NIEBLA Medianoche. Hace muchísimo frío. Todo el mundo está en su casa y hay una niebla espesa y quieta derramada en el aire. En lo alto de la cerrazón, el halo amarillo y mojado de los faroles en las esquinas. Un ladrido lejano. Pasos. La bruma que se enrosca y un hombre que aparece por el medio de la calle. Lucho va por el medio de la calle porque por ahí lo lleva su estado de ánimo. Las manos en los bolsillos del gabán oscuro, el gorro negro de lana encasquetado hasta las orejas. Es enorme, mide casi dos metros, lleva la espalda encorvada y la cabeza -pequeña en relación al resto del cuerpo- hundida en los hombros. En un tiempo le decían "el mono". El apodo unas veces le gustaba y otras no, por eso dejaron de llamarlo así. Tiene veinticinco años y una fuerza descomunal, sobre todo en las manos. Siempre fue muy fuerte, desde chico, pero con el trabajo en la herrería del padre esa fortaleza se fue acrecentando. Al terminar la primaria a Lucho lo convirtieron en herrero. Mamá Elvira y papá Francisco consideraron que era lo mejor, no parecía estar hecho para el estudio. Su hermana, la Coqui, tampoco siguió el colegio, aunque en el caso de ella fue porque no quiso. Él no dijo nada. Nunca. Lucho camina con la vista gacha, las piernas un poco separadas, recostando el cuerpo según la pisada. Las suelas de goma de los borceguíes que tiene puestos apagan el sonido de sus pasos. Está volviendo a su casa. Cuando se siente triste lo único que quiere es llegar a casa. Una pared. En la pared, esfumado en la neblina, un cartel con la cabeza de "Geniol". El cartel le trae el recuerdo de la empleada de la farmacia. Marta. Antes hubo otras, dos o tres, con las que Lucho pensó que podía ser. Pero Marta fue con la primera que se animó. Es tímido con las mujeres. No sabe cómo hacer, qué decir, por dónde empezar. Se pone nervioso, se acobarda, y le da no sé qué andar preguntando esas cosas. Pero Marta le sonrió de una manera que le pareció diferente. Lucho empezó a ir a la farmacia con cualquier excusa, para verla, y a veces ella le daba charla. Entonces una noche juntó coraje y sin decirle nada a nadie la esperó a la salida. La siguió dos cuadras. La alcanzó en la vereda del baldío y le dijo. No se acuerda qué le dijo. Se acuerda del qué te pensás, estás loco, salí, andate. Y después la vergüenza, ganas de desaparecer, volver a casa. Ponerse a llorar de esa manera que empieza siempre igual, como una burbuja que le sube por el pecho y se le revienta en los ojos. Lucho está llorando, avisa la Coqui. Mamá Elvira qué te pasa. Papá Francisco contanos. Hablar hace bien, tranquiliza, ayuda. Y lava. La Coqui dice que esa Marta es una guacha. Risa de Coqui. Risa y pelo teñido, novela a la tarde, música a la noche, y novios en voz baja en el zaguán. Mamá Elvira reniegos, papá Francisco silencio y bar hasta la hora de la cena. Un rato de radio y apagá la luz. A levantarse, Lucho, herrería. Fierros fragua yunque martillo. Pim... Pim... Pim... Marta cada vez más atrás, todos los días un poco menos hasta que casi nada porque al tiempo, Clelia. Si no hubiera sido por el cartel quién sabe si se le habría cruzado lo de Marta. Y pegadito a lo de Marta le vino lo de Clelia, la menor de los Gómez. Lo de Clelia fue una especie de ahora sí. Ya habían pasado como ocho meses del rechazo y el ridículo. Linda piba Clelia. Menudita, callada, parecía tímida también. Con ella se le volvió a juntar la esperanza. Pero al final fue más o menos lo mismo. Una noche parecida. Andate, estúpido. Calor en la cara, transpiración, ganas de morirse o de no haber nacido. O de haber nacido otro. Y de nuevo en casa y el llanto que sube y brota de golpe. La promesa a mamá Elvira y a papá Francisco de que es la última vez que le pasa una cosa así. La Clelia es una reventada, yo la conozco, dice la Coqui, soplido en los dedos para que seque el esmalte de uñas. Lo principal es que nadie se entere, concuerdan mamá Elvira y papá Francisco. Ahora acostate y dormí. Porque el sueño también limpia. Lo de Clelia se acomodó más rápido que lo de Marta, le parece a Lucho. Y ahora, después de un año y medio, Clarita. Hace un ratito nomás. La parada del colectivo, Clarita que vuelve de la facultad. Se asusta un poco al verlo salir de entre las sombras. Ah, sos vos. Te estaba esperando. Para qué. Tengo que decirte una cosa. Y otra vez la voz de ella borrando la de él. Pero qué decís, cómo se te ocurre, no. No. Te digo que ¡NO! Lucho abre la puerta de calle, pasa el zaguán y sale al patio. Tiene la intención de meterse en la pieza, pero ve luz en la cocina y cambia de idea. Entra. La Coqui con la radio. Uno de esos programas que tanto le gustan de gente que habla por teléfono con el locutor y le cuenta cosas. Se lima las uñas, el frasquito del esmalte sobre la mesa de fórmica. Una hornalla encendida para que de calor. El pelo amarillo de la Coqui con las raíces negras. Sin cejas, porque se las depila y después se las pinta y ahora son dos arcos de carne enrojecida. La piel brillosa, la boca ancha y colorada como los tomates y los duraznos de las calcomanías que mamá Elvira pegó hace mucho en los azulejos. Lucho parece más grandote todavía en ese lugar. Arrastra una silla y se sienta. No se desabotona el gabán, no se saca el gorro, mete las manos entre las dos rodillas y se queda así, encorvado, mirando la varilla de aluminio que bordea la mesa. La Coqui se muerde un pedacito de cutícula con los dientes de un costado y después escupe. Lo mira de reojo. De dónde venís. De por ahí ¿Querés Mate? Lucho no contesta. La Coqui se levanta. El agua en la pava, yerba. La Coqui atrás de Lucho. Los hombros de Lucho se sacuden. La Coqui se le pone de frente. Lucho llora en silencio, con los ojos apretados. -¡Mamá! ¡Papá! -La voz chillona de la Coqui- ¡Vengan! -Y echa el azúcar. Tranquila, sonriendo- ¡Mamá! Mamá Elvira en el marco de la puerta. El pelo gris todo revuelto, con las dos manos cerrándose el cuello de la bata de franela a cuadros marrones y violetas. Pañoleta sobre los hombros, soquetes negros, pantuflas con el talón aplastado. El puente de los anteojos unido con una cinta adhesiva. Mamá Elvira sufre de presión alta y tiene la cara colorada con venitas oscuras en las mejillas y la nariz. La Coqui, apoyada en el borde de la mesada, sacude el mate y le señala a Lucho con la cabeza, como diciendo ahí lo tenés de nuevo. Mamá Elvira se sienta frente a Lucho. Lucho moquea, no levanta la vista. -¡Otra vez! -Dice mamá Elvira sacándose las mechas de la frente y acomodándose los lentes- ¿Otra vez, Lucho? -Se puede saber qué pasa -Papá Francisco ya está parado al lado de su hijo. Cardigan verde encima del saco pijama, los pantalones no le llegan a los tobillos, mocasines. Lucho mira al padre desde abajo. Lo ve empañado. El hombre observa a su mujer por encima del corpachón de Lucho. Mamá Elvira asiente con la cabeza, con tristeza. Más con resignación que con tristeza. -Será posible, Lucho -A papá Francisco las palabras le salen un poco pastosas, como resbaladas, porque en el apuro se dejó los dientes de arriba en la mesita de luz-. No habíamos quedado en que no te iba a pasar más, Luchito. Haceme el favor de apagar esa radio, Coqui. La Coqui hace como que no lo escucha y no la apaga nada. Extiende un repasador en un ángulo de la mesa y apoya la pava. -Decime una cosa, nena -Mamá Elvira empieza a hablar en un tono aparentemente calmado, pero le resulta imposible mantenerlo y termina a los gritos, con el rostro amoratado-, no hay en qué apoyar las cosas en esta casa que tenés que usar un repasador nuevo ¡Lo vas a quemar, tarambana! -Calmate, Elvira, con ponernos nerviosos no ganamos nada. Y ahora quién fue -pregunta papá Francisco dirigiendose a Lucho. -Clarita -responde Lucho entre hipos. Saca una mano de entre las rodillas y se corre las lágrimas. Los mira por debajo de las cejas. Se hamaca de atrás para adelante. -¿Clarita? ¿La del pasaje? -Salta mamá Elvira-. Justo con esa. -Otra turra -Dice la Coqui y hace sonar la bombilla-. Flor de mosquita muerta. Papá Francisco se pone de pie, le da una palmada a Lucho como para tranquilizarlo y empieza a pasearse con las manos en la espalda. La Coqui le alcanza un mate. -No, le toca a tu madre -dice-. Dónde fue, Lucho. -En el callejón, entre el galpón de Méndez y el tapial de la iglesia. Hará un poco más de media hora. Yo creí que... -Vos creíste, vos creíste -Lo interrumpe mamá Elvira, ahora con los brazos cruzados-. Qué creíste, decime, no sabés cómo son. -Bueno, bueno -interviene papá Francisco- ¿Y pasó lo mismo que las otras veces? -Sí, igual. Le hablé bien. Le dije que me gustaba, que... -Esperá, esperá. No hace falta que nos cuentes todo, lo único que queremos saber es qué hiciste después. Lucho tarda en responder porque antes de llegar al final, su cabeza tiene que pasar por los detalles. Primero está la sonrisa irónica de Clarita y la ofensa del pero-cómo-se-te-ocurre-que-vos...Después el pánico, el de ella. Pánico por Lucho, por la oscuridad, el callejón, y el saber que están solos. Enseguida el miedo de él, y recién ahí la mano tapándole la boca para que no grite, para poder explicarle que no es lo que ella se piensa. Que antes de hacer una cosa así se mata. Pero no le sale. Ni una palabra le sale. Y es tanta la rabia que le da no poder que le aprieta la cara. Aprieta, aprieta hasta que a Clarita se le empieza a vaciar el cuerpo, se le escurre por la pared y se ovilla en el piso. -Te hice una pregunta, Lucho, contestame. -insiste papá Francisco. -Lo mismo, lo mismo que las otras veces. Esta vez pasó más rápido, eso sí -responde Lucho con el crujido del cuello de Clarita todavía latiéndole en la palma de la mano. -Y claro -reflexiona mamá Elvira sin dirigirse a nadie en particular-. Vos viste lo que es esa chica. Flaquita, frágil, una cosa de nada. Parece que se va a quebrar con sólo mirarla -Luego se acuerda de algo y le habla a Lucho-. La dejaste ahí, me imagino... No se te habrá dado por... -Por favor, Elvira, dejame hablar a mí ¿No te vio nadie, nene? -No. Si no andan ni los perros por la calle. Además hay mucha niebla, no se ve nada. -Y en el camino, cuando venías para acá ¿tampoco? -No -Lucho niega con un suspiro, ya menos angustiado. -Está frío, Coqui -dice mamá Elvira devolviéndole el mate a su hija con una mueca de desagrado. La Coqui acaba de sacarse un puntito negro del mentón. Lo tiene en la yema de un dedo, lo examina de cerca y se pasa la mano por la pollera. Lucho bosteza. Se hace un silencio. En la radio una mujer le cuenta llorando al locutor que su novio la engaña con una amiga. -Qué boluda -comenta la Coqui. -La boca, Coqui. Cuántas veces te lo tengo que decir -A papá Francisco no le gusta que su hija diga malas palabras. Mira el reloj de pared. La una. Hora de irse a dormir. MAMÁ CON EL ESPEJO Los olores y los sonidos pasaban suave, lentamente; llegaban, se dejaban sentir..., y se iban. Despacio, hilos de seda en el aire. Las cosas, en cambio, esperaban. Quietas. Eran tan leves, sin embargo, había que tocarlas para que fueran. Y el tiempo también, ya no es el mismo. Nada es lo mismo. Todo comenzó a precipitarse una tarde al volver del Conservatorio (estudio violín). Ya desde el vestíbulo pude escuchar a tía Blanca y las exclamaciones de mamá en la sala ¡Ay, Ernesto! No sabés, no sabés la noticia. Sentate, dejá todo y sentate ¿Estás bien? ¿Cómo te fue? ¿Qué tal el Conservatorio? ¿El viaje? ¿Tuviste frío? Blanquita, decile a la muchacha que prepare el té. Andá, dale, yo mientras tanto le cuento. Se conoce que la mucama había encerado el piso mientras yo no estaba, porque se sentía un intenso olor a cera, y por el rechinar de las suelas de mis zapatos al caminar. Alargué el brazo, corrí una silla y me senté. Las manos sobre la mesa, en esa franja todavía tibia que deja el sol antes de irse. Preparate, le escuché decir de golpe a la tía Blanca que ya había vuelto de la cocina. Ni te imaginás la novedad. Una canilla goteaba en alguna parte, gluc, y el informativo de la radio un poco corrido, más al costado que otras veces. Sí, me dijo mamá cuando advirtió que me había dado cuenta, la cambiamos de lugar. Y ahora escuchá lo que te vamos a contar. Y me contaron. Las dos a la vez. Se interrumpían, se encimaban. La voz de mamá el Doctor Echebarne vio los estudios. La tía Blanca lo llamamos esta tarde. La mucama tintinear de tazas. Nos dijo que es posible, Ernesto, te das cuenta. Y otra vez mamá según el doctor un gran porcentaje. Pero ahí nomás la tía no importa que sea de nacimiento. No, no tiene importancia, la confirmación de mamá. Porque con el trasplante. Y con los adelantos. Vos sabés muy bien que Echebarne es una eminencia. Y después las voces mojadas, caricias en la cara, risas ¿Estás contento? Y yo claro que sí, no lo puedo creer de la alegría. Si fuera por mí mañana mismo. El té, budín de naranja y miguitas en el mantel. Y a partir de ahí la vida como succionada. La consulta, los análisis, la clínica. El viaje en camilla hasta el quirófano en donde el doctor Echebarne con las enfermeras, ruido metálico de los instrumentos, una mano en el hombro el pinchazo la máscara y el sueño. Un corredor vacío y al final mamá y la tía Blanca ya está. Un rato después el doctor Echebarne todo salió muy bien. Y yo que no digo nada aunque ya lo sé porque entre los ojos y el vendaje todavía la oscuridad pero distinta. El regreso a casa. La espera. Son unos días más, Ernesto, tené un poco de paciencia. Una semana y la llegada del doctor. Cierren las cortinas. La venda. Vueltas y vueltas de gasa interminable. El último roce sobre los párpados. La explosión. El estallido sordo y vertiginoso de millones de partículas incandescentes, que como por efecto de una deflagración en retroceso, constituyeron de pronto las manzanas en la frutera, el jarrón del bargueño, la puerta de la sala, mamá, tía Blanca y el doctor Echebarne. Todo se me vino encima. Todo extrañamente igual a lo que fueron mis presentimientos de toda la vida. Casi veinticuatro años durante los cuales el mundo fue para mí apenas una conjetura. Una minuciosa y delicada conjetura. Dije extrañamente igual y es correcto. Hay, ahora lo sé, un misterio encerrado en esa especie de milagro en virtud del cual las manzanas, el jarrón, la puerta, mamá, tía Blanca y hasta el mismo doctor Echebarne, terminaron siendo idénticos a mis figuraciones. Me asusté. Tuve miedo de que las cosas siguieran bajo el dominio de mi imaginación. Me atemorizó la posibilidad de que todo fuese un anhelo. El médico se fue y nos quedamos solos. Al rato, recién al rato, como a la hora, me animé a pedirle a mamá que me trajera un espejo. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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