces, apartados de las miradas de los demás, junto a la cerca de alambre que delimitaba el terreno del campamento, Arturo apretó los puños y se lo dijo. Le dijo que ya no aguantaba, que debía saberlo ya, que estaba enamorado de ella, que la amaba y que, si aceptaba, podían ser novios. Aquella vertiginosa andanada de frases fue como un relámpago en medio de la noche. Laura quedó petrificada, pero al cabo de unos segundos, cuando logró superar la confusión y el asombro, reaccionó con una abrumadora serenidad: con voz nítida y pausada le dijo a Arturo que aún no pensaba tener novio y que lo mejor para los dos era seguir siendo amigos. Luego hizo una mueca que significaba “ni modo”, le dio la espalda y corrió en dirección a la tienda de campaña donde dormía con otras compañeras. Todo -no algo ni mucho, sino todo..., ¡todo!- estaba perdido, pensó Arturo, y se mesó el pelo. Aquello había sido como un naufragio. Así pues, ¿qué caso tenía continuar, es decir, esforzarse en la escuela, jugar futbol, bañarse, tomarse su Quik, lavarse los dientes, rezar, dormir, despertar a un nuevo día..., si el barco en que navegaba rumbo a una isla fantástica se había ido a pique y ahora yacía en el fondo del mar, abandonado, terriblemente solo? Las sombras del atardecer ya caían sobre el campo y las montañas. Arturo miró las casitas de adobe, las vacas, los hombres a caballo que el autobús iba dejando atrás, y tuvo el presentimiento de que nunca más volvería a ver todas esas cosas; de que, de algún modo, se estaba despidiendo para siempre de ellas. Luego, con la vista extraviada en el crepúsculo, se quedó quieto, muy quieto, sin pensar nada, sin sentir nada... El autobús se detuvo. Una voz gritó que habían llegado. Las luces de la cabina se encendieron y los niños de hasta adelante cogieron sus pertenencias y empezaron a bajar ruidosamente por la escalerilla. Laura se puso de pie y se alejó por el estrecho pasillo. El niño de la gorra de beisbolista también se puso de pie y le pidió permiso a Arturo para pasar. El autobús no tardó en vaciarse. Arturo no se decidía a abandonar su lugar. Un rato después, el mismo hombre que había anunciado la llegada del autobús se asomó por la puerta y lo instó a hacerlo. Entonces, él no tuvo más remedio que levantarse trabajosamente y, con su maletín en una mano y su chamarra en la otra, avanzar con lentitud. Pero antes de llegar a la escalerilla y comenzar a bajarla, se dio la vuelta y paseó los ojos por cada una de las hileras de asientos, como despidiéndose del mundo.
Por Roberto Gutiérrez AlcaláAdemás de ser discreta, elegante y cortés, y hacer gala de un respeto irrestricto hacia todos y cada uno de sus semejantes, aquella dama cuarentona de rostro risueño, pechos tristes y muslos redondos tenía una costumbre verdaderamente ejemplar: todos los fines de año, al calor de los brindis, las carcajadas, el intercambio de regalos y los abrazos de felicitación, se rifaba a sí misma, con mucho éxito, entre el personal masculino de la dependencia gubernamental donde, de lunes a viernes -de nueve de la mañana a seis de la tarde-, fungía, con una aceptable eficiencia, como secretaria del señor director. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El miércoles 17 de junio de 1970 ha quedado grabado en la historia del futbol como el día en que se disputó el partido más dramático y emocionante no sólo del IX Campeonato Mundial, sino también de todo el siglo XX: Alemania contra Italia. Esta semifinal, jugada en el Estadio Azteca ante poco más de cien mil espectadores, equivale a lo que en el béisbol representa el juego perfecto lanzado por Don Larsen, de los Yankees de Nueva York, contra los Dodgers de Brooklyn el 8 de octubre de 1956 en el Yankee Stadium (es el único hasta la fecha en una Serie Mundial); y, en el boxeo, a la pelea entre Muhammad Ali contra George Foreman, escenificada el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire. Tres días antes, en el Estadio Nou Camp de León, Alemania había derrotado a Inglaterra tres a dos, en un partido de alarido; e Italia había barrido a México cuatro a uno en “La Bombonera” de Toluca. Los alemanes, comandados por Helmut Schoen, saltaron a la cancha así: en la portería, Sepp Maier; en la defensa, Berti Vogts, Bernd Patzke, Willi Schulz y Karl-Heinz Schnellinger; en el medio campo, Franz Beckenbauer, Wolfgang Overath, Gurgen Grabowski y Uwe Seller (capitán); y en la delantera, Gerd Muller y Hannes Lörd. Los italianos, bajo la dirección de Ferruccio Valcareggi, alinearon de la siguiente manera: en la portería, Enrico Albertosi; en la defensa, Tarcisio Burgnich, Giacinto Facchetti (capitán), Pierluigi Cera y Roberto Rosato; en el medio campo, Mario Bertini, Sandro Mazzola, Giancarlo De Sisti y Angelo Domenghini; y en la delantera, Roberto Boninsegna y Gigi Riva. En punto de las dieciséis horas, el árbitro peruano Arturo Yamasaki, asistido en las bandas por el chileno Rafael Hormazábal Díaz y el venezolano Guillermo Velásquez, dio el silbatazo inicial e Italia movió el balón. Por supuesto, la afición mexicana, dolida por la eliminación de su equipo a manos de los azzurri, apoyaba decididamente a los alemanes. En el minuto ocho, Boninsegna avanzó en dirección del área alemana y le pasó la pelota a Riva, pero Vogts se interpuso y la rechazó con el pecho. Boninsegna se le adelantó a Beckenbauer, se volvió a hacer del balón y, a la altura de la media luna, soltó un fuerte zurdazo que perforó por la izquierda la cabaña de Maier. Uno a cero a favor de Italia. En el minuto dieciocho, Beckenbauer tomó la pelota, dejó atrás a Mazzola y, cuando ya estaba dentro del área italiana, Facchetti lo zancadilleó, pero Yamasaki marcó saque de meta. Más tarde, desde los tres cuartos de cancha, Grabowski tiró con la zurda un trallazo que el guardameta italiano desvió con las yemas de los dedos por encima del travesaño. Segundo tiempo Rivera sustituyó a Mazzola y Reinhard Libuda a Lörd. En el minuto sesenta y seis, Muller corrió en busca de un balón que Bertini había retrasado a Albertosi y, ante la salida de éste, se lo dio a Grabowski, quien dejó tendido en el pasto a De Sisti y, ya dentro del área italiana, proyectó una diagonal atrasada hacia Overath. El mediocampista alemán disparó con la pierna izquierda una bala que cimbró el travesaño de Albertosi y luego salió de la cancha. No había transcurrido ni un minuto, cuando Beckenbauer tomó la pelota, esquivó a De Sisti y, en los linderos del área italiana, fue derribado por Cera. A pesar de las protestas airadas de los alemanes, Yamasaki marcó la falta fuera del área. En ese momento, Sigfried Held entró en el terreno de juego por Patzke, y se encargó de cobrar el tiro de castigo, pero éste salió a un lado de la portería de Albertosi. En el minuto setenta y cuatro, Grabowski recibió un pase en el área italiana y tiró a quemarropa. Cuando el balón estaba a punto de entrar en la cabaña, Rosato lo despejó milagrosamente y le cayó a Seller, quien al tratar de disparar fue tacleado por Bertini. La pelota aún siguió en juego; no obstante, Muller la echó por encima del travesaño... Los jugadores alemanes se abalanzaron sobre Yamasaki y le pidieron que marcara penalti, pero el árbitro peruano no les hizo caso y el juego continuó. La tensión se podía tocar en el aire. A escasos segundos del final, Maier recibió la pelota de Schulz e hizo un despeje larguísimo que tomó Held. Éste avanzó por la lateral izquierda, dribló a Burgnich y lanzó un centro al área azzurra. Cera rechazó el esférico con la cabeza y Burgnich lo pateó afuera de la cancha. El juego estaba a punto de terminar... Con las manos, Held le cedió el balón a Grabowski. Bajo la presión de Boninsegna, el mediocampista alemán centró otra vez al área italiana. Entonces ocurrió lo impensable: la pelota le cayó a Schnellinger, quien sin marcación alguna la empujó con la parte interna del pie derecho dentro de la cabaña de Albertosi. ¡Goool! El Estadio Azteca se cimbró. Mexicanos y alemanes se abrazaban en las tribunas y brincaban de alegría... ¡Uno a uno! Tiempos extras Beckenbauer salió a jugar el primer tiempo extra con el brazo derecho pegado al cuerpo con una venda, pues al ser zancadillado por Cera el hombro se le había dislocado. En cuanto a la selección italiana, Fabrizio Poletti sustituyó a Rosato. En el minuto noventa y cuatro, Libuda cobró un tiro de esquina. Seller cabeceó el balón en dirección del manchón de penalti. Mientras botaba en el pasto, Poletti trató de cubrirlo con el cuerpo, pero Muller se le adelantó y con la pierna izquierda lo empujó dentro del arco italiano. Dos a uno a favor de Alemania. En el minuto noventa y ocho, Rivera bombeó la pelota hacia el área alemana. El esférico pegó en el pecho de Held y cayó a los pies de Burgnich, quien no perdonó con la zurda. Dos a dos. En el minuto ciento cuatro, Riva controló un pase de Domenghini afuera del área alemana, esquivó la entrada de Schnellinger y disparó con la zurda un tiro cruzado que penetró en la cabaña de Maier. Tres a dos a favor de Italia. Ya en el segundo tiempo extra, en el minuto ciento diez, Libuda centró al área italiana. Seller cabeceó el balón sin mucha fuerza a donde estaba Muller, quien también con la cabeza la empujó al fondo de la red. Tres a tres. Un minuto después, Boninsegna desbordó por la banda izquierda a Schulz y le mandó un centro rasante a Rivera. Il Bambino d’oro disparó y la pelota entró en la portería de Maier. Cuatro a tres a favor de Italia. Aquello era inverosímil. Todavía hubo alguna que otra jugada de peligro para ambas escuadras, pero el marcador ya no se volvió a mover. Cuando sonó el silbatazo final, varios jugadores italianos se dejaron caer al pasto, exhaustos. Italia había vencido a Alemania. Hoy se puede ver, en uno de los muros del Estadio Azteca, una placa que conmemora este inolvidable partido.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El comandante W. se asomó por una de las ventanillas de la nave: abajo, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia, el sur de África se extendía parcialmente cubierto por un gran conglomerado de nubes. A través de un hueco abierto entre éstas vio una porción parduzca de dicho continente y llegó a la conclusión de que pertenecía al desierto del Kalahari. Luego se sentó delante del tablero de controles, presionó un botón y dijo: -Buenos días, H. Aquí, Áyax I. Todo bien, sin novedad. Me dispongo a atravesar el océano Índico. Nubosidad intensa. Cambio. Pero sus palabras no obtuvieron respuesta. Se levantó y, flotando, llegó hasta donde estaba la bicicleta fija. A continuación, se montó en ella y comenzó su rutina diaria de ejercicio. Cuando terminó bañado en sudor, se aseó, tomó un poco de agua y se trasladó al laboratorio instalado en la parte posterior de la nave. Ese día debía proseguir, según el programa acordado, un experimento cuyo objetivo era estudiar la conservación de varios medicamentos de séptima generación contra el cáncer bajo condiciones de ingravidez. Colocó sobre una mesita el material que habría de utilizar y puso manos a la obra. Dos horas después, el comandante W. salió del laboratorio y se dirigió al frente de la nave, donde de nuevo se sentó delante del tablero de controles, presionó el mismo botón y dijo: -Buenos días, H. Aquí, 1. Todo bien, sin novedad. Cambio. Por segunda vez, nadie respondió. Giró levemente hacia la izquierda, donde estaba la pantalla y el teclado de la computadora, se conectó a internet y escribió la dirección electrónica de la Agencia Multinacional del Espacio, pero no pudo acceder a ella. Entonces buscó la del Diario Global y le dio click. Las dos palabras del encabezado principal se desplegaron, enormes, en la pantalla: “Caos mundial”. Empezaba a leer la nota cuando una voz conocida lo distrajo. -Aquí, H. Responda, Ayax 1. Cambio. Él estiró un brazo para abrir el micrófono y dijo: -Aquí, Ayax 1. ¿Qué sucede? Cambio. -Hemos tenido problemas para comunicarnos contigo, y me temó que podrían empeorar. Cambio. -¿Por qué? ¿Qué ocurre? Cambio. Un ruido áspero y metálico invadió la línea y, por unos segundos, el astronauta no oyó lo que la voz decía. -... ha habido motines y saqueos en todos lados. -¡Alto! Repite lo primero que dijiste. No pude escucharlo. Hay interferencias. Cambio. -Decía que hace una semana se detectaron, en todo el mundo, los primeros casos de una nueva enfermedad ocasionada por un virus al parecer increíblemente letal. En la mayoría de los países se ordenó el confinamiento de la gente. Sin embargo, desde ayer, luego de una serie de gigantescas manifestaciones, ha habido motines y saqueos en miles de ciudades. Las comunicaciones vía celulares y la web han colapsado como resultado de innumerables ataques de hackers. Nosotros también nos hemos visto afectados por estos ataques. Cambio. -¿Por qué no me habían puesto al tanto? Cambio. -Consideramos que no era necesario. Cambio. -¿Por qué la gente ha reaccionado así? Cambio. -Todavía recuerda la pandemia de 2020, y no quiere volver a padecer el desastre económico y social que desencadenó. Cambio. -¿No le teme al virus? Cambio. -No cree en él. Piensa que es una treta fraguada para mantenerla bajo control. -¿Qué debo hacer yo? Cambio. -Continuar la misión. Confiamos en que... Súbitamente, la comunicación se cortó. Había que conseguir más información de lo que estaba sucediendo en la Tierra, en aquel bendito planeta alrededor del cual él daba vueltas día y noche desde hacía más de tres meses. Intentó leer la nota del Diario Global, pero no tuvo suerte: la conexión con internet también se había interrumpido. El comandante W. pensó en S. y sus hijos, y una angustia punzante lo invadió. ¿Estarían bien, a salvo? Por su mente cruzó el pensamiento de mandar todo al diablo y retornar de inmediato, aunque pronto recapacitó. La misión que se le había encomendado era de suma importancia, en especial por los experimentos científicos que debía hacer; además, de seguro, las autoridades se encargarían, por las buenas o por las malas, de que en un lapso corto todo volviera a la normalidad... La normalidad, ese concepto tan relativo como engañoso. ¿En qué se había transformado la normalidad después de la pandemia de 2020? En una continua pesadilla, a pesar de que finalmente se contó con una vacuna contra el SARS-CoV-2. Ante la debacle de la economía mundial y los conflictos sociales que trajo, la mayoría de las personas ya no pudo deshacerse del hábito de experimentar miedo, incertidumbre, ira, incredulidad, suspicacia... Y ahora que un nuevo virus se hacía -o se decía que se hacía- presente, esos ingredientes de un coctel tan inaudito como explosivo se agitaban y desataban el caos, como bien lo había anunciado el Diario Global. Para no estar dándole vueltas al asunto se metió en el laboratorio y pretendió adelantar lo que tenía previsto hacer al día siguiente, pero desistió al darse cuenta de que no lograba concentrarse. Podía organizar sus apuntes, leer o pedalear un poco más en la bicicleta fija. A final de cuentas resolvió asomarse por la ventanilla y observar la Tierra mientras imaginaba lo que a esa hora podría estar aconteciendo en la ciudad donde él, su esposa y sus hijos vivían: tumultos en los supermercados, largas filas de automóviles afuera de las gasolinerías, actos de vandalismo, enfrentamientos de la población con las fuerzas del orden... Más tarde trató de establecer comunicación con H. y, también, entrar en internet. Ninguno de los dos intentos tuvo éxito. Cuando llegó el momento de acostarse y dormir, el insomnio lo atenazó un largo tiempo, hasta que cayó en un sueño inquieto y discontinuo. Al otro día, el comandante W. se despertó ansioso. Apenas probó bocado. No obstante, cuando, al primer intento, la portada del Diario Global se abrió en la pantalla de la computadora, incluso sonrió. Se puso a leer con avidez. Todo era confuso. El número de infectados por el flamante virus, recién denominado ZTR-01, aumentaba en cada rincón del planeta a una velocidad pasmosa y los muertos ya se contaban por cientos de miles. Los gobiernos de las principales potencias se acusaban entre sí de haber diseminado el microorganismo a propósito, aunque nadie entendía qué ventaja supondría esto para nadie. La Comisión Sanitaria Internacional no dejaba de emitir llamados urgentes para que la gente hiciera caso a sus gobiernos y permaneciera confinada en sus casas; y la gente, aterrorizada y enardecida, no tanto por el supuesto virus como por el abismo económico que ya vislumbraba a la distancia, salía a las calles de las ciudades para exigir que esta medida fuera cancelada y era reprimida por las fuerzas del orden. Entretanto, los ejércitos de la mayoría de los países empezaban a sellar las fronteras y, en no pocas ocasiones, a detener, a como diera lugar, a quienes se proponían cruzarlas... El comandante W. quiso abrir otra nota periodística, pero no pudo porque la señal de internet se había perdido. A través de la ventanilla vio la Tierra. Quién lo diría: desde el espacio exterior parecía tan apacible, bella y armónica, y, sin embargo, era el escenario donde, en ese instante, todos los humanos, a excepción de él, se debatían contra un nuevo enemigo microscópico, pero también donde luchaban entre ellos mismos. ¿Qué resultaría de aquello? El resto del día lo dedicó a llamar a H., pero nadie contestó del otro lado de la línea. En los días subsecuentes, la comunicación con la Tierra no se restableció. Para no ser dominado por la desazón y el pánico, el comandante W. se entregó obstinadamente al trabajo y al ejercicio. Una mañana, mientras aún permanecía tendido en la cama, puso en la balanza las dos opciones que tenía: quedarse en el espacio hasta que la crisis se resolviera de algún modo y así se lo hiciera saber H.; o bien, emprender el retorno a la Tierra. La primera no implicaba ningún peligro, pues disponía de provisiones suficientes para tres meses más, lapso más allá del cual resultaba imposible que se alargara la crisis, según su razonamiento; en cambio, la segunda era muy riesgosa debido a que, sin una vía de comunicación abierta con H., el ingreso de la nave en la atmósfera terrestre y su posterior amarizaje en el océano Pacífico podrían complicarse mucho; además, ¿los radares estarían en funcionamiento para rastrearla y ubicar el sitio exacto donde caería en el mar o también habían sido afectados por los ataques de los hackers? Aunque la idea de regresar lo atraía poderosamente, sobre todo porque no tenía noticias de su esposa y sus hijos, y temía que la estuvieran pasando mal, el comandante W. consideró que lo más sensato era seguir orbitando la Tierra y esperar a que la situación por la que atravesaba la humanidad mejorara, lo cual, por cierto, no podía tardar... Concluyó sus labores en el laboratorio, flotó hasta la parte delantera de la nave y se asomó por la ventanilla. En ese momento, el vehículo espacial pasaba, a más de veintisiete mil kilómetros por hora, encima de la península Ibérica en dirección a Francia. Los contornos del continente europeo se apreciaban con nitidez. Al contemplarlos, el astronauta experimentó una mezcla de ansiedad y nostalgia. ¿Cuándo podría volver al hogar?, se preguntó. Estaba por darse la vuelta para hacer ejercicio en la bicicleta fija cuando percibió, a lo largo y ancho de aquella zona del planeta, el surgimiento escalonado de una gran cantidad de puntos luminosos que poco a poco aumentaron de tamaño hasta tomar la forma de bolas humeantes y rojizas. Se quedó viéndolos como hipnotizado. Era un espectáculo realmente fascinante. Aquellos puntos luminosos no cesaban de encenderse en otras partes como si fueran los focos de un inmenso tablero electrónico. No entendía... Sólo observaba, absorto, aquellos destellos. Al cabo de un minuto tuvo una noción más o menos clara de lo que ocurría, pero todavía pasó un buen rato antes de que, paralizado por el horror, pudiera aceptarlo.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá · Enamórese sin reserva de la mujer equivocada (también, si así se lo dicta su temperamento, puede cometer algún acto soez, vil, canalla, digno del más punzante y ácido sentimiento de culpa; o, en su defecto, golpearse un dedo con un martillo, lo cual trae como consecuencia un llanto expedito).· Recuéstese sobre un taburete o sofá en decúbito supino.· Concéntrese en su tragedia personal y reviva aquellos momentos en que el sufrimiento alcanzó las cotas más altas.· Restréguese los ojos con delicadeza para estimular los lagrimales.· Deje caer la cabeza a un lado.· Suspire hondamente. De Invenciones a dos manos
Por Roberto Gutiérrez Alcalá El 4 de noviembre de 1970, luego de haber ganado las elecciones presidenciales realizadas dos meses antes con 36.6 por ciento de los votos emitidos, Salvador Allende asumió la presidencia de Chile, con lo cual se instaló en este país el primer gobierno socialista elegido por la vía democrática de la historia.Sin embargo, el proyecto socialista de Allende apenas duraría poco menos de tres años, pues el martes 11 de septiembre de 1973 -hoy justo hace medio siglo-, quien había sido nombrado por él mismo comandante en jefe del Ejército de Chile, el general Augusto Pinochet, encabezó un violentísimo golpe de Estado que le arrebató el poder.¿Cuáles fueron las consecuencias de este hecho atroz en la sociedad chilena? Rubén Ruiz Guerra, director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM, responde: “En primer lugar trajo llanto, dolor, terror, desarraigo, muerte…; en segundo lugar, la cancelación de los procesos democráticos, los cuales habían imperado ininterrumpidamente en este país a lo largo de cuarenta y dos años; en tercer lugar, no sólo la desaparición de quien había sido elegido democráticamente para dirigir el destino de Chile, sino también la suspensión del Congreso, la represión salvaje del pueblo, el férreo control de la prensa, la radio y la televisión, y, sobre todo, la ruptura brutal del tejido social. En esto último, por cierto, no se ha puesto suficiente énfasis. La instauración de la dictadura de Pinochet implicó que hermanos se pelearan con hermanos, amigos con amigos, compañeros con compañeros, y que quienes eran considerados revolucionarios o militantes de la izquierda fueran denunciados ante las autoridades militares, detenidos, torturados y, no pocas veces, ajusticiados… Y en cuarto lugar trajo la implantación de lo que ahora conocemos como el modelo neoliberal, que se basa en la reducción del Estado y el domino del mercado. Así, ciertas tareas que habían sido responsabilidad de éste, como el cuidado de la salud o la jubilación de los trabajadores, pasaron al ámbito de la iniciativa privada.” Intromisión estadounidenseSalvador Allende era un político de izquierda muy relevante que antes de ganar las elecciones de 1970 ya había sido candidato a la presidencia de su país en tres ocasiones (también fue diputado, ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social, cuatro veces senador y presidente del Senado).Obviamente era visto con un enorme recelo por la oligarquía chilena, pero también por el gobierno estadounidense, que en ese entonces encabezaba el republicano Richard Nixon. Cuando Allende ya había ganado las elecciones presidenciales, pero todavía no asumía el poder, Nixon entendió que, en ese momento, uno de sus principales objetivos era impedir que aquél se convirtiera en presidente de Chile. La reciente desclasificación de los documentos del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos que contienen las transcripciones de llamadas telefónicas entre Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, así lo confirma.“Por supuesto, esto significó la canalización de recursos y la búsqueda de aliados dentro de la oligarquía chilena, el primero de los cuales fue Agustín Edwards, dueño del periódico El Mercurio. Así pues, Nixon financió una corriente de pensamiento y de acción crítica contra Allende. Recordemos que apenas había pasado poco más de una década desde el triunfo de la Revolución Cubana, la cual causó mucho miedo tanto a las oligarquías latinoamericanas como al gobierno estadounidense, y que, a principios de los años 60, John F. Kennedy había impulsado la Alianza para el Progreso, que establecía la necesidad de hacer reformas estructurales y económicas en América Latina. En esa época, las sociedades latinoamericanas eran tan desiguales o más que ahora... En Chile, entonces, se llevó a cabo una reforma agraria que buscaba, por una parte, evitar que el pensamiento de izquierda tuviera más seguidores y, por la otra, impedir que se formara una masa crítica de campesinos y que ésta apoyara a los movimientos armados de izquierda”, dice Ruiz Guerra. InestabilidadNo obstante, Allende logró llegar a la silla presidencial y poner en marcha una serie de medidas que permitieron al Estado ejercer una clara preponderancia en la regulación de la vida económica del país, por lo que el gobierno estadounidense, en consonancia con la oligarquía chilena, incrementó sus empeños para detener este giro hacia la izquierda.“Por eso se incrementaron los ataques de la prensa al gobierno de Allende y surgieron movimientos de derecha muy significativos, y, para colmo de males, los movimientos de izquierda entraron en un diálogo no democrático con ellos. Además -y esto es fundamental-, la oligarquía comenzó a hacer uso de sus recursos para generar no sólo inestabilidad política y social, sino también crisis económicas, y los militares chilenos se fueron dando cuenta y convenciendo poco a poco de que, en esas circunstancias tan inestables, ellos podrían intervenir eventualmente para resolver las cosas”, refiere Ruiz Guerra.A pesar de esa situación de inestabilidad política, social y económica, el 4 de marzo de 1973, la Unidad Popular -la coalición de partidos políticos de izquierda que lideraba Allende- obtuvo más votos de lo esperado en las elecciones parlamentarias: 44 por ciento, lo cual supuso un respiro para el presidente y sus seguidores.Con todo, este respiro se tornó miedo, agonía y muerte el 11 de septiembre de ese mismo año, cuando los aviones de la Fuerza Aérea de Chile bombardearon el Palacio de La Moneda, sede del poder ejecutivo de esa nación, y empujaron a Allende a suicidarse.“Es necesario subrayar que el golpe de Estado en Chile fue ejecutado por los militares chilenos, sí, pero con el apoyo tanto ideológico como económico del gobierno estadounidense.” Persecuciones, allanamientos…Hablar del golpe de Estado en Chile y de los diecisiete años de dictadura de Pinochet es hablar de persecuciones, allanamientos, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.“En varios pronunciamientos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha afirmado que estas acciones no fueron eventuales, sino sistemáticas y aprobadas por Pinochet. Ahora bien, según información oficial, del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1990, cuando la dictadura chilena llegó a su fin, hubo entre tres mil trescientas y diez mil personas asesinadas y desaparecidas (aunque el embajador estadounidense de entonces, Nathaniel Davis, escribió alguna vez que esta cifra podría oscilar entre tres mil trescientas y ochenta mil), así como cuarenta mil torturadas y doscientas cincuenta mil exiliadas”, indica Ruiz Guerra.Uno de los argumentos que esgrimen muchos chilenos para defender la dictadura que se instauró en su país durante diecisiete años es que el 11 de septiembre de 1973 estalló una guerra, un conflicto armado. “Después del golpe de Estado sí hubo algunos focos de resistencia en Santiago y otras ciudades, pero si tomamos en cuenta que para calcular el nivel de letalidad y violencia en un conflicto armado se recurre a la ratio (relación cuantificada entre dos magnitudes que refleja su proporción), y que por cada cuarenta y ocho simpatizantes del gobierno de Allende que fueron asesinados por las Fuerzas Armadas de Chile se contabilizó únicamente un soldado muerto, se puede ver que en realidad no estalló ninguna guerra, lo cual desmiente también la idea de que la Unidad Popular estaba planeando una revolución y acaparando armas.” Sin justiciaEn opinión de Ruiz Guerra, de todas las dictaduras latinoamericanas de los años 60 y 70, la chilena es la que, con el paso a la democracia, ha sido objeto de muy pocos esfuerzos para impartir justicia a quienes la padecieron. “No ha habido juicios como los de Argentina, por ejemplo. El dictador Jorge Rafael Videla y otros militares implicados en torturas y asesinatos terminaron sus días en la cárcel. En cambio, en el caso chileno, si bien Pinochet fue capturado en el Reino Unido por una orden del juez español Baltazar Garzón, no se le enjuició y regresó sano y salvo a su país. Y en términos de memoria histórica tengo la impresión de que tampoco se ha hecho justicia. En una gran cantidad de países que han sufrido un golpe de Estado se reconoce que hubo una ruptura de la democracia, violaciones a los derechos humanos y muertes. En cuanto a Chile, la aprobación de Pinochet y su gobierno ha crecido en los últimos diez años. Hay diversas razones que explican esto. Una de ellas es que, a pesar de los cambios positivos que ha habido desde 1990, no ha sido posible establecer una pedagogía que recuerde el tema de la dictadura como un tema condenable. La derecha reivindica la figura de Pinochet y considera que fue necesario el golpe de Estado que dirigió, e incluso algunos dicen que, si se dieran las circunstancias, habría que volver a hacer algo así… Es importante que cobremos conciencia de que procesos como éste no pueden -no deben- tener lugar en una sociedad civilizada del siglo XXI. El recurso para dirimir diferencias ideológicas o relacionadas con el modelo de sociedad y nación que queremos construir no puede -no debe- ser el uso de la violencia, sino el diálogo y, en el ámbito de las definiciones políticas, la democracia”, finaliza.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá No acostumbro ir a fiestas: me aburren soberanamente. Pero esa vez acepté la invitación porque no tenía nada mejor que hacer. Mi intención era comer, intercambiar algunas frases con quienes estuvieran junto a mí y, cuando el murmullo y las carcajadas y el ruido empezaran a taladrar mis oídos, largarme lo más sigilosamente posible de aquel sitio. Entonces llegaron unos individuos en una antigua y destartalada camioneta, y descargaron de ella varias bocinas y los diferentes tambores y platillos de una batería, y también una guitarra eléctrica, y un atril y un sintetizador y dos micrófonos y metros y metros de cables. Eran tres hombres y una mujer de no menos de sesenta y cinco años, todos vestidos de negro. Mientras bebían tequila, brandy o cerveza, distribuyeron las bocinas en puntos estratégicos del patio aquel, ensamblaron las diferentes partes de la batería, conectaron la guitarra eléctrica al sintetizador, probaron los micrófonos y pusieron unos sucios papeles sobre el atril. A continuación, tomaron sus respectivas posiciones y comenzaron a tocar y cantar. Buen rock. Rock añejo: Elvis, Bill Haley, The Rolling Stones, Janis, The Doors... No con demasiada maestría, no con un gran talento, sí con pasión, con una pasión frenética, casi desesperada. El guitarrista rasgaba su instrumento al tiempo que su rostro se contraía bajo una andanada de tics nerviosos. El que aporreaba la batería era un hombre flaquísimo, con una gorra de cuero negro sobre la cabeza y un rostro afilado y enjuto que hacía recordar al viejo William Burroughs en su último año. El tercer sujeto no medía más de un metro sesenta de estatura. Llevaba puesta una boina negra, detrás de la cual sobresalía una cola de caballo gris. Cantaba con una voz ácida y rasposa, y con los ojos cerrados. La mujer también cantaba con un hilo de voz electrizante. Lucía una mascada que le cubría su evidente calvicie, y de tanto en tanto se la acomodaba para no dejar al descubierto sus grandes orejas de elefante. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas como si todavía fueran los jóvenes que habían sido hace más de cuarenta años. Aquellos cuatro lunáticos tocaron y cantaron buen rock añejo durante tres horas con tal frenesí, con tal pasión, que por unos instantes lograron ser nuevamente los jóvenes que fueron hace más de cuarenta años. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá ¿Es esto un poema? ¿Para ser considerado como tal llena los requisitos rítmicos, verbales, estéticos, impuestos a lo largo de la historia por los poetas más prestigiosos y, también, por los estudiosos y los críticos profesionales? ¿Sus metáforas son brillantes, innovadoras, sorprendentes? ¿Insufla vida a las palabras que lo forman? ¿Las transforma, las renueva, les proporciona una fuerza y una intensidadsinigual? ¿Vuelve a quien lo lee un ser un poco menos insensible, un ser un poco menos estúpido, un ser un poco menos desdichado? ¿Es esto, acaso, un poema? ¿Verdaderamente lo es? De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Estaba tratando de escribir un poema, cuando mi esposa tocó a la puerta de mi estudio para decirme que alguien del banco me buscaba por teléfono. Alguien. El poema que intentaba escribir no abordaba ningún tema trascendente, ni siquiera quería expresar un sentimiento noble o grandioso. A pesar de ello sería un poema, sin duda. Un poema surgido simplemente de mi necesidad de escribir poemas sobre cualquier cosa. Cogí el aparato telefónico y gruñí. Un sujeto de voz cantarina me saludó con una familiaridad bastante molesta y me notificó entusiasmado que los directivos del banco que representaba me habían autorizado una tarjeta de crédito con la tasa de interés más baja del mercado. ¡Carajo! Había interrumpido la escritura de mi poema para atender a un sujeto desconocido que ahora me salía con que yo ya tenía una tarjeta de crédito que nunca solicité... “No me interesa, gracias”, le dije. “Usted no ha entendido lo que acabo de decirle”, dijo. “La tarjeta ya es suya.” En la pantalla de la computadora, el poema inconcluso boqueaba como un pez moribundo. Debía ir en su auxilio, insuflarle más vida, o de lo contrario lo perdería para siempre. “No me interesa su tarjeta”, dije otra vez. “Yo no he pedido ninguna.” El sujeto pareció desconcertado. Con una actitud menos entusiasta me preguntó por qué rechazaba su magnífico ofrecimiento. “¿No entiende? ¡No me interesa tener ninguna maldita tarjeta de crédito en este momento!” “Pues usted se la pierde”, dijo, y colgó. Y sí, esa vez ha pasado a la historia como la lluviosa tarde de julio en que perdí una tarjeta de crédito y, casi, un poema. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Es mi padrino de bautizo. Por eso, cuando yo era niño, me obligaba -mitad en broma, mitad en serio- a besarle la mano, lo cual me cohibía un poco. También es odontólogo pero desde hace años, décadas incluso, no ejerce su profesión. Uno de sus pacientes fue García Márquez, a quien una tarde vi en el piso de consultorios que compartía con otros médicos en un edificio de la colonia Hipódromo-Condesa. Otro fui yo, pero a mí no me cobraba. Curó mis muelas y mis dientes de tal modo que los dentistas que ahora me revisan la boca quedan maravillados por la calidad de su trabajo. Cuando aún no cumplía los cincuenta años, la depresión, que ya lo había golpeado en épocas anteriores, afiló las garras e intensificó sus ataques. Dicen quienes a diario convivían con él que un día, antes de atender a un paciente, se puso a llorar como un niño sin saber por qué. Entonces le prescribieron litio y mejoró, aunque no tanto como para proseguir su actividad profesional. Así pues, se despidió de la odontología y se fue a vivir a Monterrey con su esposa y sus hijos. Es alto -mide más de uno ochenta-, tiene una voz potente y profunda, y los ojos claros y saltones. Hace tiempo enfermó de cáncer. Sobrevivió a quimioterapias y otras pesadillas. Ya está viejo y, supongo, muy cansado. De cuando en cuando le llamo por teléfono e intercambiamos algunas palabras, no muchas. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá En aquel cuarto de Petén 578, invadido por platos con restos de comida y latas de cerveza Tecate, entre otros escombros, la desesperación, la desdicha, la angustia -¡esa sombra!- yacían junto a mi padre como crías de rata prendidas a las ubres de su madre. Al otro extremo de las plomizas cobijas los pies desnudos de mi padre parecían dos peces fuera del agua, boqueando, agónicos, retorciéndose con lentitud sobre la fría arena del colchón. Unos pies de niño abandonado muy blancos, hermosos, a punto de expirar. De Ninguna señal, ningún indicio
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ante la posible ocurrencia de un desastre -sismo, inundación, incendio, separación o divorcio- ten a la mano, siempre, una mochila pequeña con una muda de ropa, unos zapatos cómodos, una copia de tu acta de nacimiento, dos o tres libros (si son de poesía, mejor), una barra de chocolate, un cepillo de dientes, medio kilo de serenidad y entereza, y una linterna lo suficientemente poderosa para que ilumine tu futuro.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá -¿Cómo ve la actual política cultural en el país? -No la veo por ninguna parte. -¿Por qué escribe? -Porque ya no puedo jugar futbol, que era lo que realmente me gustaba hacer en esta vida. -¿Cómo concibe a su lector ideal? -Nunca he pensado en un lector ideal. Sólo sé que a aquellos cuya opinión de lo que escribo me interesaría conocer les importa un bledo lo que yo haga. -¿La admiración que de unos años para acá han despertado sus libros le ocasiona alguna incomodidad? -Más que incomodidad, me causa incredulidad, sorpresa, pasmo. A veces creo que el supuesto fervor por lo que escribo -¡qué ridiculez!- no es más que un gran malentendido. -¿Qué les diría ahora mismo a sus lectores, a sus cientos de miles de lectores? -Que me perdonen. -¿Aspira al Premio Nobel? -Aspiro a vivir aislada y tranquilamente, lo cual se aleja cada vez más de mí. -¿Algún proyecto en puerta, maestro? -Sí, mi inminente suicidio.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá No sé cuánto tiempo permanecí frente a aquel edificio de departamentos: minutos, horas, quizás un día entero... Unas veces caminando lentamente por la banqueta, de acá para allá; otras, parado junto a las rejas que dividían el estacionamiento de la avenida. Siempre frotándome las manos con inquietud y, de tanto en tanto, levantando los ojos hacia la ventana ubicada en el extremo derecho del quinto y último piso. Hubo momentos en los que estuve a punto de tomar la decisión más drástica: abandonar definitivamente mi puesto de observación y reintegrarme a mis actividades cotidianas; sin embargo, algo –la curiosidad, cierta sensación de compromiso ineludible- me detenía. La tarde agonizaba. En su fuga, el sol había desparramado por el cielo un abanico de jirones anaranjados, rosas y violáceos. Unos cuantos autos y camiones transitaban por la avenida, y la gente pasaba a mi lado -de norte a sur, de sur a norte-, esquivándome sin apenas verme. Al llegar al límite de la banqueta y volver sobre mis pasos, la luz del cuarto que vigilaba con obstinación se encendió de repente, como un fogonazo. Un instante después apareció en el marco de la ventana. A pesar de la distancia, distinguí a la perfección las facciones de su rostro, el fleco cayéndole sobre la frente. Me dirigí a las escaleras del edificio. La luz que ahora iluminaba el cielo parecía indicar que pronto amanecería. Subí los escalones tan rápido como me lo permitían mis piernas. Cuando alcancé el quinto piso, aspiré una bocanada de aire junto al barandal y resoplé. A continuación, me acerqué, decidido, a la puerta de la izquierda. Antes de alzar la mano para tocar el timbre, noté que estaba entreabierta. La empujé con suavidad y me metí en el departamento a oscuras. Al fondo se escuchaba una radio. Atravesé la sala y el pasillo, y me planté debajo del marco de la puerta de su cuarto, aquel que daba a la avenida. Recostado en su cama, leía un libro. Mientras lo cerraba y lo dejaba sobre el buró, dijo: -Adelante. Caminé hasta la silla del escritorio y me senté en ella. -Ya eres viejo –dijo. -¿Cómo has estado, cómo te sientes? -No muy bien. -Ya lo veo... ¿Estás solo? -Sí. Identifiqué la música que salía de la radio. Era el Cuarteto número 15, en sol mayor, de Schubert. Estiró una mano y lo silenció. -No, no la apagues. Quiero oír eso –dije. Me hizo caso: accionó nuevamente la palanquita de la radio y Schubert volvió a sonar. -Cuéntame qué ha sucedido. Han pasado tantos años que ya no me acuerdo de los detalles. Se sentó en la cama y me clavó una mirada llena de curiosidad, como tratando de reconocer en mi rostro ciertas facciones, ciertos gestos que no le eran ajenos. Luego habló con una voz muy débil: -Ahora mismo siento que el mundo se está desplomando sobre mí. -¿Por qué? Refresca mi memoria. -Soy un cero a la izquierda, un inútil, un perdedor. Se esfumaron de mí las ganas de emprender cualquier empresa, de salir del hoyo en que me encuentro. Me quiero morir... Al oír estas palabras experimenté un estremecimiento y agaché la cabeza. Dejé que corrieran unos segundos y al fin dije: -Te comprendo. -He fracasado en el amor –continuó-; he fracasado como hijo, como hermano, como amigo; he fracasado en mi afán de convertirme en escritor... Por si fuera poco, he perdido el respeto por mí mismo. ¿Qué puedo hacer sino desaparecer, diluirme en la nada? Me puse de pie y empecé a deambular por aquel cuarto. Ahí estaba el mueble de madera donde guardaba su ropa, con una puerta destrozada por su puño iracundo; y más allá, en los entrepaños del clóset, la colección de elepés ordenados según sus preferencias: de izquierda a derecha, Mozart, Beethoven, Bach...; y sobre el buró, a un lado de la lámpara de noche y con un separador entre sus hojas, Bajo las ruedas, y Demian y Residencia en la tierra, y el cassete con la grabación de la Rapsodia para contralto y orquesta, y, también, la caja de Ativan y un vaso de agua a medio llenar; y en el piso, junto a sus zapatos, la radiograbadora Panasonic; y encima del escritorio, el tocadiscos portátil y la máquina de escribir Olivetti con una cuartilla en blanco enrollada en el rodillo... Regresé al punto de donde había partido, me senté otra vez y, mirándolo, dije: -Desaparecer no es una buena solución. -Lo dices porque a tu edad ya has alcanzado el pináculo de la sabiduría -dijo con sorna. -No, estás equivocado. Sigo ignorando muchísimas cosas y, ante ciertas situaciones, aún no sé qué hacer. Pero ya no tengo ninguna duda de que el suicidio es un acto egoísta, y como todo acto egoísta, no sólo anula a quien lo ejecuta, sino también causa daño y dolor a los demás. -Los demás también me han hecho daño a mí. -¿Entonces quieres matarte para vengarte de los demás? Se removió en la cama y exclamó: -¡No! ¡Sólo sé que estoy desesperado! Abrió la caja de Ativan, sacó varias pastillas de su envoltorio metálico y se las echó a la boca. Después se llevó el vaso a los labios, se las pasó con un trago de agua y se acurrucó en la cama, dándome la espalda. En ese momento me di cuenta de que la intensa luminosidad que entraba por la ventana hacía innecesaria la luz del foco que colgaba del techo. Pero, al cabo de un rato, las sombras de lo que me pareció un nuevo anochecer comenzaron a invadir el cuarto. Me levanté, me acerqué a él y vi que lloraba. -Todavía deberás enfrentar otros obstáculos aparentemente insalvables, otras pruebas terribles que te sumirán en la confusión y el abatimiento. Pero habrás de superarlos, todos –aseguré. -No lo creo –murmuró. -No puedo hacer nada por ti. Sólo he de decirte que tienes que ser fuerte y luchar, siempre, contra tus propios impulsos y contra las circunstancias. -¡Déjame en paz! ¡Lárgate! –gritó enfurecido. Me incorporé y me dispuse a retirarme de aquel cuarto, de aquel departamento, de aquel edificio. Avancé sobre los fríos mosaicos del piso, pero antes de cruzar la puerta, volteé a verlo y le dije mientras la música de Schubert se disolvía en aquella atmósfera difusa: -Cuando tengas la edad que hoy tengo, soñarás este sueño que está llegando a su término y sentirás –como ahora yo lo siento por ti- compasión y un amor ilimitado por el muchacho que fuiste, que fui. Adiós...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Era el quinto pantalón que se probaba. De mezclilla deslavada, tenía un desgarrón en cada una de las perneras. Así lo dictaba la moda. Los otros, más convencionales, le habían quedado o muy ajustados o demasiado anchos y holgados. Se miró en el espejo de cuerpo entero del probador, se dio la vuelta sin dejar de examinarse por encima del hombro, pasó una mano por una nalga, volvió a plantarse de frente y, al cabo de un minuto, decidió que definitivamente no le convencía. Se quitó los zapatos y el pantalón, se puso el que llevaba –de algodón, negro- se calzó de nuevo los zapatos y descorrió la cortina. Ya regresaría cuando tuviera más tiempo. Ahora debía correr a la oficina. Las dos horas que le daban para comer casi se habían consumido. -Gracias -le dijo a la dependienta, y le devolvió el pantalón-. Tampoco me gustó cómo se me ve. Chao. Dio unos pasos por entre los exhibidores repletos de ropa de marca y, cuando se disponía a encaminarse hacia la salida de la tienda departamental, sintió que alguien la tomaba del brazo izquierdo. Giró la cabeza y vio junto a ella a un hombre bien vestido, de piel morena, alto, fornido, apuesto, más o menos de su misma edad, que sonriéndole le dijo: -¿Ninguno te gustó, amor? A mí tampoco me gustaron los zapatos que me probé. Ni modo. Nos tenemos que ir. Es tarde. La mujer no comprendió bien a bien el significado de las palabras que acababa de escuchar, como si aquel sujeto las hubiera pronunciado en otro idioma. Por eso se dejó llevar dócilmente por él, hasta que la luz del sol que brillaba allá afuera, en el inmenso estacionamiento de la plaza comercial, la sacó de su confusión y estupor. -¡Suélteme! –gritó entonces, e intentó zafarse de la manaza del hombre. -Tranquila, amor... No te sobresaltes -dijo el hombre, y la abrazó sin dejar de caminar-. Tenemos que darnos prisa. Nos esperan. -¡Déjeme! ¡No me abrace! ¡Auxilio! Los gritos de la mujer captaron la atención de los dependientes y de las pocas personas que hacían compras en esa parte de la tienda, pero ninguna se movió de su sitio; tan sólo miraban, a la espera de que sucediera algo. Entretanto, el hombre y la mujer ya estaban a unos cuantos metros de la salida. De pronto, la mujer logró zafarse y comenzó a escapar, pero casi de inmediato el sujeto se sobrepuso, alargó un brazo y la atrajo violentamente hacia su pecho. El policía que estaba en la puerta de la tienda avanzó en dirección a la pareja y le preguntó al hombre: -¿Todo bien, caballero? La mujer vociferó, fuera de sí: -¡No lo conozco! ¡Me quiere secuestrar! ¡Ayúdeme! El hombre, sin soltar a la mujer, dijo: -Sí, oficial, todo bien, gracias. Mi esposa sufre un trastorno mental y, como consecuencia de él, experimenta una crisis nerviosa. La llevaré a la clínica donde la atienden. Sé cómo contenerla, no se preocupe. -¡Pero si no conozco a este individuo, es la primera vez que lo veo! –exclamó la mujer mientras trataba de soltarse del hombre, pero, con cada movimiento que hacía, éste la estrujaba con más fuerza. El policía miraba la escena con una mezcla de desconcierto, recelo y lástima, sin saber qué hacer. -Decir que no me conoce, que nunca me ha visto y que quiero secuestrarla es parte de su trastorno mental; además, suele ponerse muy violenta –añadió el hombre a modo de explicación. -¡Auxilio! –rogaba la mujer. Dos jóvenes que, como todos los demás, habían permanecido a distancia, decidieron acercarse. Uno de ellos le preguntó: -¿Cómo se llama, señora? -¡Eugenia, Eugenia N.! ¡No permitan que este hombre me secuestre! El hombre intervino: -Si pasa más tiempo, la crisis nerviosa puede agravarse a tal punto que mi esposa corre el riesgo de caer en un estado de coma irreversible. Ayúdenme, por favor. Los dos jóvenes se miraron, vacilantes. Un instante después dijeron al fin: -¡Sí! ¡Vamos! El hombre cargó a la mujer, cruzó la salida y se detuvo junto a una camioneta Suburban último modelo, de color blanco, estacionada a escasos metros de la tienda. -Las llaves están en el bolsillo trasero de mi pantalón. Uno de ustedes sáquelas y abra la puerta del copiloto –pidió. El mismo joven que le había preguntado a la mujer cómo se llamaba así lo hizo. -¡Nooo! –imploraba ésta-. ¡Auxilio! El hombre tendió a la mujer en el asiento y la inmovilizó rápidamente con una cuerda; luego, cerró la puerta, tomó las llaves de la mano del joven, rodeó el vehículo, se acomodó en el asiento del piloto y encendió el motor. La camioneta salió en reversa y enfiló a toda velocidad rumbo a la salida del estacionamiento. Los dos jóvenes observaron cómo se alejaba y regresaron a la tienda. Al pasar junto al policía, éste les dijo: -Lo que se ve hoy en día, ¿verdad?
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Es famoso el “Testimonio de las erratas” de la edición príncipe de la primera parte del Quijote, que, firmado por el licenciado Francisco Murcia de la Llana, a la letra dice: “Este libro no tiene cosa digna de notar que no corresponda a su original; en testimonio de lo haber correcto di esta fe. En el Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre de 1604 años.” Sin embargo, como se sabe, esa edición de la primera parte de la obra cumbre de Cervantes está plagada de erratas que algunas veces incluso llegan a alterar el sentido del texto. ¿Por qué Francisco Murcia de la Llana ejerció su oficio de corrector de libros, como entonces se le conocía, con tan poco rigor y cuidado? Aventuremos una hipótesis. En agosto de 1604, el librero Francisco de Robles -hijo de Blas de Robles, quien había publicado La Galatea, de Cervantes, en 1585, en Alcalá de Henares- buscó al impresor segoviano Juan de la Cuesta, cuya imprenta se localizaba en el número 87 de la calle de Atocha, en Madrid, le entregó el manuscrito original de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y le pidió que hiciera un tiraje de mil quinientos ejemplares. Días después, Francisco Murcia de la Llana, a quien ya se le había encomendado la corrección de dicho libro, se puso en contacto con Juan de la Cueva, y fue así como se inició el proceso de impresión del Quijote. Al quedar listas las pruebas de los primeros folios, un mensajero de la imprenta de Juan de la Cuesta las llevó a casa de Francisco Murcia de la Llana. Apenas las recibió, éste se encerró en su estudio, se sentó ante su mesa de trabajo y comenzó a leer: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...” Fue como si un rayo le hubiera traspasado el cráneo... Con una avidez creciente siguió pasando los ojos por aquellas palabras nunca dispuestas de aquella forma, hasta que concluyó su lectura hacia el amanecer. Al cabo de un par de horas de sueño, Francisco Murcia de la Llana cogió las pruebas, salió de casa y se dirigió a la imprenta de Juan de la Cueva, donde las dejó sin perder la oportunidad de preguntar, con una impaciencia mal disimulada, cuándo saldrían las siguientes. La misma dinámica, con contadísimas variaciones, habría de repetirse una y otra y otra vez, hasta que, al fin, a mediados de noviembre, salieron las pruebas de los últimos folios. Durante todo ese tiempo, Francisco Murcia de la Llana vivió enajenado por las aventuras de don Quijote y su escudero Sancho Panza. Durante todo ese tiempo, Francisco Murcia de la Llana no aspiró a otra cosa que no fuera terminar de leer aquella singular obra. Por supuesto, esta enajenación, este delirio lector lo hizo olvidar por completo la tarea que tenía, esto es, corregir aquel texto, dejarlo libre de toda errata, pulcro, para que sus próximos lectores lo disfrutaran sin ningún obstáculo prosódico ni sintáctico. Cuando, de alguna manera, la cordura regresó a él, Francisco Murcia de la Llana se dio cuenta de que le quedaba un trámite por cumplir: redactar y firmar el “Testimonio de erratas”, indispensable en toda obra que se publicaba en aquella época. Así pues, a pesar de que sabía que pasaría a la historia de la literatura como un corrector negligente e irresponsable, una mañana en que estaba en su cubículo del Colegio de la Madre de Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, donde era catedrático, tomó una pluma y con trazo firme escribió en una hoja de papel: “Este libro no tiene cosa digna de notar que no corresponda a su original...” La edición príncipe de la primera parte del Quijote se puso a la venta en enero (otra versión dice que en mayo) de 1605 en la librería de Francisco de Robles y fue recibida por los lectores con un entusiasmo inusual.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Antes de ser escritor, Antoine de Saint-Exupéry se convirtió en aviador, profesión que ejercería hasta el último día de su vida. Nacido en Lyon, Francia, el 29 de junio de 1900, Saint-Exupéry sin duda tenía algo de ave, pues desde niño se sintió atraído irresistiblemente por la posibilidad de volar. En 1921, su sueño se concretó: mientras cumplía su servicio militar en Estrasburgo, se hizo piloto. Por esa época comenzó un noviazgo con la escritora Louise de Vilmorin; sin embargo, como ésta no quería que se dedicara a la aviación, abandonó todo lo que tuviera que ver con vuelos y aviones…, hasta que rompió con Vilmorin. La compañía Aéropostale lo contrató como piloto del correo para que cubriera la línea de Toulouse a Dakar. Posteriormente fue nombrado jefe de la base aérea de Cabo Juby, en el protectorado español de Marruecos, donde permaneció un año y medio. En 1929, luego de publicar su novela Correo del Sur, viajó a Buenos Aires para asumir la dirección de la Aeropostal Argentina, filial de la compañía francesa donde trabajaba. Allí, en esa ciudad, conoció a la millonaria salvadoreña Consuelo Suncin, con quien se casó en 1931. Ese año también publicó su segunda novela: Vuelo nocturno, con un prólogo de André Gide. A partir de 1932, como consecuencia de las dificultades financieras por las que atravesaba la Aeropostal Argentina, Saint-Exupéry se entregó al ejercicio del periodismo (escribió reportajes sobre Indochina y España, entre otros), sin dejar de volar, con cierta frecuencia, como piloto de pruebas. El 30 de diciembre de 1935, a bordo de un monoplano Caudron Simoun con el que buscaban romper el récord de tiempo de vuelo entre París y Saigón, Saint-Exupéry y su amigo André Prevot se vieron en la necesidad de hacer un aterrizaje forzoso en el desierto del Sahara. Ambos sufrieron una severa deshidratración y estuvieron a punto de morir. Basado en esta experiencia, Saint-Exupéry escribió su novela Tierra de hombres, la cual se publicó en 1939. Ese mismo año, ante el avance de las tropas nazis, se integró a una escuadrilla de reconocimiento aéreo del Ejército del Aire. Y tras el armisticio del 22 de junio de 1940, firmado por el Tercer Reich alemán y el gobierno francés del mariscal Pétain, él y Consuelo cruzaron el Atlántico y se instalaron en Nueva York. Entonces, Saint-Exupéry se puso a escribir y a ilustrar la que sería su obra más aclamada: El principito. No obstante, la idea de retornar a Francia para combatir a los nazis no lo dejaba en paz de día ni de noche. Finalmente, a principios de 1944, Saint-Exupéry le comunicó a Consuelo su decisión de sumarse a los Aliados en Europa. En sus Memorias de la rosa, Consuelo recuerda los días anteriores a su partida: “Tonio quiso que también el bulldog se acostumbrara a su marcha. Hacía pompas de jabón y el perro las aplastaba contra las blancas paredes de la casa de Greta Garbo [la actriz les había alquilado la casa que tenía en Nueva York]. –Cuando regrese –decía–, cuando vuelva a verte con tu perro, si no me reconoce no le pegaré, haré pompas de jabón y él sabrá que su amo está de regreso.” Pero Saint-Exupéry nunca regresaría. El 31 de julio de 1944, a las ocho cuarenta y cinco de la mañana, a bordo de un caza bimotor Lockhedd Lightning P-38, el escritor francés despegó de una base aérea en Córcega para llevar a cabo una misión de exploración y ya no se supo de él. El 1 de agosto, una mujer dijo haber visto un día antes la caída de un avión cerca de la bahía de Carqueiranne. Y días después, al este del archipiélago Frioul, al sur de Marsella, se halló un cadáver con insignias francesas que no pudo ser identificado. Es posible que, entre los innumerables lectores de Saint-Exupéry, no haya uno solo que no recuerde cuando, en el más famoso de sus libros, el zorro le revela su secreto al principito: “Sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.”
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Si John Lennon no hubiera vivido con Yoko Ono y Sean, el pequeño hijo de ambos, en el edificio Dakota, que se levanta en el número 1 de la calle 72, frente a Central Park, en Nueva York (y donde, por cierto, transcurre la trama de la película El bebé de Rosemary, filmada por Roman Polanski en 1968)… Si un sujeto que responde al nombre de Mark David Chapman no hubiera leído la novela El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, y ésta no lo hubiera obsesionado tanto como para querer moldear su vida a imagen y semejanza de lo que Holden Caulfield –su protagonista– pensaba y hacía… Si el sábado 6 de diciembre de 1980, Mark David Chapman no hubiera viajado a Nueva York desde Honolulu, Hawaii, donde vivía, y no se hubiera hospedado primero en la YMCA local y después en el Hotel Sheraton… Si en la mañana del lunes 8 de diciembre de ese mismo año, Mark David Chapman no hubiera ido a comprar un ejemplar de El guardián entre el centeno y, en la parte interior de la tapa del libro, escrito la frase: “Ésta es mi declaración”… Si ese lunes, hacia las 17 horas, en compañía de Yoko Ono, John Lennon no hubiera salido de su departamento con la intención de dirigirse, a bordo de una limusina, al Record Plant Studio y grabar la canción “Walking on thin ice”… Si Mark David Chapman no hubiera estado esperando a John Lennon afuera del Dakota con una copia de su recién publicado álbum Double Fantasy en una mano… Si John Lennon no se hubiera detenido frente a Mark David Chapman y no le hubiera autografiado la copia de dicho álbum y preguntado amablemente: “¿Es todo lo que quieres?”… Si hacia las 22:50 horas, en compañía de Yoko Ono, John Lennon no hubiera regresado y no se hubiera bajado de la limusina y encaminado despreocupadamente a la entrada del Dakota… Si Mark David Chapman no hubiera permanecido en ese lugar, sacado un revólver calibre .38 de uno de los bolsillos de su pantalón y apuntado a John Lennon… Si Mark David Chapman no hubiera accionado el gatillo de su arma y cuatro balas no hubieran impactado en la espalda y el hombro izquierdo de John Lennon… Si Mark David Chapman no se hubiera quedado ahí y puesto a leer su ejemplar de El guardián entre el centeno con calma, como si aguardara el arribo del próximo vagón del Metro… Si dos policías no hubieran metido a John Lennon en la parte posterior de su patrulla y no lo hubieran trasladado rápidamente al St. Luke's-Roosevelt Hospital Center… En fin, si John Lennon no hubiera muerto hacia las 23:15 horas de aquel día fatídico, hoy, 9 de octubre de 2020, habría cumplido 80 años de vida –¡80!–, y de seguro aún seguiría componiendo e interpretando nuevas y magníficas rolas, y nosotros, sus fans, las escucharíamos felices, y el mundo no le lloraría como le llora cada 8 de diciembre, y la humanidad no cargaría sobre sus hombros un asesinato tan absurdo y estúpido…
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Escritor totalmente desconocido, pero con un estilo sólido y adaptable a todas las necesidades habidas y por haber, ofrece su imaginación y sus servicios escriturales a aquellas personas ávidas de entrar, por la puerta grande, en el irresistible y glamuroso mundillo de la literatura. ¿Desea convertirse en el autor de una novela realmente exitosa, de un singularísimo libro de cuentos, de una plaquette de poesía inmarcesible..., y así ser admirado -y también envidiado- por críticos, reseñistas, “colegas” y aun lectores comunes y corrientes? Llámeme cuanto antes. Yo pongo la obra, usted la firma (el precio acordado incluye derechos de autor).
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Mujer, pianista, compositora y, por si fuera poco, hermana de Felix Mendelsshon, uno de los genios musicales del periodo romántico: evidentemente, Fanny Mendelsshon no la tenía nada fácil para destacar en un ámbito artístico dominado por los hombres. Nacida el 14 de noviembre de 1805 en Hamburgo, Alemania, en el seno de una rica familia judía que más tarde se convertiría al protestantismo, Fanny fue la mayor de cuatro hermanos. Y a pesar de que le tocó vivir en una época en que se consideraba que las mujeres sólo debían dedicarse a labores hogareñas, pues su destino natural era casarse y criar hijos, Fanny recibió, junto con sus demás hermanos, una sólida educación. Una vez que de niña aprendió los secretos del piano, empezó a llamar la atención por sus excepcionales dotes interpretativas (su madre solía decir que había nacido con unos dedos que eran ideales para tocar fugas de Bach). Pero la cosa no quedó ahí: a los doce años sorprendió aun más a propios y extraños al dar a conocer sus primeras composiciones. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con Felix, ella no fue alentada por sus padres para que siguiera una carrera musical. Es más, en 1820, su padre le escribió una carta en la que le decía: “La música tal vez se convierta en la profesión de Felix, mientras que para ti puede y debe ser sólo un adorno, nunca la base de tu ser y tu hacer.” En 1829, luego de casarse con el pintor Wilhelm Hensel, pareció que asumiría el rol que se esperaba de ella: ser una amorosa esposa. Y lo hizo, aunque también se las arregló para continuar tocando el piano y no dejar de componer. Al fin, en 1838, Fanny se presentó por primera –y única– vez en público, interpretando el Concierto para piano y orquesta número 1 en sol menor, opus 25, de su hermano Felix. Se dice que Fanny tocaba el piano mejor que Felix y que éste incluso sometía sus obras a su exigente ojo crítico y modificaba o eliminaba lo que ella señalaba como deficiente o poco afortunado. Y si bien Felix la apoyaba en todo lo que se relacionara con su actividad como compositora, no creía que debía publicar sus obras. Más tarde, éste publicó varias composiciones de Fanny bajo su nombre, entre ellas la canción “Italien”. Al respecto hay una anécdota: la reina Victoria de Inglaterra invitó a Felix para que la visitara en el Palacio de Buckingham e interpretara algunas de sus obras. El compositor aceptó y cuando estuvo frente a la reina, ésta le pidió que tocara su canción preferida: “Italien”. Felix, entonces, no tuvo más remedio que confesar que esa canción era de su hermana Fanny. Fanny Mendelsshon compuso poco más de 460 obras (sonatas para piano, piezas para piano solo, música de cámara, lieder, música coral…), pero no publicó su primer trabajo con su propio nombre hasta 1846, cuando tenía cuarentaiún años. El 14 de mayo del año siguiente murió de una hemorragia cerebral en Berlín, mientras tocaba una pieza de su ya célebre hermano.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Una mañana, después de haber padecido una noche atroz, aquel hombre enfermo percibió, sin ningún asomo de duda, que su final era inminente. Entonces reunió las pocas fuerzas que todavía le quedaban, abandonó su cama y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la habitación que resguardaba su no demasiado voluminosa, pero sí muy variada y rica biblioteca. Una vez allí se dejó caer exhausto sobre el mullido sillón donde solía sentarse a leer y, mientras pasaba la mirada por el lomo de todos aquellos libros que había logrado reunir a lo largo de su vida y que lucían más o menos alineados en diversos estantes de madera, con voz apenas audible les dio las gracias por todo el gozo, por toda la alegría, por todo el consuelo que le habían prodigado desde su niñez, y, al cabo de un instante, expiró.
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Ayer tuve que ir a un curso de lenguaje inclusivo en la UNAM, donde trabajo desde hace muchos años. A partir de él escribí estos apuntes. Cada vez que oigo hablar a alguien en lenguaje inclusivo (todes, amigues, hijes...) me acuerdo de la forma en que el Perro Bermúdez habla y narra un partido de futbol. Que un grupo haya creado e introducido el lenguaje inclusivo es como si otro grupo propusiera la modificación de la regla del futbol que impide la utilización de las manos a la hora de meter un gol. De proceder dicha modificación, este juego se convertiría en otra cosa. Y como a mí me gusta el futbol, yo ya no jugaría ni vería esa otra cosa... Claro, todos pueden modificar el lenguaje según su conveniencia y sus gustos. De hecho, el lenguaje es modificado constantemente por nosotros, los hablantes, igual que algunas reglas del futbol han sido modificadas con el paso del tiempo, para seguir con el símil. Pero de ahí a modificar abrupta y torpemente la naturaleza del lenguaje por un motivo político o ideológico hay un buen trecho. Joyce, por ejemplo, “destrozó” el inglés, pero por motivos artísticos y, aunque fracasó en su intento, el suyo es uno de los fracasos más maravillosos de la literatura. Cuando le pregunté a la persona que dio el curso cuál era el objetivo para evitar el uso genérico del masculino y sustituirlo con palabra tales como todes, amigues, hijes..., me respondió: “Para molestar”. Buen objetivo, sin duda, pero creo que no se ha conseguido. Por lo que a mí se refiere, no me molesta: me aburre. Y si bien me aburre el lenguaje inclusivo, tengo que aclarar que no por ello estoy en contra, ni mucho menos, de la lucha de las mujeres para alcanzar una igualdad en todos los órdenes: social, político, económico... En fin, todos somos libres de hablar y escribir como se nos pegue la gana. Eso no lo discuto. El tiempo dirá si el lenguaje inclusivo llegó para quedarse o si nada más fue una moda pasajera. Por lo pronto, como ex practicante y aficionado al futbol, yo siempre estaré en contra de que alguien meta un gol con las manos...
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cuando despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, aquel horroroso insecto se encontró convertido en un hombre cualquiera. "Bueno, ya qué...", dijo entonces con resignación, y se fue a enfrentar las menudas pesadillas de la vida cotidiana. De La vida y sus razones. Editorial Aldus
Por Roberto Gutiérrez Alcalá Cada uno está enamorado de sí mismo, como buenos narcisistas. No obstante, su naturaleza les ha permitido entablar una relación perfecta: frente a frente, aquellos dos espejos viven extasiados en la contemplación de su imagen reflejada en el otro hasta el infinito... De La vida y sus razones. Editorial Aldus