Era el 10 de octubre de aquel año cuando la vio por primera vez venir caminando hacia ellos por la vereda. Ya se le había dicho a Ismael que había que parar con aquel juego peligroso y excitante de tomar mujeres por sorpresa en la calle, besarlas en la boca y estudiar sus reacciones. Ernesto se lo había dicho, que había que parar, pero tímidamente se lo dijo, contradecir a Ismael no era fácil. Ismael tenía ese impulso transgresor y una energía furiosa. Era mulato Ismael y muy fornido. Nariz gruesa de poros abiertos , como de bebedor, que no lo era. No en demasía. Estaba siempre borracho, pero de rabia, de una rabia sorda e irónica, gratuita. Un tipo raro. Feo, con una suerte de perversidad sutil que lo hacía atractivo a las mujeres. Y a los hombres. Se le adivinaba una historia oculta llena de experiencias inconfesables. Nos daba a todos un miedo sexual, algo un poco animal. Sus historias siempre eran elípticas, dejaban entrever cosas. No le conocíamos empleo y nunca entraba a las clases y no sabíamos si estaba inscripto en los cursos. Su ámbito natural eran el bar y la calle. Y las asambleas. Pensamos por un tiempo que sería un infiltrado de la policía pero lo vimos formar parte de la fuerza de choque del partido Comunista y eso lo libró de sospechas.Sabíamos que vivía en un rancho allá por Toledo, calle de tierra, zona que en aquel entonces y para nosotros estaba como envuelta en una niebla de marginalidad imaginada. Bueno, que aún hoy no sé qué hacía Ismael entre nosotros. Había iniciado a Ernesto en el LSD y a mí en el uso de la bencedrina para pasar en vela las noches anteriores a los exámenes y había inventado ese juego loco de ponerse a caminar a la par de alguna joven elegida al azar, y sin mediar palabra, tomarla por los hombros y besarla en la boca. Qué dominio mezcla de repulsión y cálida atracción ejercía Ismael sobre nosotros no lo puedo decir y tampoco sé por qué nos plegábamos a esa campaña besadora y absurda que nos producía desagrado, culpas y cierto temor. Pero todo era preferible a caer en el desprecio de Ismael. Con su sombría y densa personalidad de presidiario dominaba nuestras vacilaciones de niños bien y también nos dominaba con esa sonrisa que no se terminaba de formar. Lo temíamos, lo respetábamos, lo odiábamos, lo despreciábamos y nos fascinaba.Pero bueno, como decía, ese 10 de octubre, cuando Ernesto la vio por primera vez venir bajando por la vereda de la universidad, así, tan rara, pelirroja, ojos verdes tan tristes, botas largas y esa pollera escocesa, ojos tristes tan verdes y un aire tibio que la rodeaba, Ernesto rogó en voz baja que Ismael no la eligiera para su experimento del día. Sabía lo que pasaría si lo hacía. Sabía que no lo iba a poder soportar. Y no sabía por qué. Así que cuando Ismael la miró y empezó a caminar hacia ella, Ernesto se hizo de un coraje que no tenía, le puso la mano en el hombro a Ismael y le dijo: “dejala, esta dejámela a mí”. No le alcanzó el valor para decirle que la dejara seguir su camino, decirle que estaba harto del juego, tuvo miedo de parecer pusilánime ante Ismael, pero no soportaba la idea de que él la tocara. A ella no. Así que Ernesto decidió jugar él. Se acercó a ella, caminó unos pasos a su lado, le tomó la cabeza con las dos manos y la besó en la boca con vergüenza y rabia. No hubo reacción. Él le susurró: “perdoname” mientras iba separando suave las manos de su cabello. Ella sólo lo miró con la tristeza instalada en los ojos, la misma que la venía acompañando antes. Inmutable tristeza. El quedó congelado envuelto definitivamente por un perfume denso que se le clavó en el estómago. Supo Ernesto que ella había entendido todo. Sabía todo.Ella se acomodó la blusa y siguió caminando, sin apurar el paso.Ismael miraba desde la esquina del bar, con su sonrisa inconclusa.Bueno, en suma, que Ernesto estuvo varios días llevando en las manos aquel cuello tibio, el cabello rojo y el perfume amargo.Cuando la volvimos a ver fue en una asamblea de aquellas que se hacían en el hall. Recostada a un pilar de la escalinata de mármol estaba. Igual la pollera escocesa, igual la tristeza.Ernesto se le acercó, con las piernas pesadas y le preguntó:-¿Estudiás acá?-Sí, igual que vos.-¿Me perdonaste lo del otro día?-El otro día no pasó nada. Nada pasa si yo no quiero.-¿Querés ir a hablar a otro lado?-Sí, vamos a la rambla.Yo no quise ver más y no quise oír más. El perfume me había empezado a alcanzar y tuve miedo.A partir de ese día empezaron a salir ella y Ernesto. La pasión de Ernesto nos envolvió a todos, era tan fuerte y nueva que nos mareaba. Dejó de drogarse y empezó a emborracharse día y noche con sábanas húmedas, se transformó en un cavernícola de cuevas saladas, se ahogó en el amargo perfume y viajó en mil escalas de ombligos y pelos, pezones y axilas sudores y pliegues hasta llegar finalmente a la tristeza muda de aquellos ojos verdes. Ernesto vivía en texturas y Ernesto vivía en olores y en yemas de dedos y alientos y pecas y lenguas y surcos y alegres tristezas.Y cuando a Ernesto ya no le quedaba casi nada de Ernesto ni en la cabeza ni en el cuerpo conseguí un día que saliera a caminar conmigo como antes, por las canteras del parque, para que hablara, para que me tiñera un poco con esa jubilosa tristeza verde que ya le quedaba grande. Y fue así que los vimos desde lo alto del acantilado. Estaban allá abajo, recostados contra las rocas, al lado de la cascada artificial. Agitado y jadeante Ismael, con su sonrisa a medias, envuelto en las piernas rosadas. Vestida con su tristeza estaba ella, abierta la pollera escocesa, con la vista fija en el mar verde.Los tres dijimos lo mismo. Que Ernesto había tropezado y se había caído al abismo. Era cierto, en cierto modo.