El invierno atravezó mis venas como un filoso grito de una noche ensangrentada. Entonces busqué refugio en la casa que se encontraba debajo del viejo roble. Allí, donde la mansedumbre del recién nacido hacía tolerable el descanso, acomodé mi cuerpo entre ropas sucias y destruídas por el paso de los mismos inviernos, como éste que quería entrar en la casa y arremolinarme y despedazarme y entregarme en manos del señor del viento. Me fuí al amanecer con mis manos frías con la sensación de estar caminando hacia la orilla de una próxima primavera de agosto.